Jaime
Esa mañana Jaime se sentía enérgico y optimista tras su experiencia nocturna. Tenía la convicción de que aquel miércoles todo le saldría «DPM», como decía Santi en los chats, lo cual no significaba «Departamento de Política Ministerial», desde luego.
Se equivocaba, sería uno de los peores días de su vida.
En el autocar se sentó junto a Manolo Campillo, su mejor amigo. Sacó su Portable y le mostró la pantalla.
—La conocí anoche, tío.
Manolo entornó los ojos legañosos. Era un chaval gordo, de respiración pesada, asediado por un tic de parpadeos que, de ser balas, dejarían como un colador a cualquiera al que mirase. Pero pertenecía a esta maravillosa época de «Todos nos respetamos porque a nadie importamos», como se titulaba el blog de su hermano mayor, y, al igual que Jaime con su delgadez y su estrabismo, se situaba más allá del bien y del mal en la «problemática» de ser gordo. Además, poseía veinticuatro personajes preciosos y esbeltos que Jaime conocía (con dos de ellos ya se había acostado), y probablemente muchos más en la parte oculta del iceberg virtual.
—¿Y? —bufó Manolo—. ¿Qué tiene de especial? Es una casahuevo típica, tío.
—Ya.
Ambos chicos estudiaban la imagen en la pantalla de la Portable. Maria B aparecía sentada con el vasito de ginebra en la mano, el largo pelo negro enmarcando su rostro, el escote de la camisa presionando sus pechos. Manolo miró a su amigo.
—¿Dónde estabais? ¿En casa de Finkus?
—Sí, estaba relacionada con un caso y la interrogué.
—Tío, es una casahuevos de serie, lleva la chupa y los vaqueros que regalan a los novatos… No tiene una semana de edad, seguro.
—Nació ayer —admitió Jaime.
—Hostia. —Manolo pestañeó con sus ojillos rodeados de grasa—. ¿Por qué te ha causado esa impresión? ¿Quién era en real? ¿Paris Hilton? ¿Rajoy?
—Dice que se llama María Bernárdez. No: Bernardo.
—¿Y su personaje?
—Maria B.
—Hostia. —Manolo lanzó su risotada estrepitosa—. ¡La imaginación al poder, macho! ¡Esa tardó un día en inventarse el nombre!
Jaime también reía, aunque algo dentro de él permanecía serio, mirando los profundos ojos de Maria B en la fotografía que le había tomado sin que ella lo supiera.
—¿Te la trincaste? —inquirió Manolo.
—¿A esta? —Jaime hizo una mueca despectiva—. Demasiado casahuevo para mí, tío. La contraté de ayudante.
—¿En serio?
—Claro, nada como una casahuevo para pagarle poco y tenerla contenta.
En realidad, no le había pagado poco: doscientos euros de adelanto y un sueldo de mil al mes era pasta, por más que, gracias a Finkus, Jaime se embolsara el triple algunos meses. Y la razón de no haberle propuesto sexo era más complicada que el simple hecho de que Maria B fuera un modelo de serie en vez de un personaje modificado o moldeado en horno. Sin embargo, no comprendía cuál era, y prefería no comentarla.
—¿Le has soltado el rollo de Nueva York? —preguntó Manolo, socarrón.
—Sí, claro.
—Uf, ya me quedo tranquilo. Pensé que a esta le habías dicho la verdad.
—Sí, por los cojones.
Sin embargo, tuvo que admitir que Manolo había acertado otra vez. Se había sentido mal contándole a Maria B la historia del ex policía neoyorquino «real» que solía usar para despertar interés en chicas y potenciales clientes de Finkus. Pero ya tendría tiempo de ser sincero si se presentaba la ocasión. A fin de cuentas, acababan de conocerse. Vive en Madrid. Quizá un día…
En el colegio, horas de aburrimiento. Sociales con Vanessa. «Mates» con Esteban. Ciencias con Héctor. Informática con Evgeni. Horas de pintar círculos con el boli y la boca, bostezos en el papel y la cara. Horas de mirar la espalda de Susana.
Y pensar en Maria B.
Aprovechó el descanso para enviarle un mensaje con la Portable: «Querida empleada: esta noche a las 22:30 en la oficina. Usa el STP adjunto (el «Sistema de Transporte de Preste») para venir. Si aparecen rosas, es un efecto del software, ya sabes, pero te las puedes quedar. Tu jF2». Incluyó el STP y le explicó en una posdata lo del «jF2», por si acaso. Ya había comprobado que la mayoría de la gente carecía de su capacidad para resolver acertijos. Pulsó «Enviar» y reflexionó.
