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María

1

Un pequeño espectro la observaba desde el oscuro umbral.

—¡Mamá, la lámpara de la mesilla no se enciende!

—Es solo un apagón, cariño.

—¡Es que tengo miedo! ¡Papá venía…! ¡Quería hacernos daño!

—Sssh. Ha sido solo otra pesadilla. Venga, va, te llevo a la cama.

La abrazó. Su hija olía a sueño.

María se decía a sí misma que no pasaba nada.

Era un apagón, bien podía ser general. Aquella tarde se había averiado Internet, ¿por qué no la electricidad de una acera?

Lo ocurrido en virtual era más raro, desde luego. Belén apareciendo en aquel club con el mismo pijama de ovejitas azules que ahora llevaba… Un Finkus falso y otro verdadero gritándole frenéticas advertencias… Van a por ti. ¿Qué significaba aquello?

Por fortuna la habitación de su hija daba a la calle también, y recibía la claridad estelar de las farolas. Los adornos colgantes y los ojos de los peluches fulguraban.

—Vamos, a la cama, cielo.

—No te vayas.

Belén se sentó en la cama pero aferraba las mangas del albornoz de María, que tampoco insistía en acostarla. Se quedó de pie, mirando a la niña en la oscuridad.

Sal de tu casa. Vienen a por ti.

Era lo que le había dicho Finkus. Pero Finkus formaba parte del juego. ¿O no? ¿Acaso el hecho de percatarse de que un personaje idéntico a él no era él no demostraba que había algo más serio que lo virtual? La persona que le hablaba detrás de Finkus, por remota y neoyorquina que estuviera más allá de la pantalla, ¿no era quien le inspiraba verdadera confianza?

Y había sido esa persona la que le había dicho que aquello no era un juego.

Llévate a tu hija, Mari. Vete. Organcafé de Moreno Torres

—Mami. —La vocecilla desde su vientre. Los ojos mirándola desde el refugio del albornoz—. ¿Qué pasa?

Buena pregunta.

—Nada. Escucha. —Tomó la decisión en ese mismo instante, aunque solo fuese porque ni Belén ni ella iban a dormir—. ¿Prometes obedecerme en todo lo que te diga?

—Depende —contestó la vocecilla.

—De qué.

—De lo que me digas.

María sonrió. Ninguna de las dos se había movido de su posición, como si cada una defendiera su terror particular.

—Vale, te lo diré.

—Que me acueste sola no se incluye —anticipó Belén, previsora.

—No, no es eso. Quiero que te vistas. Todo lo rápido que puedas, ¿vale?

—¿Nos vamos a la calle? —La estrafalaria idea pareció animar su hija.

—Sí, a dar una vuelta.

—Qué guai.

—Pues vamos, vístete.

Se oía a sí misma, y le sonaba aún más absurdo que cuando lo pensaba. Pero no harían nada raro. Saldrían un rato, darían un paseo por la acera, volverían tan campantes y ella le diría: «Ea, a la cama. Ya verás como ahora duermes de un tirón». Si no para otra cosa, al menos serviría para tranquilizarla.

Belén aceptó separarse y comenzó a trastear en el armario.

—No veo nada… ¿Es esta la camiseta de Los Dobbies? No te vayas, mami.

—No me voy, pero yo también tengo que vestirme, cariño.

—Termino ya. ¿Sabes dónde están mis calcetines arco iris?

—No, y no busques nada especial ahora. Ponte cualquier cosa.

Belén, simplemente, ignoró aquella barbaridad. Las prisas de mamá nada tenían que ver con sus preciados calcetines arco iris. María se sentía cada vez más ansiosa, sin saber por qué. ¿Había oído un ruido en la escalera? ¿En el ascensor?

Pero si el ascensor funciona, el corte de luz es solo en mi casa

Corrió a su habitación y se puso su viejo chándal amarillo, que era lo más fácil porque lo tenía colgado detrás de la puerta para las (raras) ocasiones en que se sentía con ánimo de hacer algo de ejercicio.

Ahora de repente el deseo de huir era poderoso, torrencial.

—¿Estás lista, cariño? —preguntó hacia la oscuridad.

—Busco mi iPod —dijo Belén.

