María
1
Cuando quedaban diez minutos para las once de la noche de aquel miércoles, un clamor de gol en el vecindario la alertó: Internet había vuelto al barrio tras casi nueve horas de avería. María, que ya desesperaba de poder conectarse, canceló la hibernación de su portátil y comprobó emocionada que ya había señal.
Las horas transcurridas sin Internet le habían parecido atroces. Llegó a pensar que Finkus era un sueño producto de la misma tecnología, un azucarillo electrónico para su vida solitaria que Telefónica le quitaba de la boca tras haberlo apenas degustado. Pero nada más aparecer como Maria B en la calle Mijas la aguardaba su mensaje:
Querida empleada: esta noche a las 22:30 en la oficina. Usa el STP adjunto (el «Sistema de Transporte de Preste») para venir. Si aparecen rosas, es un efecto del software, ya sabes, pero puedes quedártelas. Tu jF2.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro real de María al tiempo que Maria B distendía sus gruesos labios. ¿No era maravilloso? Hasta el detalle, que él le explicaba en una posdata, del «jF2», o «j-EFE F», o «Jefe F» (deducción: al ex poli le gustaban las matemáticas; y otra deducción: pese a ser angloparlante, su castellano era algo más que rudimentario si había construido un acertijo así).
Había como una caja roja de bombones Nestlé adherida al mensaje, hasta con su lacito. La abrió, oyó la música que ya había oído en la iglesia y al mirar de nuevo se hallaba en el piso de Finkus. Dio un paso y sus pies tropezaron con un puñado de rosas rojas de fragancia aturdidora que desaparecieron enseguida. Puedes quedártelas, pensó, y se rió con la bonita risa de Maria B. Hizo girar la cabeza de Maria B a un lado.
—¿Adam? —llamó—. ¿Hola?
El piso parecía vacío. Eso menguó un poco su entusiasmo. Quizá se marchó al ver que yo era impuntual. ¿Cómo explicarle que había tenido una avería en Internet? ¿Cómo enviarle un mensaje? No sabía nada, era una novata. Solo podía quedarse allí de pie, en el amplio piso vacío aunque decorado con la música invisible, intentando averiguar cómo se llamaba a otros personajes.
Mientras abría y cerraba opciones con la mano virtual llegó a angustiarse. Mira que si ha cambiado de opinión conmigo. Mira que si se ha creído que no me interesa el trabajo y me echa. Por favor, ayudadme, Guerreros. Que no sea así, por favor…
Los «Guerreros» eran dos luchadores griegos mal pintados en un pequeño cuadrito de su comedor. Entre todos los cuadros horteras con que su casero adornaba el piso ese era el que más atraía la atención de María, y en ocasiones especiales lo miraba y construía alguna corazonada con aquellas figuras. Le parecían símbolos de su propia lucha por sobrevivir. Ese miércoles había acudido a ellos más de una vez durante la larga espera por la conexión, cuando su felicidad quedó como truncada de repente con el fallo de Internet, como si el ánimo fuese también una señal telefónica.
Cierto que todo había sido color de rosa hasta entonces. La charla con Finkus la noche anterior la había dejado emocionada y esperanzada, no tanto por el sueldo en sí, que no era mucho, ni por los doscientos euros de adelanto, sino por el hecho de trabajar junto a él. El empleo de Watson virtual le parecía fascinante, pero lo mejor de todo era poder estar con Finkus, verle de nuevo, escuchar su voz profunda brotando de aquel rostro mofletudo y mal afeitado. Incluso aunque no exista, se repetía.
¿Qué significaba la existencia por sí sola, a fin de cuentas? Rafa Helguera había existido, y era un cerdo. Franco y Hitler existieron, y eran cerdos. Y La Sirenita, sin embargo, nunca existió, pero cuando María pensaba en ella y en su triste destino y bello final (una película que siempre la había conmovido), se emocionaba hasta las lágrimas.
Las cosas podían no existir y ser importantes, pese a todo.
Además, por favor, Finkus existía. Se llamara como se llamase, era un policía neoyorquino retirado de cuarenta y siete años que vivía en Nueva York y tenía familia en Madrid. Incluso aunque algo de eso no fuese cierto, era indudablemente un hombre maduro, experimentado, tan fuerte y honesto como sus Guerreros griegos.