Creía comprender por qué Maria B le gustaba: porque era diferente. Dentro y fuera de ÓRGANO la gente, para Jaime, estaba cortada por el mismo patrón, fuesen bits o átomos, pero Maria B, nueva en el mundo virtual, era distinta a cualquier otro personaje. ¿En qué? Quizá en que no quería parecer distinta. Como bien había dicho Manolo, era una «casahuevos» típica y no trataba de disimularlo.
Abrió su imagen de nuevo y la contempló, sus grandes ojos falsos ocultando una mirada de verdad, su postura echada hacia delante en el asiento como deseando traspasar el mundo de la pantalla y llegar hasta él.
¿Hasta quién? ¿Hasta Finkus? No. Hasta mí.
Ignoraba cómo era en real, claro. Decía que tenía una hija, y en eso las mujeres no solían mentir. Si era así, quizá era tan gorda como Manolo. O podía ser un bombón, oye. Las había que lo eran después de parir: su madre, por ejemplo. Y en el fondo qué importaba. Lo que le molaba de Maria B era Maria B manejada por quienquiera que fuese Maria Bernardo. Como cuerpo, era del montón. Lo que la hacía única era la persona que había detrás. Igual que Susana… ¿Acaso no la hacía única la misma razón?
En aquel momento vio a Susana: se inclinaba sobre los apuntes de Sancho, un portavoz de la asociación ÓRGANO LIBRE, ambos sentados en las escalinatas del patio. Llevaba pantalones blancos ceñidos y un jersey rosa que marcaba sus pechos. Estaba bellísima. Y se hallaba allí, al alcance de su mano real.
Pensó algo. Igual no volvía a ver a Maria B, ni con la zanahoria del dinero que le ofrecía. Conectarte a un mundo virtual no es como ser vecinos o ir al mismo colegio. Los personajes destellaban fugaces como cometas dejando solo ascuas de imágenes a su paso. Iban y venían. Pero Susana era una estrella fija en su firmamento real. Y le había sugerido reunirse juntos para repasar matemáticas.
Improvisó un plan. A él mismo le sorprendió la rapidez de su ocurrencia.
Esperaría a que Sancho acabara la conversación, se acercaría con estudiada calma y la invitaría a ir juntos a la manifestación del día siguiente. No había tenido intención alguna de acudir a aquel evento hasta entonces, pero sería un buen comienzo para comprobar hasta qué punto Susana estaba interesada en él.
Tendría que cerciorarse de la hora. Si no llevaba cada detalle preparado, no la convencería de que ya lo había pensado antes y que ella era solo un «añadido posterior». Pero la noticia estaba en todas partes, no había ningún problema.
Usó la Portable y empezó a rastrear apresuradamente (mierda, parecían haber terminado ya de hablar), equivocándose con el pulgar en la pantalla táctil (se está alejando, gilipollas), leyendo por encima cada titular, «El Papa, en su discurso desde el Vaticano ÓRGANO…». «Un estudio en el land del Coto de Doñana…». «Muere un matrimonio en un incendio en Sevilla, el marido era parapléjico…». «El museo Sorolla…».
Se detuvo. Volvió a la noticia anterior, la leyó de nuevo. Abrió los detalles.
Leyó el resto como si identificase familiares bajo sábanas de morgue.
Los vecinos habían visto humo a las 7:35 de la mañana. Se sospechaba que todo podía haber comenzado en el dormitorio. El marido era fumador. Las autoridades suponían que un cigarrillo podía… No pueden ser ellos. Anoche hablaste con Preste hasta… Anoche estaba… La mirada del ojo sano de Jaime zigzagueaba buscando nombres. Venían al principio de todo, se los había saltado. «Patricia T y Mario A. Barriada Las Lomas, Sevilla». Sintió una punzada como un aguijón de hielo en el vientre.
Dios. Yo me despedí de ella a las… Me dijo que su marido estaría dormido…
Se quedó con la Portable en la mano. Había olvidado a Susana y a Maria B. Ese pájaro enorme y sombrío que es el fin de todas las cosas volvía a planear sobre su cabeza de muchacho de dieciséis años. Esa interrupción eterna, ese apagón sin límites ni retorno. Bien lo sabía él. No importaba quién fueses, cuando tocaba, tocaba. La muerte era la desconexión definitiva. Se acababa todo. Game over. Su hermana y su padre antes, y ahora Patricia. Patricia Trébedes… Dios mío… ¿Por qué ella…?
