Aquella noche Peter Solinsky, que se encontraba muy incómodo durmiendo en el suelo de su estudio, se levantó, fue a la sala y descubrió, en un marco recién colgado en la pared, el famoso certificado de rehabilitación. Una prueba más del distanciamiento entre él y Maria.

El abuelo de Maria, Roumen Mechkov, había sido, como siempre decían, un leal comunista y un luchador activo contra el fascismo. A comienzos de la década de los treinta, cuando la Guardia de Hierro arreció en sus violentas purgas, tuvo que exiliarse a Moscú en compañía de otros dirigentes del Partido. Siguió siendo allí un buen comunista y un activo luchador antifascista, hasta que, en un momento indeterminado de 1937, se transformó en un desviacionista trotskista, un infiltrado de Hitler y un agitador contrarrevolucionario, y muy posiblemente las tres cosas a un tiempo. Nadie se había atrevido a hacer preguntas sobre su desaparición. A Roumen Mechkov no se le mencionaba en las historias oficiales del Partido local, y por espacio de cincuenta años su familia apenas si se atrevió a pronunciar en un susurro su nombre.

Cuando Maria anunció su intención de escribir al Tribunal Supremo de la URSS, Peter se opuso a la idea. Cualquier descubrimiento que pudiera hacer, por fuerza le resultaría penoso. Por otra parte, no devolvería la vida al abuelo que no había llegado a conocer. Pero lo que en realidad quería decir, aunque sin expresarlo claramente, era que a su juicio sólo cabían dos posibilidades: o que Mechkov hubiera hecho traición a la gran causa en que había creído, o que hubiera sido una víctima inocente de la misma causa. ¿Qué preferirías que fuera tu abuelo, Maria: un renegado criminal o un loco crédulo?

Maria hizo caso omiso del consejo de su marido, envió por correo su solicitud y al cabo de casi un año recibió una contestación, fechada el 11 de diciembre de 1989, de A. T. Ukolov, miembro del Tribunal Supremo de la URSS. Tras exhaustiva investigación, estaba en condiciones de informar a la demandante que su abuelo, Roumen Alexei Mechkov, había sido arrestado el 22 de julio de 1937 bajo la acusación de «pertenencia a una organización terrorista trotskista y, en su virtud, de conspirar para la comisión de actos de terrorismo contra los líderes del Komintern y sabotear a la URSS». Sometido a interrogatorio en el Departamento Regional de Stalingrado (hoy Volgogrado) del Comisariado Popular para Asuntos Internos, Mechkov había sido sentenciado el 17 de enero de 1938 a morir ante un pelotón de fusilamiento, sentencia que se cumplió aquel mismo día. Una revisión del caso, llevada a cabo en 1955, había concluido que no hubo pruebas contra Mechkov, aparte de ciertas contradictorias y genéricas declaraciones de otras personas involucradas en la misma causa. A. T. Ukolov lamentaba que no existiera ninguna indicación sobre el lugar en que estaba su tumba, así como que en los archivos no se hubieran conservado fotografías o documentos personales. Podía, sin embargo, confirmar que el susodicho Roumen Alexei Mechkov había sido un activo y leal comunista, cuya rehabilitación fue acordada el 14 de enero de 1956. Junto con la carta, A. T. Ukolov incluía un certificado al efecto.

Y ahora lo cuelgas en la pared, pensó Peter. Una prueba de que el movimiento al que tu abuelo consagró su vida le asesinó acusándole de traidor. Una prueba de que el mismo movimiento decidió veinte años más tarde que, después de todo, no había sido un traidor, sino un mártir. Una prueba de que al mismo movimiento ni siquiera se la pasó por la imaginación en otros treinta y cuatro años informar a nadie de aquel sustancial cambio de consideración. ¿Y Maria deseaba que aquel papel le recordara todo eso?

Un comunista leal se convierte en un terrorista trotskista, y de nuevo en un comunista leal. Los héroes se tornan traidores, los traidores mártires… Los líderes iluminados y los timoneles de la patria se vuelven criminales cogidos con las manos en la masa…, hasta que, tal vez, en algún temible momento del futuro, se transformen en simpáticos viejecitos protagonistas de las tertulias de la tele. Peter Solinsky miró a través de los cristales de la ventana y en el negro hueco de la noche vio brillar grandes titulares: Stoyo Petkanov: la rehabilitación de un caudillo. Que aquella rehabilitación llegara o no a producirse dependería en parte de su actuación en la semana final del proceso.

Y ¿en qué se transformaban los profesores de leyes, los fiscales, los maridos, los padres? ¿Qué nuevos nombres se les aplicarían, de qué anonimatos serían objeto? ¿Cuál sería su suerte en las olas rompientes de la historia?

—Le diré lo que me aseguró en cierta ocasión un individuo que se las daba de sabio.

