—Me llamo Stoyo Petkanov.
En el cuadragésimo quinto día de su juicio, el anterior jefe del Estado tomó la palabra ante el tribunal para pronunciar su propio alegato de defensa. Estaba de pie, con una mano apoyada en la barandilla acolchada: una figura corta de talla, fornida, con la cabeza erguida y los músculos de la mandíbula tensos, tratando de averiguar a través de los vidrios tintados de sus gafas cuál de las cámaras le estaba enfocando. Carraspeó y comenzó de nuevo con voz más firme y clara.
—Me llamo Stoyo Petkanov. He recibido el Collar de la Gran Orden del Libertador de la República Argentina. La Gran Estrella de la Orden de Mérito de la República de Austria. El Gran Collar de la Orden de Leopoldo de Bélgica. El Gran Collar de la Orden Nacional del Cruizeiro do Sul de Brasil. La Gran Cruz de la Orden del Valor de la República de Burundi…
[—No lo puedo creer.]
Y de la misma República de Burundi, el Gran Fajín de la Orden Nacional.
[—Para disimular la barriga.]
La Gran Cruz de la Orden de Mérito del Camerún. La medalla conmemorativa del XXX Aniversario de la Insurrección de Mayo del Pueblo Checoslovaco. La Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República Centroafricana. La Orden de Boyacá de Colombia. La Gran Cruz del Mérito de la República Popular del Congo. La Orden de José Martí de la República de Cuba. El Gran Fajín de la Orden de Makarios de Chipre.
[—Otro para disimular la barriga.]
La Orden del Elefante de Dinamarca. El título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Central del Ecuador. La Orden del Gran Collar del Nilo de la República Árabe de Egipto. La Orden de la Gran Cruz de la Rosa Blanca de Finlandia. La Gran Cruz de la Legión de Honor de Francia. Así como también su medalla conmemorativa Georges Pompidou. Y asimismo el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Niza.
[—¿A quién se la chupó en Francia?
—A todos. A De Gaulle, Giscard, Mitterrand…]
La Medalla de Oro del Senado y el Arca Conmemorativa preparada para la celebración del centenario del Senado francés. La Gran Cruz de la Orden de la Estrella Ecuatorial de Gabón. La Orden de Karl Marx de la República Democrática Alemana.
[—Se la chupó a Honecker.
—Se la chupó a Karl Marx.
—¡Callaos de una vez los dos!]
La Gran Cruz de la Orden de Mérito de la República Federal de Alemania. El título de Caballero de la Orden de la Estrella de Ghana. La Gran Cruz de la Orden del Salvador de Grecia. Así como la Medalla de Oro de la ciudad de Atenas. La Gran Cruz de la Orden Nacional de la Veracidad para con el Pueblo de la República de Guinea.
[—¡Veracidad para con el Pueblo!
—Los guineanos son célebres por su sentido de la ironía, Dimiter.]
La Orden de Pahlavi, con Collar, de Irán. El Gran Fajín de la Orden del Mérito de la República de Italia. Más la Medalla de Oro Aldo Moro. Más el Premio Simba de la Paz. Más la Medalla de Oro Especial, primera clase, Leonardo da Vinci, del Instituto de Relaciones Internacionales de Roma. Más la Placa de Oro de la Junta Regional del Piamonte. La Gran Cruz de la Orden Nacional de Costa de Marfil. El Collar Al-Hussein Bin-Ali de Jordania. La Orden de La Bandera de la República, primera clase, de la República Democrática Popular de Corea. El Gran Collar Mubarak de Kuwait. Más la Placa de Plata de la Universidad de Kuwait. La Orden del Mérito Libanesa. El Gran Fajín de la Orden de Pioneros de la República de Liberia.
[—Otra más para disimular la barriga.]
