Sebastian
La familia está reunida en torno al clavecín interpretando el canon en re de Pachelbel. Además del clave hay tres violines y un violonchelo. Otros esperan turno para sustituir a los que tocan: son muchos, no existe escasez de músicos.
Habitualmente el pequeño Sebastian interpreta en la mitad del teclado junto a Padre o Primo Christoph, pero en esta ocasión lo hace con su hermano mayor, ya que Padre está enfermo y acostado en el dormitorio de arriba y Primo Christoph le cuida. Las piernecitas de Sebastian se mueven en el aire siguiendo el compás, aún demasiado cortas para alcanzar los pedales del clave.
La atmósfera es melancólica, austera, llena de amor barroco por la música, pelucas y muebles polvorientos. De modo que la criada que baja la escalera, el semblante más blanco que la cofia, los ojos grandes y enrojecidos, introduce un cambio perturbador. La música se detiene en un silencio mortal.
—¡El… señor…! —gime la mujer. Se echa a llorar.
Detrás de ella, con pasos lentos, la alta, oscura silueta de Primo Christoph tiembla reprimiendo los sollozos. Se controla a duras penas.
Estalla un modesto alboroto. Todos los que están sentados se levantan casi a la vez, las partituras caen como en un otoño fulgurante, los instrumentos son abandonados con el mínimo cuidado necesario para no dañarlos, como si los intérpretes recordaran de repente que violines y personas son igual de frágiles. Lo que antes era música ahora son lamentos, botines y zuecos aporreando la escalera. «¡Ambrosius!», se oye desde lo alto.
El comedor queda casi vacío. Solo Primo Christoph y Sebastian siguen en él.
El niño, de nueve años, mira como aturdido. Apenas han pasado dos semanas desde que Padre se casara con aquella otra mujer, tras la muerte de Madre. Cierto que Padre había enfermado, pero no es posible que ahora, también él…
—Sebastian, hijo, ven.
Primo Christoph tiende la mano, acaricia la barbilla de Sebastian y le sonríe. En realidad es el primo de su padre, pero en casa todos lo llaman así, «Primo Christoph». Un gran músico que ha enseñado al niño los teclados y mostrado el poder del órgano, el instrumento de Dios. Los dedos de sus manos son firmes. Sebastian lo mira como si el hombre se hallara a una altura inmensa bajo el sol.
—Tu padre ya no está, Sebastian. Sé que esto es muy duro para ti. Luego podremos hablar y me harás las preguntas que quieras. Pero ahora no hay tiempo. ¿Recuerdas lo que te dije sobre el Secreto? —El niño asiente, trémulo—. ¿Que te lo contaría cuando se dieran ciertas circunstancias? Pues bien, el momento ha llegado. Tu padre ha legado en mí esa responsabilidad. Así que voy a decírtelo ahora, antes de que los demás bajen. Te costará trabajo creerme, Sebastian, lo sé, porque lo que voy a contarte es… —se detuvo eligiendo las palabras—… es lo más extraño que nadie ha dicho a nadie jamás. Pero debes saberlo, incluso aunque no me creas, pues mañana faltaré también yo y no quiero que lo conozcas por otros labios. Escucha con atención, Sebastian. Esto será lo más importante de tu vida…
El niño tiembla, pero Primo Christoph solo le ha pedido que escuche y él sabe hacer eso y le gusta. No solo las voces: el murmullo de la lluvia y la nieve, los balidos de las ovejas, las campanas de las iglesias, la vida en su ciudad turingia de Eisenach. En ocasiones cree que las teclas del clavecín o el majestuoso fuelle del órgano o las virginales cuerdas de la viola no se diferencian mucho de los sonidos naturales.
Al niño le gusta escuchar.
Primo Christoph coloca la mano derecha, abierta y firme, sobre la cabecita de Sebastian, como si esta fuera un teclado de uno de esos órganos poderosos y él se dispusiera a tocar un acorde pleno.
Entonces habla.
Quizá es esa mano apoyada en su cabeza, o la trascendencia del momento apenas intuida por el niño, o las palabras de Primo Christoph: lo cierto es que Sebastian se inclina, sus rodillas se doblan. Un ángel gordezuelo, nervioso, arrodillado a los pies del Señor. O quizá —un recuerdo aún más blasfemo de la escena que le perseguirá toda su vida— una nueva Anunciación, él como la solitaria, tímida, asustadiza virgen.