—Deja el iPod ahora…

—No, espera, aquí está.

—Vale, pero no oigas música todavía. Ya te diré cuándo.

La ayudó a ponerse la cazadora vaquera del camaleón rosa en la espalda que le había comprado hacía poco y que tanto le gustaba a Belén, cogió su propia ajada cazadora y se aseguró de que dentro llevaba el móvil. Guardó las llaves del piso en el bolsillo del chándal y abrió la puerta despacio.

El rellano era una acuarela de oscuridad uniforme. Solo un punto brillante en lo alto del ascensor: la luz que señalaba el primer piso. En ese momento se apagó y se encendió la del segundo. Alguien subía. No era imposible que un vecino llegara a las… (leyó la hora en el móvil)… doce y diez, pero cuando la luz se desplazó al tercero, donde ella se encontraba, tomó la decisión.

—Vamos por la escalera.

Cogió la mano de Belén y empezaron a bajar. El filo luminoso de la cabina ascendía a su espalda como en un extraño experimento de vasos comunicantes. María se ayudó del resplandor de la pantalla del móvil para no usar el alumbrado de la escalera. Había un cuarto y último piso arriba. Quizá el ascensor continúe hacia allí. Quizá no vaya a… Pero, conforme lo pensaba, oyó el motor detenerse y la puerta metálica abrirse.

En el tercero.

No deseaba asustar a Belén con algo que, después de todo, podía tener una explicación perfectamente normal, así que se inclinó y le habló al oído.

—No hagamos ruido para no despertar a nadie, cariño, ¿vale?

Belén era maravillosa a la hora de entender instrucciones concretas y fundadas. Siguieron bajando en silencio, sin que María lograse averiguar qué estaba haciendo el trasnochador pasajero del ascensor. No percibía el sonido de ninguna cerradura, no oía ninguna voz, ni siquiera pasos. Era como si, en perfecta simetría, el visitante hubiese decidido ser tan cauteloso como ellas. En el vestíbulo, todo tranquilo. María se dirigía a la salida cuando se detuvo.

La puerta del piso de Ahmed estaba ligeramente entreabierta.

Ahmed, el portero, había conseguido varios empleos en ÓRGANO, y María sabía que a esas horas de la madrugada hacía de entrenador virtual en un gimnasio californiano cuyos clientes vivían en unas saludables tres de la tarde. Según había insinuado a María, ganaba una buena pasta con eso. Pero viudo y acomodado como era, gustaba de proteger su intimidad, y las puertas entreabiertas no se incluían entre sus hábitos.

Salvo que hubiese salido un momento a comprobar algo. ¿El apagón de su piso? Quizá era él, después de todo, el misterioso ascensorista detenido en el tercero.

—¿Ahmed? —musitó en dirección a la impávida rendija.

Dio unos cuantos golpecitos en la puerta, pero no obtuvo respuesta.

No quería (bueno, sí quería) ser indiscreta. Sin soltar la mano de Belén, empujó suavemente la hoja de madera, que era pesada, de esas nuevas llenas de seguridades, ampliando la tajada de oscuridad hasta asomar la cabeza.

El piso de soltero de Ahmed, con los dos hijos ya casados y los tres trabajos virtuales que estaban a punto de jubilarlo, era minúsculo. Un póster de Marruecos virtual, un televisor de plasma y una consola fija paralizada en una escena de fondo azul que podía ser de gimnasio, pornográfica o ambas (a esa distancia María no la veía), cuya luz reinaba a solas, eran los detalles llamativos del comedor-saloncito-cocina.

Del propio Ahmed, ni rastro.

María volvió a mirar hacia el ascensor. Seguía detenido en el tercero. Entonces se fijó en otra cosa. La puerta de acceso al sótano, en el hueco de la escalera, estaba cerrada, pero en la rendija inferior, visible gracias a las tinieblas, parpadeaba un resplandor completamente distinto a la luz usual. Era muy tenue, y al principio María no supo si se lo estaba imaginando. Pero se acercó y pudo cerciorarse. De color rojizo, titilaba como si fuese una llama. ¿Fuego?

—Mamá, ¿encendemos la luz? —propuso una susurrante Belén apretando su mano.

