CAPÍTULO DIEZ

AQUELLOS CUATRO DÍAS que pasamos juntos en París, serán inolvidables.

Yo llegué a París por la tarde y sin un franco. La culpa de esto último fue de un pintor inglés, caradura, cincuentón, pelambrado y cochinísimo. Nos conocimos en Calais. En un departamento del tren. Parecía bobo, ¡pero había que verle con una baraja en la mano! Sacó una del bolsillo tan pronto como arrancamos y se puso a hacer solitarios. Luego me tentó con sonrisa de ursulina, y yo, engañado por su aspecto inocente, tragué el anzuelo. Era un tahúr de la peor calaña. A la altura de Chantilly se guardó mis once mil trescientos cuarenta francos, y yo me quedé sin un sou y silbando. Cochinísimo. En la Gare du Nord no me esperaba nadie, y el muy inglés, conmovido por mi aire de viajero perplejo en una gran estación, se sintió rumboso y me regaló cincuenta francos para coger un Metro. Yo era —dijo— joven y fuerte; dos maletas como las mías no serían mucho peso para mis brazos.

Se fue renqueando con sus bártulos de oficio y su maletín de salto, acompañado de mis obscenidades.

Cuando ya estaba pensando en telefonear con los cincuenta francos a los Magisson, primos de la tía Martine, apareció Huguette corriendo como una gacela. Venía vestida de pirata, de filibustero de las Tortugas, así Dios me valga. Con aquellas ropas y el tono dorado que ahora tenía su piel, resultaba desconocida y subyugante. Llegaba retrasada por dificultades de tráfico. Tenía resuelto hasta el problema de mi alojamiento. Jacqueline, por lo visto, quería que pasase con ellos mi breve estancia en París. Yo me opuse, sólo al principio, porque aunque parezco suelto y petulante, la alta burguesía me pone nervioso. Y aquellos franceses eran altísimos, a juzgar por el Jaguar y el chauffeur que esperaban en la rue Dunkerque; el primero, reluciente cual un destructor recién salido de astillero, y el segundo con más botones que una camisería…

No me equivoqué en mis presentimientos.

Los Champlitte vivían en la rue de Chazelles, muy cerca del Pare Monceau. La casa era apocalíptica. Con parte de sus cuadros, porcelanas y muebles, vendidos a bajo precio, podría nivelarse el presupuesto de algún país que yo me sé. Jacqueline también era apocalíptica. Y maquiavélica. Una dama de treinta y corto pico de años, figura muy estimable, cutis increíble y ojos parecidos a los de Huguette, pero en alegre, titilantes de vida, pletóricos de gozo y picardía. Me cortó un poco. A mí, las mujeres casadas, jóvenes y guapas, con barniz de guasa me azoran terriblemente. No lo puedo remediar. Nada más verme, por ejemplo, me dirigió una sonrisa diabólica, y dijo a su hermana:

Petite soeur, tu español me entusiasma. ¡Tira de espaldas!

Yo escarbé en la alfombra con los pies, y puse en sus brazos las flores compradas para ella en una florería de la Avenue Messine, que Huguette había pagado, como es lógico.

—¡Pero es usted gentilísimo, Martín! ¡Acaba de llegar y ya con flores!

Y vuelta con la petite soeur.

Petite soeur, tu español es adorable. Sólo le encuentro un poco delgado. ¡Estoy segura que con diez kilos más es un tipo de leyenda!

Una cosa descaradísima, vamos. Estaba en su casa, era su invitado, y venga mofarse a mi costa, reírse de mí, que en el fondo soy un inofensivo cateto de la baja montaña lucense.

Su marido, al que conocí un hora más tarde, era otra cosa. Simpaticé con él en seguida. Un hombre severo, vestido a lo Savile Row, alto, delgado y afabilísimo; un francés supercivilizado, un tipo de esos que ya no abundan en estos tiempos de masa e indiferenciación.

