El día antes de que se hiciera pública la sentencia en la causa criminal número 1, Peter Solinsky fue a ver a Stoyo Petkanov por última vez. El anciano estaba de pie dentro del semicírculo pintado, con la nariz pegada a los cristales de la ventana. El soldado de guardia había recibido instrucciones para no aplicar más aquella restricción. Dejémosle ahora que contemple la vista, si lo desea. Dejémosle contemplar desde lo alto la ciudad que en otro tiempo gobernó.
Estaban sentados frente a frente, con la mesa por medio, mientras Petkanov leía el fallo del tribunal como si tratara de encontrar alguna irregularidad en él. Treinta años de destierro en el propio país. Eso le enterraría. Confiscación de sus bienes personales por parte del Estado. Eso lo encontraba normal, casi cómodo. Había empezado sin nada, y acabaría de la misma forma. Se encogió de hombros y dejó el papel en la mesa.
—No me habéis quitado mis medallas y galardones.
—Consideramos que debería conservarlos.
Petkanov rezongó.
—En fin… Y tú ¿cómo estás, Peter? —Sonreía ahora al fiscal con una insensata despreocupación, como si su vida estuviera a punto de recomenzar: una vida cuajada de excursiones, de proyectos y locas aventuras.
—¿Que cómo estoy? —Agotado, en primer lugar. Si sentías esta amarga, esta obsesiva sensación de cansancio, tras conseguir lo que querías, sabiendo que tu país había sido liberado y tu carrera profesional tocada por el éxito, ¿cómo sería el cansancio de la derrota? Su inicial euforia de triunfo se había vaciado como el agua de una bañera—. ¿Cómo estoy? Ya que me lo pregunta, le diré que mi padre ha muerto, mi mujer pide el divorcio y mi hija se niega a dirigirme la palabra. ¿Cómo supone usted que me encuentro?
Petkanov sonrió de nuevo, y la luz destelló otra vez en la montura metálica de sus gafas. Se sentía extrañamente animado. Lo había perdido todo, pero estaba menos derrotado que aquel muchacho envejecido. ¡Qué patéticos son los intelectuales! Siempre lo había pensado. Probablemente el joven Solinsky perdería en seguida la salud. ¡Y cómo despreciaba él a los que se ponían enfermos!
—Bueno, Peter… Consuélate pensando que tus nuevas circunstancias te permitirán dedicar más tiempo a salvar a tu patria.
¿Era ironía? ¿Un consejo con el que trataba de afirmar la existencia de algún vínculo entre los dos? El único y pobre consuelo de Peter era saber que seguía odiando a aquel hombre tanto como siempre. Se puso en pie para irse, pero el expresidente no había terminado con él. A pesar de sus años, rodeó ágilmente la mesa, estrechó la mano del fiscal y luego la emparedó entre sus propias gruesas manazas.
—Dime, Peter —le preguntó en tono al mismo tiempo zalamero y sarcástico—: ¿te parezco un monstruo?
—No me importa.
Lo único que deseaba Solinsky era escapar cuanto antes de allí.
—Bueno…, te lo preguntaré de otra manera. ¿Me ves como un hombre corriente, o como un monstruo?
—Ni lo uno ni lo otro. —El fiscal general inspiró resignadamente—. Supongo que me lo imagino como una especie de gángster.
Al oír aquella salida, Petkanov soltó una inesperada carcajada.
—Eso no responde a mi pregunta, Peter. Mira: permíteme que te proponga un acertijo en sustitución del que te planteó tu padre. O soy un monstruo, o no lo soy. ¿De acuerdo? Si no lo soy, entonces tengo que ser alguien como tú, o como alguien en quien tú pudieras ser capaz de convertirte. ¿Qué quieres, pues, que sea? La decisión es tuya.
Al ver que Solinsky callaba, el expresidente insistió, como provocándolo:
—¿No respondes? ¿No te interesa? Déjame, pues, que siga. Si soy un monstruo, volveré para atormentar tus sueños; seré tu pesadilla. Si soy como tú, regresaré para atormentarte a la luz del día. ¿Qué prefieres? ¿Eh?
Petkanov tiraba ahora de su mano, atrayéndolo hacia sí, hasta el extremo de que Solinsky podía sentir como un olor a huevo duro en su aliento.
—No podéis libraros de mí. Esta farsa de juicio no cambia nada. Matarme no cambiaría nada. Mentir acerca de mí, decir que era sólo odiado y temido, y que nadie me quería, tampoco cambia las cosas. No podéis libraros de mí. ¿Te das cuenta?
El fiscal general libró su mano de la zarpa que la retenía. Se sentía sucio, infectado, sexualmente corrompido, contaminado hasta la médula de los huesos.
—¡Váyase al infierno! —le gritó, volviéndose violentamente. Al hacerlo se encontró cara a cara con el joven soldado, que estaba siguiendo aquella entrevista con una nueva y democrática curiosidad. La sorpresa hizo que el fiscal le saludara con un gesto, a lo cual el soldado respondió con un taconazo. Luego, volviéndose de nuevo a Petkanov, Solinsky repitió—: ¡Váyase al infierno! ¡Maldito sea!
Se disponía a abrir la puerta cuando oyó unos rápidos pasos a su espalda. Le sorprendió su repentina sensación de terror. Una mano le aferró por el brazo y le obligó a girarse. El expresidente tenía sus ojos clavados en él y tiraba, tiraba hasta juntar casi sus caras. De pronto, al fiscal le abandonaron las fuerzas y los ojos de ambos quedaron furiosamente al mismo nivel.
—No —dijo Stoyo Petkanov—. Te equivocas. Yo te maldigo. Yo te condeno. —La mirada invicta, el olor a huevo duro, los sarmentosos dedos atenazándole el brazo, magullándolo…—: Yo os condeno.