Jaime
Jaime recibió el mensaje desde la iglesia casi a la una y media de la madrugada.
Intuyó problemas gordos, sin saber por qué. Pero si le hubiésemos preguntado más tarde habría contestado que ni de coña suponía que iban a ser tan gordos.
No imaginaba la felicidad y el terror que le aguardaban tras aquel mensaje.
Y es que el día anterior había sido satisfactorio pero normalito en la vida de Jaime Rodríguez. O casi. Se había levantado a las siete y media y despegado el sueño a base de agua caliente y gel. Había murmurado «mierda» y abierto un círculo en el vaho del espejo porque otra vez había olvidado afeitarse antes de la ducha y había leído que los poros se cierran con el calor e impiden que la maquinilla corte bien (se afeitaba desde hacía poco y estaba cultivando una perilla suave y la sombra de un bigote, maravillosas consecuencias de sus tiernos dieciséis años de edad). Por lo demás, no se había vuelto más guapo durante el sueño, pero tampoco lo esperaba. Seguía siendo el mismo chico pálido, flacucho y estrábico con el rostro ardiendo de acné. Nada había diferenciado ese día de otros muchos. La única variación: que no necesitaba rendir cuentas a nadie, porque mamá se había ido de viaje de congreso a Alaska («a alaskizarme», le había dicho) y la criada tenía permiso.
Había guardado en la mochila la consola portátil Walcha y su Portable junto al móvil en el bolsillo delantero de los vaqueros. Antes de salir pasó la mano como el dueño orgulloso de un potente automóvil por su gran consola fija Kraft-Schnitger, en metal y madera de cerezo de dos mil quinientos euros, que realmente parecía un órgano musical Hammond, con una enorme pantalla, sillín incorporado y posibilidad de uso multidiadema, uno de los regalos que se había permitido ofrecerse a sí mismo con su sueldo.
El autocar del Inter School estacionaba muy cerca de su casa del Soto, apenas quince minutos de viaje y ya estaba allí, en la realidad más real que pudiera concebirse, con Santi, Manolo, Mónica y esa chica del nuevo curso, Susana, tan guapa.
O no exactamente «guapa» sino «espectacular», que no consiste siempre en cualidades físicas. Pero Jaime estaba seguro de que aquel cabello castaño perfecto, ojos (creedlo, colegas) verdes y la forma elegante de lucir collares y pulseras otorgaban a Susana un puesto en tan selecto grupo. La guinda del pastel era que su padre trabajaba de abogado virtual en un lujoso land privado de Madrid. Una década después de que ÓRGANO se estableciera como principal sistema económico mundial, había muchísimos personajes, pero no todos eran tan ricos como el padre de Susana.
Y precisamente lo único extraordinario de aquel martes había sido que Susana la Espectacular se había acercado para hablarle.
La excusa fue banal: Esteban, el profe de matemáticas, escribió una ecuación.
—A ver cuál creéis que pueda ser el valor de equis aquí.
—Veintitrés —dijo de inmediato Jaime, hacia quien (casi) todas las cabezas se volvieron, pues sabían que aquella era una «pregunta-para-Jaime». Esteban molaba porque le permitía lucir su brillante cerebrito de vez en cuando, y aquel martes no fue una excepción. Sí que lo fue que Susana —ojos (creedlo, colegas) verdes—, la nueva belleza del Inter School, descendiera del Olimpo en el descanso.
—Muy bien, muy bien —le felicitó—. Vaya rapidez mental.
—Gracias —respondió Jaime algo de mala gana, porque intuía que la chica tenía un interés oculto.
—Ya quisiera que se me dieran las mates tan bien como a ti.
—Todo es cuestión de acostumbrarse.
—De veras, me encantaría poder repasar con alguien que sabe tanto…
La alarma sonó en el Centro de Detección de Intenciones de Jaime. Se volvió hacia ella pero no la miró, para no confundirla con sus pupilas disparejas.
—Se me ocurre una idea —dijo—. ¿Qué tal si quedamos en ÓRGANO esta noche?
—En… ÓRGANO —repitió ella, como si aquello fuese una enorme sorpresa.
—Supongo que tienes un personaje, vamos.