Aquella familia de hugonotes llegó a intranquilizarme durante la cena, un verdadero rito, a fuerza de cordialidad y cortesanía. Me las vi negras para no desentonar, para conseguir que mi voz no resonase muy alta en aquel cuchicheo de sala de conciertos. Resultaban desmoralizadores para un rapaz tan explosivo como yo, que la goza riendo y vociferando cuando el condumio es bueno y los vinos son añejos.

Mi primera noche en la rue de Chazelles la dormí a lo lirón, no despertando hasta bien entrada la mañana. Cuando me presenté a desayunarme, René ya se había ido al Ministerio. Me acompañaron las dos hermanas. Huguette, al preguntarle por los planes de la jornada, me dijo que iríamos a Meudon; a visitar a su madre. Mi expresión de galán de honrada clase media que piensa que hay que darle tiempo al tiempo, debió de descubrir algo, porque con voz dulcísima me sugirió:

—Martín, ¿tendré que mandarte a la mierda? ¿Es que no te parece bien conocer a mi madre?

Fillette —reprobó Jacqueline—, ¿cuándo vas a olvidar esas procacidades de facultad?

Tante Line —casi siempre la llamaba tía—, este español está tan habituado a mis procacidades, que el día que no me las oiga no le pareceré la misma… ¿Qué, Martín, vamos a Meudon?

Iríamos a Meudon. Encantado de que me presentase a Madame de Guenard. Pero antes fui a casa de los Magisson. Por dinero. La verdad, no contar con un franco en hogar tan señorial le come a uno la hombría. Saludé, pues, a los primos de la tía Martine. Él, Gustave, es el único pariente que le queda, y como químico y socio lleva el laboratorio que a aquélla dejó su padre.

Provisto de un flamante cheque, muy contento de verme de nuevo en mi querido París, esperé a Huguette y su «Lambretta» de color corinto en la Explanada de los Inválidos, paseando su geométrico verdor y rumiando entre estallidos de sol la grandeza eterna y dormida del Gran Corso.

La excursión en moto a Meudon, aquella mañana de calor achicharrante, sirvió, entre otras cosas, para revelarme hasta qué punto había cambiado la bachillera De Guenard en unas pocas semanas de enamoriscamiento. La causa de que yo advirtiese su metamorfosis fue el encuentro con unas amigas suyas. Las Vernier. Estaban apoyadas en un Renault 4/4, amarillo rabioso, delante de un magnífico chalet rodeado de magnolias. Miraban indolentemente para la avenida cuando nosotros pasamos. Al vernos, empezaron a agitar los brazos y a gritar el nombre de Huguette. Me presentó sin descender de la moto. Eran dos chicas rubias, de cabellera en casquete, y ojos azules y atrevidos. Llevaban casi todo al aire: unos pantaloncitos muy cortos y boleros que enseñaban artísticamente la pieza superior de sus bikinis. Dos ejemplares demoníacos para practicar el auto-stop… Se llamaban Gisèle, la más alta y descarada; y Marinette, la más metidita en carnes y mefistofélica. Me auscultaron con fruición de matarife.

—¿«Esto» es lo que atrapaste en las Islas, Huguette, dear? —preguntó Gisèle, y por mis pecados si no me desnudó con la vista—. ¡Parece un ostrogodo!

—Visi —corregí yo—. Visigodo. Son menos brutos.

Saperlipopette! —exclamó la hermana—. ¡Y habla!… Huguette, dearest, ¿tiene hermanos?

—Cuatro hermanas.

—¡Es lástima! —quejóse Gisèle—. ¡Me gustan los ostrogodos!

—Está algo flacucho, ¿no? —y Marinette me desvistió a su vez, los párpados medios caídos—. ¿Me lo prestarás alguna tarde, Huguette, dearest? Sólo para echármelo por los hombros.

—Te lo prestaré después de estrenarlo.