Seguía inmóvil con la Portable en la mano cuando el icono de mensajes empezó a parpadear. Alguien le enviaba un correo a Finkus. Lo abrió.
URGENTE
Adam: ven esta tarde a mi iglesia, a eso de las 4.
Tengo algo importante que decirte sobre la niña del altar.
Lo habían enviado hacía un minuto. Era de Preste.
Un bromista.
Mientras regresaba a su casa en el autocar, a tiempo para la misteriosa cita, lo pensaba. Tenía que ser un maldito bromista. Pero faltaban datos en esa conclusión.
¿Cómo se había enterado de lo de la «niña del altar»? ¿Y cómo había conseguido los códigos de Preste para enviarle un mensaje privado desde el propio personaje?
Cabía la posibilidad, por supuesto, de que fuese realmente Patricia, que estuviese viva, o que el mensaje se hubiera retrasado por algún motivo. Pero era improbable: la «Patricia T» de la noticia tenía que ser ella, y la Portable registraba cuándo se enviaban los correos. Este, en concreto, a las doce y diez de la mañana, cinco horas después del incendio que había costado la vida de Patricia Trébedes, única jugadora propietaria de Preste. Asimismo, quedaba descartado que Patricia se hubiese ido de la lengua o le hubiese cedido el personaje a otro. Jaime sabía que era una señora mayor, honesta, que había entrado en ÓRGANO para disfrutar y trabajar y le había confesado quién era en real desde el principio, incluso le había dado detalles concretos de su vida, como la parálisis de su marido. La indiscreción no era su estilo, y no le hubiese entregado los códigos y la lista de amigos de Preste a nadie. Así que, ¿de quién provenía este mensaje? ¿Del mismo desconocido que había renderizado el BOT de la niña en el altar? ¿Podía tratarse del jugador que manejaba a Maria B? ¿Los habría engañado a ambos?
No lo sabía, pero no iba a acudir a esa cita sin tomar precauciones.
De vuelta a casa, ante su Kraft-Schnitger, se colocó una diadema y puso en marcha el enorme aparato que daba vida a su detective. Llevaba poco más de dos años con Adam Finkus, y solo su amigo Manolo sabía que era él quien lo manejaba (en eso, al menos, estaba a salvo con el probable bromista, porque nunca le había contado a Patricia su vida real). Finkus era especial: Jaime había pasado nueve semanas creándolo en un Horno Pre-Birth. Una labor compleja, como controlar cien tamagochis a la vez. Y cuando lo sacabas del horno apenas era una figura humanoide a la que había que dotar de rasgos. En suma, podías tirarte fácilmente un par de mesecitos así. No muchos tenían la paciencia necesaria, pero el resultado asombraba: Finkus era casi más real que él.
Lo hizo aparecer en su oficina, lo estiró, rezongó con ese, ah, gran vozarrón, le pasó la propia mano por la propia cara mal afeitada y el propio mostacho, lo vistió con la chaqueta maloliente y la ajada gabardina, y sacó su pistola musimática de una gaveta del escritorio. Disponía de armas más sofisticadas, pero pensó que con esa bastaría. Era una Ratzeburg ligera en madera, metal y cristal polícromo con dos cañones y dos gatillos. Disparaba un preludio para clave, no recordaba cuál. Pero sabía que las matemáticas del proyectil borrarían los bits de cualquier personaje. Para siempre.
Música fuiste, en música te convertirás.
De un disparo de su Ratzeburg no se salvaba nadie.
Además, era bellísima. Se deleitó oliendo su madera y contemplando la vidriera de la mira y la cara de Finkus reflejada en sus cañones y luego la plegó y la guardó en el impermeable. Al tétrico bromista le iba a salir la broma por el culo.
Pero la fama de El Hallador residía en la astucia de su dueño, no en las armas. Así que improvisó un plan B. Cuando todo estuvo listo, abrió el Sistema de Transporte de Preste y lo abortó a diez metros de la iglesia. Finkus apareció en la calle Sangüesa, entre una polvareda de rosas. Lloviznaba. En su pantalla: 16:00, real y virtual. La puerta en arco del templo estaba abierta. Frente a sus escalinatas pasaba en ese momento un cisne encadenado a una muchacha de vaporoso traje blanco. Incluso en la zona segura de ÓRGANO podías ver rarezas. Y por si alguna duda le quedaba acerca de en qué clase de zona se encontraba, un mensaje le vendó los ojos: ATENCIÓN: EL SISTEMA DETECTA QUE TU PERSONAJE VA ARMADO Y ESTÁ CLASIFICADO COMO PELIGRO POTENCIAL TIENES DIEZ SEGUNDOS PARA ELEGIR OPCIÓN. Ya las conocía: podía pasar a la zona libre, dejar que lo expulsaran o desconectar.
