El acusado en la causa criminal número 1 había sido informado de que a las diez mantendría una entrevista preliminar con el fiscal general Solinsky. Stoyo Petkanov, pues, estaba ya despierto a las seis, ultimando su táctica y sus reclamaciones. Era importante no perder la iniciativa en ningún momento.

Como la primera mañana de su confinamiento, por ejemplo. Tras arrestarle, contra toda legalidad, sin formular ningún cargo, le condujeron a la Oficina de Seguridad del Estado, rebautizada ahora con un nombre burgués. Un maduro oficial del ejército le mostró una cama y una mesa de despacho, le hizo notar la línea blanca semicircular trazada en el suelo, ante la ventana, y luego le entregó unos confetis; eso fue, por lo menos, lo que le parecieron, así que los trató como a tales.

—¿Qué es esto? —preguntó al tiempo que arrojaba los papeles de colorines sobre la mesa.

—Son sus cupones de racionamiento.

—¿Quiere decir que van a ser tan amables de permitirme salir y hacer cola?

—El fiscal general Solinsky ha decidido que, puesto que ahora es usted un ciudadano corriente, es lógico que le afecten también las medidas temporales de austeridad impuestas a los demás ciudadanos corrientes.

—Entiendo… Y ¿qué debo hacer exactamente? —preguntó Petkanov, afectando una sumisión senil—. ¿Qué se me permite?

—Aquí tiene sus cupones para queso fresco; éstos son para queso curado, y estos otros para harina —empezó a explicarle el oficial, pasando servicialmente las diferentes hojas—, mantequilla, pan, huevos, carne, aceite para cocinar, jabón en polvo, gasolina…

—No necesitaré gasolina, imagino… —Petkanov esbozó una insinuante sonrisa de complicidad—. ¿Tal vez podría usted…?

Pero el oficial estaba ya poniéndose en guardia.

—No, claro, lo comprendo —prosiguió Petkanov—. Serviría sólo para que añadieran una acusación de intento de soborno a un miembro de las Fuerzas Patrióticas de Defensa, ¿verdad?

El oficial no contestó.

—De todas formas —añadió Petkanov, como alguien interesado por razones meramente teóricas en conocer las reglas de un juego desconocido—, de todas formas, explíqueme cómo funciona.

—Cada cupón representa el suministro semanal de los productos relacionados en la hoja. El ritmo a que usted consuma esos productos sujetos a racionamiento es cosa suya.

—¿Y las salchichas? Aquí no las veo. Todo el mundo sabe que son mi comida favorita. —Parecía más sorprendido que quejoso.

—No hay cupones para salchichas. Lo cierto es, señor, que no hay salchichas en las tiendas; por consiguiente, sería inútil facilitar cupones para ese producto.

—Muy lógico —convino el anterior presidente. Y empezó a arrancar un cupón de cada hoja coloreada—. Por razones obvias, no necesitaré gasolina. Tráigame todo lo demás —ordenó, y le arrojó al oficial el puñado de papelillos.

Al cabo de una hora se presentó un soldado trayendo una hogaza de pan, 200 gramos de mantequilla, una col pequeña, dos albóndigas, 100 gramos de queso fresco y otros 100 de queso curado, medio litro de aceite de guisar (la ración de un mes), 300 gramos de jabón en polvo (lo mismo) y medio kilo de harina. Petkanov le pidió que lo dejara todo en la mesa y que le trajera un cuchillo, un tenedor y un vaso de agua. Luego, bajo la circunspecta mirada de los dos soldados se comió las albóndigas, las dos clases de queso, la col cruda, el pan y la mantequilla. Al concluir, apartó a un lado el plato, echando una breve ojeada al detergente en polvo, el aceite y la harina, se fue a su estrecha cama metálica y se tumbó en ella.

