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Jaime

—Se ha conectado —dijo el viejo—. Ven. Aprisa.

Jaime no necesitó que se lo repitieran. Saltó del camastro y se tambaleó hacia la puerta frotándose los ojos. Se había quedado dormido, incluso recordaba su sueño. Había soñado con el accidente, el Mitsubishi, su padre y su hermana. Pese a que se había tratado tan solo de una ligera cabezada, experimentó cierta culpa. ¿Cómo podía dormirse en una situación como aquella?

—¿Lo consiguió? —preguntó siguiendo al viejo a la habitación contigua. Ambos cuartos pertenecían al mismo sótano, y Jaime había observado que no existía mucha diferencia entre uno y otro, excepto que, en lugar de cama, allí había una mesa de madera y un par de sillones metálicos de asiento de hule. Sobre la mesa, las dos consolas semiportátiles abiertas y encendidas—. ¿Ha llegado ya al organcafé?

—Acaba de conectarse, no he hablado aún con ella. —El viejo se sentó frente a una consola y le ofreció la otra—. Pero ha llegado. Siéntate, Jaime, y ponte la diadema. ¿Qué te pasa? ¿Aún no confías en mí? —Jaime no respondió, pero tras un titubeo aceptó sentarse frente al viejo y cogió una diadema. El viejo lo observó en silencio—. De todas formas debemos ser rápidos. Nos queda poco tiempo.

—¿Poco tiempo para qué? —Jaime abrió los brazos flexibles de la diadema, que era de buena calidad, y se la puso. El viejo frente a él imitó su gesto casi como si se tratara de su propio reflejo anciano en un misterioso espejo.

—Para que lleguen al organcafé. Ya la han localizado en real. No pongas esa cara… Ella confía en ti. Haz que se calme y mantén la calma tú. Todo irá bien.

El viejo, en real, no transmitía a Jaime nada de calma. Era bajito, flaco. Su piel, ya lo bastante clara de por sí, aparecía pálida, casi espectral a la luz cruda de la bombilla del sótano, mucho más blanca que su cabello, bigote y perilla, que brillaban como nieve. Las manos le temblaban, y aunque su voz nasal estaba bien proyectada y poseía esa clase de timbre de quienes saben hablar en público (con aquel fuerte acento inglés, aunque buen vocabulario castellano), se quebraba a ratos. Solo en sus ojos azules semejaba haber fuerza. Solo en ellos se parecía a su personaje virtual, que era como el reverso de la moneda. Pese a todo, el aspecto del personaje era similar al del viejo real: bigote y barba blancos, piel pálida, traje oscuro. Pero la fuerza que emanaba de él era nítida y firme, como la proveniente de un antiguo monumento. No ya solo su forma de hablar (en virtual era traducido en un castellano sedoso), sino toda su fisonomía delataba a otra clase de individuo. Aquella doblez era extraña para Jaime.

Sin embargo, ¿en quién más podía confiar si no en el viejo?

Y necesitaba confiar en alguien. Se sentía solo y perdido desde que una desconocida aquella tarde (estaba seguro de que era una mujer, pero había olvidado sus facciones: solo recordaba una pulsera con el corazón de metal) había entrado en su casa y disparado aquella pistola hipodérmica en su cuello. Horas después, al despertar, aún sentía el picor donde la pequeña aguja había desparramado en su sangre un sueño frío, aséptico. Había despertado sobre una loncha de colchón colocado sobre un armazón metálico plegable, rodeado de paredes sin ventanas con manchas de humedad. Luz angosta desde una bombilla tan abandonada como él, gracias a la cual había definido los contornos de su cárcel. Estanterías desmontables vacías; una consola semiportátil abierta sobre una mesa como el estuche de un violín en acero cromado, una de esas modernas con tantas posibilidades como las fijas, pero más manejables. Una silla. Y una puerta.

Jaime estaba muerto de terror y no tenía a nadie a quien acudir. Su madre, la doctora Silvia Ferrán, no le había inculcado la creencia en ningún ángel, Ser Supremo o Custodio misterioso. En cambio, le había enseñado a ser práctico y golpear puertas, en el caso de que estuviesen cerradas por fuera. Esta era de una madera que alguna vez había querido ser blanca, pero cuya pintura se hallaba descascarillada. Jaime la había aporreado un rato, en vano.

Encerrado. Disfraza esa palabra como quieras, macho, pero así era. Secuestrado (otra palabra que no podía disfrazar) y llevado a algún sitio. A él. A un chaval.

En un momento dado, mientras golpeaba la puerta, la pantalla de la consola se había encendido y el viejo virtual había aparecido en ella.

—Hola, Jaime. Por favor, ¿podrías conectarte como Adam Finkus?

Un momento, dijo la mente matemática de Jaime. Rebobinemos, por favor.

