La abuela de Stefan se negaba a presenciar el juicio por la televisión, y al principio los estudiantes se sintieron incómodos sabiendo que la tenían cerca. Permanecía en la cocina, a unos metros de ellos, sentada bajo un marquito con un retrato en color de Lenin que nadie se había atrevido a sugerirle que quitara de allí. Era una mujer baja, rolliza, con las comisuras de los labios pronunciadamente caídas por la falta de varios dientes; el gorro de punto que siempre llevaba puesto, incluso dentro de casa, contribuía a acentuar la redondez de su figura. Hablaba poco ahora, tal vez porque había llegado a la conclusión de que la mayoría de las preguntas no precisan respuesta. Un gesto con la cabeza, un encogimiento de hombros…, que te pasara una fuente en la mesa…, de vez en cuando una sonrisa…: y ya podías contentarte con eso. En especial cuando tenía que vérselas con Stefan y sus jóvenes amigos. ¡Qué charlatanes eran! No había más que verlos sentados frente al televisor, alborotando, interrumpiéndose el uno al otro, incapaces de prestar atención a la pantalla más de un minuto. Chillándose como una bandada de tordos… Y cerebros de pajarito, también.
La chica se mostraba bastante educada con ella, pero los otros dos, y especialmente aquel descarado al que llamaban Atanas… Ahí estaba de nuevo, husmeando por toda la habitación, fijando sus ojillos de pájaro en un punto situado por encima de su cabeza…
—Eh, abuela… Y ése ¿quién es? ¿Su primer marido?
Otra pregunta más que no hacía falta que contestara.
—Mira, Dimiter. ¿Te has fijado en esa foto del novio de la abuela?
Y el segundo tordo de la bandada aparecía por la cocina y se dedicaba a examinar el retrato mucho más tiempo del necesario.
—No parece muy simpático, abuela.
—Y se le ve demasiado mayor para usted.
—Yo que usted, le daría calabazas, abuela. Seguro que es un latoso.
Nada de todo eso requería respuesta por su parte.
La tarde anterior, al anochecer, se había echado una bufanda de lana por encima de su gorro de punto, había descolgado el retrato de la pared y se había marchado del apartamento sin decir adonde iba. Luego tomó un tranvía hasta la plaza de la Lucha Antifascista, cuyo nombre seguía usando ella a pesar de cómo quisieran llamarla ahora los insolentes conductores del autobús. Una vez allí, le compró tres claveles rojos a un campesino que al principio trató de cobrarle el doble de su precio diciéndose que, puesto que iba al mitin, por fuerza debía de ser comunista y, por lo tanto, la causa de todos sus problemas; pero un excepcional arranque dialéctico de la abuela puso al hombre de vuelta y media y le obligó a rebajar el precio hasta la cotización normal del mercado. Después, junto a unos cuantos centenares de leales al régimen caído, había permanecido de pie en la plaza mientras algunos individuos, que obviamente no eran miembros del Partido, patrullaban sin disimulo por el lugar donde se habían congregado los asistentes al mitin. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que volvieran a ilegalizar el Partido, forzándolo a vivir en la clandestinidad? ¿Sería antes de que resurgieran los fascistas y los jóvenes rebuscaran en los desvanes las descoloridas camisas verdes de sus abuelos de la Guardia de Hierro? Preveía el inevitable retorno de la opresión de la clase trabajadora, el recurso al paro y a la inflación como armas políticas. Pero, mirando más allá, contemplaba también el momento en que hombres y mujeres volverían a levantarse y a sacudirse el yugo, para recuperar su dignidad debida y completar de nuevo desde el principio el glorioso ciclo de la revolución. Ella no viviría para verlo, naturalmente, pero no albergaba la más mínima duda al respecto.