La entrada en el juego de menores de edad no estaba permitida, pero Jaime no conocía ni un solo adolescente que no hubiese falsificado los datos valiéndose de alguna artimaña para poder acceder. Y Susana no iba a ser distinta.
—Sí, pero… Uf, no sé, es curioso. En ÓRGANO prefiero quedar con quienes no conozco en real. Si no, noto que pierdo libertad…
—No íbamos a hacer nada raro, ¿eh? —advirtió Jaime—. El mío se llama Max, te gustará. Te invito a cenar en un hindú del barrio y te explico las mates que quieras.
—Prefiero en real. —Una mano delgada y una muñeca cargada de pulseras se hundieron en los ceñidos vaqueros—. Podemos vernos este finde, si quieres. Dame tu móvil, te hago una llamada perdida y tienes el mío. —Jaime se lo dio, pero cometió el error de insistir mientras guardaba el número de ella en su propio móvil.
—De todas formas, en ÓRGANO molaría más…
—Anda ya. —La chica sonrió—. En real también eres simpático. De veras.
Se quedó paralizado. La vio alejarse aún sonriente mientras en su interior todo era un caos. En real también eres simpático, de veras.
Dios mío, ¿en qué año vivía esa tía? ¿Era de esas «románticas» que pensaban que alguien como él necesitaba una dosis de comprensión por parte de una chica guapa para cumplir con el tópico de «marginado»? Por favor. Lo mismo aquella pobre doncella imaginaba a los obligados gamberros de novela aguardándolo todos los días a la salida del colegio. Y ella acudiría corriendo y gritando con lágrimas en los ojos, y podría portarse heroicamente como en las teleseries yanquis: «¡Dejadle en paz! ¡El hecho de que sea más feo que un puto sapo no os da permiso para que abuséis de él! ¡Los chicos como él también son simpáticos en real, de veras!».
Coño, ¿de qué época has salido, Susanita?
En pleno siglo veintiuno, donde cualquiera podía ser tan bello como quisiera en ÓRGANO y tan feo como le apeteciera fuera de él, aquel tópico, según Jaime, carecía de sentido. ¡Ya aprendería ella que en el Inter School, donde se enseñaba a amar la diferencia y se cultivaba sanamente la indiferencia, el envidiado era Jaime Rodríguez Ferrán por ser distinto! Su bizquera le hacía también, a su modo, «espectacular» en la realidad uniforme. Tenía su propio grupo de amigos, se reía, se divertía como el que más, todo le importaba tan poco como a cualquiera. «Este es el mundo del Supremo Pasotismo, Susana. Hoy es tarde para besar a la ranita, querida princesa. Y ¿sabes? A veces añoro los tiempos del Patito Feo. Porque si pierdes al Patito Feo, pierdes el Cisne»: esta fue una de las cosas que anotó en su Portable de ÓRGANO en ese momento, tras dejar constancia de que la descartaba para siempre como posible amiga.
No volvió a mirarla ni hablarle durante el resto de la clase. (Fue injusto con ella: Susana me confesaría, muchos años después, que había rechazado la invitación porque su personaje era masculino. Un chico bisexual llamado Dawe, «dos uves», precisó. No quería que lo supieran quienes la conocían en real).
Dejando aquella anécdota aparte, la tarde tampoco se diferenció mucho de la típica de Jaime Rodríguez. Ya en el autocar de regreso se conectó parcialmente a ÓRGANO desde la Walcha para revisar los foros de debate (los usuales desde hacía unos días: «La CIA quería controlar ÓRGANO con un proyecto secreto. ¡Uníos a la protesta mundial del jueves!». «Tragedia en el zoológico Miroir reavir de París. ¿Por qué han cerrado también el sitio virtual?». «Musimas inconscientes. ¿Existen?». «Necesito ayuda musimática para abrir un canon de Bach al aire libre»). Las calles estaban desiertas, con todo el mundo conectado, salvo por el Transporte (su autobús pertenecía a eso), y llegó a casa con la prontitud usual. Subió a su habitación pisoteando los escalones, se encerró a cal y canto, y solo entonces volvió a sacar la Portable y miró los buzones de sus personajes.
