Desde el cambio, la gente había comenzado a volver a la Iglesia; no sólo para los bautizos y entierros, sino a participar en el culto, en busca de un vago consuelo, de la certeza de ser algo más que abejas en una colmena. Peter Solinsky había esperado encontrar sólo una multitud de viejas con pañoletas en la cabeza, pero vio sólo hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y de mediana edad: personas como él. Se quedó torpemente de pie en el nártex de Santa Sofía, sintiéndose como un impostor, preguntándose si debería hacer una genuflexión o no. Cuando nadie se acercó a pedirle sus credenciales, empezó a caminar hacia el altar por la estrecha nave lateral. Había dejado tras de sí los tristones cuarenta vatios de una tarde de marzo y ahora sus ojos se acomodaban a unas luces cuyo brillo dependía de la oscuridad circundante. Los cirios ardían frente a él, el latón bruñido brillaba, y los ventanucos de arriba eran como focos que convertían el sol en finos y compactos rayos.

El grueso candelero de hierro forjado, con sus púas erizadas y sus curvilíneas florituras, era como un teatro de luz. Los cirios encendidos estaban en dos niveles: uno, a la altura del hombro, dedicado a los vivos; otro, a la altura del tobillo, dedicado a los difuntos. Peter Solinsky compró dos velas de cera y las prendió acercándolas a una llama. Se arrodilló y hundió la primera de ellas en la bandeja de arena colocada sobre el piso del templo. Luego se levantó, alargó el brazo y clavó la base de la segunda vela, la que ardería por su patria, en la negra púa de acero. Sentía en su rostro el calor de aquel concierto de llamas. Dio unos pasos atrás, rígido, como el general que acaba de depositar una corona de laurel, y se quedó de pie, mirando. Luego, la punta de su dedo halló el camino de su frente y, sin la menor reticencia, completó el sempiterno gesto, cruzándose el pecho, de derecha a izquierda, a la manera ortodoxa.

La noche y la lluvia cayeron mansamente juntas. En una pequeña colina al norte de la ciudad se alzaba un pedestal de hormigón, sucio e inútil. Los paneles de bronce de sus costados brillaban apagadamente por efecto del agua. Sin Alyosha para guiarlos hacia el futuro, los artilleros se encontraban ahora librando una batalla muy diferente: irrelevante, local, callada.

En el solar del terreno baldío situado junto al apartadero, la lluvia bañaba en suave sudor las efigies de Lenin y Stalin, de Brezhnev, del Primer Líder y de Stoyo Petkanov. Se acercaba la primavera, y pronto los primeros brotes tratarían nuevamente de agarrarse al resbaladizo bronce de las botas militares. En la negrura de la noche, locomotoras zarandeadas en las placas giratorias de cambio y arrastradas por las máquinas de maniobras para ponerlas bajo el tendido eléctrico, iluminaban por un instante los esculpidos rostros. Pero en aquel Politburó póstumo las discusiones habían cesado: los rígidos gigantes se habían sumido en el silencio.

Frente al vacío Mausoleo del Primer Líder se hallaba de pie una mujer sola. Llevaba una bufanda de lana que le envolvía la cabeza cubierta con un gorro redondo de punto, y ambos estaban empapados. Sus manos sostenían delante del pecho un pequeño retrato enmarcado de V. I. Lenin. La lluvia salpicaba la imagen, pero aquel rostro indeleble observaba a cuantos pasaban. De vez en cuando, algún borracho perdido o algún estudiante con cara de tordillo chillón le gritaba algo a la anciana, al reflejarse en el cristal mojado la débil luz de las farolas. Pero no importaba lo que pudieran decirle: ella permanecía en su puesto y guardaba silencio.

Fin