En el trigésimo séptimo día del juicio, en la plaza pública situada frente al Tribunal del Pueblo, bajo una acacia sin follaje, pero de cuyas ramas habían colgado falsas hojas y flores, la Sociedad Devinski de la segunda universidad de la capital organizó una subasta humorística de objetos propiedad del expresidente. Los que pujaban tenían que identificarse por su nombre antes de presentar las ofertas, y entre los asistentes se contaron Erich Honecker, Saddam Hussein, el emperador Bokassa, George Bush, Mahatma Gandhi, el Comité Central del Partido Comunista Albanés en pleno, Josef Stalin y varios postores de ambos sexos que pretendían ser el o la amante secreta(o) de Stoyo Petkanov. Las posturas sólo se admitían en divisas fuertes. La manta del cantarada Petkanov, descrita como su «única posesión terrenal» por el subastador, fue adjudicada a Erich Honecker por 55 millones de dólares. Dos pares de calcetines zurcidos, más una camisa de franela con un cuello nuevo cosido personalmente por la comandante Ognyana Atanasova de la Seguridad del Estado, alcanzaron los 27 millones de dólares. El par de sandalias de piel de cerdo que calzaba el camarada Petkanov cuando estableció su primer contacto con los combatientes de la resistencia, que actuarían a sus órdenes en la lucha antifascista, fue adjudicado por 35 millones de dólares al representante oficial del Museo Mitológico Nacional. Unos pantalones con una gran mancha marrón en la culera, que llevó puestos asimismo el camarada Petkanov durante la lucha antifascista, no encontraron postor. El emperador Bokassa adquirió por diez centavos los genitales del expresidente, y anunció que se los comería para cenar. Los talones bancarios representativos de las posturas rematantes fueron a parar a la boca de una gran efigie del Segundo Líder que presidió la almoneda. Posteriormente, la efigie, que se balanceaba feliz colgada por el cuello de una rama de la acacia, manifestó a los periodistas que se sentía muy satisfecha del resultado de la subasta y que ya había donado todo el dinero a los huérfanos, con el deseo de que se dedicaran al deporte paramilitar del motociclismo.
En el trigésimo noveno día del juicio, Vesselin Dimitrov, que previamente se había excusado de comparecer alegando una indeterminada enfermedad nerviosa, fue el último de un grupo de siete actores llamados a testificar. Declaró que su padre, vicesecretario regional de una provincia del sur, había acudido a un miembro del séquito personal del presidente para rogarle que expusiera al camarada Petkanov, cuyo mecenazgo por las artes era bien conocido, el caso de su hijo, un leal comunista y buen profesional del Teatro Nacional del Pueblo, quien por aquel entonces tenía dificultad en encontrar vivienda. A las dos semanas quedó desocupado un apartamento de tres habitaciones en el polígono Amanecer, y el actor pudo mudarse a él.
—¿Por qué se afilió usted al Partido Comunista, en primer lugar?
—Porque todos lo habían hecho en mi familia. Era la forma de hacer carrera.
—¿Qué les dijo usted a sus conocidos cuando supo que le habían adjudicado el apartamento?
—Que había tenido mucha suerte. Había quedado desocupado de pronto. Les comenté que a veces las cosas salen bien.
—El precio fue rebajado sustancialmente. ¿Cómo se explica?
—Me dijeron que estaba subvencionado por una ayuda al arte.
—Y ¿cómo devolvió usted el favor?
—No comprendo.
—¿Qué dio usted a cambio de conseguir un apartamento de tres habitaciones por la décima parte de su valor, sin ni siquiera haber tenido que aguardar el plazo normal de diez, quince o veinte años?
—No fue así. Jamás devolví nada.
—¿Acaso no montó usted y actuó en las espontáneas celebraciones mímicas con que fue recibido el acusado al salir de su palacio el día que cumplió sesenta y cinco años?
—Sí, pero fue una decisión voluntaria.
—¿Actuó usted en representaciones privadas para el presidente y los altos cargos de la Nomenklatura?
—En efecto, pero siempre por una decisión voluntaria.
—¿No informó a un contacto del Departamento de Seguridad Interior acerca de determinados miembros del Teatro Nacional del Pueblo?
—No.
—¿Está usted completamente seguro? Le advierto que esos archivos se han conservado.
—No.
—¿Quiere decir que no está seguro?
—Que no lo hice.
—Apenas le oigo. ¿Querría usted hablar un poco más alto?
—No lo hice.
—Señoría, solicito que, en base a su propio testimonio, el señor Dimitrov sea acusado formalmente de corrupción, malversación y perjurio.
—Esa solicitud, señor fiscal general, como ya le he explicado en las seis ocasiones anteriores, no es competencia de este tribunal y, por lo mismo, queda rechazada.
[—¡Por el amor de Dios!
Atanas lanzó un chorro de humo, esta vez empañando la cara del fiscal general.
—Dejémoslo ya.
—Es puro teatro. Están actuando todos. Es una maldita comedia.
—Actores, apartamentos, motos, gastos en almuerzos, cuellos de camisa…
—¿Stefan?
—No, yo quiero verlo. Tenemos que verlo.
—Tenemos que verlo: es nuestra historia.
—Pero es un LATAZO.
—La historia lo es a menudo cuando ocurre. Resulta interesante después.
—Estás hecha una filósofa, Vera. ¡Y una tirana!
—Gracias. Pero algún día yo seré una abuela con pañoleta y tú un viejo loco de esos que se les cae la baba en la cerveza, y vendrán nuestros nietos a preguntarnos: «Abuelitos: ¿vivíais vosotros cuando juzgaron al monstruo? Sabemos que sois muy, muy viejos… ¿Podéis contárnoslo?» Y seremos capaces de hacerlo.
—De hablarles de actores y de motos, querrás decir.
—También de eso. Y de explicarles que se reía de nosotros. Es lo que siempre ha hecho, lo que sigue haciendo: reírse de nosotros. Contarles por qué acabó todo siendo un asunto de actores y de motos.
—¡Tirana!
—¡Chist! Mirad.
Y ése ¿quién es? ¿Otro actor?
Un banquero, que saldrá a decir que todo el dinero que había en la cuenta del presidente estaba allí por error.
Un fabricante de mantas, que nos contará que sólo le hicieron una manta en toda su vida.
—¡Callaos, chicos! Mirad.]