Stoyo Petkanov se reía entre dientes cuando se subió al Zil estacionado al pie de la escalinata del Tribunal del Pueblo. No había montado en uno de esos automóviles desde hacía años. Él siempre utilizaba un Mercedes, por lo menos en los últimos tiempos. El Chaika que habían puesto a su disposición hasta entonces estaba bastante bien, aunque tenía la suspensión algo dura. Pero aquella mañana, con una excusa tonta, le enviaban un viejo cacharro de los años sesenta. Bueno, podría soportar eso y más. Aunque le hubieran obligado a subir a un jeep seguiría estando de buen humor. Había tenido otro día excelente. A aquel flaco intelectual de ojos saltones al que habían encargado conducir la acusación contra él debía de estar cayéndole el pelo ahora. El viejo zorro los tenía a todos en danza.
Se retrepó en aquel asiento extraño y empezó a compartir sus reflexiones con los dos soldados de escolta.
—Lo que ocurre con un viejo zorro —empezó— es que…
Fuera, en el bulevar, un tranvía se paró bruscamente con un chirriante y agudo estruendo metálico. La comitiva tuvo que detenerse también. ¡Ja!, todo se les está viniendo abajo. Ni siquiera saben conducir los autobuses. Se fijó en la multitud situada detrás de un zigzag de vallas mal puestas. Están dejando que se acerquen más de lo que solían, pensó: más, por lo menos, que cuando él viajaba en su Mercedes.
Petkanov advirtió que algunos jóvenes gamberros detrás de la valla más próxima lo increpaban agitando el puño. Me lo debéis todo a mí —les respondió en silencio—: construí el hospital en que nacisteis, construí vuestra escuela, le di a vuestro padre una pensión, salvé al país de una invasión, y ahí estáis, escoria de mierda, atreviéndoos a enseñarme las uñas a mí. Pero ahora estaban haciendo algo más que eso. Dos de las vallas habían sido empujadas a un lado y algunos exaltados corrían hacia el coche. Mierda. Mierda. ¡Los muy cabrones! Comadrejas traidoras. Por eso le habían puesto hoy el Zil… Así habían decidido que sucediera, en plena calle… Y de pronto sintió que su rostro iba a dar contra la gastada alfombrilla roja del piso del coche y que un soldado le retenía allí hundido, sujetándole con todo su peso. Oyó un atronador martilleo metálico y, de pronto, notó el rasponazo de la alfombrilla en su cara al arrancar el Zil a toda velocidad y realizar un violento giro chirriando para sortear al tranvía parado. Le mantuvieron pegado al suelo hasta que estuvieron de vuelta en el aparcamiento subterráneo del Ministerio de Justicia (antigua Oficina de Seguridad del Estado).
—¡Joder! —exclamó el soldado al retirarse de encima de él—. ¡El abuelo se ha cagado de miedo!
Soltó una risotada y el chófer y el otro soldado se sumaron a ella.
—Ahora le toca a él cagarse —comentó el chófer.
Continuaron vejándole todo el camino hasta el sexto piso, haciéndole dar un rodeo, exhibiéndole cuando se cruzaban con alguien y tratando de inventar una burla diferente en cada nueva frase: «El tío se ha manchado los pantalones», «Es hora del orinalito para el presidente». Y cada comentario, por tonto que fuera, hacía que arreciaran sus risas. Finalmente llegaron a su habitación y le dejaron solo para que se aseara.
Media ahora después se presentó Solinsky.
—Le pido disculpas por este momentáneo fallo de seguridad.
—Habéis desaprovechado la ocasión. A estas horas deberíais estar mostrando mi cadáver a los medios informativos de América.
Podía imaginarse los falsos titulares. Se acordaba de los cadáveres yacentes de los Ceausescu. Perseguidos y fusilados a toda prisa tras un juicio secreto. ¡Clavadles la estaca a los vampiros, aprisa, aprisa! El cuerpo de Nicolae, el mismo que había abrazado en tantas ceremonias oficiales, yaciendo sin vida. Con el cuello de la camisa y la corbata impecables y con una leve sonrisa irónica en los labios que él, Stoyo Petkanov, había besado tantas veces en el aeropuerto. Tenía los ojos abiertos; recordaba perfectamente ese detalle. Ceausescu estaba muerto, y la televisión rumana exhibía su cuerpo, pero tenía los ojos abiertos. ¿No hubo nadie que se atreviera a cerrárselos?