—Ostrogodo —indagó Gisèle—, ¿todavía estás sin estrenar?

—Como un par de zapatos recién comprados. ¿Y tú?

Les hizo tanta gracia mi pregunta, que propusieron que nos juntásemos para bañarnos. Tenían su piscina sucia y vacía —dijeron— e intención de chapuzarse en la de los Saint-Albin. Ahora, al parecer, les apetecía más la de los Guenard.

—Está encharcada —dijo Huguette—. Es un nido de mosquitos y ranas. ¿Lo habéis olvidado?

—¿Ranas, dear? ¿Cómo es que tienes ranas en la piscina? ¡Son abominables!

—Huguette, dearest, mientes terriblemente mal. ¡Tú intentas hacer algo con este flacucho ostrogodo y temes que te estropeemos la sesión!

—La sesión se estropeó. Estáis tan desnudas que ya sólo pensará en vosotras.

—¿Desnudas, dearest? ¿Llamas desnudismo a esto?

Y Marinette, la más metidita en carnes y la más mefistofélica, se sacó el bolero y mostró lo que juzgaba decentísimo. El ambiente, en verdad, se puso mal, pues su hermana la imitó. Por lo que encendí la moto y saludé.

Gisèle dijo:

—Huguette, dear, te sientas tan bien en la moto, que montas a la par máquina y ostrogodo.

—Montas como una matriarca. Siempre has sido una matriarca, dearest.

—Justo —remachó Gisèle—. Matriarca. ¡El hombre, al surco; la mujer, dominando!

—¡Matriarca! —fulminó Marinette.

Huguette soltó angélicamente una palabrota de Facultad y dijo que ya volveríamos a encontrarnos en un entierro.

—¡Tráenoslo por casa alguna tarde, dear!

—¡O alguna noche! ¡Da igual, dearest!

—¡Mejor por la noche! ¡Los hombres flacos, siempre por la noche!

Se quedaron vociferando en medio de la carretera, muertas de risa y tan decentitas como recién paridas. No pude menos de preguntar a mi camarada cómo había salido tan melindrosa con amistades así…

Villa «L’Alcyon» estaba en Meudon Val-Fleury, en una calle bucólica ligeramente en cuesta, desde la que se veía muy cerca el apiñamiento urbano de Clamart. Quitaba el hipo, hablando mal y pronto. Una de esas propiedades cuya vista corrompe a los muchachos de mi estilo, llenándolos de reivindicaciones anticapitalistas. Como Madame había salido de paseo en su automóvil, Huguette me enseñó la finca al llegar. Repito que de morderse los puños de ira. La casa era una réplica del Petit Trianon, con parque delantero y un huerto atrás, con parcelas de cultivo y árboles frutales tan simétricos como tropas en parada. Tenía piscina, grande e irregular de forma, llena de un agua tan cristalina como la de un torrente de montaña; no se veía un mosquito ni un batracio… También había campo de tenis y de croquet, algo abandonados.

Yo, de pura envidia, me atiborré de albaricoques, ciruelas y fresones.

Huguette reservó para el final su «refugio»: un pabelloncito a una cincuentena de metros de la piscina, a medias oculto por un cuadrado perfecto de dos filas de avellanos. Había sido el estudio de su padre, y ahora lo disfrutaba ella, después de arreglarlo a su gusto. Tenía chimenea moderna y decoración funcional. Y libros, por mi Santo Patrono: montañas de libros. Una linda garçonnière con dormitorio, cuarto de aseo y diminuta cocina eléctrica.

Huguette me preguntó mi opinión, con ojazos expectantes.

—Deprimente —confesé—. Me ha puesto de mal humor. Esto es un cubil de viejo solterón. No es lo indicado para una chica normal.

—Sí lo es, Martín —me dijo sonriendo dulcemente—. Lo justo para una chica que siempre se sintió sola.