La putita de PollyAnn tenía dos citas «románticas», pero pensó en anularlas. Uno de sus clientes le enviaba un collar de regalo, qué amable. Max, su gigoló, no tenía plan (debido, entre otras cosas, al plantón de Susana), y decidió que esa noche no lo usaría. Había varios trabajos en perspectiva para El Hallador que le quitarían tiempo: le pedían ayuda desde dos discos y una joyería, tenía que encontrar un BOT de gatito siamés llamado Jack Sparrow y se enfrentaba a un nuevo caso de BOTificación, la última moda delictiva, el robo y apropiación de un personaje para usos maliciosos, algo así como si te secuestran y te lavan el cerebro. Demasiada tarea para un solo detective, desde luego. Volvió a pensar en poner anuncios pidiendo ayudantes.
Cerró los correos y dedicó una hora al estudio. Era un buen alumno, y lo sabía. Su gran defecto —que su madre no se cansaba de señalarle— era que no se esforzaba en mejorar, limitándose a ir aprobándolo todo. Su madre lo achacaba al tiempo que invertía en el mundo virtual, pero en el fondo lo que a Jaime le ocurría era que odiaba los tópicos, y el del Empollón que además resulta ser el Chico Feo de la clase era de los que aborrecía especialmente.
Si Jaime tenía que hacer algo nuevo, consultaba las Listas. Si era lo que más hacía, deseaba, leía, veía o escuchaba la gente, lo descartaba casi de inmediato. Se preguntaba a veces por qué había entrado en ÓRGANO como la mayoría. Pero es que estar en ÓRGANO era como estar en la vida. «Existir» no es la opción número uno en la Lista de lo más deseado para las cosas que no existen, macho: es que no se puede elegir.
Jaime estaba en ÓRGANO no porque estuviese todo el mundo, sino porque no veía otra opción. Ahora bien, una vez dentro de ÓRGANO, lo disfrutaba a su manera.
Aquella tarde, tras el estudio, se conectó en la Walcha como Dirko Darlord en la versión World of Warcraft ÓRGANO, que no usaba diadema. Manolo y Santi (elfo Pellegrin y enano Mortimer Superbus) se conectaban a la misma hora. Era la batalla final de la Montaña del Tornado contra Golden Horus, el dragón dorado que, cuando asomaba la jeta, semejaba el sol despuntando tras las cordilleras. «EL ARCHIENEMIGO», como decía la información de la criatura.
Pasó una hora de heroísmo puro hasta que Dirko Darlord, malherido, tuvo la idea salvadora: un par de flechas encajadas entre las grandes placas de oro del cuello. Cuando el dragón lo inclinó, Mortimer y él saltaron para rematarlo. Trabajo en equipo, troncos. Puro Señor de los Anillos. Cenó un tomate en rodajas y un poco de jamón durante la pausa, excitado por las maravillosas escenas de la muerte del dragón.
Pero es que ahora venía lo mejor.
Había estado jugando solo conectado parcialmente en su Walcha. Aún no había usado la artillería pesada. Cuando cayera la noche sería el momento de sentarse ante su flamante Kraft-Schnitger y entrar con diadema en la zona no censurada de Madrid usando a PollyAnn, a Max y a su personaje preferido, El Hallador.
Ríete del mundo, colega. El no va más.
¿Por qué la humanidad tardaba tanto en dar los pasos importantes? Tener que esperar cientos de miles de años desde el uso del fuego a la invención de ÓRGANO le parecía a Jaime un lapso excesivo.
Mientras mordía el tomate con ansia de anacoreta que llevara demasiado tiempo cultivando el espíritu contemplaba el móvil sobre su cama. ¿Y si la llamo?
Sacó la Portable. Era el nuevo gadget de Varanasi Industries: una tableta que usaba tecnología Apple para recibir mensajes de ÓRGANO, chatear y ser avisado de cualquier cosa que sucediera en relación con la vida virtual del usuario. Pero también podía utilizarse como simple agenda. Jaime abrió el archivo con lo que había escrito sobre el Patito Feo. Su dedo pulgar titubeaba sobre la papelera, sin decidirse a borrar aquello. Se alegraba de no haberla conocido en virtual. Ojalá la memoria tuviese una papelera, para olvidarla pronto.
