El zoo Miroir
—… no seas idiota, Marc, por favor…
—¡Dime si Paul no ha quedado favorecido!
—¡Marc, Dios mío, qué capullo eres!
Risotadas estrepitosas. Suzanne vio a Mireille llevarse la mano a la boca. ¿Qué le hacía tanta maldita gracia? ¿Que Marc le enseñara las fotos que había tomado con el móvil a los chimpancés y dijese que eran de su amigo Paul? Suspiró. Vaya idiotez.
Era la fiesta de la víspera de la inauguración oficial del primer zoológico reavir del mundo, y había directivos, accionistas, equipo técnico, de mantenimiento… Trajes y vestidos largos, champán, una cena de lujo en los salones del zoo, a un centenar de kilómetros de París, mientras, en una pantalla gigante dividida en dos, rinocerontes, cocodrilos e hipopótamos reales (a la izquierda) y sus réplicas virtuales (a la derecha) parpadeaban en la noche doble vigilados por guardias de ambos mundos. Nadie hubiese podido distinguir a primera vista a los animales de carne y hueso de los hechos de bits en aquella esplendorosa recreación. Casi aberrante, pensaba Suzanne disgustada, aunque a la vez admitía que era un espectáculo de insólito hipnotismo, la prueba más contundente de que el arte suplantaba por fin, y del todo, a la naturaleza.
Sin embargo, Suzanne Moreau no participaba de la maravilla general, expresada en un zumbido cacofónico de risas y conversaciones. Aislada como una bailarina sin pareja durante una giga, permanecía contemplando los bordes del plato, la geometría de las llamas de velas, el estruendo visual de las joyas. A ratos admiraba los animales en las pantallas. Pero sobre todo deseaba irse a casa, esconderse bajo la almohada y apagar la luz. ¿Por qué había accedido al deseo de sus padres y asistido a aquella estúpida fiesta? Era lo que menos necesitaba en aquel momento.
Su padre, dos mesas a la izquierda (Suzanne se había negado a sentarse con mamá y él), tomó la palabra tras las ovaciones dedicadas al director. Toses, murmullos, la imbécil de Mireille tratando de aguantar la risa…
—Señor director, equipo técnico del zoológico Miroir, damas y caballeros, amigos todos. —Estaba nervioso: papá siempre se ponía así cuando hablaba en público. Suzanne jugó con la servilleta—. Es un honor para mí haber participado en este proyecto como director creativo. El zoológico Miroir de París, que abrirá sus puertas este fin de semana, ha sido, como bien sabéis, una labor conjunta…
Bravo, bravo, bravo, papá. Lo que Suzanne llevaba dentro también había sido una labor conjunta, pero, a sus dieciocho años de edad, ella no creía que su rancia familia lo viera de ese modo. Tenía que decírselo a Michel. Iba a llamarlo esa misma noche, en cuanto llegara a casa. Michel debía saberlo, y entre los dos decidirían qué hacer…
—El zoológico Miroir es el primer lugar reavir del mundo para todos los públicos —continuó su padre—. Como saben, los animales exhibidos han sido multisensorizados y poseen su doble virtual en la zona gemela de ÓRGANO. Gracias a los sensores, se comportan igual en ambas vidas… —Bajó la vista hacia un folleto—. Me gustaría citarles el texto del catálogo elaborado por nuestro equipo…
Suzanne conocía todo eso, estaba harta de oírlo. Su padre era el responsable de la campaña de marketing. De él había sido la idea de esos chocantes anuncios en los que un niño aparecía probando una diadema al entrar al zoo. Las diademas estaban prohibidas para los niños en Francia, como en casi todos los países, pero el zoo Miroir hacía uso por primera vez (adelantándose a lugares como Disneylandia) de la llamada «diadema blanca». De plástico transparente, muy fina, con el LED central en un soporte metálico, sus datos eran transmitidos a un software elaborado especialmente por un equipo de musimas profesionales con las bellísimas y casi salvajes Suites Inglesas para clavecín, que en el juego controlaban la relación entre el cuerpo real y el virtual, suavizando las sensaciones recibidas. Aquel software atenuaba las funciones de la diadema normal, haciendo posible su uso en niños, de ahí el nombre de «diademas blancas». Con ella, podías «entrar» en la jaula del tigre y jugar con él (hasta cierto punto: el animal real no reaccionaba, porque el estímulo era débil para no molestarle). Aunque fueras adulto también te divertías. Volabas con los pájaros de presa. Nadabas con los tiburones. Te colabas en el estómago de una jirafa y comprobabas in situ por qué las llaman rumiantes (qué asco, pensaba Suzanne). Las posibilidades eran casi infinitas. Pero todo a distancia, sin el riesgo que suponía para una mente infantil las abrumadoras alucinaciones de la diadema normal. ¡Y eso mientras visitabas a la vez el zoológico real! Desde luego, con un poco de suerte aquello sería un éxito sin precedentes.
