María
—Hola, Mari.
—Hola, Adam.
Ignoraba la causa de aquella sensación, aquel presentimiento de haber llegado a un oasis, una isla en el océano. No solo eso: la convicción absoluta de que estaba destinada a aquel hombre. No importaba lo mucho o poco que viviera, aquella mirada grande en el rostro abotargado, el mostacho, la corbata maltrecha, las manazas juntas, el impermeable y el traje oscuro eran su meta.
Y de pronto tuvo la certeza de que ella ya la había alcanzado antes, en otra vida, y volvería a hacerlo sin cesar, hasta el fin de todos los fines. Ya se habían amado.
Era una idea muy rara. La achacó a su angustia.
Sea como fuere, el viejo de pie junto a Finkus no la dejó pensar mucho.
—María, le doy la bienvenida. Mi nombre es Flint. —Llevó un puño a la barbita cana que lucía y carraspeó—. Luego nos conoceremos mejor, pero ahora debemos ir deprisa. —Era de un realismo abrumador, casi más que Finkus, con el cabello níveo, la barba, el traje a medida—. Estamos juntos en virtual, pero a usted aún le queda reunirse con nosotros en real. ¿Puede decirme cuánto tiempo de consola ha alquilado?
—Una hora.
—Bien, por ahí estamos seguros. ¿Logró salir de su casa sin problemas?
—No sé qué entiende por «sin problemas». —María le contó con voz apresurada y baja (temía que Belén la pudiese oír) lo sucedido con los dos policías y la explosión. La preocupación subió unos grados en el semblante del viejo.
—Van a por todas —dijo—. Escuche, ahora mismo no hay tiempo de explicaciones detalladas. Queremos ayudarla y traerla con nosotros en real, pero aún debe hacer algo antes. Todavía pueden rastrearla.
—¿Rastrearme?
El viejo asintió enérgicamente con la cabeza.
—El vestido. El que el falso Finkus la hizo ponerse para ir al club, ¿recuerda?
Asintió. Lo recordaba perfectamente: el vestido del corazón bordado.
—Era un objeto musima —añadió el señor Flint—. Cuando se lo puso, introdujo en su personaje un código. Ahora es usted visible en ÓRGANO, María.
—Entonces no me conectaré.
—Por desgracia, si quiere sobrevivir, tendrá que conectarse —advirtió el viejo.
—Pero ya no llevo ese vestido encima…
—No importa, ya cumplió su función. Fue como si se descargara un virus informático. Con él, incluso podrían operar en Maria B a distancia. En contrapartida, esta habitación la protege por ahora. Pero es perentorio que se desprenda de ese código.
María miraba a Finkus, al viejo y a la extraña, hermosa habitación.
—¿Qué está pasando…? ¿Qué es todo esto…?
—Quieren matarlos, María —repuso el viejo sin adornar la respuesta—. A usted y al jugador real del señor Finkus.
—Ya mataron a… Patricia, la jugadora de Preste, Mari —susurró el detective.
—¿Y mi hija…? ¡Mi hija está aquí… conmigo! ¡En la cabina…!
Los murmullos desesperados de María, para no despertar a Belén, se traducían en frases en voz baja en Maria B. Tuvo que subir el volumen de su personaje.
—Su hija no es el objetivo primordial de esta gente —advirtió el viejo—. Pero no creo que les interese dejarla con vida.
Maria B se llevó una mano a la boca, imitando a la jugadora.
—Tenemos que avisar a la policía…
—No servirá de nada. Escuche, María…
—Vi a mi hija en virtual, en aquel club…
—No —dijo el viejo cuando comprendió lo que María estaba diciendo—. El club al que la llevó ese falso Finkus era una zona inaccesible, un área matemática del juego en la que no se puede entrar, un «bucle extraño». Me las arreglé para crear en usted la visión de algo que le importase mucho, y así conducirla hacia un mensaje de advertencia.
