—¿Sí, general?
—Señor fiscal… Quisiera expresarle ante todo…
—Déjelo. No se preocupe, general. Dígame.
—La documentación clave, señor. Para empezar.
Solinsky abrió la carpeta. El primer papel estaba encabezado simplemente por la palabra MEMORÁNDUM, y llevaba fecha del 16 de noviembre de 1971. No tenía el membrete de ningún ministerio del gobierno ni de ningún departamento de seguridad: era sólo un escrito de media página, mecanografiado, con dos firmas debajo. Y ni siquiera firmas: iniciales. El fiscal general lo leyó despacio, saltándose automáticamente la jerga oficial a medida que le salía al paso. Ésta era una de las pocas habilidades que adquirías con el socialismo: saber filtrar las distorsiones burocráticas del lenguaje.
El memorándum se refería conjuntamente a los problemas de la disidencia interna y de la calumniosa propaganda exterior. Había exiliados en el extranjero que, pagados por los americanos, se dedicaban a difundir por las emisoras de radio mentiras a propósito del Partido y del gobierno. Y había gentes débiles y fácilmente influenciables que escuchaban en sus casas tales mentiras y luego trataban de propalarlas. Conforme al código penal, difamar al Estado era una forma de sabotaje, y debía ser castigada como tal. Fue en este punto donde la interpretación de Solinsky se cortó. Los saboteadores —leyó— debían ser «disuadidos por todos los medios necesarios».
—¿«Por todos los medios»?
—Es la fórmula más fuerte —replicó Ganin—. Mucho más fuerte que «por los medios adecuados».
—Ya. —Tal vez al general se le estaba desarrollando cierto sentido del humor—. Pero, dígame: ¿de dónde procede este documento?
—Del edificio que antes ocupó el Departamento de Seguridad Interior en el bulevar Lenin. Pero examine las firmas; vale la pena.
Había dos; sólo iniciales: KS y SP. Esto es, Kalin Stanov, jefe del Departamento de Seguridad Interior por entonces, que apareció posteriormente desnucado en el hueco de una escalera, y Stoyo Petkanov, presidente de la República, presidente del Comité Central, comandante en jefe de las Fuerzas Patrióticas de Defensa.
—¿Stanov? ¿Petkanov?
El general asintió.
—¿Dónde ha aparecido?
—Ya le digo, en el edificio del bulevar Lenin.
—¡Lástima que Stanov esté muerto!
—Sí, señor.
—¿Se han encontrado más documentos con la firma de Petkanov?
—Hasta ahora no hemos descubierto ningún otro.
—¿Algún indicio sobre el sentido de ese «por todos los medios necesarios»?
—Como le decía, señor fiscal…
—¿Alguna prueba de casos concretos, una autorización específica, instrucciones del propio presidente, informes remitidos a él sobre lo ocurrido a esos… a esos presuntos saboteadores?
—De momento, no.
—Entonces… ¿cómo se imagina usted que eso puede serme de utilidad? —Corrió hacia atrás su asiento y clavó en el jefe de seguridad unos ojos severos, brillantes como aceitunas negras—. Las pruebas han de ajustarse a derecho. Y yo soy un abogado, un profesor de leyes —añadió subrayando las palabras.
Pero lo cierto era que en aquellos momentos no se sentía particularmente como tal. Años atrás, un amigo suyo había seducido a una joven campesina mediante unas cuantas dádivas y algunas promesas que no estaba dispuesto a cumplir. La chica, que era de familia muy íntegra, accedió finalmente a acompañarlo al bosque. Encontraron un lugar tranquilo y se pusieron a hacer el amor. La muchacha parecía estar disfrutando con aquella experiencia pero, justo en el momento en que se acercaba al instante de supremo placer, abrió de pronto los ojos y exclamó: «¡Mi padre es un hombre muy honrado!» El amigo de Solinsky le decía que habla tenido que recurrir a todo su autodominio para no echarse a reír.
—Permítame que le hable un instante como si no fuera usted un profesor de leyes —dijo Ganin. Sentado allí, al otro lado de la mesa, frente al rostro enjuto del fiscal, parecía más macizo que de costumbre—. Como ya le dije, puede usted estar seguro de que las Fuerzas Patrióticas de Seguridad le agradecerán mucho su labor en la causa criminal número 1, a pesar…, a pesar de las recientes revelaciones, un tanto embarazosas. Por el bien de la nación, es importante celebrar este juicio. E importa igualmente que el acusado sea declarado culpable.
—Si es culpable —replicó automáticamente Solinsky. «Mi padre es un hombre muy honrado».
—Somos conscientes, además, de que los cargos por los que se le juzga no son aquellos por los que debería ser juzgado, sino los más a propósito para obtener un veredicto de culpabilidad.
—Es lo normal.
—Por otra parte, nos consta que muchos otros altos cargos del Partido y criminales declarados no han sido llevados a juicio, por lo que el expresidente ostenta, como si dijéramos, la representación de todos ellos ante el tribunal.
—Si fuera el único, podríamos tratarlo con guantes de seda.
—Exactamente. Por consiguiente, señor, lo que debe tener usted presente…, y estoy seguro de que ya lo sabe, es que la nación espera de este juicio algo más que un veredicto técnico de culpabilidad por una malversación de poca monta. Que es, con el debido respeto, el objetivo que usted persigue por ahora. La nación confía en que se demuestre que el acusado es el peor criminal de nuestra historia. Y la misión de usted debe ser demostrarlo.
—Por desgracia, general, el Código Penal no tipifica semejante delito. Pero, hablemos claro: usted quiere decirme algo.
—Mi tarea, según la entiendo, consiste sólo en facilitarle información.
—Muy bien, general. Hágame, entonces, el favor de resumirme la información que, según usted, me está dando. —El tono de Solinsky era frío, pero estaba excitado. Se sentía a punto de incurrir en alguna clamorosa y apetecible iniquidad. Como si se hubiera encaramado a una estatua de bronce de Stalin y se dispusiera a atacar el bigote con el cincel y el martillo.
—Se lo diré de esta manera. Durante los últimos años sesenta, el Departamento de Seguridad Interior llegó al convencimiento de que la ministra de Cultura ejercía una peligrosa influencia antisocialista y que la intención de su padre de nombrarla oficialmente su sucesora era perjudicial para los intereses más altos del Estado. La Sección Técnica Especial de la calle Reskov trabajaba entonces en la inducción de síntomas que pudieran simular un paro cardíaco. El 16 de noviembre de 1971, el presidente y el jefe del Departamento de Seguridad Interior, el difunto general Kalin Stanov, autorizaron el empleo de todos los medios necesarios contra los difamadores, saboteadores y enemigos del Estado. Tres meses después, Anna Petkanova fallecía a consecuencia de un paro cardíaco, sin que nuestros mejores especialistas del corazón fueran capaces de salvarla.
—Gracias, general. —Solinsky estaba impresionado por la brutal tentación que le ofrecía Ganin—. Puedo decirle que no tiene usted madera de abogado.
—Gracias a usted, señor fiscal. Por mi parte, le aseguro que no aspiro a serlo.
Ganin se marchó. Mi padre es un hombre muy honrado, repitió Solinsky; mi padre es un hombre muy honrado.