—¿Por qué no dejas en paz la soledad? Es vicio de gente estragada. Una mujer sana, inteligente y atractiva no tiene por qué sentirse sola.

—Yo soy una chica estragada, Martín, que siempre se encontró sola hasta que un día almorzamos juntos en el Brunet de Londres. ¿Recuerdas…? Intentaste besarme… ¡Qué fresco y simpático puedes ser a veces, Martín mío!…

Después conocí a Madame de Guenard. Salí malparado de la ordalía. La madre de Huguette me sorprendió. Sentada en una bergère, con los pies cruzados y encima de un cojín, más parecía dama mundana que hereje chiflada por lucubraciones religiosas. Pero así es la vida, llena de paradojas y contrastes. Mi regocijo comenzó cuando Huguette besó con unción mano y frente maternas, hizo las presentaciones, y mutis, avisándome que me esperaba en la piscina. A partir de ese instante, Madame de Guenard se dedicó a tomarme el pelo por espacio de veinte a treinta minutos. Con distinción, eso sí, porque era una mujer distinguida, con un pelo ceniza precioso y rostro marfilino algo ajado, donde los ojos, aún mayores que los de las hijas, brillaban con fulgor de brasa que muere. Hablamos de muchas cosas: del calor, que obligaba a tener las casas en penumbra; de París, insoportable en estío; de Meudon, perdiendo categoría de la Guerra a esta parte; de lo absurdo de veranear en el Sur, cuando lo ideal es hacerlo en los alrededores de Caen… Para Madame, el peor verano de su vida había sido el pasado, a los diecinueve años, en Dijon, en casa de unas tías solteras; recordaba con pavor la canícula y el panorama lejanísimo del Mont Blanc, rosa y níveo en los atardeceres… De todo un poco hablamos. De España, de Francia, de Colombia, por el café, que en estos tiempos era horrible, y tocamos el tema de la muerte, al expresarme Madame la impresión que le había producido el relato de la desgracia de John Malimanzi.

—Tan lejos de su casa, ¿verdad, monsieur?

—Muy lejos, madame.

—¿Qué religión tenía, monsieur? ¿Lo sabe usted? Huguette lo ignora.

—Supongo que pagano, madame.

—¡El pobre…!

A la media hora, Madame se aburrió y dijo que no podía consentir que un joven como yo se achicharrase mientras Huguette me esperaba en la piscina.

Me tendió la mano, se la besé y ya no me llamó monsieur.

—Es usted un joven muy agradable, Martín. Escucha usted admirablemente… A propósito, ¿le ha hablado Jacqueline de los informes que solicitamos de usted y su familia?

—Todavía no, madame —respondí, confundido.

—Han sido excelentes. Un amigo de René, destinado en nuestra Embajada de Madrid, trata mucho a su tía Martine. Él es quien nos ha informado.

Mi cara de verdadero asombro debió de preocuparla.

—Espero que no le haya molestado nuestra curiosidad, Martín.

—Todo lo contrario, madame; me siento halagado.

—Muy amable, Martín. Hasta luego, pues. Almorzaremos a la una. Recálqueselo, por favor, a mi hija. Jamás recuerda las horas de las comidas.

A punto de salir, en la puerta, su voz me hizo volver la cara.

—Debe usted hacer algo por engordar, Martín. Tan magro y descompuesto parece un Cristo románico. Quizás unas inyecciones…

—Sí, madame.

En la terraza solté una carcajada seca, flemática, en honor de familia tan humorística, y fui en busca del único miembro realmente serio y cabal.

Estaba tumbada sobre un colchón neumático. Tenía los ojos borrachos de sol, nublados. La muy desvergonzada, al oír mi suspiro ante el espectáculo que me ofrecía su pérfido maillot blanco, se puso en tensión, se alargó, por así decirlo, a base de contracción muscular. Y comenzó a vibrar su piel, como si una pequeñísima dínamo latiese dentro. Fue cautivador. La oruga fría, doctoral y ecuánime de meses atrás se convertía en una crisálida con sensibilidad de sismógrafo. Y perversidad de ingenua.