A media tarde volvió el oficial. Con cierta confusión, como si tuviera que reprochárselo en alguna medida, le dijo al prisionero acostado:

—Me parece que no lo ha entendido. Como le expliqué…

Petkanov se incorporó de un salto, puso sus cortas piernas sobre el crujiente suelo de madera y recorrió los pocos metros que le separaban del oficial. Se plantó muy cerca de él y le clavó el índice con fuerza sobre el uniforme gris verdoso, justo debajo de la clavícula izquierda. Repitió el gesto otra vez. El oficial dio un paso hacia atrás, no tanto por la amenaza de aquel dedo que le asaltaba como por verse por primera vez tan cerca de un rostro que había dominado toda su vida anterior, un rostro que ahora se erguía amenazador ante él.

—Coronel —empezó el anterior presidente—, no tengo la más mínima intención de utilizar mi jabón en polvo. Ni emplearé mi aceite ni mi harina. Imagino que se habrá dado cuenta de que no soy uno de esos desgraciados que viven en los bloques de apartamentos más allá de los bulevares. La gente a la que ha decidido servir ahora puede haber jodido la economía hasta el extremo de que todos tengan que vivir hoy día con esos… confetis. Pero cuando usted me servía a mí —y subrayó el pronombre con otro fuerte puntazo—, cuando usted me era leal, y leal a la República Socialista Popular, recordará que había comida en las tiendas. Y a veces había colas, sí, pero no esta mierda. Así que váyase y en adelante tráigame raciones socialistas. Y puede decirle al fiscal general Solinsky, en primer lugar, que se vaya a tomar por el culo, y luego que, si quiere tenerme a régimen de jabón en polvo durante el resto de la semana, él, personalmente, será responsable de las consecuencias.

El oficial se retiró. En adelante las comidas le llegaron con toda normalidad a Stoyo Petkanov. Le sirvieron yogur siempre que lo pidió. Y en dos ocasiones había comido salchichas. El expresidente bromeaba con sus guardias a propósito del jabón en polvo, y cada vez que le traían la comida se decía a sí mismo que las cosas no estaban irremediablemente perdidas, y que aquella gente corría un riesgo al subestimarlo.

Les había obligado también a traerle su geranio silvestre. Cuando le arrestaron ilegalmente, los soldados no le permitieron llevárselo. Pero todo el mundo sabía que Stoyo Petkanov, fiel al suelo de su nación, dormía con un geranio silvestre debajo de la cama. Era vox populi. Así que, al cabo de uno o dos días, capitularon. Había podado la planta con sus tijeras de uñas para que cupiera en el espacio entre el suelo y la cama, que era muy baja, y desde entonces había dormido mejor.

Ahora estaba aguardando la llegada de Solinsky. Se hallaba de pie a dos metros de la ventana, con el pie izquierdo rozando la línea blanca. Algún incompetente había tratado de pintar una semicircunferencia bien hecha en el entarimado de pino, pero debía de haberle temblado el brazo, por efecto del temor o de la bebida, mientras arrastraba la brocha cargada de pintura. ¿Temían realmente que atentaran contra su vida, como aseguraban? De hallarse él en su lugar, un atentado le hubiera parecido de perlas, así que, ¿por qué impedirle que se pusiera donde quisiera? Los primeros días, siempre que le sacaban de su habitación, cruzaba por su mente la misma escena: se detendrían ante alguna sucia puerta metálica en el sótano, le quitarían amablemente las esposas, y le darían un empellón en la espalda diciéndole «¡Corra!», él obedecería instintivamente… y, entonces, la conmoción final. No podía entender por qué no lo habían hecho; y su indecisión le daba un nuevo motivo para despreciarlos.

Oyó el taconazo del soldado que anunciaba la llegada de Solinsky, pero no volvió la cabeza. En cualquier caso, sabía con quién iba a encararse: un joven rechoncho y seboso, de expresión zalamera, enfundado en un traje italiano de tejido brillante; el hijo contrarrevolucionario de un contrarrevolucionario, el hijo cagueta de un cagueta. Durante unos segundos más siguió mirando por la ventana. Finalmente, sin dignarse mirarle, dijo:

—Así que ahora hasta vuestras mujeres protestan.

—Están en su derecho.