—No es lo que usted piensa —le dijo Solinsky—. Eran sólo unos cuantos muchachos que querían golpear el techo del coche. No llevaban ni una sola arma.
—La próxima vez. La próxima vez les dejarás que se salgan con la suya.
El expresidente guardó silencio. A Solinsky le habían contado ya el incidente de los pantalones. Por primera vez casi parecía encogido y avergonzado: un simple anciano sentado a la mesa con un yogur a medio consumir delante de él.
—¡Me querían! —exclamó inesperadamente—. Mi pueblo me quería.
Solinsky dudó si pasarlo por alto. Pero… ¿por qué callarse? ¿Porque el tirano se había cagado de miedo? Era en todo momento el fiscal general; no debía olvidarlo. Por eso le replicó, despacio y recalcando cada palabra:
—Le odiaban. Le temían y le odiaban.
—Eso sería muy simple —replicó Petkanov—. Muy conveniente para ustedes. Es su mentira.
—Le odiaban.
—Me manifestaron su amor. Muchas veces.
—Si se pone usted a golpear a la gente con una vara y les ordena que digan que le aman, y les golpea una y otra vez, tarde o temprano le dirán lo que quiere usted oír.
—No es así. Me querían —replicó Petkanov—. Me llamaban el Padre del Pueblo. Les dediqué mi vida, y me mostraron su gratitud.
—Usted se atribuyó a sí mismo ese título de Padre del Pueblo. Su policía de seguridad se ocupó de alzarle pancartas, eso fue todo. Pero le odiaban.
Fingiendo ignorar la presencia de Solinsky, el anterior jefe del Estado se puso en pie, fue hacia su cama y se tendió en ella. Y, como hablando para sí, para el techo, para Solinsky, para el soldado que se hacía el sordomudo, repitió:
—Me querían. Eso es lo que no podéis soportar. Lo que nunca reconoceréis. Recordadlo.
Luego cerró los ojos.
Tumbado en el lecho parecía haber recuperado su fortaleza y su obstinación. Los músculos, relajados, marcaban arrugas en la piel, pero sus huesos se notaban como más duros, más salientes. Cuanto Peter Solinsky le echó el último vistazo antes de irse, vio debajo de la cama un cuenco de arcilla con una planta que extendía sus tallos por el suelo. Así que el rumor era cierto… Stoyo Petkanov dormía realmente con un geranio silvestre debajo de la cama, creyendo supersticiosamente que le traería salud y larga vida… Era tan sólo un capricho bobo del dictador, pero en aquel momento aterró al fiscal general. Salud y larga vida… A Petkanov le gustaba proclamar que su padre y su abuelo habían muerto centenarios. ¿Qué podrían hacer con él en los próximos veinticinco años? Peter tuvo una repentina y nauseabunda visión de la futura rehabilitación del presidente. Imaginó una serie de televisión, Stoyo Petkanov: mi vida y mi época, protagonizada por un sonriente nonagenario. Y se vio a sí mismo en el papel de malo de la película.
El anterior jefe del Estado empezó a roncar. Hasta en esto era imprevisible. Sus ronquidos no eran debilidad en él, ni siquiera comedia; al contrario, parecían mandarle a uno a paseo, casi imperiosamente. Obedeciendo, el fiscal general abandonó la habitación.
Sus compañeros le habían decepcionado. Escapando unos, muriendo o enfermando otros… Como buen campesino, él despreciaba la enfermedad. Los otros se habían vuelto blandos, viejos. ¿Cómo decían aquellos versos que aprendió en Varkova…? ¡Buena prueba de resistencia la de allá! Trabajo duro, palizas de los vigilantes, y el constante temor a una visita de los fascistas con sus camisas verdes y armas automáticas. Un comando de la Guardia de Hierro había dado muerte a seis camaradas en sus celdas, mientras los funcionarios de la prisión jugaban a cartas. Quien ha hecho su aprendizaje en la dura escuela de Varkova, solía decir orgullosamente Petkanov, jamás será traidor a la causa del socialismo y del comunismo. Y ¿qué le había susurrado un camarada en la primera semana de su estancia allí, mientras hacían ejercicio en el patio?
Lo que devuelve el eco de la pared
es la podredumbre de la piedra, no de las almas.