El Gran Collar de la Orden Mahammaddi de Marruecos. El Gran Fajín del Mérito Nacional de Mauritania. La Medalla de Campeón de la Paz Mundial del Siglo XX de Mauricio. El Gran Collar de la Orden Mexicana del Águila Azteca. La Medalla de Oro Jubilar acuñada en el V Aniversario de la Independencia de Mozambique. La Orden de San Olaf de Noruega. La Medalla de la ciudad de Amsterdam, ofrecida por su alcalde. La Orden Nishani-Pakistan. Más la Medalla Jubilar Quaid-I-Azam de Pakistán. La Gran Cruz de la Orden del Sol del Perú. Más el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Ingeniería del Perú. La Orden Sikutana, primera clase, de Filipinas. La Gran Cruz de la Orden de Santiago de Portugal. La Orden Ecuestre de San Marino. La Gran Cruz de la Orden Nacional del León del Senegal. El Gran Fajín de los Omeyas de la República Árabe de Siria.
[—No he dicho nada.]
El título de Caballero de la Estrella de Somalia con Gran Fajín.
El Collar de la Orden del Mérito Civil de España. La Orden Collar de Honor de Sudán. La Real Orden del Serafín de Suecia. El Gran Fajín de la Orden de la Independencia de Turquía. El Diploma de Ciudadano Honorífico y la Llave de Oro de la ciudad de Ankara. El título de Caballero de la Gran Cruz de la Orden del Baño del Reino Unido.
[—Se tiró a la reina de Inglaterra.
—Sí. En el baño.
—Habría hecho cualquier cosa por su país.]
La Orden de Lenin de la URSS.
[—Ahora en serio. Se la chupó a Lenin, de verdad.
—¿Lo sabe tu abuela, Stefan?
—Y a Stalin.
—Y a Kruschev.
—Y a Brezhnev.
—Montones de veces. Y a Andropov.
—Y a ese otro… ¿cómo se llamaba?
Chernenko.
Y a Chernenko.
Pero a Gorbachev no.
—Gorbachev no se lo permitió. No después de haber estado con tantos. ¡Imagínate lo que debe de haber pillado!
—Probablemente se lo pegó a la reina de Inglaterra.
—No, ¡qué va! Por eso le obligó a hacerlo en el baño.]
Más la Medalla Conmemorativa del Vigésimo Aniversario de la Victoria de la Gran Guerra Patriótica. Más la Medalla Conmemorativa del Centenario de Lenin. Más la Medalla Conmemorativa del Trigésimo Aniversario de la Victoria en la Gran Guerra Patriótica. La Orden del Libertador de Venezuela. El Gran Fajín de la Orden Nacional del Alto Volta. La Gran Orden de la Estrella de Yugoslavia. Más la Placa Conmemorativa de la ciudad de Belgrado El Gran Fajín de la Orden Nacional del Leopardo del Zaire. Asimismo, la Orden «Gran Amigo de la Libertad», en su grado de Gran Comandante, de Zambia. Y, además…
[—¡Además!]
Además, la Medalla Jubilar Apimondia. La Medalla de Oro Frédéric Joliot-Curie del Consejo Mundial de la Paz. La Medalla Jubilar de la Federación Mundial de Ciudades Unidas. La Medalla de Plata Conmemorativa del XXV Aniversario de las Naciones Unidas. La Medalla de Oro Norbert Wiener. La Medalla de Oro con Banda y Placa del Instituto para los Problemas del Nuevo Orden Económico Internacional. El Galardón Hombre del Año 1980 por la Paz.
[—¡Este tío se jodió a todo el mundo!
—A Israel no. Y tampoco a los Estados Unidos.
—Pues a Francia se lo hizo a conciencia.
—Francia deja que cualquiera la joda.
—Se tiró a la reina de Inglaterra. Eso lo encuentro excesivo.
—Con todos los collares y fajines que él llevaba puestos, ella no pudo ni enterarse de quién era el que estaba debajo.
—Digo yo que se las quitaría para meterse en el baño…
—Quizá las tuvo puestas hasta el último minuto, y entonces, ¡zas!, ¡demasiado tarde, majestad!
—Jodió a todo el mundo.
—Y el mundo le jodió a él. Nos jodió a todos.
—Sois unos bobos, chicos. Lo malo es que tenéis razón.
—Bobos, pero acertamos. Bobos, pero acertamos.
—¿Qué quieres decir, Vera?
—Estos dos no paran de decir que nos han jodido. Y es verdad: contra nuestra voluntad, una y otra vez. Todo el país. Lo que necesitamos es tratamiento médico. ¿Creéis que es posible poner en tratamiento psiquiátrico a todo un país?
