María
Una vez de regreso a Maria B, María buscó cómo salir de la Casa de los Huevos e ir a Madrid. Con la manita virtual abrió la opción de «Trasladarme al sitio real en que me encuentro». La pulsó, e instantáneamente notó un golpe de viento frío y dardos de lluvia y cabellos contra su rostro.
Usó la mano de Maria B, se apartó el pelo, miró a su alrededor.
—Oh —gimió incrédula con aquella voz nueva.
Estaba en una calle. Lloviznaba. Farolas, comercios, una ventana iluminada, aceras húmedas reflejando siluetas, transeúntes y coches, sombras orladas de luces urbanas. Olía a tubos de escape. Oía voces. Sentía cierto frío.
Reconoció el lugar. Era su calle. Se hallaba de pie junto a su portal —una réplica perfecta de su portal real—, el número cuatro de Mijas, barriada Puerto Edén, zona norte de Madrid. El lugar real donde se encontraba.
Lo había leído, se lo habían dicho, había visto ejemplos en pantallas.
Nada comparado con vivirlo.
—Oh, por Dios —murmuró. Un vaho increíblemente realista trasladó las palabras por el aire convertidas en neblina.
Al alzar la vista vio luz en la ventana de su propio cuarto. ¿Quizá otro personaje lo ocupaba en virtual? La frustró un poco que en su casa viviesen otras personas, por virtuales que fueran, aunque quizá se trataba de la familia de su casero.
Se preguntaba hasta qué punto aquel mundo era un espejo del suyo.
La réplica del supermercado Mijas estaba en el sitio del original, al lado del portal, y en su escaparate oscuro, que ostentaba ofertas de embutidos (¿cómo sabría el salchichón virtual?), contempló su cuerpo reflejado a la luz circular de las farolas. Se encontró superbuena. La chupa destellaba como látex. El pelo, que empezaba a estar húmedo por la lluvia, se pegaba a su frente. El decorado de la ciudad le confería un realismo abrumador. Se movió, adoptó posturas. Una pareja que pasaba le sonrió, ella intentó sonreír. No supo si le había salido bien. Contempló un coche, un vulgar Ford blanco, como si fuese una carroza en algún desfile de carnaval. No vio a los ocupantes tras el furioso abanico de los limpiaparabrisas, pero se acercó tanto al bordillo que los neumáticos la salpicaron y la humedad caló la fibra de sus pantalones. Nunca había sido más feliz de sentir las perneras empapadas. En cambio, un hombre que esperaba para cruzar, hizo un gesto y soltó un «me cago en…» que la hizo reír.
Cinco minutos de paseo, y comprendió más cosas.
Por ejemplo, la réplica de su calle era casi exacta, pero no del todo. Algunos comercios eran distintos, así como anuncios luminosos (por no mencionar que estaba segura de que en real no llovía). En virtual había más tiendas, y muchas de ellas (pese a que la hora era la misma que en real, ya tardía) estaban abiertas: boutiques, una peluquería, una joyería de escaparates forrados en oro, una Caja de Ahorros, un local de la UGT. Los carteles luminosos en segundos y terceros pisos anunciaban más negocios, alrededor sobre todo de dos palabras: «Seguridad» y «Vigilancia».
No dejó de notar el increíble contraste. Mientras que su calle real (y todo Madrid) estaba desierta, con escaparates mostrando el cartel de «Se Traspasa», en la calle Mijas virtual bullía la vida y florecían las posibilidades: «Se necesitan camareros», «Secretarias, pago bien», «Vigilantes», «Peluquero con experiencia»… Y eso eran solo las tiendas por las que pasaba. No se fijaba en todo, no podía: estrenaba cuerpo nuevo y bastante tenía con concentrarse en moverlo por la acera y vivir la esquizofrenia de la lluvia cayendo sobre un pelo y un rostro que en real se hallaban secos. Los temores y prejuicios que había albergado a lo largo de aquellos años se derrumbaban a cada paso. Una estatua tendrían que haberle hecho al matemático ese. El creador de aquella cosa increíble merecía todos los premios del mundo. Y otra estatua a los que descubrieron la materia extraña. ¡Qué impresionante realismo! ¡Y eso que apenas había nacido!