Le parecía haber perdido la chaveta. ¿Toda aquella movida para terminar sentado ante una consola, conectado como Finkus?

Sin embargo, obedeció. Se sentó frente a la bonita y acerada consola, cogió la diadema que colgaba de un lateral y se conectó. De inmediato Finkus había sido transportado a una cámara de paredes recias, candelabros y esculturas que a Jaime le trajo a la memoria el raro cuarto barroco extraterrestre de las últimas escenas de 2001: una odisea del espacio, una de sus películas de culto. El viejo virtual se plantaba ante él con un traje negro que los ojos expertos de Jaime valoraron en más de novecientos euros en eBay. Movía suavemente las manos haciendo resonar en las paredes una música de órgano poderosa, oceánica, que parecía extraer de cada rincón de la habitación. Toccata y fuga para órgano en Fa mayor BWV 540, decía la viñeta. A Jaime le temblaban las piernas, lo que se traducía en que el cuerpo de Finkus casi zumbara como una especie de enorme vibrador. La música cesó y estalló un súbito silencio.

—No perdamos tiempo en presentaciones —dijo el viejo—. Me llamo Flint.

—Por favor, déjese de coñas —cortó Jaime—. Quiero llamar a mi madre.

—Es imposible, Jaime, lo siento. Pero no te preocupes, tu madre no sabrá nada: está en Alaska, creo, en una excursión de un congreso de cirugía, ¿no? Pasará algunos días incomunicada. Te prometo que todo acabará antes de lo que crees, y entonces podrás regresar con ella.

Aquellos detalles sobre su vida real le dejaron boquiabierto. Tragó saliva.

—¿Qué… qué es lo que acabará?

—La amenaza —dijo el viejo.

—¿Amenaza?

—De los que quieren matarte. En real. Bueno, mataros —matizó—. Como ya han hecho con tu amiga Patricia Trébedes en Sevilla.

Ahora el personaje de Finkus zumbaba tanto que se emborronaba, al tiempo que la ansiedad de Jaime aumentaba.

—No… No es cierto… ¿Matarme…? Por favor, ¿qué es esto…? ¿Dónde estoy?

—Sssh —lo calmó el viejo—. Estás en buenas manos. Conmigo no debes temer.

—¡Esto es un puto juego virtual! —gimió el Finkus borroso.

—Estoy contigo también en real. —El viejo hizo una pausa en la que quedó inmóvil—. Sal a real sin quitarte la diadema y abre la puerta, Jaime. He descorrido el pestillo.

Temblando, Jaime apartó los ojos de la pantalla, se levantó y asió el picaporte. La puerta se abrió sin obstáculos hacia la otra habitación del sótano. Al fondo una escalera de madera que subía y, frente a ella, una mesa con otra consola semiportátil. Sentado en ella estaba el viejo con una diadema. Más pequeño, más frágil, con traje oscuro pero de peor calidad que su gemelo virtual. Su castellano se teñía de acento.

—Hola, Jaime. Detrás de cada personaje hay una persona, ya ves. Cálmate. Solo tratamos de ayudar, a ti y a esa mujer, María Bernardo. —Pronunció «Benaddo».

—¿María…? —dijo Jaime plantado en el umbral.

—Maria B, ¿recuerdas? La conociste ayer, creo. En la iglesia de Preste. A ti hemos podido traerte aquí a tiempo… A ella no podemos hasta que conecte. Hay métodos para rastrear dónde está, pero tiene que conectarse. Los que quieren matarla deben esperar a que conecte también. Por suerte, no lo ha hecho en todo el día, sospecho que hay una avería en su señal. Pero cuando lo haga, atraparán a su personaje como quisieron hacer con el tuyo, con una trampa. Luego entrarán en su casa y… Bueno, la eliminarán, como a tu amiga Patricia Trébedes.

—Lo de Patricia fue un incendio… que…

El viejo meneó la cabeza desde su asiento.

—No, Jaime. El incendio no fue accidental. Utilizan a profesionales, gente que no suele cometer errores. Creo que enviaste un mensaje a Maria B citándola a las diez y media de la noche, ¿cierto? —Jaime había asentido tragando saliva, sin preocuparse ya de preguntar cómo era que sabían eso—. Estoy seguro de que intentarán engañarla tomando tu apariencia, como hicieron con Preste y tú. La retendrán en virtual primero, y luego matarán a la jugadora. Ya te digo que son profesionales. Expertos en ambos mundos. Solo tienen un problema.

—¿Cuál? —había preguntado Jaime con la boca seca.

—Yo.

Lo había dicho sin asomo de presunción, con soberana tranquilidad. El señor Flint había agregado que era un musima bastante respetado en ciertos círculos de ÓRGANO, tenía poder y contaba con amigos igualmente poderosos. Dejó claro que él era la única ayuda que Jaime y la mujer poseían. No había tiempo de más explicaciones, porque era preciso preparar un plan para cuando la mujer se conectara.

