—Es culpable, abuela.
La abuela de Stefan sacudió la cabeza ligeramente y, por debajo de su gorro de lana, clavó sus ojos en el rostro del estudiante. En aquel tordillo necio, que sonreía estúpidamente y hacía muecas al retrato en color de V. I. Lenin.
—También han encontrado culpable a tu novio, abuela. De paso.
—¿Estás contento, pues?
Aquella inesperada pregunta de la anciana desconcertó al tordillo. Se lo pensó un instante, y exhaló luego el humo de su cigarrillo sobre el fundador del Estado Soviético.
—Sí —respondió—. Ya que me lo preguntas, sí. Me siento feliz.
—Entonces, te compadezco.
—¿Por qué? —Por primera vez el muchacho pareció fijarse realmente en la anciana sentada bajo su icono. Pero ella había apartado ya sus ojos de él y se había abismado de nuevo en sus recuerdos—. ¿Por qué? —repitió.
—Dios prohíbe que un ciego aprenda a ver.
Vera, Atanas, Stefan y Dimiter apagaron el televisor y salieron a tomar una cerveza. Se sentaron en un café lleno de humo que antes del cambio había sido una librería.
—¿Qué creéis que le echarán?
—Tatatá-tatatá-tatatá.
—No. Eso no lo harán.
Llegaron las cervezas. Silenciosa, reverentemente, alzaron las jarras y las hicieron chocar entre sí con escasa convicción. El pasado, el futuro, el final de las cosas, el inicio de las cosas… Bebieron todos un largo primer sorbo.
—Entonces, ¿qué? ¿Aquí no nos cargamos a nadie?
—¡Qué cínico eres, Atanas!
—¿Yo? ¿Cínico yo? Soy tan poco cínico, que sólo deseaba que le pusieran de espaldas a un muro y le fusilaran.
—Tenía que haber un juicio. No podían limitarse a decirle: váyase, diremos que está enfermo. Eso es lo que solían hacer los comunistas.
—Pero no fue justo el juicio, ¿o sí? Lo que le ha hecho a este país no lo puedes expresar en términos de delito. Debería haberse hablado de más cosas, de cómo corrompió todo cuanto tocaba. Todo cuanto nosotros tocamos también: la tierra, la hierba, las piedras… De cómo mintió siempre, automáticamente, por sistema, como un reflejo, y cómo nos enseñó a todos a mentir. De cómo hizo que la gente ya no pueda confiar en nadie fácilmente. De cómo corrompió incluso las palabras que salen de nuestras bocas.
—La mía no la ha corrompido, ¿eh? ¡Ese jodido cabrón mentiroso chorizo comemierda!
—Me gustaría que te lo tomaras en serio alguna vez, Atanas. Ya está bien.
—Pensaba que era parte de eso, Vera.
—¿Parte de qué?
—¡Pues de la libertad! Libertad de no ponernos serios. Nunca más. Nunca, nunca, si no lo deseas. ¿No tengo derecho a ser frívolo el resto de mi vida, si eso es lo que quiero?
—Ya eras así de frívolo antes, Atanas; antes del cambio.
—Pero entonces era un comportamiento antisocial. Gamberrismo. Ahora es mi derecho constitucional.
—¿Para eso hemos estado luchando? ¿Por el derecho de Atanas a ser frívolo?
—Tal vez ya es bastante para empezar, por el momento.