Pensar en Finkus, de alguna forma, le había hecho recorrer el día como de puntillas, enfrentando las tareas de siempre con nuevas fuerzas. Incluso la visita semanal a la residencia de su padre, que realizaba cada miércoles, le había resultado agradable, pese a que en ellas no hacía otra cosa que sentarse en un viejo taburete junto a la cama desde donde Tomás Bernardo la miraba con el cerebro devastado, incapaz de reconocerla. Ella dirigía algunas suaves palabras y sonrisas a su padre mientras (para controlar su angustia) tiraba de los flecos del forro deshilachado del taburete una y otra vez, maniáticamente, como si sus manos se negaran a ser tan amables como su rostro. Ayudadme, Flecos. Ayúdame, Taburete. Razones tenían para no serlo, porque María no podía evitar recordar durante aquellas visitas que, antes de que el tragante del alzhéimer disipara en remolino todos sus pensamientos, Tomás Bernardo abusaba de la bebida y se mostraba muy agresivo con mamá y con ella.
Ayudadme, Flecos. Ayúdame, Taburete.
Pero aquello pertenecía al pasado, igual que Rafa Helguera. El presente era Belén, su hija. Y ahora también Finkus.
Por ello su decepción fue mayor cuando, al regreso de la residencia geriátrica, Ahmed, el portero marroquí de su edificio, asomó su bigotuda y barriguda figura por la puerta de la planta baja donde vivía para informarle de que Internet estaba averiado en toda la zona. Algunos vecinos se habían congregado en el portal, igual que a lo largo de la calle Mijas, tan desesperados como ella. Félix, el veterinario jubilado del segundo, que no tenía empacho en comentar a María que su personaje en ÓRGANO era una mujer madura casada con otro señor, casi sollozaba diciendo que esa noche su «marido y ella» tenían una velada romántica. Galina, la ucraniana profesora de piano que daba clases virtuales, había decidido ir a conectarse a un organcafé para no perder a sus alumnos. El vecindario era un hervidero de preocupaciones y comentarios. Se sabía, por ejemplo, que los que disponían de consolas oficiales como Ahmed sí podían entrar en ÓRGANO, porque las consolas utilizaban el «secuestro» de redes inalámbricas de otros dispositivos (María recordaba que los debates al respecto habían cesado cuando las compañías interesadas fueron invitadas a participar en el proyecto por Varanasi y Yahura, las empresas propietarias de ÓRGANO, y pudieron, así, sacar tajada), y era inevitable pensar que el propósito de la supuesta «avería» era hacer que comprases las consolas oficiales. Por si fuera poco, la manifestación de protesta del día siguiente caldeaba aún más los ánimos.
—¿No tendrá todo esto algo que ver con la revelación de documentos sobre el plan de control de ÓRGANO por la CIA? —había sugerido un vecino barbudo y suspicaz.
—Bueno, están cerrando lands desde lo de la explosión de ese zoológico de París, es cierto, pero… —comentó Ahmed, aficionado a las conspiraciones.
—¡Pero esto no tiene nada que ver con cerrar lands, joder! —saltó otro.
El ascensor se abría y nuevos vecinos se agregaban al debate. El viejo veterinario causó cierto estupor al alejarse entre sollozos y golpes de bastón. ¿Funcionaba la vida sin ÓRGANO? A María le daba la impresión de caos general. Pero pensaba, abatida, que nadie sufría más que ella. Porque los demás estaban acostumbrados ya al nuevo mundo, llevaban años en él, y solo a ella se le había mostrado la puerta de un paraíso al que se había negado a entrar machaconamente durante más de una década, para empotrarla en sus narices apenas doce horas después.
Reprimiendo la angustia, subió a su piso. Le bastó encender el ordenador y abrir el icono de ÓRGANO para asegurarse. «LO SENTIMOS: ÓRGANO™ NO PUEDE CARGARSE. TIENES UN PROBLEMA DE CONEXIÓN A INTERNET…».
La opción del organcafé no le gustaba, y no quería ir a ningún otro sitio. Retornó al comedor con una bolsa de patatas fritas y puso las noticias de televisión para distraerse. Más comentarios sobre la manifestación del jueves ante las embajadas reales y virtuales de Estados Unidos. La posibilidad de que un asteroide fuese el responsable de la pérdida (ya confirmada por la NASA) de la legendaria sonda Voyager I dos semanas antes. Otras novedades más halagüeñas: los índices de paro en España seguían disminuyendo debido al trabajo virtual (Gracias, señor Rocassari, ¿por qué usted y Sofá Amarillo no aparecieron antes?). Cuando el locutor empezó a hablar de la «tragedia acaecida en Sevilla» aquella madrugada, en la que un matrimonio de jubilados había fallecido en un incendio, María apagó el televisor, sin ánimo para asumir los dolores ajenos.
