Su carácter. Tal vez ése había sido su error, su…, sí, su error de burgués liberal. La ingenua esperanza de «llegar a conocer» a Petkanov. La testaruda pero loca creencia de que el ejercicio del poder es el reflejo del carácter del individuo y que, por consiguiente, es necesario y provechoso estudiar ese carácter. Sin duda fue cierto alguna vez: con Napoleón, con los césares y los zares y los príncipes herederos… Pero las cosas habían variado mucho desde entonces.

El asesinato de Kirov…: ésa fue la fecha clave. Muerto por la espalda con un revólver Nagan, en la sede del Partido Comunista en Leningrado, el primero de diciembre de 1934. Un amigo y aliado de Stalin, un camarada de Stalin. Por consiguiente, como solemos decir ingenuamente, por consiguiente, la única persona del mundo que en modo alguno podía haber deseado o esperado, y no digamos ya ordenado esa muerte, era el propio Stalin. Era imposible desde todos los puntos de vista admitidos, tanto políticos como personales. Porque que Stalin hubiera ordenado el asesinato de Kirov no es que fuera impropio de su carácter, sino algo incomprensible desde lo que podemos entender por carácter. Y ésa era precisamente la cuestión. Hemos llegado a unos tiempos en los que el concepto de «carácter» resulta equívoco: ha sido sustituido por el «ego», y el ejercicio de la autoridad en cuanto reflejo de un carácter se ha trocado en un enfermizo deseo de retener el poder por todos los medios posibles y aun burlando cualquier imposibilidad racional. Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!

Solinsky se dio cuenta de que esta interpretación de las cosas le resultaba convincente cuando se hallaba tranquilamente sentado en su estudio, contemplando las colinas del norte, o cuando interrogaba a su estantería en la oficina; pero, en presencia de Petkanov, este intento de verlo como un maligno zumbido de electrones girando alrededor de algún monstruoso vacío no se aguantaba ni dos minutos. Bastaría que el viejo, con la funcionaría de prisiones tras él, se pusiera en pie y comenzara a discutir, a negar, a mentir, a fingir incomprensión: al instante volvían a apoderarse del fiscal general todas sus emociones primarias: curiosidad, expectación, frustración. Seguía buscando un carácter, un carácter como los de antes, un carácter inteligible. Era como si la propia ley exigiera la relación causa-efecto de un motivo lógico y una acción resultante: la sala, en suma, excluía cualquier razonamiento chapucero y simplista.

A media tarde del cuadragésimo segundo día de sesiones de la causa criminal número 1, Peter Solinsky decidió que había llegado el momento. Una nueva línea de investigación, acerca del uso de combustible oficial para fines privados, se había ido al traste entre contradicciones y lapsus de memoria.

—Muy bien —dijo, haciendo una profunda inspiración de cantante de ópera y tomando otra carpeta.

Durante el aplazamiento del mediodía se había refrescado el rostro en el lavabo y había vuelto a peinarse. Al mirarse en el espejo, vio que parecía cansado. Y lo estaba, sí: cansado de su trabajo, de su matrimonio, de las preocupaciones políticas, pero sobre todo de tener que soportar la presencia de Stoyo Petkanov día tras día. ¡Qué poderosa debía de haber sido para los aduladores miembros del Politburó la tentación de ahorrar energías por el simple expediente de mostrarse siempre de acuerdo con él!

Ahora trató de olvidarse de su mujer, del teniente general Ganin, de las cámaras de televisión, y de todas las promesas que se había hecho a sí mismo antes de comenzar el juicio. Ya estaba bien de mostrarse como el honorable hombre de leyes que pacientemente trata de rescatar la flor de la verdad de entre las garras de la mentira. Tal vez parte de su cansancio se debía a ese esfuerzo.

—Muy bien, señor Petkanov. A lo largo de las semanas de este proceso hemos llegado a familiarizarnos a fondo con su defensa. Con la forma como usted se defiende de todos los cargos y acusaciones. Si se hizo algo ilegal, usted no sabía nada de ello. Y si sabía algo, entonces lo hecho era automáticamente legal.

Petkanov sonrió cuando sus abogadas defensoras se levantaron para protestar. No, las palabras de aquel chulo neurótico que estaba representando el papel de fiscal resumían bastante bien la situación. Con un ademán pidió a sus defensoras que se estuvieran quietas.

—No hice nada que no hubiera sido aprobado por el Comité Central del Partido Comunista —repitió por centésima vez—, y todo fue ratificado mediante decretos del Consejo de Ministros. Todas mis actuaciones fueron enteramente legales.

—Muy bien. Consideremos, pues, lo que hizo usted el 16 de noviembre de 1971.

—¿Cómo vas a…?

—No espero que usted lo recuerde, puesto que, como se ha demostrado ampliamente, su memoria funciona sólo para recordar acciones supuestamente legales —le cortó Solinsky y, tomando el documento que le había entregado Ganin, le echó un breve vistazo—. El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted el empleo de todos los medios necesarios contra los difamadores, saboteadores y enemigos del Estado. ¿Le importaría explicarnos cómo debemos entender la expresión «todos los medios necesarios»?

—No sé de qué me hablas —replicó serenamente Petkanov—. Salvó que pareces aprobar el sabotaje y los crímenes contra el Estado.

—Ese día firmó usted un memorándum autorizando la eliminación de sus oponentes políticos. A eso se refiere la frase «todos los medios necesarios».

—Ignoro por completo de qué documento me estás hablando.