En su aturdimiento, María empezaba a distinguir luz entre la neblina. Belén no estaba en el club, era una alucinación. El viejo se la había provocado para conducirla hasta el mensaje. Pero ¿cómo había logrado algo así? Cayó en la cuenta entonces de que era musima. La música de Bach afectaba al cerebro del jugador.
—Entiendo —dijo. El viejo sonrió.
—Es usted una mujer muy inteligente, y muy valiente. Ahora necesitamos que se desprenda de ese código. Se ha pegado a la textura de su piel, y para quitarlo tendríamos que arrancársela. Sí, desollarla —agregó al ver la expresión de ella—. Incluyendo el cuero cabelludo, de arriba abajo. No hay forma de dejar ni un centímetro de piel encima, María. Claro está que incluso en virtual el dolor sería espantoso y es probable que su personaje acabara muriendo. Pero hay otra forma de hacerlo, más sencilla: la musimática.
—Yo no soy musima —objetó María.
—Yo sí, tranquila. —El viejo sonrió—. No negaré que será difícil. Una Interpretación muy delicada. Pero la mayor dificultad radica en anticiparnos a lo que ellos estén haciendo ahora mismo. ¿Está dispuesta? ¿María…? ¿Sigue ahí? ¿María?
Ella no había desconectado, pero había salido a real desviando la vista de la pantalla. La respiración de su hija, allí en el suelo, con su cazadora arrugada y los auriculares blancos del iPod, era profunda, como la de una criatura recién nacida. María la miró parpadeando. No podía creer que le estuviesen hablando de música de Bach en aquel momento. Miró las dos figuras de la consola con una intensa sensación de irrealidad.
—Se está haciendo borrosa —decía el viejo.
—Estoy aquí —repuso ella regresando al personaje.
—Por favor, no se vaya. Debe hacerme caso… Es su única posibilidad.
¿Su única posibilidad? Los miró, incrédula. Detuvo los ojos en Finkus. Lo veía más falso y, a la vez, más real que nunca, como si un fuego interior consumiera su figura revelando a la persona que imploraba detrás. Esa persona en quien ella sí confiaba.
—Haga lo que deba hacer —dijo al fin.
—Bien. Necesitaré que le quite toda la ropa a Maria B.
No tuvo problema. Era la segunda vez que desvestía a su muñeca aquella noche y ya había aprendido las opciones rápidas. Lo hizo en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando toda su indumentaria desapareció, el viejo aprobó con un cabeceo.
—Siéntese ahí, relajada.
Señaló algo a su espalda con la mano. María no había creído que hubiese mueble alguno en la habitación, pero al volverse halló un diván blanco. No proyectaba sombras, quizá debido a que las paredes lo iluminaban desde todas direcciones. Hizo que Maria B se sentase. Era cómodo, aunque no se hundía. Imitaba más la madera que el hule. Fue extraño mirar a los hombres entonces, extraño y liberador. Por primera vez no avergonzada de su (¿propia?) carne, ni de sus conductas. En cambio, Finkus parecía candorosamente confuso. Su rostro no había cambiado de color, pero María supuso que los paseos que daba de un lado a otro, como si aguardase en una sala de hospital la noticia de la paternidad, eran su forma virtual de ruborizarse.
—Muy bien, María, está haciéndolo muy bien. —El viejo se acercó—. Le diré lo que haremos ahora. Tocaré en usted un coral para órgano. Son músicas de iglesia basadas en canciones religiosas luteranas cantadas por los fieles. Bach compuso una preciosa colección titulada Pequeño libro para órgano con intenciones pedagógicas. Nosotros los musimas lo llamamos el Librito. Los corales del Librito poseen propiedades sorprendentes en el juego. El coral que tocaré en usted es el número BWV 614. Se titula El Año Viejo ya se ha marchado y está basado en una melodía que recuerda nostálgicamente el año que se va. —Sonrió—. Muy útil para mudar la piel, ¿no cree?
—Como una culebra, ¿no? —apuntó ella.