—Espera. —Con ello quería decir: «Deja que me aclare». La realidad tenía esa costumbre de concurso cutre de televisión: cuarenta cosas a la vez, y ahora, además, un posible incendio o un cortocircuito con chispazos en el sótano de su edificio, tanto daba, ambas cosas eran peligrosas. Ya no podía marcharse sin encontrar al portero, o sin averiguar qué era aquello.

No confiaba en abrir la puerta del sótano, pero aun así probó suerte. La puerta se abrió. María repitió la operación del piso de Ahmed: amplió la abertura, metió la cabeza. Una breve escalera de cuatro peldaños, un juego de tinieblas y luz provocado por un resplandor rojo intermitente. Tinieblas: todo negro. Luz roja: tuberías, cajas de fusibles. Tinieblas: todo negro. Luz roja: vientre orondo, el pene entre el espeso vello. Tinieblas: todo negro. Luz roja: la bata abierta, los brazos en cruz, mirada vidriosa, el hueco en la frente. Tinieblas: todo negro. Luz roja…

—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué hay?

María cerró la puerta y contuvo una arcada.

No podía hablar ni pensar, pero sobre todo hablar. Se llevó una mano a la boca. Un coche, dos, pasaron frente al portal, un vaivén de faros breves, sin que ella hiciese ningún movimiento ni ninguna otra cosa que mirar el picaporte de la puerta que acababa de cerrar. Como si en aquel objeto estuviese la explicación de todo.

El primer, único pensamiento, más bien una sensación: Al menos, Belén no ha visto nada.

—¿Mamá?

Está muerto. Ahmed. Lo han matado.

—¡Mamá, qué pasa! —El susurro de Belén era ya un proyecto de chillido.

—Sssh. Calma. Está bien…

Pero no: nada estaba bien. Le han disparado. En la cabez

Un ruido enorme, imprevisto, casi la hizo gritar.

A su lado el ascensor se había puesto en marcha. La luz del tercer piso se apagó, se encendió la del segundo. Como en un juego de la oca: casilla de la cárcel, casilla de la oca, me cuento veinte, casilla de la planta baja, luz roja…

María lo contemplaba rígida. ¿Era solo su imaginación, o podía reproducir los pasos del individuo —si es que se trataba de uno solo— desde que había entrado en el portal? Penetra en el sótano. Corta la luz de su piso para, sin duda, anular las alarmas. Ahmed, alertado por el apagón, sale vestido con apenas una bata y lo sorprende. Ahmed es (un hueco en la frente) asesinado. El hombre sube en ascensor a su casa cuando ella (gracias, Finkus) huye por la escalera. Una vez registrada su casa, el hombre regresa.

Le quedaba claro que tenía que irse. A la policía o no. Al organcafé de Moreno Torres o no. Pero irse antes de que aquel ascensor finalizara su viaje.

2

Sin embargo, al pronto, no se movió. Su cerebro no lograba procesar lo que ocurría. Se hallaba en un mundo real, en el vestíbulo de su edificio, junto a su hija. Aquello no era una película de suspense, era su vida. La vida de María Bernardo, treinta y cinco años, estudios empresariales, «grado dos de emprendedora» en el test de empleo de la Comunidad de Madrid, en paro tras un trabajo de recepcionista en un concesionario de coches, madre soltera de una niña de once años a la que ahora aferraba de la mano. Los cadáveres, las luces rojas intermitentes y las persecuciones no encajaban en eso, sencillamente. Esa no era ella, tenía que estar soñando.

Y así, como si soñara, caminó muy erguida hacia el portal sin volverse hacia el ascensor que bajaba inexorable, calmo como toda máquina, ajeno a los jadeos, los terrores nocturnos y los malos recuerdos.

—Vamos —le dijo a su hija, rígida—. Daremos un paseo.

—Ahora tengo sueño… —protestó Belén.

—Luego dormimos, cariño.

—Vale. Pero que sea pronto.