Preguntó con voz apagada, soñolienta, un si es no es voluptuosa:

—¿Qué te ha parecido mamá, camarada?

—Me llamó Cristo románico. Me recuerda a mi madre, sin despreciar a nadie y mejorando lo presente. Muy cortesana y con más retranca que misticismo. Se ha mofado miserablemente de mí. Una vergüenza. Pero creo que me ha dado su parabién. Sólo falta el honorable abuelo, ¿no? ¿El rico naviero ha leído también los informes sobre los Canel? Será un punto a mi favor. Tu madre dice que son excelentes. ¡Me siento halagado, amiga mía!

—Lo que tú sientes no es halago, Martín; es sorpresa y molestia. De ahí que estés tan raro, tan frío e inexpresivo conmigo. Te sientes sorprendido de la amabilidad y simpatía con que te acogen los míos; y molesto, porque en unas pocas horas, las que llevas en París, te has dado cuenta de que las palabras dichas en Londres sobre una boda, que tú juzgaste infantiles y propias de muchachos, fueron tomadas en serio, como solución de una vida gatée, echada a perder por los mimos y contemplaciones de una familia ahíta de recursos. Y es más, creo que tu sorpresa y tu molestia te han llevado a sospechar si esa facilidad con que te ofrecen esposa no encierra algo, si no indica que la esposa que con tanto empeño te brindan es una mercancía podrida, de la que hay que deshacerse cuanto antes y de cualquier forma.

Sinceramente, me quedé sin fuelle para argüir, acaso un poco abochornado porque mi suspicacia susurraba algo parecido desde horas atrás.

—¿Me equivoco, camarada?

—Tú no tienes nada de podrido, amiga mía; hueles exquisitamente.

—Te has quedado turulato. Confiésalo. La bachillera ha calado, otra vez, en tu torpe magín. No puedes ni pensar una respuesta jocosa, ligera, a lo Canel de Zululandia… ¡Recuérdame que me ría más tarde, mi pobre amigo…!

—¡Riamos de momento por tu honorable abuelo, amiga mía!

—Piensa algo, obtuso camarada. Tiene que ser fuerte. Que pruebe lo indignado que estás porque se desnuda tu puerco subconsciente… ¿Recuerdas frases muy parecidas…?

—Bachillera De Guenard, estoy en un dilema: no sé si retorcerte el pescuezo o azotar tu seco trasero.

Se incorporó de súbito y me miró con ojos furibundos.

—Enfermera —añadí—. Ese pavoroso poder asociativo de tu cacumen es morbo puro.

—¡Yo no tengo el trasero seco! ¡Lo tengo muy relleno y muy bonito! ¡Lo que pasa es que tus ojos miran a todas menos a mí!

Y se levantó de un brinquito para salir corriendo hacia el pabellón. Yo permanecí en la piscina un rato, viendo cómo unos ilotas descargaban un carro de estiércol. Me dije que con aquel calor no era día de enredar con estiércol, y decidí ir en busca de la bachillera.

Continuaba en maillot, sentada en el sofá, mirando con fijeza infantil hacia el hogar vacío, con las manos sobre el regazo. Al notar mi presencia, apretó la quijada e irguió la barbilla.

Dije:

—Tienes el trasero más relleno, más redondo y más bonito del mundo. Yo sólo tengo ojos para tu trasero. Sabido esto, ¿por qué no te vistes? Vienes del sol y aquí hace fresco.

Y como soy bastante travieso, al verla levantarse, sugerí:

—Si por casualidad necesitas ayuda de cámara, no dudes en avisarme. Creo que he nacido para valet.

—Ésa es una incorrección propia de un puerco español —replicó.