Pero no eligió ninguna de ellas. En cambio, activó el plan B.
Diez segundos. Debía ser rápido.
Se acercó a la escalinata por un lateral, de manera que no pudiese ser visto por alguien desde el interior, subió los peldaños y apostó a Finkus junto a la entrada, pero no entró. Movió la mano virtual, abrió la pestaña de «Personaje» y buscó una opción añadida que había comprado en una tienda de objetos musimas cerca del Rastro virtual hacía unos meses. La opción venía en rojo (no marrón, como las de opciones normales).
CAMBIAR DE PERSONAJE SIN DESCONECTAR
Resultaba útil, porque cada personaje contaba con un código particular, y la música dirigida contra uno podía no afectar a los otros.
Tocó la viñeta, desplegó sus distintos alter egos y, cuatro segundos antes de ser expulsado por el sistema eligió a PollyAnn.
De inmediato se sintió estirado, suave, con bultitos en el pecho y aire donde antes había cosas entre las piernas. El top de encaje y los shorts rojos con las palabras «DE UTILIDAD PÚBLICA» en una cinta de lentejuelas de plata le daban más frío que la ropa de Finkus, pero estaba acostumbrado. Las dos coletas de su pelo rubio le cosquillearon las orejas, las sandalias de tacón lo escoraron, paladeó el carmín de los abultados labios y miró con grandes (y simétricos) ojos azules bajo un enrejado de largas pestañas.
PollyAnn era su criatura femenina preferida para el juego del otro lado de la mesa de géneros. En ÓRGANO cualquier jugador veterano había probado de todo con todos, no importaban sus tendencias «reales». Manolo opinaba que dichas tendencias solo revelaban que la realidad, como videojuego, era más simple que una Lara Croft de cuatro píxeles. Jaime le daba la razón: ÓRGANO eras tú contigo mismo y tus posibilidades en forma de botón rojo. ¿Quién alardearía de que nunca apretaría ese botón a solas?
Nada más aparecer, su adolescente sexy recibió un mensaje menos perentorio que el de Finkus: PERSONAJE DUDOSO. PUEDES SER EXPULSADA TRAS NUEVO ANÁLISIS. No era raro. Con aquel aspecto y su historial, acabarían pateándola también, aunque varios minutos después que a su detective. Jaime contaba con eso. Tomó aire y entró en la iglesia taconeando y meciendo los shorts como un péndulo de hipnotizador.
Todo parecía igual: hileras de bancos, estatuas, cruz al fondo y altar estaban iluminados por los cirios geométricamente dispuestos. Cada objeto lustroso y brillante, como solía tenerlo Preste.
Y Preste mismo, impecable, de espaldas, junto a la estatua de la Virgen.
—¿Desea algo, señorita? —preguntó el cura, volviéndose.
Los tacones de PollyAnn detuvieron su mecanografía en el mármol. Joder.
Jaime estaba impresionado. Si se trataba de una broma, le había costado un añito de técnica como mínimo a aquel menda.
Salvo que fuese musima, en cuyo caso sería peor.
Era un Preste perfecto, indistinguible del original, con su sotana y alzacuellos, su pelo bien peinado, sus manos blancas, resucitado de entre los muertos para, quizá, recibir almas virtuales en el banquete eterno. Jaime no esperaba eso. Aturdido, pulsó un gesto —«Carraspeo de PollyAnn II: Colegio de pago»— y su chica formó un túnel con la mano derecha y carraspeó mientras él trataba de pensar.
—Nada. —La hizo sonreír—. Paseaba, vi la puerta abierta y entré. ¿Le molesta?
Una pausa. El rostro de Preste, inmaculado, la observaba sin emociones.
—Bueno, la iglesia está abierta. Pero estoy esperando a alguien. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—PollyAnn. —Era una pregunta retórica, porque Jaime sabía que el tipo ya le había abierto los datos públicos. Por suerte, en ellos no había nada que la conectase con Adam Finkus—. ¿Y usted?