La calle Mijas se extendía rectilínea y tranquila a ambos lados, llena de frío y soledad. Podía ir hacia la derecha, hacia Sangüesa, donde había aparcado su propio coche, pero, claro, no se había llevado las llaves (porque, cuando decidiste salir, solo ibas a dar un paseo, y no había ningún Ahmed exhibicionista con un hueco en la frente tirado en el sótano), o hacia la izquierda, donde se entrecruzaban algunas calles con nombres tan astronómicos como Andrómeda y Orión. O podía salir corriendo y gritar. O…

Seguía dubitativa cuando, desde uno de los coches aparcados en la acera que daba a su portal en dirección a Sangüesa, salió un hombre. María no podía verle la cara, pero distinguió su figura alta y delgada, el chaleco fosforescente y la gorra de policía. Municipal o nacional. Agente de la autoridad en cualquier caso, alguien que sabría poner orden en el caos que de repente (Ahmed muerto) la rodeaba (un hueco en la frente).

El tipo se dirigía hacia ella con paso firme, a grandes zancadas, balanceando los brazos y llamándola «Senyora», sin gritar, con fuerte acento extranjero.

No llames a la policía. Eso había dicho Finkus.

Pero no había precisado qué hacer si el poli te llamaba a ti, aunque fuese uno que acababa de salir de un coche particular y hablaba con acento extranje…

A su espalda, dentro del portal, el ascensor se abrió. De la cabina salió otro poli.

La decisión estaba tomada: dirección opuesta. Cuanto antes.

Calle Mijas arriba, pasos cortos pero rápidos. El primer poli la llamó de nuevo.

—¿Ese hombre te llama? —preguntó Belén.

—Ssssh. Vamos.

No corría. Pensó que, si echaba a correr, todo aquello se transformaría oficialmente en una «persecución». Si corría, les daría la excusa perfecta para que ellos también lo hicieran y la atraparan. Pese a ello, ya estaba perdida. Veía sus siluetas alzarse.

—Me haces daño, mami.

Se percató de que tiraba de su hija como si la arrastrase a una fiesta del colegio contra su voluntad. Pero no aflojó la presión. Era todo tan irreal que le pareció coreografiado: ella, Belén, los polis detrás. Como voces tejidas en una música que avanzaba.

Pero no le daban alcance ni la llamaban más. Al fin se permitió volver la cabeza. Vio dos sombras quietas. No comprendió qué ocurría hasta que llegó al siguiente portal, donde unos adolescentes de negro gótico intercambiaban gestos ante una consola portátil y alzaban las caras de boxeadores groguis al ver a María. Dedicaron mayor atención a los polis. María cruzó frente a ellos y volvió a mirar atrás: los policías se alejaban ahora.

No quieren testigos.

Entonces los vio desaparecer en el interior del vehículo y oyó arrancar el motor. No habían abandonado, claro, solo deseaban reanudar la carrera con ventaja.

Apretó el paso. No exactamente correr todavía, pero casi. Llegó a la esquina con la calle Andrómeda como si lo hiciese a una estación donde anunciaran la salida de su tren. Respirar dolía. Miró hacia atrás de nuevo, sin escuchar a Belén, que preguntaba algo. Su corazón dio un vuelco. Los faros se acercaban enmarcándola en su terrorífica luz. Mijas, en aquel sentido, era dirección prohibida, pero ¿quién iba a detener el coche de unos polis que perseguían a una peligrosísima senyora para interrogarla por la muerte del portero de su edificio? Sintió algo más que simple «miedo»: algo físico, localizable, cosquilleante, en el estómago y el pecho.

Sus cortas, gordezuelas piernas aceleraron sobre las zapatillas de deporte, su mano tiraba de una Belén cada vez más asustada. Tras ella, las luces se enseñoreaban de la calle apuntando a las fugitivas, cuyas sombras eran como oscuras alfombras extendidas por la acera.

La nueva bocacalle, Orión, era más ancha, con dos direcciones. Al otro lado un taxi aguardaba el cambio de semáforo en la desierta avenida, un denodado miembro del Transporte nocturno ofreciendo sus servicios a todo aquel que tuviera que viajar físicamente. Luz verde. María lo llamó al tiempo que cruzaba, abrió la portezuela e hizo que Belén pasara primero.

—¿Adónde? —Unos ojos la inspeccionaron hoscamente desde el retrovisor. El hombretón reprimió un bostezo.

