Puesto que Petkanov declinó cooperar con las abogadas Milanova y Zlatarova, designadas por el Estado para su defensa, se decidió que las habituales normas de cortesía profesional entre el ministerio fiscal y la defensa se harían extensivas al propio acusado en persona. Así, cuando el tribunal aplazaba la sesión, Peter Solinsky se encaminaba al sexto piso del Ministerio de Justicia (antigua Oficina de Seguridad del Estado) para entregar a Petkanov los cinco diarios de difusión nacional y los dejaba sobre su mesa. Cada mañana Petkanov tomaba del montón el matutino Verdad, portavoz del Partido Socialista (anteriormente Comunista), y ni siquiera tocaba La Nación, El Pueblo, Libertad y Tiempos Libres.
—¿No le interesa conocer las opiniones del Diablo? —le preguntó en broma Solinsky cierta tarde, al encontrar a Petkanov abismado en la lectura del evangelio del Partido.
—¿El Diablo?
—Los periodistas de nuestra prensa libre.
—Libre… ¡libre! ¡Qué manía tenéis con esa palabra! ¿Es que os pone dura la polla? Pues nada, hombre: ¡libertad, libertad! Y veamos si se te abulta la bragueta, Solinsky.
—Ahora no está usted en el tribunal. No tiene espectadores. Sólo un soldado en el papel de sordomudo.
—¡Libertad! —repitió enfáticamente Petkanov—. La libertad consiste en someterse a la voluntad de la mayoría.
Solinsky no respondió en seguida. Había oído aquella frase antes, y le había aterrado. Finalmente murmuró:
—¿De verdad cree usted eso?
—Cualquier otra cosa que llaméis libertad es sólo el privilegio de una élite social.
—¿Como las tiendas especiales para los miembros del Partido? ¿Se ajustan a la voluntad de la mayoría?
Petkanov tiró el periódico sobre la mesa.
—Todos los periodistas son unos cabrones. Puestos a elegir, prefiero los míos.
Al fiscal general aquellas entrevistas le resultaban frustrantes, pero útiles. Necesitaba estudiar a su oponente, comprenderle, descubrir la forma de predecir sus reacciones más imprevisibles. Por eso prosiguió, en un tono de pedante racionalidad:
—Bueno…, siempre hay diferencias de categoría, ya sabe. Tal vez debería usted leer los editoriales de Tiempos Libres sobre su juicio. No adoptan la postura más obvia.
—Puedo ahorrarme ese trabajo y echarme yo mismo un cubo de mierda sobre la cabeza.
—No quiere esforzarse en comprender, ¿verdad?
—Mira, Solinsky, no tienes ni idea de lo que me aburre esta discusión. Consideramos todos los aspectos hace décadas, y llegamos a las conclusiones correctas. Hasta tu padre estuvo de acuerdo, después de dar vueltas como un trompo durante varios meses. Por cierto: ¿le has saludado de mi parte?
—¿No significa nada para usted el concepto de «prensa libre»?
Petkanov bostezó teatralmente, como si el fiscal general estuviera defendiendo la hipótesis de una tierra plana.
—Es una contradicción —replicó—. Todos los periódicos pertenecen a algún partido, a algún interés. Ya sea a los capitalistas o al pueblo. Me sorprende que no lo hayas notado.
—Pero hay periódicos cuyos propietarios son los mismos periodistas que los escriben.
—Que representan al peor partido de todos: el del egoísmo. Una pura expresión del individualismo burgués.
—E incluso hay periodistas, aunque le sorprenda saberlo, que cambian de opinión sobre los temas. Que tienen la libertad de sacar sus propias conclusiones, de estudiarlas, de reconsiderarlas y de modificar sus puntos de vista.
—Cabrones chaqueteros, querrás decir —corrigió Petkanov—. Cabrones neuróticos.
Había habido una revolución; de eso no cabía duda. Pero jamás se empleaba esta palabra, ni matizada con adjetivos como «de terciopelo» o «pacífica». El país tenía pleno sentido de la historia, pero a la vez se mostraba muy cauteloso con la retórica. Las grandes expectativas de los últimos años rechazaban ser traducidas en palabras altisonantes. Por eso, en vez de hablar de revolución, el pueblo hablaba de cambio, y la historia reciente se dividía ahora en tres sencillas partes: antes del cambio, durante el cambio, y después del cambio. No había más que mirar lo que había ocurrido a lo largo de la historia: reforma, contrarreforma, revolución, contrarrevolución, fascismo, antifascismo, comunismo, anticomunismo… Como por alguna ley física, los grandes movimientos parecían provocar una fuerza igual y de signo opuesto. Así que la gente hablaba cautamente de cambio, y esta leve evasiva les hacía sentirse algo más seguros: resultaba difícil imaginar algo llamado contracambio o anticambio y, por lo mismo, parecía también evitable la realidad correspondiente a ese nombre.