—Eso es. Si todo sale bien, su nueva piel aparecerá sin el código del vestido.
Finkus interrumpió sus paseos bruscamente.
—¿Y si sale mal? —preguntó con su vozarrón.
—No vamos a pensar en esa posibilidad —dijo el viejo—. Vamos allá. Cada cosa en ÓRGANO posee algo así como unos «teclados» internos —explicó mientras movía las manos—. Una silla, un perro, una pared o una persona están hechos de esos Teclados. Un musima los abre y toca en ellos. Estoy abriendo los Teclados de su piel ahora.
—Siento contracciones… —dijo María con voz de embarazada ante el obstetra.
No sabía definirlo de otra forma. Las sensaciones las experimentaba en su propio cuerpo, el real, allí en la cabina: pellizcos, tirones, tics de diversos músculos… No había dolor como tal, pero sí curiosas molestias que la hacían removerse en el taburete.
—Los Teclados son como las ventanas de Windows —dijo el viejo—, tan solo una interfaz para facilitar las órdenes. Ustedes no podrán verlos. Flotan solo ante mí, como los teclados de un órgano transparente… Pero no, no lo estamos consiguiendo… —El señor Flint torció el gesto—. En la nitidez de los Teclados influye mucho el ánimo del jugador real… María, intente calmarse. No haga nada. No oponga resistencia. Así… Eso es… —María hizo que Maria B apoyara las manos en el diván mientras los tirones retornaban—. Muy bien. Ahora estoy abriendo las plantillas del Librito. Escojo los corales de Año Nuevo. Son tres tan solo… De ellos elijo El Año Viejo ya se ha marchado y pulso la opción «Cargar en Teclados». —Mientras hablaba, el viejo gesticulaba con rapidez, como un profesor dibujando algo en una pizarra invisible—. Bien, María, ¿preparada?
Intentaba calmarse, como el viejo le pedía. Bajó la vista hacia su propio cuerpo desnudo, las rodillas separadas, los pechos moviéndose con los jadeos.
El señor Flint alzó de nuevo las manos.
Se oyó una nota musical como de flauta. Pero ella no la oyó proveniente de ningún altavoz sino de la línea que marcaba el inicio del cuero cabelludo de Maria B.
Surgieron más notas. Caramillos de pastor cosquilleando sus sienes. La música le separaba las cejas al manar de la frente y se retorcía en sus globos oculares y los costados de las órbitas. Poderosos tonos graves se añadieron a la disección.
Gimió, pero no pudo escucharse a sí misma porque aquella melodía extraña reverberaba en sus oídos. Una capa como de aceite rosado descendió por sus córneas entorpeciendo su visión. Estaba aterrada. Jamás había sentido algo así. No podía llamarlo dolor, y ni siquiera llegaba a ser demasiado intenso. Pero era muy inquietante, casi repulsivo. Como si la cabeza se le hubiese llenado de gusanos.
Sin querer, se echó atrás en real y perdió el control del personaje, que cayó hacia el respaldo del diván, resbaló por él y quedó recostada con los brazos en cruz.
—Perfecto. Así —decía el viejo agitando los dedos sobre ella—. No se mueva.
Podía ser perfecto, pero no para ella. El paladar doblándose y cayendo en la garganta, las encías que se despegaban como adhesivos, la lengua que se abría como un plátano maduro. El instante de espera antes de la nueva sensación era casi peor que la sensación en sí. Todo en ella se volvía cera derretida.
No habían pasado ni diez segundos cuando supo que no podía soportarlo.
—No puedo —murmuró. La música se interrumpió. El viejo frunció el ceño.
—Claro que puede.
—¡No!
—María, íbamos muy bien. Déjeme seguir.
—No, de veras…
Pese a que no podía explicarlo, lo tenía claro. No era solo aquella sensación repugnante, era la música contenida en eso, lánguida y melancólica, naciendo de su piel. Y de repente pensó algo extraño: Maria B también había sufrido. De hecho, más que ella. Hasta entonces no se le había ocurrido compadecer a su personaje, y quizá era absurdo, pero lo sentía así.