—Apuesto a que uno de ellos tomará la apariencia de Finkus y la llevarán a algún sitio inaccesible para retenerla. Por desgracia no podremos impedir eso. Pero, una vez allí, y aunque no podré entrar, creo que lograré que María tenga alguna visión que la guíe hacia un mensaje de advertencia pidiéndole que huya. Tiene que ser su personaje quien escape. Si lo logra, haré que te vea como Finkus.

—¿Para qué?

—Ella confía más en ti que en mí. Quiero que le digas que se vaya de su casa cuanto antes y se conecte en un organcafé: he estado estudiando el mapa de la zona y el de la plaza Moreno Torres es el adecuado…

Había hecho todo lo que el tipo le había dicho. Había hablado por boca de Finkus cuando el viejo lo llamó, gritando desesperado hacia la muchacha, advirtiéndole de que aquello no era un juego, que tenía que huir con su hija. Se hallaba más horrorizado que ella. De pronto el personaje de Maria B desapareció. Jaime se quedó mirando la calle vacía hasta que el viejo lo llamó en real.

—Le han cortado la luz en su piso —dijo el señor Flint—. Deben de haber llegado a su casa. Pero lo has hecho muy bien, Jaime. Aunque ellos se han movido con mucha rapidez. —El señor Flint se mesaba la barbita, preocupado—. Confiemos en que logre llegar sana y salva al organcafé. Tienes aspecto de estar muy cansado. Es tarde, son más de las doce. Acuéstate un poco, si quieres. Te llamaré si hay cambios.

—¿De qué va todo esto? —había preguntado Jaime. El viejo había sonreído.

—Ahora mismo no me creerías si te lo dijera. Descansa un poco. Ya te llamaré.

Eso había hecho. Se había acostado y permanecido unos minutos con los ojos abiertos, como tratando de asegurarse de que aquello era el mundo real. Miraba a su alrededor y seguía sin creérselo. ¿Qué estaba haciendo allí, en aquel camastro? ¿Por qué él, precisamente, había sido elegido para esto?

Tales pensamientos, sin duda, le habían hecho volver a soñar con el accidente.

Iba de nuevo en el Mitsubishi de su padre, por la carretera hacia Oviedo, su padre conduciendo, su hermana y él detrás. Su madre tenía algunas guardias médicas pendientes en Madrid, y se reuniría con ellos después en la casa de Asturias donde pasarían las vacaciones de Semana Santa. Eso la salvó.

Volvió a ver a su hermana Ana quitarse el cinturón de seguridad y torcer su cuerpecito de quince años mientras se echaba la visera de la gorra de marinero hacia atrás, para coger unos bocadillos envueltos en celofán de una bolsa situada tras su asiento. Su padre le estaba diciendo que se diera prisa en volver a ponerse el cinturón. Jaime apenas los oía, pendiente de dotar a sus Pokemons de nuevas y sugestivas cualidades en su consola Game Boy… Y mientras transcurrían esos horribles segundos, otro Jaime once años mayor contemplaba la escena, como si la viera desde ÓRGANO, y les gritaba: «¡No, no…! ¡Papá, ten cuidado! ¡Ana, el cinturón…!».

Entonces el camión de hortalizas que iba delante perdió el control.

Un segundo después el mundo perdió ingenuidad para Jaime.

En el sueño todo aquello sucedía con naturalidad, casi como un deber, como si así hubiese estado ocurriendo desde el inicio de los tiempos. La carretera, el camión, su hermana alcanzando los bocadillos: todo estaba preparado como el rodaje de una película, con un decorado y actores que repetían el papel aprendido. No podía cambiar nada: así iba a suceder por siempre, y nada ni nadie iba a librarlo de eso.

De igual manera, nada podía librarlo de lo sucedido aquel miércoles, de hallarse en aquel sótano junto a un viejo con acento inglés que decía querer protegerle de unos asesinos que habían tratado de capturarlo en ambas vidas.

El señor Flint lo había despertado media hora más tarde.

—Se ha conectado. Ven. Aprisa.

Su consola había sido trasladada a la mesa de la habitación contigua, como si el señor Flint pretendiera otorgarle un nuevo privilegio con ello. Se sentó ante él, se puso la diadema y Finkus y el viejo volvieron a aparecer en la habitación barroca.

—Voy a traerla a este lugar, con nosotros —dijo el viejo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Jaime hablando como Finkus.

El viejo abarcó el cerrado salón de esculturas y candelabros.

—Es un sitio inaccesible que he construido con la Toccata para órgano en fa. Aquí no podrán hacerle nada en virtual. Recíbela tú y luego déjame hablar a mí. No hay tiempo que perder: sus perseguidores estarán llegando ya al organcafé.