—Tengo aquí una copia, y otra copia para el tribunal. Es un memorándum procedente de los archivos del Departamento de Seguridad Interior, y que lleva su firma y la del difunto general Kalin Stanov.

Petkanov se limitó a echar una ojeada al papel.

—Yo no llamo a eso una firma. Son unas simples iniciales, y muy probablemente falsificadas.

—Usted autorizó en esa fecha el empleo de todos los medios necesarios —repitió Solinsky—. Y esta autorización permitió a ambos Departamentos de Seguridad, Interior y Exterior, emprender acciones contra sus adversarios políticos en el país y en el extranjero. Adversarios como el comentarista radiofónico Simeon Popov, que falleció de un ataque al corazón en París el 21 de enero de 1972, y como el periodista Miroslav Georgiev, que murió de un ataque al corazón en Roma el 15 de marzo de ese mismo año.

—O sea, que de pronto soy responsable de las muertes de todos los viejos que sufren ataques al corazón en las quimbambas —replicó Petkanov jovialmente—. ¿Les di un susto de muerte?

—En los años anteriores a la autorización ejecutiva concedida por usted en noviembre de 1971, la Sección Técnica Especial del Departamento de Seguridad Interior, instalada en la calle Reskov, estuvo llevando a cabo experimentos encaminados a producir venenos que, administrados por vía oral o intravenosa, causaran los síntomas del paro cardiaco. Dichos venenos se emplearon para disfrazar el hecho de que la víctima hubiera muerto en realidad a consecuencia de un previo o simultáneo envenenamiento criminal.

—¿Me acusan ahora de producir venenos? Ni siquiera tengo un título honorario de químico.

—Por el mismo período —prosiguió Solinsky, sintiendo dentro de sí un alborozado regocijo y consciente del silencio que se hacía a su alrededor— en el Departamento de Seguridad Interior, como puede verse por multitud de notas y memorandos, crecía la alarma por el comportamiento excéntrico y las ambiciones personales de la entonces ministra de Cultura… —Solinsky hizo una pausa para tomarse un respiro, consciente de que había llegado el momento. Ardía dentro de él una poderosa mezcla de virtud y pasión—, Anna Petkanova —añadió innecesariamente, y luego, como si estuviera contemplando su estatua—: 1937 a 1972. El Departamento de Seguridad Interior informaba de que su comportamiento público y privado era, en su opinión, típicamente antisocialista. Usted no hizo ningún caso de sus informes. Estaban, además, muy alarmados porque habían descubierto que usted tenía la intención de nombrar oficialmente su sucesora a la ministra de Cultura. Lo averiguaron —explicó de pasada el fiscal general— por el simple método de colocar micrófonos ocultos en el palacio presidencial. El dossier que reunieron sobre Anna Petkanova revela una creciente preocupación por la influencia que ella tenía, y que seguiría teniendo, sobre usted. Influencia antisocialista, como la califican.

—Absurdo —murmuró el anterior presidente.

—El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted la eliminación de sus adversarios políticos —repitió Solinsky—. Y el 23 de abril de 1972, la ministra de Cultura, que hasta entonces había gozado de excelente salud, falleció inesperadamente y a una edad sorprendentemente temprana a consecuencia de un ataque cardíaco. Se comentó en la época que los principales cardiólogos del país fueron llamados a toda prisa y que hicieron todo cuanto pudieron, a pesar de lo cual no lograron salvarla. Y no lo consiguieron por una razón muy sencilla: porque no había sufrido realmente un paro cardíaco. Pues bien, señor Petkanov —prosiguió el fiscal general, endureciendo la voz para impedir la intervención de las abogadas de la defensa, que ya se habían puesto de pie—, no sé ni, francamente, me importa, hasta qué punto exacto estaba usted enterado de esto, o hasta qué punto exacto lo ignoraba. Pero hemos escuchado de sus propios labios que todo cuanto usted autorizó era, de conformidad con los artículos de la Constitución de 1971, que usted promulgó, automática y plenamente legal. Por consiguiente, ésta no es ya una acusación que formulo meramente contra usted en su condición de persona individual, sino contra todo el sistema criminal y moralmente corrompido que usted presidió. Usted asesinó a su hija, señor Petkanov, y comparece aquí ante nosotros como el representante y el principal dirigente de un sistema político bajo el cual es completamente legal, como usted nos ha repetido hasta la saciedad, completamente legal que el jefe del Estado autorice incluso la muerte de uno de sus propios ministros, en este caso la de Anna Petkanova, la ministra de Cultura. Usted, señor Petkanov, mató a su propia hija, y solicito la venia del tribunal para añadir a las ya formuladas la acusación de asesinato.

Peter Solinsky tomó asiento entre unos sonoros aplausos nada judiciales, pataleo estruendoso, golpes en las mesas e incluso algún estridente silbido. Era su momento, su momento para la historia. Había acometido a su adversario con una horca, y le había hecho morder el polvo, atrapándole el cuello entre los dos dientes del apero clavados en el suelo. Vedlo gruñir y retorcerse, echando espumarajos de rabia, clavado allí para que todos puedan verlo, descubierto, convicto, juzgado. Era también su momento, su momento para la historia.

El realizador de televisión dividió atrevidamente la pantalla. A la izquierda, sentado, el fiscal general, con los ojos dilatados por el triunfo, erguida la barbilla y una sobria sonrisa en sus labios; a la derecha, de pie, el anterior presidente en un rapto de furia, pegando puñetazos sobre la barandilla acolchada, vociferando a sus abogadas defensoras, amenazando con el dedo a los periodistas, mirando airadamente al presidente del tribunal y a sus impasibles asesores vestidos de negro.