Se detuvo en el sitio en que tendría que estar el café donde a veces desayunaba en real. Había sido sustituido por un restaurante chino, y, a juzgar por las figuras tras el cristal esmerilado, estaba lleno. Sabía que los restaurantes de ÓRGANO eran muy visitados: no te alimentabas en real, pero probabas cosas exquisitas. Y con la moda «reavir» —acrónimo de «real y virtual»— podías engullir una pastillita que contenía alimentos básicos mientras en virtual, por ejemplo, te parecía degustar el mejor asado del mundo.
Allí de pie, como una pordiosera bajo la lluvia, las manos en los bolsillos de su cazadora, atisbando las sombras de la clientela por los cristales, María sintió una oleada de júbilo. Iba a reírse de nuevo cuando de pronto recordó que (por increíble que pareciera) no se hallaba al aire libre, y que a setenta centímetros de distancia estaba el tabique de separación con el cuarto de su hija. Se contuvo y reanudó la marcha. Llegó a la plaza en la que desembocaba Mijas y la cruzó balanceando las caderas de forma sexy, la melena negra como una capa sostenida por doncellas. La calle siguiente era Sangüesa. Decidió que cogería el metro para ir a la oficina de Rocassari. Lo mismo estaba abierta y conseguía el trabajo ya. O, al menos, disfrutaría del paseo. Sería divertido saber si la parada de metro real de Sangüesa existía también allí.
María sabía que en el mundo virtual los transportes eran tan necesarios como en el real, salvo que tuvieses «poderes» especiales, como los jugadores llamados «musimáticos» o «musimas», que podían usar la música de Bach del sistema para lograr milagros como teletransportarse o volar. Pero era muy difícil ser musima, según tenía entendido.
Hizo nuevos descubrimientos: si apuntaba con la mano de Maria B hacia un transeúnte y la movía un poco obtenía los datos públicos del jugador. Una chica espigada era Lyonessa (virtual) y Estefanía (real). Un cachas en camiseta y vaqueros que parecía salido de Rambo y se quedó mirando los vaivenes de su culo cuando ella pasaba, no se llamaba, por suerte para él, X308 (madre mía, qué nombre) sino Adolf (aunque no gana mucho con el cambio, la verdad).
Decidió que hablaría con la siguiente persona que encontrara. Pero lo que encontró fue algo muy distinto.
Se movía, solitario, en una bocacalle de Sangüesa bloqueada por un extraño muro negro. María, fascinada, cruzó la avenida para verlo de cerca.
Carecía de collar, era barrigudo y blancuzco. María sabía que era posible tener personajes animales en ÓRGANO, pero el chucho aquel carecía de datos, así que supuso que era un producto del mundo, lo que se llamaba un BOT, un personaje creado y manipulado por el propio sistema para dar ambiente, u otras funciones (probablemente creado por Mirror Body, el proyecto para replicar toda la vida real).
Maria B y el perro se midieron a prudente distancia. El animal movió el rabo, corto y desgarbado. ¿Me morderá?, titubeó ella. Probó a agacharse y tender la mano.
Un viaje breve y eterno, el guante del astronauta hacia la garra del alienígena.
Y por fin, el contacto.
La primera criatura virtual que tocaba. María no necesitó nada más —si algo más necesitaba— para enamorarse perdidamente de ÓRGANO. Júrame que esto no es real, júrame que no te estoy tocando, Perrito Bueno, que no siento tu pelaje, tu cuerpo tibio, los jadeos, el latido de tu corazoncito. El perro la olisqueó mientras se dejaba acariciar y alzó hacia ella ojos como botones negros y lustrosos, al tiempo que movía el rabo. Un vaho fantasmal teñía de humedad todo su morro. Perrito Bueno, qué alegría conocerte. Me traerás suerte, seguro. Se rió al recordar que al pronto había creído que el BOT podía morderla. Y quizá podía, pero no allí. Esto es la zona censurada. No puede hacerme daño. Y al pensar eso sospechó qué era el muro negro que se alzaba ante ella.
—Vamos a ver, perrito —dijo en voz alta, se levantó y se acercó al muro. A la distancia a la que podía tocarlo apareció una viñeta con letras rojas sobre el fondo negro.