El fiscal general no estaba para cuentos. Había llegado a aborrecer a aquel hombre. Antes, como simple ciudadano, le había odiado objetivamente, útilmente. El odio a Petkanov había sido una fuerza constructiva, unificadora, entre la oposición. Pero desde que lo veía de cerca, desde que tenía que conversar y pelearse con él, aquel sentimiento había cambiado. Su aborrecimiento se había transformado en algo personal, furioso, afectado y corrosivo. Vergüenza antes, abominación ahora, temor futuro…: esa mezcla había empezado a consumir al fiscal. Su odio por Petkanov le parecía ahora tan grande como el amor que alguna vez sintió por su mujer; el líder había colmado todo el vacío emocional que al presente existía en su matrimonio. Y ahí estaba, a la espera de que aquel cerdo soltara algún engañoso tópico, poniéndolo en boca de un sufrido héroe del trabajo, quien en todo caso lo habría plagiado lealmente de los discursos, escritos y documentos selectos del expresidente.

—Era músico —prosiguió Petkanov—. Tocaba en la orquesta sinfónica de la radio estatal. Yo había ido al concierto con mi hija, quien, al concluir, quiso presentarme a los intérpretes. Habían tocado bien, en mi opinión, así que les felicité. Ocurría esto en el Auditorio de la Revolución —añadió.

Esto último era un toque ornamental que, por alguna razón, irritó a Solinsky como la picadura de un tábano. ¿A qué santo me sale con esto? —se encontró preguntándose a sí mismo—. ¿A quién le importa en qué condenado lugar presume de haberse sentido impresionado por la música? ¿Qué tiene que ver, qué diferencia añade? Y tras la gruesa cortina de su furia oyó, como a distancia, que Petkanov proseguía su historia:

—En el breve discurso que les dirigí, les hablé de la importancia del arte en la lucha política, de cómo los artistas debían sumarse al gran movimiento contra el fascismo y el imperialismo, y colaborar en la construcción del futuro del socialismo. Ya se imaginarán ustedes… —resumió con un matiz de ironía que no hizo efecto en Solinsky—, ya se imaginarán ustedes, grosso modo, el sentido de mis palabras. El hecho es que, después, al pasar entre la orquesta, se me acercó un joven violinista. «Camarada Petkanov», me dijo, «Camarada Petkanov, la gente no se interesa por las grandes palabras: su única preocupación son las salchichas».

Petkanov miró al fiscal general esperando su reacción; pero Solinsky parecía estar distraído. Al rato, como saliendo de su ensimismamiento, comentó:

—Me imagino que le haría fusilar.

—¡Qué ramplón eres, Peter! Esas críticas tuyas están pasadas de moda. ¡Por supuesto que no! Jamás fusilamos a nadie.

«Eso ya lo veremos —pensó el fiscal—: excavaremos en los terrenos de sus campos de prisioneros, realizaremos autopsias, conseguiremos que su propia policía secreta lo delate».

—No, jamás. Digamos, simplemente —proseguía Petkanov—, que sus posibilidades de llegar a ser director de la orquesta quedaron algo mermadas después de aquel sincero intercambio de pareceres.

—¿Cómo se llamaba?

—¡Hombre! ¡No esperarás que yo…! Pero, a lo que íbamos: yo estaba en desacuerdo con la opinión de aquel joven cínico. Pero reflexioné sobre lo que me había dicho. Y en muchas ocasiones, después, entonces y aún ahora, me repetiría a mí mismo: «Camarada Petkanov, la gente necesita salchichas y grandes palabras».

—¡No me diga!

Tal era, pues, la moraleja del Auditorio de la Revolución. Insinúas unas valientes palabras de protesta entre bastidores y, si no te fusilan en el acto, este…, este, retuerce tu pensamiento y lo transforma en un eslogan insignificante y banal.

—Fíjate en que con esto te estoy dando, simplemente, un buen consejo… Porque, verás: nosotros les dimos salchichas y grandes palabras. Vosotros no creéis en las grandes palabras, pero tampoco les dais salchichas. No las hay en las tiendas… ¿Qué les dais en su lugar?

—Les damos libertad y verdad. —Sonaba demasiado pomposo en sus labios, pero…, si estaba convencido de ello, ¿por qué no decirlo?

—¡Libertad y verdad! —replicó Petkanov burlándose—. ¡Éstas son vuestras grandes palabras, entonces! Les dais a las mujeres la libertad de dejar sus cocinas e ir a manifestarse ante el Parlamento para decirles a los diputados esta verdad: que no hay una maldita salchicha en las tiendas. Eso es lo que les dicen. ¿Y eso lo calificáis de progreso?

—Lo conseguiremos.

—¡Ja! Lo dudo. Permíteme que lo ponga en duda, Peter. Mira: el cura de mi pueblo… A ése sí que lo fusilaron, me temo; había muchos criminales sueltos en aquella época, y es fácil que ocurriera… El cura de mi pueblo solía decir: «Al cielo no se llega con el primer salto».

—Justamente.

—No, Peter, no me entiendes. No estoy refiriéndome a ti. Tú y los de tu cuerda habéis dado ya muchos saltos. Habéis tenido muchos siglos y habéis dado muchos saltos. Un salto, y otro, y otro… Estoy hablando de nosotros. Nosotros solamente hemos dado un salto hasta la fecha.