—¿Vienes a confesar tus pecados? —preguntó el cura sin contestar.
—Buf, son demasiados, padre. No tengo perdón.
—Siempre hay perdón para quien se arrepiente, hija.
Jaime abrió el STP. No ocurrió nada. No se transportó de vuelta a casa. No se movió. No hubo rosas ni música. Siguió allí de pie sobre los tacones, los grandes ojos azules abiertos. Me ha bloqueado. Pero su pánico llegó a su máxima intensidad al descubrir que tampoco podía desconectar. No podía salir de ÓRGANO.
—Yo te bendigo, PollyAnn, en el nombre del padre y del hijo…
El cura alzaba un dedo en el aire. El dedo dejó un rastro de enloquecidas, casi absurdas escalas a su paso. Jaime se sintió estremecer en el cuerpecillo de la muchacha. Hubo un estallido de números en su pantalla, y supo que la música estaba abriendo sus datos cual peludo abejorro la corola de una flor. No solo el nombre, quizá también la dirección, el historial, el código, el DNI, puede que hasta el tamaño de su pene… Quién sabía qué efectos provocaba aquella tormenta de notas. En la viñeta a sus pies leía: Fantasía cromática y fuga en re menor BWV 903. Sabía que era una pieza loca de Bach que sonaba a música de vampiros, pero no conocía a ningún musima capaz de tocarla.
Peor aún: las escalas envolvían a PollyAnn como un tornado, sujetándola, paralizándola, atrayéndola hacia la mano del falso Preste, cuyo rostro temblaba de forma repugnante, como si ocultara ratas vivas dentro.
Calma, ante todo. El Hallador era Hallador porque hallaba soluciones, incluso antes de que los problemas se plantearan.
Con frialdad, mientras el vórtice negro de aquella música la engarfiaba, Jaime movió la mano virtual de PollyAnn y alcanzó la pestaña de «Cambiar de personaje» pensando: No funcionará.
Funcionó. En un abrir y cerrar de ojos se puso al frente de los mandos de Finkus, que se hallaba fuera de la iglesia y a salvo (aún) del alcance de la Fantasía cromática. Pero descartó toda idea de contraatacar con su Ratzeburg y en lugar de ello abrió «Traslado al lugar real en que me encuentro» y apareció en su casa virtual del Soto. Allí buscó desesperado la pestaña de desconexión, abrió la opción, desconectó.
Oh Dios, gracias.
Había regresado a su cuarto real. Jadeó. Se secó el sudor con la mano.
Reprimió un escalofrío. Los dedos de muerto de la Fantasía cromática aún parecían recorrer su cuerpo haciéndolo temblar. Nunca se había sentido así jamás. Nunca hasta entonces se había quedado encerrado en ÓRGANO, incapaz de escapar. Era como no poder despertar de una pesadilla. ¿Qué hubiese ocurrido con PollyAnn, y con él, de no haber dispuesto de esa opción salvadora? Cualquier cosa. Dios, cualquier cosa.
¿Qué era aquello? Lo ignoraba. Al menos, ya sabía lo que no era. No era una broma. Para nada. Era una locura, pero muy seria. Alguien lo buscaba, no para «vencer» a su personaje, no para (siquiera) usar sexualmente a PollyAnn o «matar» a Finkus. Aquella Fantasía lo había inmovilizado a él, a Jaime, tras la pantalla.
Habían usado aquella música sombría para hacerle daño en real, en su cerebro.
Apagó la consola y se quitó la diadema, No se conectaría. Eso era lo que iba a hacer. Ni como Finkus ni como PollyAnn ni como Max. Dejaría ÓRGANO durante un tiempo. Ni siquiera regresaría como Dirko Darklord. Allí sentado, pálido, sudoroso, miraba su bella Kraft-Schnitger por primera vez con repugnancia. No volvería a tocar ese aparato en meses. Bueno, semanas. Al menos se tomaría unos días de descanso. No quería volver a sentir el relámpago de la Fantasía atravesando su carne como un rayo una nub…
En el reflejo de la pantalla, tras él, había otro rostro.
Soltó un grito, se volvió en el asiento y vio a una mujer desconocida. En su propio cuarto. Vestida de negro, facciones crueles, le apuntaba con algo. Una pulsera con un corazón de metal le pendía de la muñeca.
Lo último que pensó antes del disparo fue que él no tenía la culpa: Adam Finkus podía ser un detective genial, pero Jaime Rodríguez seguía siendo un mierda.