Pero no la olvidaba. Pensó que a lo mejor ella pretendía desafiarle. «¿Es que no puedes quedar con chicas en real, sapito?».
Vale, si eso era lo que quería, ¿por qué no se lo daba? Si la muy capulla prefería perderse el noventa por ciento del placer, que solo conseguías en virtual, para demostrarle, y demostrarse a sí misma, que el empollón estrábico no sabía hacer nada sin su gran Kraft-Schnitger o su portátil Walcha, ¿por qué no aceptar el reto?
Tendió una mano pringosa de tomate y cogió el móvil. Apareció el número y el nombre de «Susana». Pero cuando se disponía a llamar le invadió la desazón.
Seamos sinceros: sí que tengo complejos.
No era tan feo, le constaba. Pero haberse criado con alguien como mamá, desde que papá y Ana murieran en aquel accidente cuando él tenía cinco años, no lo había entrenado precisamente para ser imparcial ante el espejo. Y sí, tenía ganas de estar con chicas en real. No por sexo, desde luego: en ÓRGANO había probado en pocos meses todo lo que cualquier hombre de la época pre-virtual hubiese soñado, e incluso más, ya que con PollyAnn había vivido las mismas guarradas desde el otro lado. ¿Y por sentimientos? Pues tampoco por ahí, oye.
Pero… Bueno, tenía ganas. Por saber qué se sentía. Por vivir la experiencia de estar con alguien que sabes que realmente es una mujer, que se suena los mocos, se tira pedos y te pisa al bailar… Aunque, siendo sinceros, todo eso también podía vivirlo en ÓRGANO: en la zona libre los personajes lloraban, hacían ruidos intestinales, tenían los dientes sucios o tropezaban en la calle. De hecho, era raro que una chica real se mostrara así en una primera cita. Las chicas y chicos reales procuraban ser más cuidadosos, y por tanto eran más irreales, paradójicamente, que los seres virtuales.
De modo que, ¿qué significaba ser realmente mujer u hombre? ¿Qué significaba eso en esta época, en la época ÓRGANO, fuera como fuese? Y la pregunta definitiva: ¿valía la pena comprobarlo? ¿Arriesgarse a la frustración a cambio de ser recompensado con lo que obtienes todos los días mucho mejor en virtual (que no es otra cosa sino lo real inexistente)? Si lo tienes todo, hasta lo que jamás has soñado, a la distancia de un dedo, ¿qué mujer u hombre reales pueden compensar eso?
Pero si no lo pruebo, no lo sabré.
Porque la verdad es que me gustaría salir con una chica real.
De pronto el móvil zumbó entre sus dedos. No era Susana, claro, ni ninguna otra chica o chico. Era mamá.
—Sí, hola, todo bien —contestó mecánicamente—. Sí, muy bien en clase. Esteban me dijo que soy un hacha. ¿Y tú? ¿«Alaskizándote»?
—No me hables. —La incisiva, rápida voz de la cirujana Silvia Ferrán desde la distancia—. Están cerrando muchos comercios aquí en Anchorage, y las calles están desiertas. Es una clara tendencia en todo Estados Unidos… Nos reímos, mis compis y yo. ¡Al menos los cirujanos gástricos seguimos cortando apéndices reales! Por eso nos pagan congresos en ciudades fantasma. —Su risa, tan estridente, hizo que Jaime apartara el auricular—. Pero no creas, las ventajas son obvias. El índice de criminalidad real está bajo mínimos. Supongo que debemos tomarlo como Obama dijo en su discurso virtual…
—¿«No sé qué es ÓRGANO, pero flipas»? —se burló Jaime.
—No, la otra: «Por fin el mundo pertenece a todo el mundo». Ya sabes cómo son los gringos, se han apropiado de la frase y ahora la ves hasta en la sopa. Hablando de sopa, ¿qué tal estás comiendo, cariño? —Cinco minutos para demostrar que su alimentación era sana y saludable—. Muy bien… Tengo que colgar, nos vamos de excursión. Nos llevan a conocer la Alaska real.
Dicen que veremos osos reales. Probablemente estaré incomunicada hasta el domingo. Si necesitas algo, llama a Eugenia.