Apareció a los cinco minutos. Seria y muda como un ciprés. Ofendida. Se sentó, despreciándome.

—Bachillera De Guenard, por enésima vez repito que te falta sentido del humor. Seguro que tus caras amigas, las Vernier, se hubieran reído con mi maligno ofrecimiento.

¡Nunca tal hubiese dicho, por las barbas del profeta!

Se tornó en fiera y comenzó a mover las manos, gráciles y peligrosas, delante de mi cara.

—Ésas son las que a ti te gustan, ¿no? ¡Las Vernier! ¡Con traseros bien gordos y delanteras estallantes! ¡Ésas hacen brillar tus pupilas de puerco lúbrico! ¡Hasta Marie, una vulgar sirvienta, encandila tus ojos indecentes!

¡Marie!… Una sirvienta sí, pero vulgar… Un cuerno. Un auténtico maniquí con acento bretón, primera doncella de los Champlitte. Sólo una mujer alterada por los celos podía llamar vulgar a la primorosa Marie… ¡Y qué celos! Absorbentes. Posesivos. Fabulosos. Me los escupió en el rostro. Me dijo cosas terribles. Yo desnudaba con la vista a todas las mujeres, empezando por el servicio doméstico y acabando por sus amigas. ¡Las Vernier! ¡Unas gordas inmundas que sudaban por las axilas al primer movimiento! ¡Yo sólo miraba a las gordas, fuesen de Stavanger o de Meudon! ¡Las delgadas como ella no atraían mis puercas atenciones! ¡Pues valía tanto como la que más, como cualquiera!… ¡Tenía ojos exóticos y almendrados!… ¡Boca sana y atrayente!… ¡La piel y el cutis sin mácula!… ¡Un cuello precioso, que René aseguraba parecía de retrato femenino de Modigliani!… ¡Y un cuerpo espigado y airoso!… ¡No necesitaba ni ceñiduras ni refajos, como todas esas gordas apestosas que me encelaban!… ¡Podía andar desnuda sin que se aflojase un solo centímetro le piel! ¡Su busto era muy bonito, por volumen y dirección!… ¡Jacqueline lo decía; y sus amigas, que se lo envidiaban, como le envidiaban las piernas, los pies y las manos, su manera de moverse, su gusto en el vestir y su sentido del perfume!… ¡Todo! ¡Porque era muy joven, muy sana y muy esbelta!… ¡Pero «eso» yo lo ignoraba! ¡Yo, que sólo tenía vista para acariciar gordas y sirvientas; yo que era un sinvergüenza, un descarado, un puerco, un rijoso, un mendigo de dinero —aunque lo devolviese—, un gorrón de tabaco rubio…!

La explosión de un Krakatoa resultó aquello… Me dejó más seco que la piedra pómez, con las rodillas desajustadas y cuajado de gusanitos. Mi expresión idiotizada la irritó aún más, y me sacudió un tortazo salvaje.

—¡Puerco! ¡Sinvergüenza! ¡Yo achicharrándome al sol durante tres semanas para que me vieses morena, distinta a Londres, para que en la Gare se repitiese el milagro de Victoria Station, y tú, puerco imbécil, cretino, payaso, me miras en la estación como a un bicho…!

—Bachillera de mi alma, preciosa hereje, otro bofetón no, por favor; tienes mano de plomo…

—¡Puerco! ¡La culpa es mía! ¡De nadie más! ¡Toda mi vida huyendo de los chicos, que me parecían unos… sapos salaces, y me voy a enamorar de un cerdo español, de un… un… garañón…! ¡Eso…!, ¡de un indiferenciado que gusta de todas menos de su prometida…!

—¡Qué barbaridades dices, preciosa mía! ¡Si me gustas más que los albaricoques!…

—¡Martín, no me provoques; sapristi, no te burles…!

