Como muchos de sus coetáneos, Peter Solinsky había crecido dentro del Partido. Fue de niño pionero rojo, se afilió a las Juventudes Socialistas después, y finalmente fue miembro de pleno derecho del Partido, cuyo carnet recibió poco antes de que su padre fuera víctima de una de las habituales purgas de Petkanov y se viera obligado a exiliarse. Hubo al principio amargas palabras entre padre e hijo, puesto que Peter, con toda la autoridad de la juventud, sabía que el Partido estaba siempre por encima del individuo y que esto era aplicable al caso de su padre como al de cualquier otro. El propio Peter había estado durante algún tiempo bajo sospecha; y tenía que reconocer que, en aquellos días de negros nubarrones, su matrimonio con la hija de un héroe de la lucha antifascista le brindó cierta protección. Poco a poco había recuperado el favor del Partido; y en una ocasión incluso le enviaron a Turín formando parte de una misión comercial; hasta le facilitaron cierta cantidad de divisas, diciéndole expresamente que las gastara, lo cual le había hecho sentirse privilegiado. Como es de suponer, no permitieron que Maria le acompañara en aquel viaje.
Frisaba en los cuarenta cuando le nombraron profesor de Derecho en la segunda universidad de la capital. Su apartamento en el bloque 307 del polígono de la Amistad les había parecido entonces lujoso. Tenían un coche pequeño y una casita en los bosques de Ostova; y acceso limitado, pero regular, a las tiendas especiales. Angelina, su hija, era una chica alegre, mimada, y feliz de que la mimaran. ¿Qué le hizo considerar insatisfactorio ese estilo de vida? ¿Qué era lo que le había llevado a convertirse —como le calificaba Verdad aquella misma mañana— en un parricida político?
Mirando atrás, suponía que todo habla comenzado con Angelina: con sus ¿por qué? No los inocentes y típicos ¿por qué? de sus cuatro años (¿por qué es domingo?, ¿por qué salimos?, ¿por qué lo llaman taxi?), sino las maduradas y tanteantes preguntas de la chiquilla de diez años. ¿Por qué hay tantos soldados si no estamos en guerra? ¿Por qué hay tantos albaricoqueros en el campo, pero nunca hay albaricoques en las tiendas? ¿Por qué hay niebla sobre la ciudad en verano? ¿Por qué vive tanta gente en los descampados que hay más allá de los bulevares del este? Las preguntas no eran peligrosas, y Peter había podido responderlas con facilidad. Porque están aquí para protegernos. Porque los vendemos en el extranjero para obtener las divisas fuertes que necesitamos. Porque hay muchas fábricas que trabajan a plena capacidad. Porque a los gitanos les gusta vivir de esa forma…
Angelina se contentaba siempre con sus respuestas. Eso era lo terrible. No es que las certeras preguntas de una chiquilla inocente hicieran tambalear las convicciones de su padre; lo que le resultaba a éste inquietante era la pasiva satisfacción de la niña con respuestas que él sabía que eran, a lo sumo, evasivas plausibles. La ciega aceptación de su hija le turbaba profundamente. Y en las horas de insomnio, cuando se atormentaba en la oscuridad, generalizó al país entero la actitud que veía en Angelina. ¿Podía una nación perder su capacidad de escepticismo, de duda útil? ¿Y si el músculo de la contradicción se le hubiera atrofiado simplemente por falta de ejercicio?
Como un año después, Peter Solinsky descubrió que aquellos temores suyos eran en exceso pesimistas. Si los escépticos y los contrarios al régimen callaban por sistema en su presencia, era, lisa y llanamente, porque no se fiaban de él. Pero sí había en el país gente que deseaba probar de nuevo desde el principio, que prefería los hechos a la ideología, que quería afirmar pequeñas verdades antes de elucubrar grandes doctrinas. Cuando Peter se dio cuenta de que su número era lo bastante alto como para espolear las inquietudes de la medrosa mayoría, sintió como si en su alma se despejara la niebla.