Al regreso del colegio con Belén mantuvo la esperanza de que Internet hubiese regresado también, como si la presencia de su hija fuese la solución del problema, pero al contemplar a los vecinos en portales o balcones de la calle Mijas con la mirada aturdida y la piel blancuzca, como mineros recién salidos de algún profundísimo pozo y sin nada que hacer en la superficie, comprendió que la situación seguía igual.
El resto de la tarde y el comienzo de la noche fueron como momentos pasados en una sala de espera de algún hospital, entre fútiles comprobaciones de su portátil y vanas llamadas a Telefónica. Así hasta diez minutos antes de las once de la noche, cuando el clamor unánime, como de gol, le había devuelto la felicidad. Gracias, Guerreros míos, ahora solo tenéis que hacer que aparezca él.
Sin embargo, Finkus no aparecía. María movía a Maria B de un lado a otro, impaciente, haciendo resonar sus botas sobre el parquet del piso vacío, los brazos cruzados, las luces de las farolas en la calle reflejándose en su cazadora de piel. Ya le había enviado un mensaje advirtiéndole de su presencia y había comprobado que Adam Finkus no estaba conectado. No sabía qué otra cosa hacer.
Recordó entonces los archivos que él le había dicho que leyera sobre Bach y Neumeister. Los buscó entre sus escasas posesiones. Iban en sendas cajitas. Pulsó en ellas y desplegó los datos frente a los ojos de Maria B flotando en tres dimensiones como listas de compras. Intentó concentrarse, pero el cansancio y la ansiedad la distraían.
Era obvio que la vida de Johann Sebastian Bach había sido algo triste. Huérfano a los nueve años, criado en un pueblo de Alemania llamado Eisenach, y luego en pueblos de nombres aún más complicados (Ohrdruf, Lüneburg…), había sido músico de corte en varios sitios y al fin cantor en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig. Su primera esposa, María Barbara, murió tras darle hijos. Su segunda esposa, Ana Magdalena, también le había dado hijos. Varios de los hijos murieron. Y cuando ya por fin parecía que no iba a morir nadie más, el propio Bach murió en Leipzig tras quedarse ciego.
Una vida nada envidiable.
Se conservaban más de mil obras suyas que llevaban las iniciales BWV (tuvo que leerlas dos veces para no confundirlas con la marca de automóviles), que significaban en alemán «Catálogo de obras de Bach». Las había para clavecín, órgano, de cámara, de orquesta, cantatas, oratorios, pasiones… Pero lo verdaderamente importante es que Alan Neumeister, el matemático, el otro genio cuyos datos figuraban en una lista paralela, había usado aquellas composiciones como base para los complejos cálculos matemáticos de su mundo virtual.
La vida de Neumeister no era, tampoco, muy envidiable.
Nacido en Austin, Texas, en 1967, ya a los cuatro años el pequeño y precoz Alan realizaba sumas y divisiones complejas. Se había doctorado en matemáticas por el MIT, y la lectura de un libro célebre en la época, Gödel, Escher, Bach: un eterno y grácil bucle, de Douglas R. Hofstadter, le había entusiasmado y animado a aplicar la obra de Bach a la informática. Inventó el «Gestor de Conversión» que, según decían, era como enseñar a las matemáticas a pensar por sí mismas, y ganó por ello una medalla Fields. Como fondo de aquella información, su retrato. Un tipo, si cabía, más feo que Bach, de barbita negra puntiaguda, gafas de culo de vaso, pelo cortado a cepillo y mirada extraviada. Y al llegar a ese punto, el retrato del archivo se animaba.
—Sé que no habéis entendido un huevo, chicos —decía Neumeister con una vocecilla atiplada de dibujo de la Warner—, pero no «preocuparos»… Lo único que tenéis que saber es que tengo un cerebro de la hostia y lo usé para descubrir que en vez de poner… —Giraba y aparecían números en una pizarra.
Σ(ab)4-n + ∫(ab)5 + ∫(cd)1/3
—… podía poner…
—… lo cual significa un ahorro de tiempo y recursos considerable. Usé la obra de Bach para albergar las matemáticas que necesitaba, y… abracadabra… ¡empezaron a funcionar por sí solas! ¡Como ordenar a la aspiradora que te limpie la casa, te cocine, te saque al perro y se vaya a la cama contigo sin pedirte matrimonio! ¿Millonario ya? No tanto, pero esperad. Llegaron entonces Giles Devalze y Harold Spencer (pulsad el link si queréis saber más sobre ellos) y descubrieron la materia extraña de hiperfase con que fabricaron el superconductor del SuperSQUID… ¡Y con mis supermatemáticas y su superaparatito creamos un supermundo donde lo puedes hacer todo! ¡TODO, en serio!