Finkus se agachó frente a ella, los castaños, bondadosos ojos de perro san bernardo fijos en los suyos, su mostacho como un manchurrón gris.
—Mari, esto es necesario para que puedas escapar y salvarte. Salvaros. Tu hija y tú. —Hablaba con el tono pausado de un médico que expusiera las ventajas del bisturí.
—El tiempo pasa —advirtió el señor Flint.
—Está asustada —adujo el detective—. Déjele un minuto. —Y volvió a fijar en ella aquella mirada doméstica y cálida como un cuenco de buena sopa—. Vamos, puedes hacerlo… Estoy seguro de que puedes. ¿Dónde está esa ayudante que he contratado y que se atreve con todo?
—Te devolveré los doscientos euros —jadeaba ella.
—De eso nada. Yo nunca me equivoco cuando hallo algo. Soy El Hallador, ¿recuerdas? Y te hallé a ti. Seguro que lo vales. —Tomó su mano y la apretó con firmeza.
Finkus, su pasaporte a la realidad, sus zapatillas de andar por casa. Si él estaba allí, todo tenía sentido.
—Vale —aceptó ella y miró al viejo—. Siga, por favor.
—Muy bien, María. —El viejo ocupó el lugar de Finkus—. Sé que esto es difícil para usted. Hay jugadores con un talento especial para ser tocados. Los llamamos «Instrumentos». Son como verdaderos órganos musicales. Logran que sus Teclados aparezcan con claridad y sea fácil acceder a ellos. Usted no es Instrumento, y eso complica las cosas. Pero piense esto: no solo está renovando la piel de su personaje, deja atrás una envoltura para adquirir otra nueva… Abandona el lastre de su pasado. Eso le ayudará.
María hizo que Maria B asintiera. El viejo separó los dedos en el aire.
La extraña música brotó de nuevo de su cuerpo. María cerró los ojos.
El lastre de mi pasado.
Se concentró en eso mientras gemía. En Rafa Helguera.
Cuando lo conoció, ella tenía diecinueve años. Fue en una discoteca de moda. Cuando él se volvió, ella parpadeó varias veces. Rafa parecía una buena mezcla entre un Jesucristo de Hollywood y un Sandokán: larga melena rizada y barba negras y los ojos más maravillosos que había visto nunca en un hombre. De su camisa blanca abierta sobresalía un espeso vello en el que casi desaparecía un medallón de marfil, un souvenir de un viaje a África. En aquellos días fotografiaba animales africanos para diversas revistas de Internet. Y la miró (nunca lo olvidará) como si ella fuese un animal más con que alimentar su cámara. De hecho, le dijo que estaba buscando modelos para hacer un book que presentar al Proyecto Internacional Mirror Body en Mount Valley, California, una movida en la que se solicitaba a todos los fotógrafos interesados que enviaran sus trabajos con imágenes de cuerpos humanos desde cualquier ángulo. Si resultabas elegido, trabajabas directamente con ellos. Te pagaban bien, y tenías opción de formar parte de la plantilla oficial de técnicos gráficos de ÓRGANO, el mundo virtual que —Rafa estaba seguro— lo revolucionaría todo en breve. Una semana después estaban viviendo juntos, y ella lloraba de felicidad por su suerte. Rafa era un individuo solitario, pero muy carismático, consciente de su intenso atractivo. María sabía que no tenía escasez de chicas a su alrededor. Y la había elegido precisamente a ella. Uau. Todos los días se levantaba pensando que estaba en deuda. Cualquier cosa que él quisiera siempre sería poco. Rafa procedía de una familia deshecha, con un padre desaparecido y una madre alcohólica de cuyo hogar se había fugado el chico cámara en ristre cuando tenía poco más de quince años. Eso, naturalmente, había condicionado su vida, ¡y María podía entenderle, teniendo el padre que tenía! Era lógico que él se hubiese aficionado a las drogas y el alcohol, en aquellos tiempos en que se necesitaba la química para soñar (luego vendría ÓRGANO, y ya solo sería necesaria la física). Bebían y él la fotografiaba. A veces en público, en cualquier lugar, haciendo que se quitara la ropa. Por supuesto, ella tenía otras responsabilidades, además de ser modelo. Había que limpiar el apartamento. Cocinar para él. En pocos meses perdió a todas sus amigas. Rafa requería el cien por cien de su tiempo. Una de las últimas mohicanas de sus amistades de colegio le dijo: «Abusa de ti, Mari. Ese tío abusa de ti». A ella le entró la risa floja. ¡A ver si se creían que no lo sabía! Desde niña hubiese podido aplicarse esa frase: «Tu padre abusa de ti, Rafa abusa de ti, el mundo abusa de ti».