Todo había empezado en una ciudad mediana de la frontera septentrional del país con su más próximo aliado socialista. El límite entre ambos era un río, un río donde desde hacía años no se había pescado un solo pez. Por encima de la ciudad los árboles crecían retorcidos y bajos, con el follaje ralo. Los vientos dominantes empujaban a través del río un aire grasiento y parduzco procedente de otra ciudad mediana situada en el límite meridional del aliado socialista más próximo. Los niños padecían enfermedades pulmonares desde la infancia; las mujeres se envolvían las caras con pañuelos al salir de compras; los consultorios médicos estaban llenos de pulmones quemados y ojos dañados. Hasta que un día un grupo de mujeres hizo llegar su protesta a la capital. Y como en aquellos días dio la casualidad de que el aliado socialista más próximo atravesaba un bache temporal de popularidad por su actitud poco fraterna hacia una de sus minorías étnicas, la carta de las mujeres al ministro de Sanidad se convirtió en una gacetilla en Verdad, a la que se refirió luego con simpatía un miembro del Politburó.
Fue así como la pequeña protesta se transformó en un movimiento local y luego en un Partido Verde, al que se le permitió existir en gracia a Gorbachev, con severas instrucciones de no meterse en nada que no fueran los asuntos ambientales, preferiblemente aquellos que pudieran incomodar al aliado socialista más próximo. A raíz de lo cual se sumaron al nuevo movimiento unas tres mil personas, que empezaron a tirar de las tenaces y enojosas raíces de las causas y de los efectos: de la secretaría regional a la secretaría provincial, y de ésta al Comité Central del Partido, al ministro adjunto, al ministro, al Politburó y, finalmente, a los caprichos del presidente; en otras palabras: del árbol muerto al plan quincenal vivo. Para cuando el Comité Central se dio cuenta del peligro y declaró la afiliación a los Verdes incompatible con el socialismo y el comunismo, a Peter Solinsky y a miles de personas como él les preocupaba más el carnet de su nuevo partido que el del viejo. Era demasiado tarde para emprender una purga; demasiado tarde para impedir que Ilia Banov, el astuto y telegénico excomunista convertido en líder de los Verdes, obtuviera popularidad a escala nacional; demasiado tarde para evitar las elecciones impuestas a los países socialistas por Gorbachev; demasiado tarde, como explicó Stoyo Petkanov a los once miembros del Politburó en sesión de emergencia, para impedir que reventara aquel maldito forúnculo.
Lo que pensaba privadamente Maria Solinska acerca del Partido Verde —y sus opiniones tendían a ser cada vez más privadas— era que lo formaban un hatajo de guardabosques cretinos, gamberros anarquistas y simpatizantes del fascismo; que al tal Ilia Banov deberían haberle facturado treinta años atrás en un avión para la España de Franco; y que Peter, su marido, que tanto había luchado por conseguir un buen trabajo y un apartamento decente, y que había logrado librarse de la maligna sombra de su desviacionista padre en gran parte gracias a ella, o estaba perdiendo el escaso buen sentido político que había tenido alguna vez, o pasando el equivalente masculino a la menopausia, y muy posiblemente ambas cosas al mismo tiempo.
Guardó silencio cuando algunos conocidos denostaron las creencias que habían defendido lealmente pocos meses antes; observó la furiosa alegría de la muchedumbre, y en cada bulevar de la ciudad olfateó la sed de venganza como si fuera sudor rancio. Y todo esto hizo que se refugiara cada vez más en su vida con Angelina. En ocasiones, cuando contemplaba su sencillo aprendizaje de cosas ciertas como las matemáticas y la música, envidiaba a su hija y hubiera deseado empezar como ella. Pero sin duda no pasaría mucho tiempo sin que tuviera que aprender también las nuevas certezas políticas, las nuevas ortodoxias que se apresurarían a enseñarle en la escuela.