Aquí el dibujo animado daba paso a una playa polinesia realista, cocoteros, chicas en hamacas y Neumeister en traje de baño, gafas de sol y un cóctel en la mano.
—¡Si digo TODO, quiero decir TODO! ¿Y todavía habrá algún bobo que odie las «mates»? —La peluda barriga temblaba de risa—. ¡Estudiad, chavales, estudiaaaad!
La imagen estallaba en un ovillo de colores al final, pero este no era feliz: Alan Neumeister se había suicidado en su casa de Los Ángeles, California, cortándose las venas en su yacuzzi. (Se conoce que no lo logró «TODO».) Debajo aparecía un link para comprar el e-book de su biografía: ANB: Alan Neumeister y Bach, un Apasionado Nexo de Belleza, por Bernie Burnout. María también anotó aquel libro para leerlo.
Bien, ya podía ganar un quesito en el Trivial sobre los orígenes de ÓRGANO, ¿y? Solo tenía una conclusión en la cabeza: Finkus. ¿Cuándo aparecería? Y casi en justa correspondencia con su deseo, notó algo. Hizo que Maria B mirara a su alrededor.
Y allí estaba.
—Uau, qué cambio —apenas pudo decir María.
Así era. Traje azul oscuro, corbata amarilla, el escaso cabello engominado, el bigote perfecto. Un aire de dedicación exclusiva a su persona desde hacía horas.
—Hola, María. Estás muy guapa tú también —dijo él.
—Yo estoy como ayer. —Ella no dejaba de mirarle a los ojos, pero él los rehuía. Ahora va de tímido—. Siento el retraso. En el barrio tuvimos una avería en Internet y…
—No te preocupes —cortó Finkus—. He estado investigando sobre la niña de la iglesia. Y tengo una pista. Un club cerca de Castellana. Iremos en mi coche. Pero debes cambiarte de ropa. Espera, te he traído algo.
Casi dio un salto (real) cuando él sacó imposiblemente una caja plana y grande como de pizza familiar del interior de su chaqueta y la destapó de un solo gesto. El vestido que colgaba entre sus grandes dedos parecía el ala de una mariposa negra. Al sostenerlo, a ella le pareció que atrapaba el aire. En real jamás habría usado algo tan sexy. Tenía un corazón rojo bordado en el centro.
—Póntelo con la opción rápida. Tenemos prisa.
No quiso parecer novata preguntándole cuál era la «opción rápida», pero al ver sus titubeos él la ayudó a encontrar «Vestir la ropa que tengo en la mano». En un parpadeo se esfumaron sus sensaciones de camiseta, cazadora, pantalones y botas. Se sintió desnuda. No lo estaba, pero la tela era tan vaporosa como el papel tisú y el borde inferior apenas le cubría el culo. El corazón bordado se plegó entre sus pechos. Los zapatos de tacón negros que él le entregó la alzaron doce centímetros.
—Bellísima —dijo Finkus formando una O entre el pulgar y el índice—. Vamos.
Le hubiese gustado un espejo, pero no había ninguno, y aún no manejaba bien el punto de vista para contemplarse a sí misma. Además, todo eran prisas.
—¿Se relaciona con la cruz? —le preguntó mientras bajaban en ascensor.
—¿Eh?
—La pista esa. ¿Se relaciona con la cruz que te llamó tanto la atención?
Finkus parecía haber olvidado su interés por la cruz de la iglesia de Preste, y María no insistió. Los ojos de él seguían eludiéndola. ¿Dónde estás, Finkus mío?, se preguntaba María. Empezó a temer que él estuviera enfadado en secreto por su demora. Pero, oh por favor, era tan atractivo…
En la calle el frío era perturbador, y sus pezones virtuales y reales se endurecieron. Algo hacía que su finísimo vestido vibrara, una especie de música ampulosa. Iba a preguntarle qué era cuando, con un gesto de posesión, él le indicó un coche plateado aparcado en doble fila. Y si tanta prisa había, ¿por qué no ir a ese club de otra forma? Quizá en helicóptero. O incluso volando. ¿No era aquello un juego virtual? Pero no quiso preguntárselo. Se instaló en el interior y la faldita ascendió dos centímetros más. Casi parecía ya una camiseta larga. Notó la piel del asiento en contacto con sus nalgas. Y olores: a cuero, perfume masculino, vehículo nuevo. Increíble. La presión del cinturón de seguridad era casi perversa. Juntó las piernas mientras la poderosa inercia la empujaba. ¡Y menudo Madrid se desplegó ante ella! Coches, gente… Sabía que todo era un teatro de su cerebro estimulado, pero también montar en noria es genial la primera vez.