Tras jugar un rato al cachorro complacido y quejoso de la leona, cerró la comunicación albergando dos convicciones: no llamaría a Eugenia —la criada— y tampoco a Susana. Que le den. Tú te lo perdiste, guapa. Por fin había llegado la noche. Déjenme en paz, déjenme solo, déjenme con TODO el mundo. Porque al fin el mundo es de TODO el mundo, ¿no, Obama? Desconectó el móvil, descolgó el teléfono fijo, cerró el ordenador, subió la temperatura del climatizador, se quedó en calzoncillos y se sentó frente a la gran pantalla de su Kraft-Schnitger como ante los mandos de un Airbus. Le constaba que desde aquella consola podía cambiar el juego desde la base. Pero él no era musima, y tenía que contentarse con ser solo un buen jugador.
Se puso la preciosa diadema de madera y metal y, aún sin encenderla, se sumió en la maravilla, se cuadriculó, se hizo electrónico.
Primero de todo, viajó de forma incorpórea a la diminuta isla que había comprado en la zona Post-Death, donde había instalado el Memorial de su hermana.
Pasó más tiempo del previsto regando flores y recortando setos y césped con simples gestos. Seguía dudando sobre si poner animales además de plantas y rocas.
Luego entró en la pequeña casa donde estaba el BOT de Ana. Se hallaba de pie en la cocina, inmóvil como un maniquí, ligeramente apoyada en la encimera, donde él la había dejado. La contempló como si se hallase ante un familiar enfermo, con infinito cariño e infinita pena. Necesitaba dotarla de frases y gestos, irle dando vida. Se planteó de nuevo contratar los servicios de un musima, pero eso era mucho más difícil que falsificar los datos para entrar en el juego. Los buenos musimas no crecían en los árboles, y eran caros. Tendría que crearla sin ayuda de Bach, como había hecho con El Hallador.
—Hola, Anita —dijo—. ¿Cómo te encuentras hoy?
Por supuesto, no obtuvo respuesta. La réplica de su hermana miraba sin parpadear hacia la ventana. Su cuerpo de quince años, la edad que tenía al morir, estaba recreado al detalle. Usando su mano virtual, Jaime le acomodó mejor el pelo.
Sabía que aquello que había allí, la piel tibia que tocaba, no era Ana Rodríguez Ferrán viva o muerta, ni tan siquiera una foto suya, sino algo fabricado por él, basado en los grandiosos recuerdos que conservaba de la primera y hasta el momento (¿verdad, Susana?) única chica que realmente le había querido. El amor que le fue arrebatado cuando el Mitsubishi en el que iban su padre, su hermana y él (mamá pensaba venir después) se topó con aquel camión de hortalizas en la autopista hacia Oviedo.
Se le humedecieron los ojos mirándola. Imaginó el esperado milagro del día en que el BOT le devolviera la sonrisa y le hablara.
Qué injusta la vida real, y qué gran felicidad tener la ocasión de enmendarla.
Pensando eso fue cuando parpadeó aquel aviso en la esquina superior de su pantalla. Una viñeta: «Tienes un mensaje para Adam Finkus». Lo abrió de inmediato.
URGENTE
Adam: te necesito ahora mismo
en mi iglesia, por favor. Ha ocurrido algo.
Se apresuró a contestar un tranquilizador «Ya voy», salió del Memorial y se preparó para conectarse como El Hallador: no podía ignorar la petición de un amigo.
Pero intuía problemas.
No sabía por qué. ÓRGANO era solo un juego, por mucho que su trabajo de detective virtual le reportara pingües beneficios reales. El daño real se producía casi siempre por accidente. Había mucha leyenda urbana sobre lo que podían hacer algunos musimas con tu cerebro (se contaba que había grupos como el mítico «Clan del Este» que te «secuestraba» la conciencia impidiéndote desconectar, y tu personaje se convertía en esclavo de alguien), pero nada probado de verdad. Acudir a aquella llamada no comportaba riesgo alguno, menos aún en la zona censurada.
Entonces, ¿por qué tenía aquel mal presentimiento?
Decidió ignorarlo y se conectó. Y con aquel simple gesto, selló su destino.
El destino de todos nosotros.