Con todo, en la mañana de la primera sesión de la causa criminal número 1, cuando su marido se acercó a despedirse con un beso, algo se conmovió en su interior y le hizo olvidar las bruscas traiciones y los lentos desengaños de los últimos tiempos. Así que Maria Solinska le devolvió el beso a Peter y, con una actitud afectuosa que no mostraba desde hacía algún tiempo, enderezó los extremos de la bufanda que él se había metido de cualquier manera entre sus solapas vueltas.
—Sé prudente —le dijo cuando se marchaba.
—¿Prudente? Claro que lo seré. Mira —replicó él, dejando su portafolios y enseñándole las manos—: me he puesto mis guantes de piel de puercoespín.
La causa criminal número 1 fue presentada ante el Tribunal Supremo el 10 de enero. Los espectadores que se agolpaban a las puertas del edificio vieron llegar al anterior jefe del Estado con una escolta militar: una figura fornida, de corta estatura, enfundada en una gabardina abotonada hasta el cuello. Llevaba sus habituales gruesas gafas ligeramente tintadas, y al salir del Chaika se quitó el sombrero, dejando ver de nuevo aquella testa familiar reproducida en tantísimos sellos de correos de la nación: el cráneo encajado entre los hombros, la nariz afilada e inquisitiva, la frente calva y el pelo rebelde y de color rubio rojizo por encima de las orejas. Dedicó a la multitud un saludo con la mano y una sonrisa. Luego las cámaras le perdieron hasta que reapareció en la sala. En algún lugar del pasadizo había dejado su sombrero y su gabardina: vestía ahora un traje oscuro pasado de moda, camisa blanca y corbata verde con rayas diagonales de color gris. Se detuvo y miró a su alrededor como el futbolista que examina un estadio desconocido. Cuando pareció que estaba a punto de avanzar, cambió de opinión y fue hacia uno de los soldados que estaban de guardia. Examinó el pasador de condecoraciones que lucía y luego, de un modo maquinal, ajustó paternalmente la guerrera del soldado. Sonrió para sí, y siguió adelante.
[—¡Si será comediante!
—Calla, Atanas.]
La sala había sido construida en ese estilo que se ha dado en llamar brutalismo, que estuvo de moda a principios de los setenta, aunque aquí atenuado: maderas claras, ángulos suavizados, asientos casi confortables… Podría haber sido la sala de ensayos de un teatro, o un pequeño auditorio musical concebido para la interpretación de estridentes quintetos de viento, de no ser por la iluminación, desacertada colaboración de tubos fluorescentes y sencillas lámparas de pantalla. Las luces no privilegiaban ninguna zona ni se focalizaban en ningún punto: su efecto era plano, democrático, imparcial.
Mostraron a Petkanov el camino del banquillo, donde se quedó de pie unos momentos observando a su alrededor las dos filas de escritorios de los abogados, la pequeña galería pública y el estrado en que tomarían asiento el presidente del tribunal y sus dos asesores; observó atentamente a los guardias, los ujieres, las cámaras de televisión, el apiñado grupo de informadores… Había tantos periodistas, que a algunos los habían acomodado en la tribuna del jurado, donde parecía haberles invadido una repentina timidez: estaban enfrascados en el examen de sus blancos cuadernos de notas.
Finalmente, el anterior jefe del Estado tomó asiento en el pequeño sillón de madera que habían dispuesto para él. Detrás, y por lo tanto siempre en campo cuando las cámaras enfocaban a Petkanov, se hallaba de pie una simple funcionaria de prisiones. La fiscalía había dispuesto este pequeño toque escénico, y sugerido expresamente que se eligiera a una mujer: en la medida de lo posible debía evitarse que los militares aparecieran en la pantalla. Vean: es un juicio más, una causa en la que un criminal comparece ante la justicia civil; y entérense: ya no es el monstruo que nos tenía a todos aterrorizados: es sólo un anciano custodiado por mujeres.