Agarré uno de los cojines del sofá al tiempo que ella se lanzaba en plancha, de cabeza, sobre el cojín, sobre mí… ¡Qué sugestivo, qué encantador caer sobre un sofá, percibir contra uno el dulce e indignado peso de la chica que se quiere, inmovilizarla, entre los brazos, conseguir besar su cara…!

—Martín, puerco…

—No vuelvas a sentir celos, chiquilla; me has puesto tristísimo.

—Los tengo. Horribles. Has mirado a las Vernier. ¡Y eres sólo mío! ¡Mío! Te arrancaré los ojos. O haré lo de Antonio…

—No hables de los muertos, preciosa, ¡qué tristeza!

—Martín, puerco, no me hagas rabiar nunca… Quiero ser alegre; como tú. Y si tengo celos, no podré. El amor tiene que ser alegre, ¿verdad, adorable camarada?

—El más alegre de los sentimientos, chiquilla. Sólo lo enturbian los celos y la falta de perras. Tú tienes perras, ergo, ¡tenemos perras!… ¡Mueran los celos!…

Así son las reconciliaciones. Deliciosas. Siempre he juzgado conveniente reñir de vez en cuando con las chicas. Se exaltan, sueltan lo que piensan, recriminan, dicen palabrotas… Luego viene el arrepentimiento, sabroso, el más sabroso de todos, porque nace de palabras que se pronuncian sin querer…

Nos reconciliamos de tal forma que se nos pasó la hora y tuvieron que avisarnos que Madame esperaba para almorzar. Un almuerzo inenarrable. Cómo me pondría, que al final, Madame, un tantico asustada, volvió a llamarme monsieur.

—Nena —dijo a su hija—, ¡qué bien conoces a mamá! Sabes lo que disfruta viendo comer a la gente, ¡y traes a monsieur a mi mesa!

—¡Martín es tan alto y flacucho, maman!

—Pero, nena, ¡si me encanta que haga los honores a mi modesta cocina!

Me puse tan mimoso a causa de aquel festín de Sardanápalo, que a media tarde Huguette se creyó la mujer más dichosa de Francia y quiso provocar la envidia de la especie con su felicidad. Localizamos a las Vernier telefónicamente y dimos con nuestros huesos en casa de unos amigos comunes, los Saint-Albin. Como tenían la casa levantada y en vísperas de marcha veraniega, nos reunimos las seis parejas en torno a la piscina. Bebimos, bailamos y charlamos. Un rato estupendo. Eran gente agradable, insulsos e intrascendentes, sin problemas y podridos de francos. La bachillera bebió un poquitín de más y se puso deliciosa. Sobre todo para un ingeniero de la Factoría Aerostática de Meudon, que cogió la perra de bailarla. Me cayó mal el fabricante de globos y me harté de la fiesta; incluso de Gisèle Vernier, que borracha perdida quiso hacer de mí un ostrogodo en campaña a pesar de la presencia del gendarme De Guenard. Nos despedimos de la jovial francesada jurándonos solemnemente no bailar más que entre nosotros mismos…

Sí. Fueron cuatro días inolvidables. Imborrables. Intensamente vividos. En ellos —¡tan pocos!— conocí más de Huguette, de su vida pasada, que en seis meses de constante camaradería. Y es que a las personas hay que tratarlas en su ambiente, rodeadas de los suyos, inmersas en el círculo de sus propias y más íntimas vivencias. Únicamente así conocemos sus cualidades y sus defectos; y sólo así se hacen recuerdo, vivo y para siempre, cuando nos quedamos desacompañados de sus presencias.

