—¿Qué tal el fin de semana, Peter? ¿Ha ocurrido algo? ¿Se han manifestado los deficientes mentales contra la nueva Constitución?
Aquel hombre era infatigable. No podías llegar a comprenderle, porque te agotaba más y más. Debía de ser por todo el yogur que tomaba. O por el geranio silvestre de debajo de su cama. Buena salud y larga vida: la planta de los centenarios. Tal vez debería ordenar al soldado de guardia que lo arrojara por la ventana la próxima vez que Petkanov saliera de la habitación.
El fiscal general no tenía ya la sensación de estar librando un combate con él. El caso había quedado visto para sentencia y lo había ganado. Era extraño que el acusado no le demostrara resentimiento —o, por lo menos, ningún resentimiento adicional— tras sus alegaciones respecto a Anna Petkanova. O tal vez eso quisiera decir algo.
—Fui a ver a mi padre —respondió Solinsky.
—¿Cómo está?
—Se está muriendo; ya se lo dije.
—Bueno, lo siento. De verdad, lo siento. A pesar de nuestras diferencias…
Solinsky no deseaba oír otra grotesca y sentimental perversión del pasado de su familia.
—Mi padre me habló de usted —le cortó. Petkanov clavó en él una mirada expectante, como de líder acostumbrado a los halagos. Pero su gesto se borró al estudiar el rostro del fiscal: afilado, duro, adulto… No, definitivamente no podía seguir considerándolo un muchacho—. Mi padre no tenía ya mucho que decirme, pero quiso que le escuchara. Me contó que cuando usted era joven, cuando eran jóvenes los dos, usted creía realmente en el socialismo. ¡Oh, sí!, me dijo también que usted estaba loco por el poder, pero eso no era incompatible con la sinceridad de sus convicciones. Y se preguntaba en qué momento dejó usted de creer. Le preocupaba saber cuándo y cómo ocurrió. Tal vez a la muerte de su hija, o quizá, pensaba él, mucho, mucho antes.
—Puedes decirle a tu padre que aún conservo intacta mi fe en el socialismo y en el comunismo. Que nunca he titubeado en el camino.
—Entonces le interesará saber lo que me dijo mi padre justo antes de marcharme. Me dijo: «Te propongo un acertijo, Peter: ¿quién es peor, el auténtico creyente, que sigue creyendo a despecho de todas las pruebas en contra que le presenta la realidad observable, o la persona que admite semejante realidad y, a pesar de ello, sigue proclamando que cree realmente?»
Por una vez, Stoyo Petkanov trató de no manifestar toda su exasperación. Era igualito que el viejo Solinsky, siempre tratando de dárselas de intelectual. Ya podían estar dando los últimos toques a la aprobación del siguiente programa económico, con los ministros quejándose de los objetivos marcados, o de las lluvias en tiempo de cosecha, o de la incidencia de una nueva crisis en el Oriente Medio sobre el abastecimiento de crudo de la Madre Rusia…, que el viejo Solinsky, jugueteando con su pipa y recostándose en el respaldo de su silla, se pondría a teorizar pomposamente: «Camaradas, he estado releyendo…» Ésta era su forma favorita de empezar a aburrirlos. ¡Releyendo! Uno lee, naturalmente, para empezar; y estudia… Pero luego trabaja, actúa. Los principios científicos del socialismo ya estaban dados; tú no tenías más que aplicarlos. Con variantes locales, por supuesto. Pero, cuando estabas decidiendo la fecha en que habían de completarse las obras de una presa hidroeléctrica, o preguntándote por qué los campesinos del noreste acaparaban trigo, o estudiando un informe del Departamento de Seguridad Interior sobre la minoría étnica húngara, no te hacía ninguna falta… óigame bien, señor camarada-doctor-profesor de mierda Solinsky, y perdóneme que le sea tan franco…, no tenía ninguna necesidad de releer nada. Su problema era que había sido demasiado blando, demasiado paciente con el padre de Peter. Hubiera debido enviar mucho antes a aquel viejo loco a entrenarse en el campo con sus abejas. No se había mostrado tan sutil, tan infatuado y tan amante de teorizar cuando estuvieron juntos en la prisión de Varkova. No se le había ocurrido entonces pedir permiso a los carceleros para releer nada antes de ajustarle las cuentas a aquel tipo de la Guardia de Hierro que se había rezagado del grupo principal. En aquel tiempo, Solinsky sabía muy bien cómo hacer lloriquear a un fascista.
Pero el expresidente se guardó de decir nada de todo esto. En vez de ello, respondió en voz baja a su interlocutor:
—Todos tenemos nuestras dudas. Es normal. Tal vez hubo momentos en que ni siquiera yo mismo creí. Pero permití que otros creyeran. ¿Puedes tú hacer otro tanto?
—¡Ya estamos! —replicó el fiscal—. ¡El gran redentor! El cura descreído que guía a los ignorantes al cielo.
—Tú lo dices.