Dejó de prestar atención al discurso y ni siquiera siguió con el cuello torcido para mirar a su padre, como hacían en su mesa. Contemplaba las arrugas de la servilleta y las migas de pan con intensa concentración. Michel, ¿cómo había podido ser tan bestia? Y ella, ¿por qué le había hecho caso? Se mordió el labio pensándolo. Quería llorar. Él le había dicho que estaba harto del sexo virtual. ¿Había sido eso? ¿Era eso lo que les había impulsado a unirse (en real, por favor, qué locura) sin precauciones?
«El primer nexo inocuo entre ambos mundos —decía su padre en ese momento, con grandilocuencia—. Gracias a todos por el Miroir…» Suzanne no se sumó a la ovación, que fue intensa. Pensaba que se lo diría a Michel, y ambos decidirían que…
Se puso rígida.
En medio de los aplausos vio que Michel y su mujer entraban en el salón.
Me dijo que no iba a venir. Él le había explicado que, como jefe de seguridad del zoo, tenía trabajo que hacer antes de la inauguración y no podría acudir a la fiesta. ¡Y ahora estaba allí, y con su esposa! Los vio ir de un lado a otro como en sueños. Supuso que quizá él había encontrado tiempo libre a última hora, de ahí su tardanza.
En realidad, Michel podía hacer lo que quisiera, ese no era el problema. Pero ella tenía una noticia que darle, necesitaba calma, y aquella aparición imprevista la desconcertaba. Se puso a juguetear con el largo collar de cuentas verdes entre sus pechos. En ese instante una mano velluda, como de primate, flotó en sus ojos con una botella.
—¿Hipnotizada por los animales? —le dijo el hombre a su lado.
Se percató de que todos en la mesa la miraban. Las mejillas le ardieron.
—Algo así —dijo.
Su amiga Mireille rió y su amigo Marc comentó una banalidad.
—Preocupada por los resultados, supongo —intervino el comensal a su izquierda, un banquero robusto de gafas de diseño y garganta machacada por habanos—. Tu padre me decía que venías aquí con él casi cada día y te implicabas mucho en su trabajo…
—Aprendía sus técnicas. Estudio publicidad en la Sorbona virtual.
No añadió que la frecuencia de sus visitas había aumentado al conocer a Michel, tres meses antes. Él tenía quince años más que ella y estaba casado, pero encajaron bien desde el principio. Hablaban mucho en real y salían a divertirse en virtual, hasta que él le dijo que quería tenerla entre sus brazos, a ella, a la flaca y nerviosa Suzanne, no a la Solange 18 con quien gozaba su personaje. Suzanne accedió cuando vio el deseo en los ojos de él. Un deseo muy semejante (ahora que alzaba la vista hacia la pantalla lo comprobaba) al brillo verde de los ojos de los tigres que se agitaban en la jaula. Por cierto, ¿qué les pasaba? Rugían en ambas vidas. Parecían nerviosos.
—Eres su hija, ¿no? —dijo el invitado sentado a su derecha, que se llamaba Boullard y era representante de una firma de software, creía recordar.
—No —repuso Suzanne sintiéndose venenosa—, me he escapado de una jaula.
—Hum. —Boullard sonrió—. Pues yo no dejaría escapar animales tan bellos.
Suzanne no consideró necesario decir nada, pero devolvió la sonrisa. La espuma empezó a ascender de nuevo en su copa.