—¿De qué te ríes? —preguntó él.
—Pensaba que… todo esto es alucinante.
—No lo has visto bien.
Y como si él tratase de ayudarla a «verlo bien», desplazó la mano desde el cambio de marchas hacia su rodilla.
El primer impulso de María fue apartarse, pero el tacto de aquella mano grande y áspera había sido como el paso a otro plano en una película fantástica: ¡Dios, cómo la sentía, allí puesta! Además, no deseaba mostrarse pacata. No sería buen comienzo con jF2. ¿Cómo lograba él conducir así de rápido con una sola mano? Empezaban a pesarle aquellos nudillos en su rótula. Pero no por mucho tiempo: la mano buscó nuevos, enervantes objetivos. María cerró los ojos de Maria B y en la caliente oscuridad sintió que uno de los tirantes del vestido bajaba hasta el brazo, luego el otro. Un pensamiento sobre Belén y la posibilidad de que despertara con sus jadeos quedó como ahogado en el torbellino de velocidad (ahora iban como una centella por calles que eran lanzas de luz) y caricias. Los cinco dedos palpaban, pellizcaban. No pudo ya quedarse quieta cuando él tiró de su pezón izquierdo, pero fue justo lo que Finkus le dijo, seca, fríamente:
—No te muevas.
Obedeció, aturdida, e hizo que Maria B aferrara al borde del asiento para soportar el asedio. Algo tenía lo virtual de distanciamiento, de embriaguez, de poder HACER-DE-TODO-ESTUDIAAAD-CHAVALES, algo de lo que la realidad carecía, y pese a estar siendo tratada como un saco de patatas se le antojaba que conservaba íntegra su dignidad, como si solo estuviera jugando. Es verdad que ciertos recuerdos pasaban por su mente como nubarrones, pero trataba de no comparar. Lo de Rafa era otra…
La mano volvió a apartarse. El cinturón se tensó cuando el vehículo se detuvo.
—Hemos llegado. No te cubras. Aquí no ven bien que chicas como tú se cubran.
Ella iba a preguntarle qué tipo de chica creía él que era, pero entonces su portezuela se abrió y Finkus la hizo salir tomándola del brazo.
Cómo ha cambiado, pensó ella algo aturdida, en equilibrio sobre sus tacones. No parece el mismo. Los tirantes del vestido caídos hasta los codos la obligaron a sacar los brazos para poder moverse. Su ropa quedó reducida a una gasa arrollada a la cintura. Ya no se sentía bella ni provocativa, sino simplemente una puta estrafalaria. Él la aferraba de los hombros casi empujándola. ¿Adónde me lleva así?
Fue la primera vez durante esa larga noche en que comenzó a preocuparse.
2
La calle podía ser Zurbano, aunque daba igual, porque no creía que el lugar existiera en real. Oscuro, de puerta iluminada por un neón violeta que anunciaba su nombre, «Club Clave», poseía un vestíbulo alargado como una cubierta de crucero con una entrada en arco por la que transitaba un público variopinto. Varios ojos la miraron mientras Finkus la conducía adentro. Un camarero los llevó a una mesa que la llama de unos candelabros chapaba en oro. Las sillas tenían el respaldo bajo para no ocultar el cuerpo. Finkus pidió algo que sonaba a Vermillion rosé muy frío. Tenía que alzar la voz porque un estruendo techno los ensordecía.
—Lo vas a probar —dijo una vez solos—. Es fuerte. —Parecía burlón—. Abusaré de ti.
—Perdona, pero, ¿esto es la investigación? —preguntó ella, acalorada, socarrona.
—Eso es. Pistas.
—Me encanta este trabajo. ¿Te lo había dicho?
Él no replicó. Ella cruzó los brazos sobre los pechos desnudos, mirándolo. Él se los descruzó con la mano. Está distinto. Más cínico. Más duro. Más… Pero pasaban demasiadas cosas a la vez y María no podía pensar. Una manga negra sirvió la bebida. Luz rosada en el interior de la botella. Finkus iluminó dos copas.
—¿Te importa si me visto ya? —preguntó ella.
—Me importa. —Le tendió una copa—. Por nosotros.
Sabía a zumo de frutas al principio, luego dejaba un sabor a champán y a flor. El corazón bordado y arrebujado sobre su vientre sonaba con notas como pellizcos, tristes, lánguidas notas, como si tuviese un adagio en su pecho. Lo tocó con los dedos de Maria B y se desplegó una viñeta: Toccata para clave en Sol Mayor BWV 916.