—¿Puede seguir todo recto, y ahora le digo?

—Muy bien.

María se abrochó el cinturón y ayudó a Belén a ponerse el suyo. Por la ventanilla trasera distinguió el coche oscuro de los policías cruzar la calle y continuar por la siguiente perpendicular, sin seguirlos. ¿Quizá para cortarles el paso en la esquina? Dios mío. Una pantalla de ÓRGANO en el salpicadero del taxi mostraba un videoclip donde un personaje barbudo tocaba la guitarra sumergido en un decorado rojo sangre.

Haz algo con mi corazón,

Lo he dejado ahí,

Rojo y hecho pedazos.

No era la luz del sótano, pensó súbitamente.

Las piezas (hechas pedazos) empezaron a encajar en su memoria: vinieron vestidos como polis; uno de ellos provocó el corte de luz atrayendo la atención de Ahmed, al que eliminó; luego el mismo sujeto subió a buscarla mientras su compañero esperaba en el coche, pero, antes de abandonar el sótano dejó algo (rojo).

Lo he dejado ahí, rojo y

Aquella luz intermitente no era ningún incendio ni cortocircuito. Tampoco provenía del techo sino de una pequeña caja colocada junto al cuerpo de Ahmed.

¿Una luz roja sobre una caj…?

La explosión fue tan potente que el taxi, ya a buena distancia, vibró como un microondas cocinando palomitas de maíz. «¡Coño, qué ha sido eso!», exclamó el conductor dando un volantazo. María agachó la cabeza y envolvió la de Belén con las manos mientras miraba. Por encima de los tejados vio el penacho de humo.

hecho pedazos

—¡Pero… qué ha sido eso…! —repitió el taxista. Ella tenía la respuesta: su casa.

No pensó nada más, su razón cerró la tienda. Habló casi de forma automática.

—Ya sé adónde vamos —dijo—. Organcafé de la plaza Moreno Torres, por favor.

El taxista estaba habituado, como tantos trabajadores del Transporte nocturno, a una especie de monólogo en voz alta que no esperaba respuesta: «Habrá sido el gas, digo yo, seguro que hay víctimas, pobre gente… Pero ¿ha visto usted? Coño, en mi vida he…», y ella decía a veces que sí, otras callaba, pensando a ratos que a lo mejor te has confundido, Mari, los edificios se ven distintos desde los tejados, quizá fue en la paralela, pero sabiendo que no, que era su casa, que era la caja de la luz roja parpadeante.

Su casa, volada por los aires. Sus recuerdos. Su vida.

Y no quería pensar en los vecinos. Aún no. En Félix. En Calina. En Ahmed.

—¿Qué pasa, mami? —preguntó Belén en un momento dado, desde el hueco de su brazo protector en el asiento del taxi—. ¿Adónde vamos? ¿Qué ha sido esa explosión?

—Nada, cariño.

—No ha sido en casa, ¿verdad?

—Estoy aquí, contigo.

—Ya sé que estás aquí. Te veo. Digo que si ha sido en casa. Eso que se ha oído.

—No.

—¿Y por qué has dicho que vamos a un organcafé?

—Necesito… comunicarme con alguien, y desde allí lo puedo hacer mejor.

—¿Estás jugando a ÓRGANO? —Belén la miraba parpadeando.

—No… Solo lo uso para comunicarme. —La besó—. Todo está bien, bonita.

—Espero que sigan bien mis camaleones —había dicho Belén suspirando.

Como siempre, a María le dio la impresión de que su hija sabía más de lo que decía. A su modo, intentaba asumir lo que de sobra comprendía que había sucedido.

En la pantalla de la consola, una chica estaba diciendo: «A mí, ÓRGANO me mola, pero también me da miedo porque… Bueno, a veces es como si acertara con lo que pienso…». Una pancarta tendida en un paso elevado por la M40 proclamaba «TODOS A LA MANIFESTACIÓN MUNDIAL EN AMBAS VIDAS. POR UN ÓRGANO LIBRE». La autopista, oscura y desierta, era relajante, pero María no logró echar una cabezada. Ni siquiera pudo cerrar los ojos.

