Vera atravesó la plaza de San Basilio Mártir, que en el curso de los pasados cuarenta años había sido la plaza de Stalingrado, la plaza Brezhnev e incluso, efímeramente, en un intento de soslayar el problema, la plaza de los Héroes del Socialismo. Ahora, desde hacía ya meses, se había quedado sin nombre. Los desmochados postes metálicos que llevaban las placas con los rótulos estaban ahora vacíos, al igual que los dormidos castaños. Unos y otros aguardaban la primavera: los árboles para volver a llenarse de hojas, y los postes para lucir nuevas placas. Y entonces la ciudad tendría de nuevo una plaza de San Basilio Mártir.
Vera se sabía guapa. Estaba orgullosa de sus marcados pómulos y sus grandes ojos castaños; le agradaban sus piernas y era consciente de que la favorecían mucho los llamativos colores de sus ropas. Pero cuando cruzaba los jardines de la plaza de San Basilio, como hacía cada mañana a las diez, se sentía misteriosamente transformada en un adefesio. Tras la verja que limitaba los jardines por el oeste se apiñaban siempre a esa hora un centenar de hombres. Y ni uno solo de ellos la miraba. O, si alguno lo hacía, apartaba inmediatamente la vista, sin molestarse en echar un vistazo a sus piernas ni en observar con una sonrisa el chillón pañuelo de seda que lucía alrededor del cuello.
Antes del cambio, debía solicitarse autorización oficial para cualquier reunión pública de más de ocho personas, y la vigilancia del cumplimiento de esta ley podía entrañar un procedimiento sumamente expeditivo, consistente en que aparecieran de pronto unos individuos con cazadoras de cuero y tomaran nota de los nombres y las direcciones de los participantes. Con posterioridad al cambio, escenas como ésta, de grupos arremolinados en plena calle, se habían vuelto frecuentes. De entre los que pasaban, algunos se sumaban sin pensárselo al corro, al igual que se ponían automáticamente a hacer cola frente a la puerta de cualquier tienda que la tuviera formada, con la ilusoria esperanza de conseguir algunos huevos o medio kilo de zanahorias. Lo raro del corro en cuestión era que estaba compuesto exclusivamente de hombres, y en su mayoría entre los dieciocho y los treinta años: en otras palabras, de la clase de hombres que siempre se fijaban en ella. Pero éstos, en vez de hacerlo, daban muestras de hallarse en un estado de ordenada excitación: como abejas ocupadas en alguna faena difícilmente perceptible, iban siendo absorbidos uno a uno desde el exterior del corro hacia el centro y, a los pocos minutos, salían expulsados desde el centro hacia fuera. Algunos daban la impresión de haber conseguido lo que deseaban, y se encaminaban sin vacilar hacia la puerta de Poniente; el resto vagaban indecisos, sin rumbo.
«Pornografía», fue la primera explicación de Vera. Ya se sabe: grupos de hombres ávidamente congregados alrededor de un cajón del revés, sobre el que van pasando las hojas de alguna revista mal impresa. O en ocasiones alrededor de una botella de licor extranjero y unos cuantos vasos; aunque, normalmente, la botella procedía de las basuras de un hotel para turistas foráneos, y había sido rellenada con algún aguardiente casero. Pero también podía tratarse de mercado negro; en cuyo caso, los afortunados que se dirigían hacia la puerta de Poniente irían en busca del género de contrabando. Si no era nada por el estilo, sin duda sería algo relacionado con la religión, con el partido monárquico, con la astrología, la numerología o el juego, o con la secta Moon. Los fervorosos partícipes en reuniones de este tipo rara vez se sentían interesados por las nuevas estructuras democráticas, la contaminación ambiental o los problemas de la reforma agraria. Se trataba siempre de algo ilegal, o de una huida de la realidad o, en el mejor de los casos, de un podrido individualismo. Y encima, no se fijaban en ella.