—Las cosas no van por ahí. En vez de eso, nos han dejado a punto para que venga otro y nos joda también.
—Sí, el Tío Sam con su polla de barras y estrellas.
—Por lo menos te ofrece algo a cambio. Cajetillas de Marlboro.
—Y luego te la mete.
—Mejor eso que ser jodido por Brezhnev.
—Cualquier cosa es mejor. ¡Qué costumbre la suya de meterse con sus botazas en la cama! No tenía ni zorra idea de lo sensible que puede ser una chica.
—¡Qué cínicos sois, chicos!
—Necesitamos tratamiento, Vera; ése es nuestro problema.
—U otra cerveza.
—¡Chist! Mirad eso.]
Nací huérfano. Fui educado bajo la monarquía fascista. Me afilié a la Unión de la Juventud Comunista. Fui perseguido por la policía al servicio de la burguesía patronal. Cumplí mi condena en la prisión de Varkova. «Quien ha hecho su aprendizaje en la dura escuela de Varkova jamás será traidor a la causa del socialismo y del comunismo». Derramé mi sangre por la patria en la lucha antifascista. He gobernado los destinos de esta nación durante treinta y tres años. Acabamos con el paro. La inflación ha sido controlada por métodos científicos. Los fascistas han sido derrotados. Hemos gozado ininterrumpidamente de paz. La prosperidad es mayor. Bajo mi dirección, este país ha ganado en consideración internacional.
Y ahora me encuentro en una situación extrañísima. —La lucecita roja parpadeó en la cámara 2, y Petkanov se volvió hacia ella con perfecta soltura para dirigirse directamente a la nación—. Me encuentro compareciendo ante un tribunal. Se me acusa de haber traído a este país la paz, la prosperidad y el respeto internacional. Se me acusa de erradicar el fascismo, de abolir el desempleo, de haber construido escuelas, hospitales y presas hidroeléctricas. Se me acusa de profesarme socialista y comunista. Bien, camaradas, me declaro culpable de todos esos cargos.
Hizo una pausa y dejó que su vista vagara por toda la sala.
—Camaradas… —repitió—. Sí, también esto me resulta extraño. Porque dondequiera que mire ahora veo antiguos camaradas. Gentes que juraron lealtad al Partido, que se declararon auténticos comunistas, que solicitaron el apoyo del Partido en sus carreras, que fueron educados, alimentados y vestidos por el socialismo, pero que ahora han decidido, por conveniencia del momento y deseos de medrar, que, después de todo, no son ya aquellos socialistas y comunistas que en otro tiempo se proclamaron con orgullo.
Bien, pues… Me declaro culpable de sacrificar mi vida para mejorar las de los obreros y los campesinos de nuestra gran nación. Y, como dije al comienzo de este…, de este show de televisión montado para las cadenas americanas, ya he estado aquí antes. Permítanme que concluya, no con mis palabras, sino con los testimonios de otros. Que consten en acta las siguientes declaraciones.
La reina Isabel de Inglaterra: «Aquí, en la Gran Bretaña, estamos impresionados por la resuelta actitud que usted ha adoptado en la defensa de tal independencia. Su personalidad, señor presidente, como estadista de renombre universal, experiencia e influencia, es objeto de general reconocimiento».
Margaret Thatcher, primera ministra de la Gran Bretaña…
Solinsky se había puesto de pie.
—Señor presidente, ¿cree que hemos de…?
Pero Petkanov cortó en seco al fiscal general como hiciera tantas veces callar al padre de aquel pipiolo en las reuniones del Politburó. Se dirigió al estrado con una cortesía intimidatoria:
—Su señoría me ha concedido amablemente una hora. Supongo que no me veré obligado a recordarle nuestro acuerdo al efecto. Lo único que se me pidió es que no pretendiera hacer uso de la palabra más tiempo. Me ha dado una hora. Y voy a tomármela.
—Es, precisamente, su actitud lo que ha motivado la imposición de ese límite —replicó el juez—. Dispone usted de una hora para presentar objeciones legales y argumentos legales.