Las velas retemblaron muy realistas cuando la manaza de él cogió su barbilla, interrumpiendo su curiosidad por tener a Bach sonando en su corazón bordado.
—Me gusta que me mires —dijo él.
Al hablar, los desnudos pechos de Maria B se alzaban con su jadeo.
—Y a mí me gusta mirarte, pero no sé si me gusta esto, te lo juro… Yo…
—Claro que te gusta —dijo él usando el pelo de Maria B para cubrirle los ojos.
—¿Este vestido es musima? —preguntó ella en la oscuridad, removiéndose bajo su albornoz real. Sentía como vibraciones en todo el cuerpo. Él volvió a apartarle el cabello, permitiéndole ver. Una columna espejeante la reflejó: solo las manos de él y el fulgor de las velas la vestían. Menuda buscona parecía.
—Estás preciosa —dijo él por toda respuesta y volvió a alzar la copa.
Esto es un juego. Ella intentaba calmarse. No es real. Todo es menti…
Cuando se llevaba la copa a los labios vio a Belén.
Daban las once y veinte de la noche del miércoles, y la calle Mijas real se hallaba sumida en la oscuridad del ahorro de energía y la desidia política. Desde entonces hasta el momento en que escribo esto han pasado muchas cosas. Cosas extrañas y terribles. Pero esa noche era como cualquier otra. Creo necesaria la puntualización, porque me consta que el lector vive su propio juego virtual, asistido por la certeza de que nada de lo que está leyendo le afecta del todo. Ello puede inducirle a pensar, erróneamente, que Maria B y María Bernardo vivían en mundos similares e igual de ficticios.
Pero no era así. Maria B estaba sentada con Finkus mientras este manoseaba su cuerpo, pero si giramos hacia la realidad, veríamos a María a solas en su sillón, el pelo caído sobre la diadema de plástico, las mejillas coloradas, la luz de la pantalla cegando el cristal de sus gafas, el albornoz de baño entreabierto, los anchos pies descalzos echados hacia atrás, un tobillo sobre el otro, mientras las zapatillas descansaban en equis frente a ellos. Veámosla momentos antes de que vea a Belén en la pantalla: suelta grititos, ríe sin motivo aparente, se muerde el labio, se toca los pechos, se yergue, se mece, resopla. Está sola pero cabecea como si contemplase el tráfico desde un café de París. A su alrededor hay silencio, pero ella alza la voz como si tuviese que superar la ola de surf de un ruido de multitud: «¿Te importa si me visto ya?».
Afuera, en no pocas ventanas de los sucesivos bloques, destellan desmayadas luces como la suya. Todo da la impresión de soledad en la muchedumbre, de humanidad en trance, de juego en medio del terror. Ventanas blancas entre listones oscuros como teclas de un inmenso piano. A vista de pájaro, tales son las estrellas que fulguran en la noche de cualquier ciudad. ¿Era esto lo que se pretendía, lo que todos pretendíamos? Si no lo es, parece hallarse muy cerca del ideal de la humanidad.
Incluso para María, en ese instante, en el instante en que las cosas cambiaron de sentido y se tornaron absurdamente horribles, todo formaba parte de la diversión.
Hasta ahí. Hasta el momento en que la vida se le paralizó.
Su hija la miraba fijamente desde un extremo del salón, enmarcada por una puerta abierta a la oscuridad. Vestía el mismo pijama con que se había acostado aquella noche, el de ovejas azules. Su expresión, allí plantada, era grave, como si censurase la actividad libertina de su madre.
Era Belén, ahora estaba segura.
No la chica del altar. Belén misma.
Finkus le hizo volver la cara tomándola de la barbilla.
—Te he dicho que me gusta que me mires.
Confusa, ella apartó la vista de nuevo. En ese momento Belén se movió y penetró por la puerta abierta.
Finkus gruñó algo, pero todos los manoseos de mafioso que antes la conducían en zigzag a la antesala del placer, hasta la propia presencia de él, habían perdido importancia. Hizo que Maria B se levantase con rapidez y notó cierto dolor cuando los muslos de su personaje golpearon el borde de la mesa al echar a correr.