ATENCIÓN
Estás a punto de abandonar la zona censurada de Madrid.
El sistema ha detectado que tu personaje acaba de nacer hoy y no está preparado todavía para pasar a la zona libre.
Te advertimos que, en la zona libre, tu personaje puede sufrir daños, enfermar y morir.
Si deseas seguir, lo haces bajo tu responsabilidad.
María se quedó allí parada, ante la absoluta negrura. Tenía muchas ganas de conocer la zona libre, el verdadero mundo ÓRGANO.
Pero sentía miedo.
Sabía que aquello no repercutía tanto en real (que un personaje «muriera» no pasaba de ser, para muchos, un evento triste sin importancia), pero aun así, no era agradable. El cartel se lo advertía. Y por Dios que ella tomaba en cuenta las advertencias. Había sobrevivido gracias a eso. El olor a alcohol de su padre, cierta forma de mirar de Rafa, los morritos de la rusa cuando iba a abofetearla.
Pero su padre ya no bebía (era una momia de cerebro vendado por el alzhéimer), Rafa estaba muerto y la rusa, seguramente, prostituyéndose en un burdel de Siberia. Sin embargo, ella seguía haciendo caso a signos y señales, avisos, carteles, direcciones. Le gustaba ser pastoreada, como a casi todo el mundo.
Perrito Bueno rondaba sus botas. María lo miró y sonrió. Entonces dio media vuelta y continuó su camino. No, no iba a arriesgarse. Quizá luego. Quizá otro día.
Siguió bajando por Sangüesa junto al perro. Había dejado de llover y las mangas de su cazadora brillaban de gotitas como la piel de un lagarto. Las admiró con sonrisa de joyera bajo una farola y recobró el buen humor.
Entonces vio la iglesia.
Hacía esquina con otra calle conocida, pero María no recordaba ningún templo real en aquel lugar. Era blanca, sencilla, con escalinatas que daban a una entrada abierta e iluminada y un campanario piramidal recortado en el cielo.
Mientras se detenía a contemplarla observó que Perrito Bueno se alejaba por la calle, el rabo ondeando. A ratos el animal BOT hacía una pausa y volvía la cabeza como confiando en que ella lo siguiera. Parecía decirle: «Deja de mirar esa iglesia y sigamos juntos. No entres ahí. No lo hagas». Los peatones lo esquivaban sonriendo y continuaban su andadura. María incluso distinguió al fondo la marquesina de la parada de metro que buscaba. Como si Perrito Bueno la instase a ir hacia allí.
Pero iba despacio, podría darle alcance cuando quisiera. Ella tan solo deseaba ver la iglesia por dentro. A fin de cuentas, estaba en la zona segura y aquello era una iglesia. No había nada que temer.
O eso suponía.
Hizo subir los escalones a Maria B con lentitud de novata, una bota, la otra. En el reloj de la pantalla: 1:22 h. Demasiado tarde para eludir el destino.
En la pared junto a la entrada de la iglesia había carteles animando a acudir a la manifestación de protesta mundial del jueves. María no se entretuvo y se asomó por la puerta. Un ambiente silencioso y pulcro. Filas de bancos simétricos, nichos, candelabros, un altar y una gran cruz al fondo. Y olía a flores. Su origen no podía resultar más evidente: una lenta, persistente lluvia de rosas rojas caía al altar desde el cielorraso, del que también se derramaba un suave resplandor.
Era un espectáculo fascinante, místico: las flores descendían con oscilaciones que semejaban seguir cierto ritmo, aunque no se oía nada. Al aglomerarse sobre el altar formaban un montículo rojo en fuerte contraste con la blancura del mármol.
Maria B se acercó por el pasillo, intrigada.
En el montículo había algo más.
Se trataba de una figura humana. Estaba tendida boca arriba sobre el altar. Una muchacha, casi una niña. Las rosas rodeaban su cuerpo menudo. Estaba desnuda. Sin embargo, no resultaba inquietante ni obscena. Parecía dormida. Su cara no se veía bien desde aquella distancia.
María avanzó más, y quedó rígida.
Era Belén.