Había conservado esa fe. Su país había sido un modelo del socialismo, el aliado más leal de la Unión Soviética hasta que empezaron las traiciones y las debilidades. ¡Y qué fuertes se habían mostrado hasta hacía muy poco, qué unidos! ¡Qué respeto y temor habían inspirado al mundo! La firme y decisiva acción fraternal de 1968 había asombrado a todos. La América fascista estaba siendo humillada por entonces en su aventura imperialista en el Vietnam, el socialismo estaba ganándole terreno en todas partes: en África, en Asia, en Europa… Eran tiempos de grandes esperanzas, cuando los líderes formaban orgullosamente juntos hombro con hombro.
Pero ahora… Erich que se escapaba a Moscú, que se escondía como una rata en la embajada de Chile, a la espera de un avión que le llevara a Corea del Norte. Kadar muerto tras la traición de haber abierto su frontera: nunca puedes fiarte de un húngaro. Husak muerto también, roído por un cáncer, farfullando que aceptaba los últimos ritos de un cura con sotana, vencido por el emborronacuartillas ese al que hubiera debido encerrar de por vida. Y no digamos Jaruzelski, pasándose de bando y afirmando que ahora creía en el capitalismo. Ceausescu, al menos, cayó luchando, si es que a huir y caer ante un pelotón de fusilamiento puede llamársele luchar. Siempre fue un cabeza loca Nicolae, un francotirador al que le gustaba jugar con dos barajas y que no quiso sumarse a la fraternal iniciativa de 1968; pero al menos tenía agallas y trató de dominar la situación hasta el final.
Pero el peor de todos era el pobre loco que ocupaba ahora el Kremlin, el de la cagada de pájaro en la calva… Menudo duelo publicitario mantenía con Reagan… Te regalo unos cuantos SS-20 más, si quieres, pero… ¿me sacas en la cubierta de la revista Time? El hombre del año… ¡La mujer del año!, pensó Petkanov. Los rusos no estaban ahora ni para dirigir un tenderete de vodka. Bastaba ver su intentona de golpe de Estado… Fue lastimoso que Gorbachev se dejara coger. Y lastimoso también que los leales no hicieran lo más obvio: cargarse la radio y la televisión, cargarse los periódicos, cargarse el edificio del Parlamento y neutralizar a las figuras peligrosas. Pero dejaron que el fascista de Yeltsin se convirtiera en un héroe. ¿Adónde habían ido a parar todas las lecciones de historia, si ni siquiera los rusos sabían organizar un golpe?
Y el siguiente tenía que ser él. Lo había estado viendo venir, la posibilidad al menos, ya desde que en 1983 el COMECON subió los precios del petróleo. Luego Gorbachev empezó a corretear por Occidente en busca de dólares y buena voluntad. Y ahora todo se había jodido. Gorbachev, jodido… a punto de irse de profesor a los Estados Unidos, según se decía, para recibir su propina: Muchísimas gracias, señor Presidente. La Unión Soviética hecha añicos, al carajo, y al carajo también la República Democrática Alemana; Checoslovaquia se partía como una zanahoria, Yugoslavia estaba jodida hasta el tuétano. Bastaba ver lo que le había ocurrido a la República Democrática Alemana. Los capitalistas entraron a saco, lo arruinaron todo declarándolo ineficaz, dejaron a todo el mundo sin trabajo, se apropiaron de las hermosas casas antiguas para segunda residencia, adaptaron todas y cada una de las leyes a la legislación capitalista, y así le fue: a la mierda la República Democrática Alemana. Los del Este, ciudadanos de cuarta clase, despreciados, sin empleo, objeto de burla por sus pequeños utilitarios. Habitantes de un zoo.
Y el siguiente tenía que ser él. «Lo que devuelve el eco de la pared / es la podredumbre de la piedra, no de las almas». Conocía ya la prisión —fue donde empezó todo—, pero allí no se le pudrió el alma entonces. Ni se le pudriría ahora. Jamás se arrastraría en busca de un cura para morir como Husak, ni correría a refugiarse en el Kremlin como Erich. El nuevo gobierno de fascistas amantes de las plantas se había empeñado en llevarle a juicio. Sabían muy bien lo que necesitaban: un viejo decrépito que reconociera sus crímenes, que reconociera ser culpable de cualquier cosa a cambio de que le dejaran vivir. Y ése fue exactamente el papel que interpretó en los interrogatorios preliminares. Se negó a cooperar, dijo que no reconocía su autoridad, denunció su justicia burguesa, pero repitió hasta la saciedad que su único deseo era que le permitieran retirarse al campo para vivir allí en paz sus últimos años. Actuó así un día y otro día, hasta que estuvieron absolutamente seguros de una cosa: que deseaban vivamente llevarlo ante un tribunal. Exactamente lo que él había planeado.
