20 de marzo de 1698

Sebastian

Rayos de sol simétricos atraviesan las nubes esa ventosa mañana en Ohrdruf, villa turingia a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Eisenach. En precioso contraataque, desde la iglesia de San Miguel brotan acordes: allí ensaya toccatas Johann Christoph, hermano mayor de Sebastian. No muy lejos, en el coro del Lyceum de la Schul Gasse, canta el propio Sebastian, ese chaval corpulento de melena corta de la primera fila que mira al frente, no hacia el director y sus furiosas gesticulaciones sino a un lugar impreciso del aire, donde parece quedar flotando la música que sale de su garganta.

Pero ahora quien nos interesa es su hermano mayor.

En el interior sombrío de San Miguel el fuelle del órgano retumba como la respiración de un gigante asmático. El instrumento necesita frecuentes reparaciones. Sentado ante él, Johann Christoph. Vemos la chaqueta con puntiagudos faldones, la peluca blanca como una tarta de nata en la coronilla, las calzas como patas de perdiz sobre los pedales de madera. Su rostro adopta la «expresión Bach» típica de la familia: ojos entornados, fosas nasales dilatadas, como si las notas poseyeran un aroma definido.

¿Cuándo se percata de que tiene espectadores? Quizá cuando las sombras ocultan la luz a su espalda. Levanta las manos del teclado y se vuelve.

—Solo estábamos escuchándole, maese Bach. Su Pachelbel es admirable.

Evidentemente los visitantes no son de Ohrdruf, donde la mayor parte de la gente acomodada viste «casaca de mantel de mesa», como decía su padre Ambrosius. La riqueza de bucles de sus pelucas haría babear a un geómetra. Los bordados de sus trajes son como los mosaicos del arte musulmán. Llevan bastón sin necesitarlo. El de peluca negra, más alto, de fino bigote, mira como si devorara organistas de iglesia todos los días. El de peluca castaña, más joven y bajito, parece clérigo. El que habla es el bajito.

—Estamos seguros, por otra parte, de que su hermano, el joven Sebastian, también podría tocar esa pieza. Hemos pasado por el Lyceum para verle.

—Ya llega con los pies a los pedales —apunta su compañero, como si tal cualidad fuese algo que Johann no pudiera percibir.

—Y su rendimiento académico es excepcional —añade el bajito con un gesto aprobatorio—. Mañana cumplirá trece años y ya está en secunda en la escuela. Apuesto a que será promovido a prima enseguida. Habéis hecho bien al traer a Sebastian a Ohrdruf tras la muerte de vuestro padre, maese Bach, pero tenemos la impresión de que este pueblo se le ha quedado pequeño.

Ambos sonríen, aunque Johann tiene una curiosa sensación: si los contemplara cabeza abajo también los vería sonreír. No es la curva de los labios, son los ojos.

—Pero, maese —prosigue el bajito—, ¿es justo que siga los pasos de su hermano Jacob y vuelva a Eisenach? —«No, no», niega el alto—. En su pueblo natal, Sebastian llegaría a ser, todo lo más, flautista de villa, como vuestro padre. Honroso oficio, mas indigno de sus cualidades.

—Completamente indigno. —El alto hace una mueca que su compañero sazona con un asentimiento.

¿Cómo lo saben?, piensa Johann. Ha tomado esa decisión recientemente, y solo su esposa y el maestro de Sebastian en el Lyceum la conocen. Ni siquiera se lo ha dicho al propio Sebastian. ¿Cómo se han enterado estos dos extraños de que planea que su hermano regrese a Eisenach a continuar su educación?

Johann siempre ha sabido que Sebastian es especial. Primo Christoph nunca le ha contado la razón exacta de su importancia, pero tras la muerte de Padre le dijo unas palabras que Johann no olvidará: «Haces bien en llevarte a tus hermanos a Ohrdruf, Johann, pero con Sebastian sé prudente. Ciertos nobles con poder están interesados en él. Esos nobles han ayudado a tu padre desde el principio, y puede que acudan a ti en el futuro. Tienen depositadas sus esperanzas en Sebastian, porque es un niño muy capaz. Si algún día te solicitan, Johann, escúchame bien, haz lo que te digan».