El presidente del tribunal y sus colegas entraron en la sala: tres hombres maduros que vestían traje oscuro, camisa blanca y corbata negra, entre los que podía identificarse al presidente por su toga negra suelta. Se declaró abierto el juicio, y el fiscal general fue invitado a leer los cargos. Peter Solinsky, que estaba ya de pie, dirigió una mirada a Stoyo Petkanov, esperando que también él se levantara. Pero el expresidente se quedó donde estaba, con la cabeza levemente ladeada y el aspecto de un hombre poderoso confortablemente sentado en el palco real, esperando a que se levantara el telón. La funcionaria que le custodiaba se inclinó hacia él y le murmuró algo, que él fingió no oír.
Solinsky observó sin inmutarse aquellas reticencias. Tranquilo, como la cosa más normal del mundo, abordó su papel. Primero inspiró tan honda y largamente como le fue posible hacerlo sin llamar la atención. Le habían enseñado que el control de la respiración es vital en la práctica forense. Sólo los atletas, los cantantes de ópera y los abogados comprenden la trascendencia que tiene respirar bien.
[—Oblígale a levantar el culo del asiento, Solinsky, ¡vamos!, haz que levante el culo.
—¡Chist!]
—Stoyo Petkanov: comparece usted ante el Tribunal Supremo de la Nación acusado de los siguientes delitos. Uno, fraude mediando documentos, conforme al artículo 127 (3) del Código Penal. Dos, abuso de autoridad en el ejercicio de sus funciones oficiales, conforme al artículo 212 (4) del Código Penal. Y tres…
[—Asesinato en masa.
—Genocidio.
—De arruinar al país.]
—… Prevaricación, conforme al artículo 332 (8) del Código Penal.
[—¿Qué es prevaricación?
—Mala gestión.
—Querrá decir que gestionó mal los campos de prisioneros…
—O que torturaba a la gente como Dios manda…
—¡Chist, chist!]
—¿Cómo se declara usted?
Petkanov permaneció exactamente en la misma posición, sólo que ahora se insinuaba en su rostro una leve sonrisa. La funcionarla de prisiones se inclinó nuevamente hacia él, pero la detuvo con un chasquido de los dedos.
Solinsky se volvió al presidente del tribunal en demanda de ayuda.
—Responda el acusado a la pregunta —dijo aquél—. ¿Cómo se declara?
Petkanov se limitó a erguir un poco más la cabeza, dedicando la misma expresión desdeñosa al estrado de los jueces.
El presidente del tribunal miró hacia el banquillo de la defensa. La abogada del Estado Milanova, una mujer morena de mediana edad, de aspecto severo, se había puesto ya de pie:
—La defensa ha recibido instrucciones de no alegar nada —anunció.
Los tres jueces intercambiaron impresiones brevemente, y luego el presidente del tribunal declaró:
—De conformidad con el artículo 465, el tribunal interpreta el silencio como una declaración de inocencia. Prosiga.
Solinsky empezó de nuevo.
—¿Se llama usted Stoyo Petkanov?
Dio la impresión de que el anterior jefe del Estado meditaba la respuesta unos instantes. Luego, con una tosecilla, como dando a entender que el movimiento que seguiría era por propia iniciativa, se puso en pie. Pero, aun así, no ofreció ningún indicio de que fuera a hablar. El fiscal general, por consiguiente, repitió la pregunta:
—¿Se llama usted Stoyo Petkanov?
El acusado no prestó la menor atención al fiscal de brillante traje italiano y, en vez de ello, se volvió al presidente del tribunal.
—Deseo hacer una declaración previa.
—Responda primero a la pregunta del fiscal general.
El Segundo Líder volvió la mirada a Solinsky, como si advirtiera su presencia por primera vez y le invitara a repetir la pregunta igual que si fuera un escolar.
—¿Se llama usted Stoyo Petkanov?
—Lo sabes perfectamente. Luché junto a tu padre contra los fascistas. Te envié a Italia para que te compraras allí el traje que llevas. Aprobé tu nombramiento de profesor de Derecho. Sabes perfectamente quién soy. Quiero hacer una declaración.