—Y eso es, precisamente también, lo que estoy haciendo. Margaret Thatcher, primera ministra de la Gran Bretaña… —Petkanov fijó agresivamente su mirada en el presidente del tribunal, que asintió con un gesto de resignación, se quitó el reloj y lo colocó delante de sí—. Margaret Tatcher: «Me impresionó la personalidad del presidente, y conservo un especial recuerdo de él como el líder de un país deseoso de desarrollar su cooperación con otras naciones».
Richard Nixon: «Por su profunda comprensión de los principales problemas del mundo, el presidente puede contribuir y contribuye a la resolución de los problemas globales más urgentes de la humanidad».
Presidente Jimmy Carter: «La influencia del presidente como líder en el marco internacional es muy relevante. Gracias a la firme postura de su presidente y a su actitud independiente, su país está en situación de servir de puente entre naciones con puntos de vista e intereses profundamente contrapuestos, y entre dirigentes que, de no ser por él, difícilmente se prestarían a entablar negociaciones».
Andreas Papandreu: «El presidente no es sólo un gran líder, un notable político de los Balcanes y de Europa, sino también una personalidad de primera fila en el mundo».
Carlos Gustavo XVI, rey de Suecia: «Ha llegado usted a simbolizar los progresos realizados por su país en las últimas décadas. Con gran interés observamos la forma en que su país, bajo su liderazgo, ha experimentado un impresionante desarrollo económico».
Juan Carlos I, rey de España: «Usted, señor presidente, ha dado pruebas, en muchas ocasiones, de una activa e infatigable dedicación a la causa de la distensión, a la salvaguarda del inalienable derecho de todos los pueblos a decidir su destino, por el camino más adecuado a sus intereses, y el uso de sus propios recursos […] libres de la injerencia extranjera que se opone al ejercicio de su propia soberanía».
Valéry Giscard d’Estaing: «Francia se alegra de recibir al jefe de un Estado que ha tenido un importante papel en la política de acercamiento y cooperación entre las dos partes de Europa».
James Callaghan, primer ministro de la Gran Bretaña: «Hace usted una importante contribución al desarrollo de relaciones dentro del Tercer Mundo, a los esfuerzos realizados por acabar con el subdesarrollo, y a la estabilidad económica en la que están interesados todos los países, incluidos los altamente industrializados».
Giulio Andreotti: «Estimo que el papel del presidente en la vida internacional seguirá siendo positivo, puesto que goza de un alto prestigio y universal consideración por su actitud y sus deseos de paz y por su contribución a un acuerdo en interés mutuo».
Franz Josef Strauss: «El líder contribuye de forma destacada a mantener la paz, con una perspicaz política de apertura, con una clara visión de los problemas y con sus sabias decisiones y acciones».
Leonid Brezhnev: «Los trabajadores soviéticos valoran altamente los maravillosos logros de las clases obreras, las cooperativas de campesinos y la intelligentsia de su país que, bajo el liderazgo encomendado al Partido Comunista, han cambiado la imagen de la nación. Nos alegra ver que su República Socialista es un país en veloz ritmo de desarrollo, que cuenta con una moderna y floreciente industria, y con una agricultura cooperativa bien organizada. La acción global de su Partido, con usted al frente, conduce al país a nuevas metas de la construcción socialista».
Javier Pérez de Cuéllar, secretario general de las Naciones Unidas: «Me satisface dar las gracias a una personalidad de la talla del presidente por su activa, constructiva y enérgica contribución en todos los ámbitos de actividad de las Naciones Unidas».
Mario Soares: «Personalmente, tengo en alto aprecio los esfuerzos del presidente en favor de la seguridad europea, de la paz y la independencia de todos los pueblos, y de la no injerencia de algunos países en los asuntos internos de otros».
Príncipe Norodom Sihanouk: «Su nación socialista y su amado líder, que simboliza internacionalmente, de forma maravillosa, la firme adhesión a las ideas de justicia, libertad, independencia, paz y progreso, están siempre al lado de los pueblos oprimidos, de los que son víctimas de la agresión y combaten para recuperar su independencia».
