—Digno de la televisión americana —le comentó Maria.

Peter estaba cerrando tras de sí la puerta del apartamento y llevaba aún la cartera en la mano.

—¿Te gustó? —Todavía respiraba la euforia del instante decisivo, el tumulto, las mieles del aplauso. Se sentía capaz de todo. ¿Cómo no iba a poder con el sarcasmo de su mujer, si había domeñado las iras del que fue en otro tiempo un dictador todopoderoso? Sus palabras conseguirían arreglarlo todo, suavizar su vida doméstica, endulzar la amarga desaprobación de Maria.

—Fue vulgar e indecente, un desprecio a la ley, y te comportaste como un chulo. Supongo que después acudirían a tu camerino una bandada de chicas para ofrecerte sus números de teléfono.

Peter Solinsky entró en la pequeña habitación que le servía de estudio y miró a través de la niebla hacia la Estatua de la Gratitud Imperecedera. Ese atardecer el sol no se reflejó en la dorada bayoneta. Era su obra. Había extinguido aquel resplandor. Ahora podían llevarse de allí a Alyosha y convertirlo en teteras y plumillas. O dárselo a los escultores jóvenes para que lo transformaran en nuevos monumentos en honor de las nuevas libertades.

—Peter… —Estaba detrás de él ahora, con la mano apoyada en su hombro; no podía decir si su gesto significaba una disculpa o un deseo de consolarlo—. ¡Pobre Peter! —añadió, excluyendo así la disculpa.

—¿Por qué?

—Porque ya no puedo amarte, y porque dudo incluso que pueda respetarte después de lo de hoy. —Peter no respondió ni se volvió para mirarla a la cara—. Ya sé: otros te respetarán más, y tal vez te amarán… Angelina se quedará conmigo, naturalmente.

—Ese hombre era un tirano, un asesino, un ladrón, un mentiroso, un estafador y un pervertido: el peor criminal en la historia de nuestro país. Lo sabe todo el mundo. ¡Dios mío…! ¡Si hasta tú empezabas a sospecharlo!

—De ser así, no te habría costado probarlo, sin necesidad de prostituirte por la televisión e inventar pruebas falsas —replicó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos, Peter… ¿De veras crees que el peor criminal de la historia de nuestro país habría firmado un documento tan oportuno, y que Ganin lo descubrió por casualidad cuando la acusación no estaba logrando el éxito esperado?

Ni que decir tiene que lo había pensado, y tenía preparada su propia defensa. Si Petkanov no había firmado aquel memorándum, debía de haber firmado algo por el estilo. No hacían más que dar forma concreta a una orden que probablemente cursó por teléfono. O con un apretón de manos, un gesto de asentimiento, o una desaprobación pertinente que no llegó a dar. El documento era auténtico, aunque fuera una falsificación. E incluso aunque no fuera verdadero, era necesario. Cada nueva excusa resultaba más débil…, y también más brutal.

Y en el glacial silencio en que veía hundirse su vida matrimonial, el sarcasmo afloró también incontenible en su boca:

—Bueno…, por lo menos nuestro sistema legal supone alguna pequeña mejora sobre el que aplicaba la NKVD en Stalingrado hacia 1937.

Maria le retiró la mano del hombro.

—Es una pantomima de juicio, Peter. La versión moderna de aquello. Puro teatro, nada más. Pero estoy segura de que se sentirán muy complacidos.

Salió de la habitación y él se quedó mirando por encima de la niebla, con la creciente certeza de que ella había salido también de su vida.