—¿Quiénes serán los siguientes? ¿Los niños? ¿Los gitanos? ¿Los deficientes mentales?

—Están en su derecho —repitió Solinsky sin inmutarse.

—Puede que estén en su derecho, pero ¿qué importa eso? Un gobierno incapaz de mantener a sus mujeres en la cocina está jodido, Solinsky, jodido.

—Bueno… ya veremos, ¿no cree?

Petkanov asintió para sí y por fin se volvió.

—De todas formas, ¿cómo estás, Peter? —dijo acercándose al fiscal general con la mano tendida—. Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos. Te felicito por… tus recientes éxitos.

No, tenía que reconocer que ya no era un muchacho, ni un tipo regordete: cetrino, enjuto, pulcro, con incipientes entradas en el pelo. De momento se le veía perfectamente dueño de sí. Pero eso podía cambiar.

—No nos hemos visto —replicó Solinsky— desde que me retiraron el carnet del Partido y fui denunciado en Verdad como simpatizante del fascismo.

Petkanov soltó una carcajada.

—Pues no parece que te haya ido tan mal. ¿O desearías seguir perteneciendo al Partido? La afiliación sigue abierta, ya sabes.

El fiscal general se sentó a la mesa, con las manos sobre una carpeta de cartulina que tenía ante sí.

—Me dicen que tiene la intención de rechazar que le representen legalmente.

—Así es —contestó Petkanov, que permanecía de pie, juzgando tácticamente ventajosa esa posición.

—Sería aconsejable…

—¿Aconsejable? Me he pasado treinta y tres años haciendo las malditas leyes, Peter; sé lo que significan.

—Sin embargo, el tribunal ha designado a las abogadas del Estado Milanova y Zlatarova para que le aconsejen en su defensa.

—¡Más mujeres! Diles que no molesten.

—Se les ha ordenado comparecer ante el tribunal, y actuarán en consecuencia.

—Ya veremos. Oye… ¿cómo está tu padre, Peter? Creo que no anda muy bien de salud.

—Tiene cáncer, avanzado.

—Lo siento. ¿Le darás un abrazo de mi parte la próxima vez que le veas?

—Lo dudo.

El expresidente observó las manos de Solinsky: eran finas, cubiertas de vello negro hasta la parte inferior del nudillo medio; las yemas de sus dedos, huesudos, tamborileaban nerviosamente sobre la pálida cartulina. Deliberadamente, Petkanov insistió.

—Peter… Peter… Tu padre y yo éramos viejos camaradas. Por cierto, ¿qué tal sus abejas?

—¿Las abejas?

—Si no recuerdo mal, tu padre cría abejas, ¿no?

—Bien, ya que lo pregunta, están enfermas también. Muchas han nacido sin alas.

Petkanov soltó un gruñido, como si aquello fuera una muestra de desviacionismo ideológico por parte de las abejas.

—Tu padre y yo luchamos juntos contra los fascistas —añadió.

—Y luego usted le depuró.

—El socialismo no se ha construido sin sacrificios. Tu padre lo entendía así. Hasta que empezó a meter su conciencia por todas partes, como si fuera su polla.

—Debería haber acabado la frase antes.

—¿Qué frase?

—El socialismo no se ha construido. Tendría que haberla acabado ahí. Eso habría sido más exacto.

—¿Así que pensáis colgarme? ¿O preferís el pelotón de fusilamiento? Tengo que preguntar a mis distinguidas asesoras legales qué se ha decidido al respecto. ¿O esperáis, acaso, que me arroje yo mismo por esa ventana? ¿Es ésa la razón de que no me permitáis acercarme a ella hasta el momento oportuno?

Cuando vio que Solinsky declinaba responderle, el expresidente se dejó caer pesadamente en la silla enfrente de él.

—¿Con qué leyes me vais a juzgar, Peter? ¿Con las vuestras o con las mías?

—De acuerdo con las suyas, por supuesto. Conforme a su propia Constitución.

—Y ¿de qué me hallaréis culpable? —preguntó en tono enérgico, pero conciliador.