¿Y?
Ella les debía su existencia, y solo les estaba pagando.
Rafa se lo dijo un día, cuando le contó el plan de trasladarse a Barcelona a vivir y (tras un instante de horrible silencio) anunciarle que había decidido llevarla consigo. Fue tal su alegría que quiso besarle, pero él no le dejó.
—Lo hago para salvarte —le explicó—. Si te dejo la palmas, Culona. Y sabes que es verdad. Me necesitas para vivir, no puedes hacer nada por ti misma… Es una ley en tu caso. No, no te rías, hablo en serio. Eres una carga. Y ojo: no es malo ser una carga, no lo es. A veces me gustaría que fueses más independiente, pero repito, no es malo necesitarme. Te comprendo, claro que sí. —Y le acariciaba la mejilla. Ella se puso a darle besos en los dedos—. Te comprendo.
Pensó que, si tenía que dejar atrás un solo recuerdo de su vida, uno solo, elegiría ese en concreto.
Había otros muchísimo peores, pero en aquel momento era ese, el instante en que Rafa Helguera le explicó con calma cuánto dependía ella de él, y sobre todo cuando le dijo «te comprendo» mientras ella lamía la mano con que él la acariciaba.
Le daban ganas de encerrar entre paréntesis aquellos segundos grabados en su memoria, o bien subrayarlos en un procesador de textos y darle a la tecla de «Suprimir».
Las cosas del pasado pertenecen al pasado. En eso pensó mientras la música descendía como un alud lento que, al despeñarse, trenzara los acordes de órgano más melancólicos que había oído nunca. Era como si saliera del agua y respirara aire fresco tras un buceo prolongado. Otra. Quiero ser otra. Diez surcos descorriendo las diez cremalleras de su ser. Los diez dedos del viejo arando como rayos láser purísimos la superficie irisada de un CD que era ella, y ella sonaba
como una ola que la marea aleja y devuelve,
descenso hacia el silencio
pero la piel no se acumulaba como una mondadura: se disolvía en otra que yacía debajo. Como quitarse un disfraz. Una crisálida desprendida con suave batir de alas.
Abajo, abajo, hasta el fin y el silencio.
Qué injusta la vida real, y qué felicidad poder enmendarla.
—Enhorabuena, María. —El viejo aplaudió brevemente, como tras un concierto.
—Bienvenida —le dijo Finkus, emocionado.
Se miró: brazos, piernas… ¿Por qué la celebraban? No era otra. Era la misma. Era ella. Se levantó y volvió a vestirse. Se sentía extraña, como purificada de algo.
—Ahora ya está todo hecho en este mundo —dijo el viejo—. Debe desconectar y… Espere. Tengo que atender una llamada.
Quedó paralizado, en «Pausa». Finkus y ella cruzaron una mirada.
—Pronto estarás a salvo del todo —dijo él—. Tu hija y tú.
—Gracias. Y gracias por ayudarme antes. Me diste fuerzas.
—Hice lo que hubiese hecho cualquiera. Tú eres quien lo lograste.
Se miraban como si los ojos de ambos estuvieran confinados en un mismo espacio. El viejo continuaba inmóvil.