En un momento dado el coche se detuvo. Al pronto María no supo dónde estaba. Luego se fijó en el local iluminado bajo la palabra ÓRGANO y los cuatro palotes, un símbolo tan identificable como el doble arco amarillo de McDonald's. Se veía bastante gente tras las puertas de cristal, en su mayoría inmigrantes que pasaban tiempo con sus familias reales o virtuales de más allá del charco. Aun así, ¿qué hacía allí ella?

Pagó en efectivo al taxista con un billete arrugado. Belén se había dormido, tuvo que murmurarle cosas y darle un beso. Actuaba mecánicamente, como si fuese otra quien ocupase su cuerpo. Cuando el vehículo se alejó quedaron solas en la acera, sus siluetas como manchas fusionadas en el suelo.

La plaza estaba muerta, solo el organcafé fulguraba. Se oían sirenas lejanas. María dio un paso apoyando el brazo en los hombros de Belén. Protegiéndola, protegiéndose. Empujó las puertas de cristal.

Era como entrar en otro mundo, más cutre y a la vez más elegante. La contradicción típica de ÓRGANO. En unos altavoces atronaba un reggaeton. En una pantalla, fino pero audible, oscilaban las anfractuosidades del Preludio y fuga para órgano en sol menor BWV 534. «¿Sabes qué consigues si tocas esta pieza en los objetos?», decía una viñeta. «Trucos musimáticos para tu casa».

Los organcafés habían tenido su boom en España una década antes, cuando pocos podían permitirse las carísimas consolas oficiales, aunque fuesen portátiles. Con el abaratamiento de estas, y sobre todo la facilidad de las descargas de ÓRGANO en la red, el usuario medio había ido desapareciendo de aquellos recintos sustituido por un público diverso de jóvenes e inmigrantes, a los que recientemente se sumaba el «uese», como llamaban en las reuniones ÓRGANO de gerentes de franquicias a los «Usuarios Sorpresa», término que definía al cliente que necesitaba ÓRGANO en la calle para una «urgencia» del tipo que fuese y carecía de otro medio para acceder. «Mirad cómo ha ascendido la gráfica de ueses desde hace un par de años», decían. Ascenso que se correspondía con la aprobación, por la Comunidad Europea, de transacciones financieras que solo podían realizarse en consolas grandes con capacidad de impresión: ingreso de talones, adquirir billetes de espectáculos o transporte, enviar o recibir papeles oficiales, renovar tarjetas de crédito… Se estaban estudiando la emisión del DNI, pasaporte y el préstamo de dinero en efectivo. Por extraño que pareciese, allí escondidas, en aquel armario de madera y pantalla frágil, todas las valiosísimas idioteces de la burocracia estaban más seguras que en un banco, porque los ojos del mundo se hallaban fijos en ellas y se te podía rastrear con enorme facilidad (no olvides que la leyenda urbana de que hay musimas trabajando para la poli puede ser cierta). Resultaba más discreto para el ladrón seguir reventando cajeros. Y el «uese» dejaba cierto dinerillo extra, que, añadido a la clientela fija, bastaba para mantener a flote el negocio, aunque poco más. De la decoración nadie se preocupaba. Era un simple espacio semicircular con una hilera de cabinas al estilo de los prehistóricos peep shops, una barra de bar con menos alcohol que los Burger Kings y un mostrador central con empleados de uniforme encargados de emitir tiques, charlar y dormir, todo sumido en un vulgar ambiente de arcade o sala de tragaperras. Como comentaba Ponderosa, el humorista hispano de moda en YouTube: «Hoy nadie va a los cafés, ni para hacerse pajas».

Eso sí, no cerraban en todo el día, y a esas horas había tres empleados con el polo negro del uniforme oficial en el mostrador central, dos de ellos conectados parcialmente mientras el tercero clavaba en María párpados como ranuras de monedas de dispensador de bebidas. En la tarjeta de su polo se leía «Eugenio» sobre las letras y los cuatro palotes del logo de ÓRGANO, y llevaba una diadema negra oficial apagada y un pin con uno de los lemas del negocio: «ÓRGANO™. HAZ LO QUE QUIERAS. ES TU JUEGO. ES TU MUNDO».