—Personalmente, me parece culpable de muchas cosas. Robo. Malversación de fondos del Estado. Corrupción. Especulación. Delitos monetarios. Extorsión. Complicidad en el asesinato de Simeon Popov.

—De eso no supe nada. En todo caso, tengo entendido que murió de un ataque al corazón.

—Complicidad en tortura. Complicidad en intento de genocidio. Innumerables conspiraciones para pervertir el curso de la justicia… Pero las acusaciones concretas que se formularán las conocerá usted dentro de pocos días.

Petkanov gruñó, como si estuviera sopesando los pros y los contras de un trato.

—Por lo menos no se me acusa de violación. Llegué a pensar que todas esas mujeres estaban protestando por eso: porque, según el fiscal general Solinsky, las había violado a todas. Pero ya veo que se manifestaban sólo porque ahora hay menos víveres en las tiendas de los que hubo en cualquier momento bajo el socialismo.

—No he venido aquí —replicó envaradamente Solinsky— a discutir las dificultades inherentes al paso de una economía dirigida a una economía de mercado.

Petkanov soltó una risita.

—Mi enhorabuena, Peter…, mi enhorabuena.

—¿Por qué?

—Por tu frase. Me ha parecido oír a tu padre. ¿Estás seguro de que no quieres unirte a nuestra rebautizada organización?

—Volveré a hablar con usted próximamente en el tribunal.

Petkanov siguió sonriendo mientras el fiscal reunió los papeles y se fue. Luego se acercó al joven soldado que había estado presente durante la entrevista.

—¿Te ha parecido divertido, muchacho?

—No he oído nada —fue la increíble respuesta del soldado.

—Resulta que existen dificultades inherentes al paso de una economía dirigida a una economía de mercado —repitió el depuesto presidente—. Vamos, que no hay comida en las jodidas tiendas.

¿Le fusilarían? Bien…, no había peligro inminente. Y, probablemente, no lo harían: les faltaban redaños. O, mejor dicho, tenían suficiente buen juicio para no convertirle en un mártir. Era mucho mejor desacreditarle. Pero él no se lo consentiría. Montarían el juicio a su manera, como les conviniera más, mintiendo y haciendo trampas y amañando pruebas, pero quizá aún le quedaran algunos ases guardados en la manga. No se limitaría a representar el papel que le asignaran. En su cabeza tenía un guión distinto.

Nicolae… A él le fusilaron. Y en Navidad. Pero lo hicieron en caliente: le echaron de su palacio, vigilaron la ruta de su helicóptero, siguieron su coche, le llevaron a rastras ante lo que grotescamente llamaron un tribunal popular, le encontraron culpable de haber asesinado a sesenta mil personas, y le fusilaron… Los fusilaron a los dos, a Nicolae y a Elena: ni más ni menos como quien atraviesa con una estaca de madera al vampiro. Es lo que dijo alguien: clavadle, clavadle la estaca al vampiro antes de que se ponga el sol y esté de nuevo en condiciones de volar. Eso había sido: miedo. No la ira del pueblo, o como quisieran llamarlo de cara a los medios de comunicación de Occidente; simplemente, que se les aflojaron las tripas y se mancharon de mierda los calzoncillos. ¡Clavádsela, venga! Estamos en Rumania… ¡Clavádsela, atravesadle el corazón con una estaca! Pero ahora no había un peligro inminente.

Hecho lo cual, lo primero o casi lo primero que se les ocurrió montar en Bucarest, fue… un desfile de modas. Lo había visto por televisión: furcias enseñando las tetas y los muslos, y una diseñadora que se mofaba de la ropa que llevaba Elena, proclamaba a los cuatro vientos que la esposa del Conducator tenía «mal gusto» y despreciaba su manera de vestirse como «típicamente pueblerina». Petkanov recordaba aquella frase y el tono en que fue dicha. Ésas tenemos ahora: hemos vuelto a las andadas, a que las presumidas zorras burguesas campen a sus anchas y se burlen de la forma de vestir del proletariado. ¿Para qué necesita el ser humano las ropas? Sólo para mantenerse caliente y ocultar sus vergüenzas. Siempre ocurría igual cuando algún camarada empezaba a mostrar tendencias desviacionistas: podías apostar que viajaría a Italia a comprarse un reluciente traje y que regresaría pareciendo un gigoló o un mariconazo. Justo lo que había hecho el camarada fiscal general Solinsky en su visita de amistad a Turín. Sí…, interesante, aquel asuntillo. Por suerte, tenía buena memoria para esa clase de cosas.