Corrió ignorando las llamadas enojadas de Finkus, esquivando bailarines empalagosos. ¿Cómo puede ser? ¡Es Belén! ¡Me ha mentido! ¡Está aquí, en el juego! Llegó a la puerta. Un largo, oscuro pasillo, bordes filosos de luz en perspectiva, al fondo Belén cruzando otro umbral, esta vez blanco cegador, como si de un ángel guiándola hacia la gloria se tratase. Los pechos de Maria B saltaban a cada paso. No se había preocupado de volver a subirse el vestido, que parecía indeciso entre resbalar hacia las piernas o seguir en la cintura. Considerando tal aspecto, no le sorprendió demasiado que alguien emergiera de una puerta en medio del pasillo —un tipo de cara de tarta y aliento a alcohol— y le metiera mano sin preámbulos. Sobándola, haciéndola girar. Por azar, su asaltante tropezó con otro. Hubo carcajadas, intercambio de insultos y Maria B pudo escapar trastabillando hasta la luz final. Se adentró en ella llamando a Belén. Era un cuarto de baño. Azulejos blancos, espejos, lavabos y puertas de retretes. Ni rastro de la niña. Pero en uno de los espejos, escrito sobre el vaho, bien visible:
SAL A LA CALLE RÁPIDO
TE ENGAÑAN. ÉL NO ES FINKUS
Se oía una música dulcísima, como un aura envolviendo las palabras. Breve fulgor de una viñeta: Partita para clave en Si bemol mayor, BWV 825.
—¿María?
Finkus estaba en la puerta asomando medio cuerpo de chaqueta oscura y corbata amarilla. Sonreía, pero sus ojos eran negros y profundos. Tan negros y delineados que ella pudo notar el cambio de dirección hacia el espejo, donde ella miraba un instante antes. Pero las palabras habían desaparecido.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó él sin perder la sonrisa.
NO es Finkus.
Te engañan.
No sabía qué decir, ni qué hacer. ¿Dónde estaba Belén? ¿Y de quién era aquel mensaje? Tampoco escuchaba ya la música de clave. Se hallaba aturdida. Solo tenía algo claro. Por supuesto que no es Finkus. Lo había sabido todo el rato. Fuera quien fuese, aquel tipo no era el hombre amable y digno que ella había conocido la noche anterior. Quizá se tratara de un amigo que había tomado prestado su personaje, quizá solo estaban burlándose de ella…
Pues no vais a burlaros más.
—Creo que estoy cansada —dijo—. Voy a desconectar por hoy.
Alzó la cabeza en el gesto de regresar a la realidad. No lo logró.
Buscó la pestaña de desconexión manoteando virtualmente, pero no consiguió abrirla, ni ninguna otra opción. Al palparse ella misma se encontró desnuda y con el cuerpo de Maria B, no vestida con el albornoz de baño que llevaba en real enfundando su robusta complexión.
El hombre que parecía Finkus se acercó sonriente, despacio.
—No eres tú quien decide cuándo te vas —dijo.
El pánico había empezado a superar cualquier otra emoción en ella. Un terror claustrofóbico, como de desván cuya puerta se cierra con llave haciendo «ñic». Intentó moverse «en la realidad» para quitarse la diadema, pero dos recias manos atraparon sus brazos. Podía ser una presa virtual, pero la atenazaba realmente. Rafa también la aferraba así cuando iba a golpearla.
Fue el recuerdo de Rafa lo que le dio fuerzas. Empujó al hombre con toda la violencia que pudo conseguir en los brazos de Maria B. Luego movió sus piernas alzadas por los tacones, haciéndola correr hacia la puerta.
Sal a la calle.
Nada más enfilar la embocadura del pasillo, una sombra le eclipsó la luz del baño por detrás y el No-Es-Finkus pasó el brazo derecho sobre su cintura como un gancho. Por suerte, la gente que antes había servido para demorarla a ella se cruzó entre aquellos brazos y su cuerpo retrasando a su perseguidor.
Avanzó todo lo deprisa que le permitían los zapatos, que no era mucho. No recordaba cómo acceder al exterior desde la sala principal, siempre había sido mala para los laberintos, aun en videojuegos. Optó por girar a la izquierda al salir del corredor. Otro pasillo, figuras que parecían reírse de su huida pero no intentaban impedírsela. En aquel nuevo sendero, entradas hacia lugares angostos y oscuros. Desde uno de ellos creyó oír alaridos; desde otro, golpes. Alguien pasó gritando desnudo en dirección opuesta. Eso le hizo pensar que no había escapatoria. No se trataba de un espacio físico, claro, sino de puras matemáticas. Quizá se resolviera con música de Bach, pero ella carecía de esa habilidad. Peor aún: escuchaba los retumbos de los zapatos del No-Es-Finkus a su espalda, y su voz, en todo momento aterradoramente calma: «María. Ven. María. Ven».. Lo que hizo fue detenerse y apostarlo todo a un gesto. El hombre también se detuvo, y los zapatos con tacones aguja que ella se quitó y le lanzó lo tomaron desprevenido. Nueva ventaja para ella.