Pero nada más pedir comprar una hora, María supo que el lema, en real, era mentira: había cosas que no podía hacer.

—La niña no puede pasar, señora —dijo Eugenio con voz de castrato.

—Vale —dijo ella, pero no retiró los euros del mostrador—. Ya has oído al señor —le dijo a Belén—. Vamos, esperas en el coche.

Acalló el comienzo de protesta de Belén, que a esas horas no estaba para sutilezas, y un tique se deslizó hacia ella mientras los euros se alejaban en dirección opuesta y la voz atiplada decía «cabina diez».

María le dio las gracias, cogió a Belén de la mano y caminó hacia la salida deteniéndose a admirar, qué bonita, oh, una columna de distintos modelos de diademas envueltas en plástico protector. En cuanto el empleado centró su adormilada atención en otro cliente, María se acercó a la cabina número diez, introdujo el tique en la ranura, abrió la puerta y entró con Belén como si lo hiciera en un vagón de metro atestado. Gracias sean dadas a Rafa, un verdadero «uese» de los primeros organcafés, de quien había aprendido María a usar una cabina.

El interior de la cabina parecía diseñado para desanimar a los que quisieran disfrutar juntos por el precio de uno solo: un sillín con respaldo pero sin reposabrazos y una consola, negra, fea. Sentarte allí era como hacerlo en el retrete de un avión que incluyera un armario. Olía a pedo y sudor, y la tapicería del asiento tenía manchas. La higiene oficial se fingía con una caja de pañuelos de papel en una esquina y fundas de usar y tirar para la diadema. María se agachó y su culo se aplastó contra la puerta, que tenía mirilla para que los empleados te controlaran: tú mirabas a la pantalla, ellos a ti.

—Escucha, cariño: vas a quedarte en el suelo, aquí, a mi lado, sin levantarte, ¿de acuerdo? Para que no te vean por ahí. —Señaló la mirilla.

—Pero ¿vas a jugar ahora? —Belén lo decía todo sin demasiada sorpresa, como si el cansancio le impidiera ya procesar las novedades.

—Mamá tiene que conectarse. No te muevas ni te levantes, ¿vale? Te pueden ver.

—Vale. ¿Puedo escuchar ya mi iPod? —La boca de Belén inició maniobras de bostezo que interrumpió casi de inmediato.

—Sí puedes. Claro que puedes.

—Mami… te quiero. —Belén susurraba, como contando un secreto.

—Y yo a ti. Mucho, mucho.

—Pero no volveré a salir de casa otra noche, eh. Ni con pesadillas.

—Yo tampoco —María sonrió. Le despejó el cabello de la frente y la besó.

—No me beses con saliva, por favor —dijo su hija.

—Hecho. —Sonrió y le secó la mejilla con la mano. Luego se aseguró de que se quedara lo más cómoda posible allí en el suelo. Solo quien se asomara por la mirilla buscando algo concreto lograría verla. Belén se durmió aun antes de que ella se incorporara. Entonces María se sentó frente a la oscura pantalla, se secó los ojos tras las gafas y respiró hondo. Cogió una bolsa de fundas de diadema, rompió el plástico, descolgó la diadema, la forró con las fundas y se la puso. Encendió la pantalla, donde continuaban las entrevistas a usuarios con motivo de la manifestación de protesta del jueves.

De aquel mismo día. Porque ya era jueves. El jueves que luego se convertiría en el Segundo Día Más Importante de Todos. En la pantalla figuraba la hora: «0:40».

No podía pararse a pensar en las consecuencias de lo que ocurría, o en las causas. No es que su mente estuviera en blanco: es que sobre el blanco habían estrellado cubos de pintura roja. Dios mío, Dios mío.

«Nosotros, la Asociación Hacker de ÓRGANO España, vamos a apoyar la manifestación de mañana…», decía un chico de camiseta sin mangas y pelo pincho.

Conéctate. Organcafé de Moreno Torres. Van a por ti.

María eligió la opción «Conectar» y encendió la diadema. Ya no tenía tantas ganas de ser Maria B. Ahora, sobre todo, quería ver a Finkus.

Finkus, sé real.

Finkus, sé real y ayúdame.

Ayúdame, por favor.