Gorbachev… Bastaba ver la gente que le rodeaba para comprender que habría problemas. ¡Aquella impertinente mujer suya, con sus trapos de París y su tarjeta de American Express, rivalizando con Nancy Reagan por el título de esposa capitalista mejor vestida…! Si Gorbachev se mostraba incapaz de mantener a raya a su propia esposa, ¿cómo iba a poder parar la contrarrevolución una vez en marcha? Ni aunque se lo hubiera propuesto. Ahí estaban todos aquellos gigolós que viajaban con él, todos sus consejeros, representantes especiales y portavoces, que ni siquiera podían aguardar a sus viajes oficiales para darse el gustazo de tener a un sastre italiano arrodillado ante sus piernas. El portavoz por antonomasia, no recordaba ahora su nombre, el favorito de los capitalistas, iba siempre de punta en blanco. El que dijo que la doctrina Brezhnev estaba muerta. El que soltó que había sido reemplazada por la doctrina de Frank Sinatra.

Ése fue uno de los momentos en que se dio cuenta de que todo se había ido al carajo. La doctrina Sinatra… A mi manera. Pero sólo había una manera: la verdadera y única vía científica del marxismo-leninismo. Decir que las naciones del Pacto de Varsovia podían hacer las cosas a su manera equivalía a decirles: ya no nos importa el comunismo, cedámoslo todo a los bandidos americanos, ¡a la mierda con todo! Y qué expresión tan acertada: ¡la doctrina Sinatra! ¡Qué manera de hacer la pelota al Tío Sam! Porque… ¿quién era Sinatra, en resumidas cuentas? Un italiano de traje lustroso que siempre estuvo liado con la Mafia. Alguien que tuvo a Nancy Reagan a sus pies. Sí, la cosa tenía sentido. Todo aquel condenado asunto había empezado con Frank Sinatra. Sinatra se tiró a Nancy Reagan en la Casa Blanca…; eso decían, ¿no? Reagan no podía con su mujer. Nancy andaba a la greña con Raisa en cuestiones de moda. Gorbachev tampoco podía con su mujer. Y el portavoz de Gorbachev nos sale con que hemos de seguir todos la doctrina de Frank Sinatra. ¡La doctrina Mickey Mouse, la doctrina Pato Donald…!

Su Departamento de Seguridad Exterior le había mostrado en cierta ocasión un documento remitido por sus fraternos colegas del KGB. Era un informe del FBI sobre la seguridad del presidente de los Estados Unidos, sus niveles de protección, etcétera. A Petkanov se le había quedado grabado un detalle concreto: que el lugar donde el presidente de los Estados Unidos se sentía más seguro, y donde el FBI consideraba que estaba más seguro, era Disneylandia. A ningún asesino norteamericano se le ocurriría pegarle un tiro allí. Sería un sacrilegio, una ofensa a las sacrosantas divinidades Mickey Mouse y Pato Donald. Eso, al menos, aseguraba el informe del FBI remitido por el KGB al Departamento de Seguridad Exterior de Petkanov por si semejante información pudiera resultarles útil. La anécdota le había confirmado a Petkanov el infantilismo de aquellos yanquis que dentro de poco invadirían su país comprándolo todo. ¡Adelante, pues! Demos la bienvenida al Tío Sam: que venga y que construya aquí otra gran Disneylandia, para que su presidente pueda sentirse seguro en ella mientras escucha tranquilamente los discos de su Frank Sinatra y se ríe de nosotros considerándonos unos campesinos ignorantes que no saben vestirse.