—¿De qué va todo esto, oye? —indagó María en voz baja—. ¿Por qué nosotros…?
—Sé lo mismo que tú. —Finkus se encogió de hombros—. Los tres que estuvimos en esa iglesia ayer la hemos pringado… Dice que luego lo explicará todo. —Cabeceó hacia el viejo—. Estoy con él en real, le oigo hablar con alguien… Creo que sabe lo que se hace. Hay que confiar en él, Mari.
—¿Estáis en Nueva York?
Finkus puso una cara como si exprimiera un limón.
—¿En Nueva York?
—Tú vives en Nueva York en real.
—Ah… Sí… Bueno…
—¿Te han traído a Madrid? —Ella tragó saliva, ansiosa.
—Sí, estoy en Madrid.
—Entonces nos veremos pronto —dijo ella, aliviada—. ¿Qué te pasa?
—Mari… —Finkus la miraba con timidez—. En real no soy como Finkus.
—Yo tampoco soy como Maria B —sonrió, y apartó el pelo de su personaje. No le importaba cómo fuese el jugador de Finkus en real, estaba segura de que le gustaría.
De repente el viejo recobró el movimiento y los interrumpió, nervioso.
—Perdone, María, pero debe desconectar ya. Con urgencia. Salga del organcafé sin prisa, abrazando a su hija. Luego ya veremos.
—¿Ya veremos?
—Haga lo que le digo. Salga con tranquilidad, pero sin detenerse. Suerte.
Todo eso significaba: «Desconecta». Lo hizo. Con un ruido de resorte, la tenue luz de la cabina se encendió y se apagó la pantalla, aunque la hora digital continuó brillando: 1:08 h. Fue como si alguna especie de líquido amniótico hubiese descendido de nivel dejándola a merced del mundo exterior. Se quitó la diadema, desprendió las fundas de un solo uso, pringosas de sudor, y las arrojó a la papelera. Belén seguía hecha un ovillo en el suelo, arrebujada en la cazadora del camaleón como en una sábana. A María le pareció que no había ser más inocente y por el que mereciera la pena luchar más.
—Cariño, debemos irnos.
Se levantó permitiendo que Belén siguiera abrazada a ella, tomó aire y abrió la puerta. La fresca cháchara de la realidad invadió sus sentidos. Muy erguida, calmosa, dio un rodeo para sortear el mostrador central. De paso echó un vistazo a la clientela. ¿Y si se hubiesen quitado las gorras de policía y los chalecos fosforescentes? Cabía en lo posible. Rastreó cara tras cara. Pero no era buena para eso, y en general para nada que requiriese mucha concentración. Los «Busca a Wally» que le había regalado por Reyes a Belén los resolvía siempre su hija antes que ella. El empleado que la había atendido en el mostrador la vio al pasar y le dijo algo. María no le prestó atención pero supo que se refería a que la niña no podía estar allí. Alzó la mano en un gesto de disculpa. Otra María, oscura, aferrando el bulto de otra Belén se acercaba a ella reflejada en el cristal de la puerta. Más allá, una noche ciega. ¿Dónde estás, Wally?
Salió al frío exterior de la noche y vio, al otro lado de la plaza, un Audi negro aparcado. Estaba segura de que era el coche de los dos falsos polis. Se quedó un instante mirándolo, hipnotizada, como una presa ante un depredador.
La mano que se abalanzó sobre ella por detrás tenía una pulsera metálica de la que colgaba un pequeño corazón plateado. María lanzó un grito y forcejeó.
—¡Hijo de puta, CABRÓN! ¡SOCORRO! ¡AYÚDENME!
Al dueño de la mano no lo veía. Y demoró un par de segundos en oírlo.
—¡… favor! ¡Cálmese! ¡Vengo señor Flint! ¡Ayudarla!
María volvió la cabeza y vio a la joven oriental de flequillo recto y rostro impasible que tiraba con fuerza de su brazo.
Entonces del Audi negro salieron los dos hombres.