—A condición de que sea breve —replicó el presidente del tribunal.
Petkanov asintió para sí, aprovechando la venia pero haciendo caso omiso de la petición del juez. Echó un vistazo alrededor de la sala como si acabara de darse cuenta del lugar en que estaba, se acomodó las gafas un poco más arriba de la nariz, apoyó los puños sobre la superficie acolchada de la barandilla de madera que tenía enfrente y, con el tono de alguien acostumbrado a la correcta organización de un evento público, preguntó:
—¿Qué cámara me enfoca?
[—¡Cabrón de mierda! ¡Pedir que le escuchen!
—A nosotros no nos la pegas, Stoyo, ya no nos la pegas.
—Espero que te caigas muerto delante de nosotros. En vivo y en directo.
—Tranquilo, Atanas. Tú si que la palmarás si sigues así.]
—Haga su declaración.
Petkanov asintió de nuevo, más como si hubiera consultado consigo mismo que en respuesta a la nueva venia otorgada.
—No reconozco la autoridad de este tribunal. Carece de poder para enjuiciarme. Fui arrestado ilegalmente, confinado ilegalmente, interrogado ilegalmente, y ahora me encuentro ante un tribunal ilegalmente constituido. Sin embargo —y al llegar a este punto se permitió una pausa y una rápida sonrisa, consciente de que aquel «sin embargo» había evitado que el presidente del tribunal le cortara—, sin embargo, responderé a sus preguntas a condición de que sean relevantes.
Hizo una nueva pausa, lo suficiente para que el fiscal general dudara de si había concluido o no su declaración, y prosiguió luego:
—Y responderé a sus preguntas por una sencilla razón. He estado aquí antes. No precisamente en esta misma sala, por supuesto. Pero hace más de cincuenta años, mucho antes de convertirme en el timonel de esta nación. Ayudaba a organizar en Velpen, con otros camaradas, la lucha antifascista. Protestábamos contra el encarcelamiento de unos ferroviarios. Era una protesta democrática y pacífica pero, naturalmente, fue disuelta a la fuerza por la policía burguesa al servicio de la patronal. Me golpearon, como a todos mis camaradas. Cuando estábamos en la cárcel, discutimos de qué modo debíamos proceder. Algunos camaradas decían que deberíamos negarnos a responder al tribunal basándonos en que habíamos sido arrestados y encarcelados ilegalmente, y en que la policía estaba amañando pruebas contra nosotros. Pero los convencí de que era más vital advertir a la nación acerca de los peligros del fascismo y de los preparativos de guerra que hacían las potencias imperialistas. Y eso es lo que hicimos. Como saben, fuimos condenados a trabajos forzados por nuestra defensa del proletariado.
—Ahora —prosiguió—, miro a mi alrededor y este tribunal me resulta familiar. He estado aquí antes. Y, por lo tanto, una vez más consiento en responder a sus preguntas, con tal que sean relevantes.
—¿Se llama usted Stoyo Petkanov? —repitió el fiscal, con un énfasis de cansancio, como si no fuera culpa suya que la justicia le obligara a plantear cada pregunta por cuadruplicado.
—Sí, en efecto; ya hemos establecido ese punto.
—Así, puesto que es usted Stoyo Petkanov, recordará sin duda que su condena por el tribunal de Velpen el 21 de octubre de 1935 fue por daños a la propiedad, robo de una barra de hierro, y asalto criminal con el citado objeto robado a un miembro de la policía nacional.
Cuando la cámara volvió a enfocar a Petkanov, Atanas dio una profunda chupada a su cigarrillo y exhaló luego el humo haciéndolo pasar por entre los labios ahuecados como para pronunciar una «u». El humo fue a dar a la pantalla y se extendió por ella antes de disiparse. Era mejor que escupir, pensó Atanas. Te escupo a la cara con humo.