Hu Yuobang, secretario general del Comité Central del Partido Comunista Chino: «Usted es una firme salvaguarda de la soberanía del Estado y de la dignidad nacional. En los foros internacionales, está usted contra la ley de la fuerza, y defiende la paz mundial y la causa del progreso del hombre».
Presidente Canaan Banana de Zimbabwe: «Usted ha comprendido que su independencia no puede ser completa hasta que la totalidad de los hombres estén libres de las cadenas del imperialismo y del colonialismo. Por eso su país se ha hallado al frente de los que nos han apoyado en nuestra justa lucha por la emancipación nacional. Nos ha prestado ayuda material y moral en la más dura de las pruebas».
Mohammad Hosni Mubarak, presidente de la República Árabe de Egipto: «Por mi parte, experimento el mismo gozo por nuestra mutua relación, un gozo que brota de mi íntimo aprecio de su clarividente posición, de su sabiduría, coraje, amplia y comprensiva visión de la historia, de su particular capacidad de asumir las responsabilidades, de su firmeza frente a las circunstancias y de su comprensión de las realidades de nuestra época».
[—Los jodió a todos. Realmente los ha jodido a todos.
—Hacen falta dos para eso.]
No soy yo quien dice todo eso —prosiguió Petkanov—. Es lo que afirman otros, otros más competentes para juzgarme.
En mi anterior comparecencia, hace ya muchos años, ante el tribunal burgués y fascista de Velpen, fui acusado, como lo soy ahora, de crímenes amafiados. Usted mismo, señor profesor-fiscal, me recordó al iniciarse este… show que los delitos de que me acusaron entonces, cuando no era más que un muchacho de dieciséis años afiliado a la Unión de la Juventud Comunista, se tipificaron como daños contra la propiedad y más por el estilo. Pero a nadie se le ocultaba que lo que me imputaban realmente era el crimen de ser socialista y comunista, el crimen de desear una suerte mejor para los obreros y los campesinos. Lo sabía todo el mundo: aquella policía burguesa, el fiscal, el tribunal, yo mismo y mis camaradas. Y nadie dudó que fui condenado por esto.
Hoy ocurre lo mismo. Todos, todos cuantos forman este tribunal y cuantos presencian el espectáculo, saben de sobras que los cargos que se me imputan son invenciones de conveniencia. He sido el timonel de esta nación durante treinta y tres años, he sido comunista, he sacrificado toda mi vida por el pueblo: por consiguiente, para cuantos hicieron un día esas mismas promesas y juraron los mismos juramentos que ahora traicionan, tengo que ser un criminal. Pero la acusación real, la que todos nosotros conocemos, es que soy socialista y comunista, y que me siento orgulloso de serlo. Así que, mis queridos y viejos camaradas, no nos andemos con rodeos. Me declaro culpable de la acusación real. Y ahora impónganme la condena que sea: esa sentencia que ya tienen ustedes decidida.
Y, tras dedicar a sus acusadores una última y desafiante mirada, Stoyo Petkanov se sentó bruscamente. El presidente del tribunal observó su reloj. Una hora y siete minutos.
A finales de febrero se estaban ultimando los trámites legales. El sol comenzaba a atravesar la niebla que se cernía sobre la ciudad. Marzo vendría pronto. Solía representársele como una abuela caprichosa, muy difícil de complacer; pero, si sonreía, tenías su promesa de que haría buen tiempo.
Peter Solinsky había comprado dos martenitsas: dos borlas de lana, cada una mitad roja y mitad blanca. El rojo y el blanco conjuraban cualquier mal, y te traían buena suerte y buena salud. Pero este año Maria no quiso colgarlas.
—Las pusimos el año pasado. Todos los años.
—El año pasado te quería. El año pasado te respetaba.