Mientras se dejaba agasajar, alzó la vista hacia Michel. Tan elegante con aquel esmoquin blanco, la cara enrojecida, sonriendo a todos bajo su pulida barbita, sentado cuatro mesas más allá. Imaginó la situación ideal: ella le daba la noticia y, tras un instante de desconcierto, se abrazaban y Michel la tranquilizaba. «Todo se arreglará. Lo tendremos, Suzie, es nuestro». Ella lloraría. En realidad, quería tenerlo. Solo necesitaba que él la apoyara, Dios mío, solo quería…
Los tigres virtuales quedaron inmóviles.
Suzanne los miró, y algunos invitados la imitaron. Uno de los musimas del equipo, un tal Legrand, sentado dos mesas a su derecha, había renderizado su personaje en la jaula de los tigres y usaba un gracioso minué de la Suite Inglesa en fa mayor para comprobar el estado de las sensaciones del animal virtual. Era todo un espectáculo ver cómo la piel del tigre se abría como una flor ante la música. Los tigres reales, en la otra pantalla, parecían intranquilos. Pero Suzanne no creía que fuese por lo que les ocurría en virtual. Se habían hecho muchos experimentos para asegurarse de que nada malo podía…
Al desviar la vista de la pantalla sorprendió la mirada de Michel.
Fue como un golpe en el rostro. Quedó atrapada por aquellos ojos. Él le sonrió, una sonrisa lenta, disimulada pero cierta.
Aquel gesto la convenció de que todo iba a salir bien: ella se lo diría, y él la comprendería, porque se amaban. Michel era tan honesto, tan directo… Sintió ganas de llorar de felicidad por llevar al hijo de ambos en su interior… Casi lo sentía retumbar en… ¿Retumbar?
No, espera… Esto es otra cosa.
Miró las caras de los demás y supo que también lo notaban.
Al pronto pensó en un terremoto, y de hecho eso fue lo que gritó Mireille al otro lado de la mesa. Pero descartó aquella posibilidad al comprobar que ni las copas ni los platos temblaban ni el suelo se movía.
Y sin embargo, el sonido, atroz, la hacía vibrar como si sus entrañas hirviesen.
Y crecía.
En las pantallas, por encima de la cacofonía humana, la animal: balidos, rugidos, graznidos, aullidos dobles. El elefante, presa del terror, arqueaba trompa; la cebra zigzagueaba en la noche como papel rayado; las cobras formaban símbolos de infinito; un león se revolcó en el suelo y tembló como si fuese a estallar.
En cuestión de segundos Suzanne ya no pudo oír ni siquiera los gritos. Aunque veía abrirse bocas a su alrededor, no oía nada, ni a sí misma. Se había quedado sorda con la colosal vibración.
De repente lo supo: fuera lo que fuese aquello, era la conclusión. El fin.
Iba a morir.
Todo ocurría tan rápido que apenas sintió miedo. Pensó en su padre y se volvió para mirarlo, pero ya no podía verlo porque sus globos oculares zumbaban en las órbitas convirtiendo las imágenes en una acuarela bajo la lluvia. Tampoco le importó tanto no decir adiós a mamá. Su única angustia se concentró en lo que llevaba dentro, aquella migaja de vida de dos semanas de edad, y en que Michel muriera sin saberlo…
Así que decidió correr a decírselo. Se incorporó como pudo, aferrada al mantel. Nadie en su mesa se había levantado, aunque todos se balanceaban formando una masa compacta de colores en su visión. Tengo que decírselo. Mi pequeño. Nuestro pequeño. Tambaleándose sobre los zapatos de tacón que casi nunca calzaba, avanzó torpemente por un suelo que parecía la cubierta de un barco de papel bajo un chaparrón. ¿Dónde estaba él? Michel. Lo tenía enfrente. Tendió las manos. Había perdido la vista, todo era negro y todo se estremecía. En aquella oscuridad bailaban tigres, gorilas inmensos que aullaban de dolor, elefantes en estampida con alas de águila y rostros humanos…
Cuando surgió la Luz, el dedo índice de Suzanne apuntaba hacia otro dedo, quizá otra persona que quería acercarse a ella. Nunca supo si era Michel.
—Estoy embarazada —musitó, o creyó que lo hacía, porque ya no percibía la lengua en el interior de la boca, solo una cavidad, una gruta ósea.
La Luz la despojaba de carne.
Esa Luz, y esa Música.
Entonces también sus pensamientos se consumieron.