Correr descalza era más fácil, pero las esquinas oscuras se sucedían sin fin. Se escabulló por una y se introdujo en una habitación forrada de rojo. Había dos puertas, una sin adornos, otra con un simple cuadrito que mostraba a dos luchadores griegos como pintados en un ánfora. Tenía que… Un momento.
¿Guerreros…?
No podían tener nada que ver con el cuadrito que le gustaba en su piso real, claro. Pero, sin pensarlo, abrió aquella puerta y la cerró tras ella. El No-Es-Finkus le pisaba los talones y la abrió segundos después. Un nuevo corredor, otra puerta. Un cartel luminoso con una cifra y una letra.
30-A
Su número preferido. No podían ser todo casualidades, pero no se quedó a meditarlo. Asió el picaporte. Me va a…
Estaba en la calle. Era un callejón oscuro salvo el guión resplandeciente de una farola. Se apartó de la puerta esperando que el hombre la abriese. Nadie apareció. De hecho, no había puerta, ni trazas de que tras aquella pared hubiese ningún club. Siguió jadeando, echando vapor por la boca, frotándose los brazos, y al hacerlo descubrió que ya no estaba desnuda: llevaba el conjunto de cazadora y pantalones con botas del comienzo de su vida virtual. Hacía frío y volvía a llover, pero de alguna manera supo que lo había logrado.
Estaba a salvo, fuera lo que fuese aquello que la había amenazado. Lo comprobó al alzar la cabeza y volver a ver su escritorio sobre el borde de la pantalla del portátil, la luz del flexo, la noche caldeada y tranquila de su cuarto real. Los efectos de lo que había sucedido, o lo que le habían hecho (quizá algún virus virtual), habían pasado.
Entonces, en la pantalla, alguien apareció corriendo por el callejón y se detuvo bajo la farola. Chorreando, la gabardina sucia y pegada al cuerpo, los cabellos como tachaduras de tinta subrayando las sienes. Ella no albergó duda alguna sobre que esa vez se trataba del verdadero. Su aire de realismo era magnético. Gesticulaba mucho.
—¡María! ¡Por fin! ¡Soy yo, Finkus!
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella sumiéndose otra vez en Maria B y casi gritando, porque la lluvia arreciaba. Pero él no la dejó continuar.
—¡Escúchame, ahora no puedo explicarte! ¡Te han engañado tomando mi aspecto para retenerte en real! ¡Esto no es un juego, María! ¡Seas quien seas, créeme! ¡NO ES UN JUEGO! ¿Me oyes? —Ella decía que sí, hipnotizada por aquel furor y aquel pánico. Finkus se había acercado a su pantalla y la llenaba toda, ojos y boca muy abiertos—. ¡Tienes que confiar en mí! ¿Estás en tu casa? ¡Dime!
—S… sí, pero…
—¡Escucha: desconecta ÓRGANO y sal de ahí! Me… Me dijiste que tenías una niña, ¿no? ¡Salid las dos! ¡María, te juro que esto es serio! ¡No llames a la policía ni a nadie: coge a tu hija y salid YA! ¡Ve al organcafé de la plaza Moreno Torres y conéctate de nuevo desde él! ¿Me oyes? ¡Organcafé de Moreno Torres, Mari, por…!
Fue eso: fue oírle llamarla «Mari» lo que la convenció —quizá absurdamente— de que todo aquello era verdad. Aun así, se resistía, confusa, como aquel a quien advierten de que en medio del desierto está a punto de morir ahogado por una ola de mar imposible que sus ojos aún no ven y, pese a todo, la busca con la mirada en el horizonte, lleno de horror, alarmado por el tono de angustia de la exótica advertencia.
—¿Salir de casa? —La vocecilla de ella contrastaba con la de Finkus como un gorjeo de pájaro con un rugido—. Pero… ¿por qué…?
—¡Van a por ti, Mari! ¡Van a por…!
Entonces la luz del flexo de su dormitorio se apagó.
Su portátil siguió encendido —el reloj marcaba las 23:59—, pero su router no contaba con alimentación externa. La pantalla se fundió en negro y destelló un mensaje.
TE HAS DESCONECTADO DE ÓRGANO™
¿CONECTARTE DE NUEVO?
SÍ / NO
Todavía estaba mirando aquel mensaje cuando la puerta de su cuarto se abrió lentamente en la oscuridad. En su reloj: 0:00 h.