Aquel pipiolo imbécil de fiscal ignoraba con quién se las veía. Si los trabajos forzados en Varkova no habían logrado doblegarle, cuando a algunos de sus camaradas más recios se les aflojaban las tripas con sólo pensar en una visita de la Guardia de Hierro, ¿cómo iba a dejarse vencer por un abogaducho de tres al cuarto que había sido sólo el quinto en la lista de los propuestos para llevar la acusación en el juicio? Él, Stoyo Petkanov, no había tenido problemas para enviar al cuerno al padre de aquel pipiolo, expulsándole del Politburó por diez votos contra uno y manteniéndole bien vigilado en su exilio de apicultor. ¿Qué posibilidades iba a tener, pues, aquel mierda de hijo suyo, presentándose en el tribunal con una sonrisita estúpida y un puñado de pruebas falsificadas?
Ellos —todos ellos— tenían la absurda idea de que habían vencido. No en el juicio, claro, que no tenía mayor significado que el pedo de un cura, puesto que habían amañado el veredicto dos segundos después de decidir las acusaciones, sino en la lucha histórica. ¡Qué poco sabían de eso! «Al cielo no se llega con el primer salto». ¡Y cuántos saltos habían dado ellos y los de su calaña a lo largo de siglos! Salta, salta, salta, como una rana moteada en su charca cenagosa. Pero hasta ahora nosotros hemos hecho un único intento, ¡y qué glorioso ha sido nuestro salto! En especial, si se tiene en cuenta que el proceso se inició, no como Marx había predicho, sino en el país equivocado y en el momento más inoportuno, con todas las fuerzas contrarrevolucionarias haciendo frente común para abortarlo nada más nacer. Luego la revolución había tenido que construirse en mitad de una crisis económica mundial; hubo que defenderla en una sangrienta guerra contra el fascismo; y defenderla una vez más contra aquellos bandidos, los americanos, volcados en su carrera de armamentos. Y, a pesar de todo…, a pesar de todo, en sólo cincuenta años, conseguimos tener medio mundo de nuestra parte. ¡Menudo primer salto!
Ahora la gentuza capitalista y su prensa desvergonzada no hacían más que vomitar mentiras sobre «el inevitable colapso del comunismo» y «las contradicciones inherentes al propio sistema», sonriendo al plagiar las mismísimas frases que ellos habían aplicado tantas veces —y aplicaban aún— al capitalismo. Había leído algo a propósito de un economista burgués llamado Fischer, que aseguraba que «el colapso del comunismo significa la depuración del capitalismo». Ya veremos, Herr Fischer. Lo que estaba ocurriendo era que, por un tiempo breve a escala histórica, se le concedía al viejo sistema la última opción a dar un saltito en su ciénaga de ranas. Pero después, inevitablemente, el espíritu del socialismo se desperezará de nuevo, y en nuestro próximo salto aplastaremos a los capitalistas en el barro hasta que sucumban bajo nuestras botas.
Trabajamos y nos equivocamos. Trabajamos y nos equivocamos. Tal vez la verdad sea que fuimos demasiado ambiciosos, creyendo que podíamos cambiarlo todo —la estructura de la sociedad y la naturaleza del individuo— en tan sólo un par de generaciones. Él se había mostrado a este respecto menos convencido que bastantes otros, y constantemente había alertado contra el resurgir de los elementos burgueses y fascistas. Y los acontecimientos del último o los dos últimos años vinieron a darle la razón, cuando toda la escoria de la sociedad volvió a salir a la superficie. Pero si incluso los elementos burgueses y fascistas podían sobrevivir a cuarenta años de socialismo, imagínese cuánto más inextinguible y fuerte es, en comparación, el alma del socialismo.
El movimiento al que había consagrado su vida no podía ser ahogado por unos cuantos oportunistas, un saco de dólares y un mamarracho en el Kremlin. Era tan antiguo y tan fuerte como el propio espíritu humano. Volvería, con renovado vigor, pronto, muy pronto. Quizá con un nombre distinto, con otra bandera. Pero siempre habría hombres y mujeres deseosos de seguir ese camino, ese difícil sendero montaña arriba a través del río de piedras y la niebla húmeda, conscientes de que al final desembocarían en la brillante luz del sol y encontrarían despejada la cima por encima de sus cabezas. Hombres y mujeres que soñaban con ese momento. Y unirían sus brazos de nuevo para entonar un nuevo canto…, otro distinto de aquel «Caminando por el sendero rojo» que resonó en la ladera del monte Rykosha, pero evocador de la vieja canción. Y unirían sus fuerzas para un poderoso segundo salto. Y temblaría entonces la tierra, y todos los capitalistas, imperialistas y fascistas amantes de las plantas, y la gentuza, la escoria, los renegados e intelectuales de mierda, los pipiolos metidos a fiscales y los judas con cagadas de pájaro en sus calvas, se cagarían de miedo por última y definitiva vez.