Peter Solinsky pidió un taxi por teléfono. Si las cosas estaban así, allá ella. Por lo menos, una de las nuevas libertades adquiridas era que no tenías que fingir gratitud por estar casado con la hija de un dirigente antifascista. Ella sí tendría que estarle agradecida, en lugar de menospreciar su actuación calificándolo de abogado de telefilme. Aunque el tribunal, posteriormente, no había accedido a añadir la acusación de asesinato a los cargos, él había actuado bien, muy bien. Todo el mundo se lo decía. Su golpe de efecto había modificado decisivamente la percepción popular. Las caricaturas de los periódicos lo pintaban como un San Jorge dando muerte al dragón. La facultad de Derecho había ofrecido un banquete en su honor. Las mujeres le sonreían ahora, incluso mujeres que no conocía. Sus únicos críticos habían sido Maria, los editorialistas de Verdad, y el autor de una postal anónima que había recibido el otro día. Era una foto de la antigua sede del Partido Comunista en Sliven, y el texto decía simplemente: ¡DADNOS CONDENAS, NO JUSTICIA!
Pidió al taxista que lo llevara a las colinas del Norte.
—¿Va a despedirse, jefe?
—¿Despedirme?
¿Tanto se le notaba que acababa de reñir con Maria?
—De Alyosha. He oído decir que se lo llevan de allí.
—¿Cree usted que es una buena idea?
—Mire usted, camarada jefe… —El taxista pronunció estas palabras en un tono claramente irónico. Se giró un poco hacia su pasajero, pero todo cuanto Solinsky podía ver de él era un cuello lleno de arrugas, una gorra tronada y el perfil de un cigarrillo a medio fumar—. Camarada jefe, ahora que todos somos libres y podemos decir lo que pensamos, permítame que le informe de que me importa un comino lo que hagan.
El taxi aparcó y se quedó esperándole. Solinsky, paseando, atravesó los jardines abiertos al público y subió los escalones de granito. Durante un corto espacio de tiempo más, Alyosha seguiría levantando su reluciente bayoneta y avanzando esperanzadamente hacia el futuro; alrededor del pedestal, los artilleros seguirían defendiendo la posición que se les había encomendado, cualquiera que ésta fuera. ¿Y luego? ¿Pondrían algo en el lugar de Alyosha, o había pasado ya la hora de los monumentos?
Peter Solinsky miró hacia abajo por encima de los castaños y los tilos desnudos, de los álamos, los nogales… Aún faltaban semanas para que aparecieran los primeros brotes. Hacia el oeste divisó el monte Rykosha, escenario de aquella adolescente rapsodia de Petkanov (o de aquel cuento suyo intrascendente). La ciudad se extendía al sur, envuelta en la niebla, protegida por sus murallas domésticas. Amistad 1, Amistad 2, Amistad 3, Amistad 4… Tal vez debería mudarse a una nueva vivienda, como había sugerido Maria. Podría hablar de ello al ministro adjunto de la Vivienda, que, como él, había sido uno de los primeros militantes del Partido Verde. El que Maria no fuera a acompañarle no implicaba que tuviera que seguir viviendo en una sucia ratonera. ¿Seis habitaciones, tal vez? Un fiscal general tiene que recibir a veces en casa a algunos dignatarios extranjeros. Y, después… Bien, no pensaba estar siempre divorciado.
Se vio a sí mismo allí de niño, de pie, tieso, junto a su padre, escuchando la banda de música, viendo cómo el embajador de la URSS depositaba una corona de laurel y saludaba marcialmente. Recordó a Stoyo Petkanov, rebosando poder. Y a Anna Petkanova también: su cara inexpresiva, la trenza del pelo… Durante los siguientes diez años, o más, había alimentado un amor platónico por la Guía de las Juventudes. Las fotografías de las revistas habían puesto de moda su estilo, y se había interesado por el jazz. ¿La habían asesinado realmente? ¿Hasta ese extremo se había envilecido el país? Pero ¿hacía alguien algo por alguna razón? Imposible afirmarlo… Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!
Mientras bajaba los peldaños de granito, Peter Solinsky sacó del bolsillo de su gabardina las dos martenitsas. Atravesó un parterre de descuidado césped y, ante las complacientes miradas de tres jardineros municipales, deslizó las borlas de lana bajo una gran piedra. Era la costumbre tradicional del país en esa época del año. Unos pocos días después regresabas al lugar donde habías dejado la martenitsa. Si había hormigas debajo de la piedra, ese año habría corderos en la granja; gusanos y escarabajos significaban caballos y ganado; las arañas, burros. Cualquier cosa viviente que se moviera era promesa de fertilidad, de un nuevo comienzo.