Entre tanto, despacio, discretamente, en toda la ciudad se iban derribando monumentos. Ya antes, por supuesto, había habido remociones parciales. En cierto momento, a una insinuación de Moscú, habían desaparecido todos los Stalin de bronce. Se los habían llevado de sus pedestales de noche, para depositarlos en un solar abandonado próximo al apartadero de la estación central donde los alinearon contra un alto muro como si estuvieran esperando al pelotón de fusilamiento. Durante unas pocas semanas mantuvieron dos soldados de guardia, hasta que se vio claramente que no existía ningún deseo popular de profanar las efigies. Levantaron, pues, a su alrededor una cerca de alambre de espino y dejaron que se defendieran por sí mismas; ya se encargarían de mantenerlas despiertas toda la noche los silbidos y resoplidos de los buenos trenes. Cada primavera, las ortigas crecían más altas, y las enredaderas trepaban dando una vuelta más por las botas y las piernas del Señor de la Guerra. No faltaron intrusos que, en alguna ocasión, se colaron en el solar provistos de cincel y martillo, decididos a encaramarse a una de las estatuas más pequeñas para llevarse medio bigote de recuerdo; pero la borrachera o la mala calidad del cincel los hicieron fracasar siempre. Las estatuas permanecieron, pues, junto al apartadero de clasificación, brillando bajo la lluvia e invictas como un recuerdo.
Pero Stalin tenía compañía. La de Brezhnev, que en vida gustó de adoptar poses de bronce y de granito, y que ahora continuaba felizmente su existencia en forma de estatua. La de Lenin, con su gorra de obrero y el brazo en alto, enardecido, aferrando en sus dedos el sagrado texto. Y junto a él, el Primer Líder de la nación que, como símbolo perenne de lealtad y sumisión política, medía cosa de un metro menos que los gigantes de la Unión Soviética. Ahora, pues, venían a unirse a ellos las efigies de Stoyo Petkanov, que lo representaban de diversa guisa: como caudillo partisano, con sandalias de piel de cerdo y blusón campesino: como comandante militar, con las estalinistas botas hasta las rodillas y entorchados de general; como estadista mundial, enfundado en un terno con chaqueta cruzada y luciendo en el ojal la Orden de Lenin. Esta íntima y selecta comparsa, algunos de cuyos más recientes representantes aparecían brutalmente mutilados por la acción torpe de alguna grúa, se apiñaba en permanente exilio, discutiendo en silencio de política.
Recientemente se había hablado de enviar a Alyosha a hacerles compañía. A Alyosha, que durante casi cuatro décadas había permanecido erguido en aquella loma hacia el norte, con su bayoneta centelleando fraternalmente. Había sido una donación del pueblo soviético; de ahí que hubiera surgido una corriente de opinión favorable a devolvérselo a los donantes. Que se vuelva a Kiev, o a Kalinin, o a donde sea: después de tanto tiempo debe de sentir añoranza de su tierra, y su gran madre de bronce debe de estar echándole mucho de menos.
Pero los gestos simbólicos pueden resultar caros. Había costado bastante poco sacar de su mausoleo el embalsamado cuerpo del Primer Líder, en una noche ya olvidada cuando sólo una de cada seis farolas iluminaba la plaza. Pero… ¿repatriar a Alyosha…? Costaría miles de dólares americanos, un dinero que estaría mejor empleado en comprar petróleo o en corregir las fugas radiactivas del reactor nuclear de la provincia oriental. Por eso preferían algunos un destierro local menos duro: facturarlo al apartadero de la estación central en compañía de sus jefes metálicos. Allí los dominará a todos, porque era la estatua más alta del país. Y la idea de que aquellos vanidosos líderes se sentirían incómodos por la llegada de tan enorme compañero podría ser una pequeña y barata venganza…
Otros pensaban que Alyosha debía permanecer en su colina. Al fin y al cabo, era un hecho indiscutible que el ejército soviético había liberado al país de los fascistas, y que soldados rusos habían muerto y hablan sido enterrados allí. Sin olvidar que entonces, y durante bastante tiempo después, muchos habían sentido gratitud hacia Alyosha y sus camaradas. ¿Por qué no dejarlo donde estaba? Uno no tiene que estar de acuerdo con todos y cada uno de los monumentos. Ya a nadie se le ocurre destruir las Pirámides por un sentimiento retrospectivo de culpabilidad respecto a los sufrimientos de los esclavos egipcios.