No le importaba en absoluto lo que pudiera ocurrirle a su vida, pero sí lo que pudiera ser de su fe. Estaban vendiendo pornografía junto al Mausoleo del Primer Líder. Los curas lo mangoneaban todo. Los capitalistas husmeaban por todo el país como perros en celo. El príncipe heredero, como hablan empezado a llamarlo de nuevo los periódicos, estaba visitando los palacios de su familia, diciendo, por supuesto, que no volvería como rey, sino como un hombre de empresa para ayudar a su país si se le permitía hacerlo. Y luego envió a su mujer por delante, y cuando ésta acudía a presenciar un partido de fútbol, nadie miraba el juego. ¿Y toda aquella cháchara acerca de si el pueblo deseaba o no un referéndum sobre el retorno de la monarquía, como si la cuestión no hubiera quedado zanjada hacía años? Los trucos de siempre. ¿Por qué no publicaban los periódicos aquella fotografía de los tres tíos del príncipe heredero vistiendo el uniforme de la Guardia de Hierro?
Y el siguiente tenía que ser él, Stoyo Petkanov, el Segundo Líder, el timonel de la patria, el defensor del socialismo. Aquel mierda de Gorbachev lo jodió todo, todo. Se presentó aquí en visita real, soltando dos palabritas y haciendo una pausa para que todo el mundo aplaudiera. Y para comunicarnos, a la vez, que desgraciadamente no podría seguir aceptando nuestra moneda como pago de su petróleo. Sólo divisas fuertes. Ni siquiera pareció advertir la ironía de aquella situación: el presidente del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ¡pidiéndole dólares americanos al líder de su más fiel aliado socialista! Cuando le dije que el país tenía poquísimos dólares, Gorbachev replicó que la fórmula para conseguirlos era reestructurar el país con mayor apertura.
Petkanov se sentía muy orgulloso de lo que sucedió a continuación:
—Camarada presidente —le había dicho—, tengo una propuesta propia, una reestructuración que sugerirle. Mi país atraviesa ahora ciertas dificultades momentáneas, cuyas causas usted y yo conocemos. Nuestras dos naciones se han esforzado siempre en caminar estrechamente unidas por la senda del socialismo. Fuimos su leal aliado cuando hubo que hacer frente a las fuerzas contrarrevolucionarias en 1968. Ahora viene usted a anunciarnos que nuestra moneda ya no le resultará válida, que hay que establecer una nueva separación entre nuestros dos países… Yo no veo la necesidad de esto y, si me lo permite, le diré que tampoco me parece una actitud fraterna. Tengo al respecto una idea distinta, una visión diferente del futuro. Propongo que, en lugar de que nuestras dos naciones vayan cada una por su propio camino rojo a la hora de atravesar este pedregal que nos ha salido al paso en la ascensión a la gran cumbre, propongo, digo, que nos unamos aún más.
Pudo ver que sus palabras suscitaban vivo interés en Gorbachev.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el ruso.
—Abogo por la plena integración política de nuestros respectivos Estados.
A Gorbachev lo pilló por sorpresa; en los protocolos preliminares no se había abordado este tema. No sabía cómo manejar la situación. Había venido a decirle al Segundo Líder cómo debía proceder en su propio país, tras haber decidido de antemano que iba a vérselas con algún camarada imbécil de la vieja escuela, incapaz de entender hacia dónde iba el mundo. Pero él, Stoyo Petkanov, era el único que tenía un plan, y aquello no le había hecho demasiada gracia al ruso.
—Explíquese —le había dicho Gorbachev.
¡Vaya si se explicó! Le habló del continuado y leal esfuerzo hecho por su nación para el triunfo del socialismo, la solidaridad internacional y la paz. Se refirió a la histórica lucha de su pueblo y a sus constantes aspiraciones. Expuso francamente las contradicciones que podrían surgir, y que podrían minar los intereses de la construcción social si se pasaban por alto y si el Partido y el Estado no emprendían una acción decidida para solventarlas. De pasada, pero en el centro de su reflexión, evocó su epifanía de adolescente en el monte Rykosha. Y, para concluir, habló con apasionamiento del futuro, de sus retos y oportunidades.
—Si no le entiendo mal —había dicho finalmente su interlocutor—, está usted proponiendo que su país se incorpore a la URSS como decimosexta república de la Unión Soviética.
—Exactamente.