Haz lo que te digan.

Pero no es fácil para Johann doblegarse así. Él es el hermano mayor y en una familia de huérfanos como la suya, eso es decir mucho. Los momentos trágicos en un siglo como el XVII son relámpagos. Vienen y van cruzando las vidas en diagonal, fugaces, sin detenerse. La gente nace, vive, muere, y los que quedan han de cuidar de los que vienen detrás. Así de simple. Además, es verdad que Sebastian necesita un sitio mejor, pero tiempo tendrá de buscarlo, es muy joven. Y en Eisenach estará protegido y todo será más barato que en otras ciudades, no olvidemos que perderá pronto la hospitia, la paga para manutención de estudiantes necesitados, que en un huérfano es crucial.

De modo que no se doblega.

—Yo soy el único responsable de su educación, caballeros —dice entre dientes.

—Por eso nos dirigimos a vos, maese —replica el alto con suavidad.

—Hemos pensado que Lüneburg podría ser mejor destino —apunta su compañero—. De aquí a un año. La escuela de San Miguel lo admitirá, sin duda.

—Lüneburg, sí. —Su compañero se entusiasma como si se enterase de la propuesta a la vez que Johann—. Pronto dominará el órgano por completo, como vos. Y hará tantas cosas… —Mientras habla, se desliza hacia el instrumento a espaldas de Johann. Sus manos grandes se mueven en el teclado superior tocando el comienzo de una música rápida y extraña. El bajito lo interrumpe y sonríe a Johann, como disculpándose.

—Somos amigos de vuestra familia. Desde hace tiempo. Así que no os ofendáis si os pedimos que aceptéis una pequeña ayuda. —Una bolsa pende de su mano de uñas bien cuidadas—. Treinta táleros, por ejemplo, para pagar gastos de traslado y como recompensa. Una minucia, pero puede servir…

Según calcula Johann, es casi la paga anual que él mismo recibe como organista en Ohrdruf. Bastante dinero. Aun así, no responde. Se las arregla para tragar saliva al tiempo que tiende la mano. La bolsa cambia de dueño. El bajito sonríe como si aquello fuese el momento de la firma de un documento trascendental.

—Y la falta de hospitia es la perfecta excusa para explicar esta decisión, ¿no creéis? —agrega, y bosteza como si hubiera dormido mal. (De hecho, Johann advierte, sepultadas bajo capas de polvo y maquillaje, gruesas ojeras en su rostro y líneas de sangre que dibujan un mapa de juergas noctámbulas en sus conjuntivas. Vienen de Weimar, piensa. Son parte de ese grupo de pecadores de Weimar.)

—Entonces, el año que viene a Lüneburg. Su decisión le honra, maese Bach.

Un «maese Bach» al comienzo, otro al final, como azucarillos al perro.

—¿Por qué? —se atreve a preguntar—. ¿Por qué Lüneburg y no cualquier otro sitio?

Los visitantes lo miran como si esa cuestión concreta no estuviese en el texto que han ido a recitar.

—Sebastian debe ir a Lüneburg —afirma el bajito, y pronuncia «debe» con tanta seguridad que, por un momento, Johann Christoph tiende a darle la razón.

Cuando se alejan, el músico baja la vista hacia la pesada bolsa y la amasa con los dedos. Treinta monedas de plata: le hacen pensar en una traición. Luego mira hacia el órgano recordando apenas las extrañas y desconocidas notas que ha tocado el caballero alto. No tardará en olvidarlas.

Nunca sabrá que eran los primeros compases de la Toccata y fuga en re menor BWV 565, la obra más famosa de su autor: todo el mundo la oirá siglos después.

Pero quedan más de diez años para que Sebastian la componga.