Jacqueline me contó cosas de Huguette. Una tarde. La segunda que pasé en París. Cenábamos en un restaurante al aire libre de Neuilly, con buena orquesta y un cocinero de un virtuosismo extraordinario. Nunca he saboreado cock-tail de langosta tan exquisito. ¡Y qué lengua a la escarlata!… La cocina gala es fantástica. Ésta es otra de las cosas que me gustan de Francia, amén de las francesas y de París. Algunos dicen que si la mantequilla, que al coagularse en los platos convierte las mesas en pesebres. Tonterías. Un buen apetito no da tiempo a ninguna coagulación. Un apetito como el mío, que me hizo repetir tres veces de lengua y provocó sutiles comentarios en mis anfitriones. Yo me quedé tan amodorrado, que ni fuerzas ni ganas tuve para seguir la animación de Huguette, emperrada en bailar entre plato y plato, empeño a mi juicio ridículo y que desvirtúa el divino placer de la mesa. La bachillera De Guenard, aún animada por lo trasegado en casa de los Saint-Albin, estaba explosiva, azogada… Nos hizo reír mucho.

—¡Martín, puerco glotón, acabarás durmiéndote con tanta lengua! ¡Tienes abochornados a los Champlitte! ¡Sólo piensas en comer! ¡Mamá me dijo que parecía imposible que nadie, excepto un rumiante, pudiese almacenar tanto alimento en su interior! ¡Eres un puerco glotón, camarada!…

René la sacó a la pista y Jacqueline, dándome unos golpecitos en la mano, un gesto amistoso y cordial, dijo:

—Sois una pareja encantadora. René y yo estamos muy satisfechos.

Y me expresó, con una sinceridad conmovedora, la satisfacción que su marido y ella experimentaban viendo a Huguette tan alegre, tan llena de vida y entusiasmo. ¡Incluso había bebido un poquito de más!… Su cambio era un acontecimiento para todos ellos, ya que, con entera franqueza, les venía preocupando desde bastante tiempo atrás. Desde niña. Callada, retraída, leyendo a todas horas. Luego, a medida que fue creciendo, se convirtió en una de esas personas —fruto de la época según Jacqueline creía— que se pasan la vida buscando «algo», sin saber a punto fijo qué es ese «algo». Intentó hallarlo en muchas actividades y sitios. Estudió Letras, se entusiasmó un año por el alemán y lo aprendió en Suiza, quiso ser artista de teatro, pintora, se interesó por el acordeón —¡válgame el cielo!—, asistió a varios Congresos estudiantiles, llegó a trabajar en una ocupación creada ex profeso para ella por el abuelo… Pero siempre volvía a sus manías, encerrándose en el pabelloncito de Meudon durante semanas para leer, escribir versos abstrusos o estudiar a Bizancio y su civilización. Un día se matriculó por correo en un Instituto de Londres y se embarcó para las Islas. Escribía a menudo para contar su vida. A Jacqueline no le costó gran trabajo adivinar que había encontrado un grupo de amigos de su gusto. Dos, sobre todo: Sebastián Armijo, «un latinoamericano de una calidad inaudita», y un servidor, modestia aparte, «español rubio, alto, fanático papista e increíblemente charlatán en un estilo rarísimo»… La fiebre que posteriormente le entró a causa de la novela convenció todavía más a Jacqueline y a René de que el bebé se sentía dichosa… ¡El bebé!… Huguette, por lo visto, era el bebé de sus hermanos sin hijos, la mignonne de su madre y la favorita de su abuela, la única persona, en palabras de Jacqueline, capaz de contradecir al plutócrata…

Tan inquieta y compleja «joya» se había metamorfoseado en pocos meses. Eso era algo que había que ¡agradecerme a mí! Jacqueline me lo dijo tan a la cara mirándome con ojos afables y cariñosos, que me sentí violento. ¡Agradecer algo a mí!… Agradecimiento era el que yo les debía por haber mimado y estropeado a Huguette, haciéndola una introversa, una neurasténica limpia de modernismos y sedienta de ilusiones, preparándola para nuestro encuentro frente a un tablón de anuncios de un Colegio londinense, y permitiéndome así vivir el más sugestivo éxtasis amoroso de la Edad Contemporánea.

Jacqueline se rió y dijo que le enamoraban los hombres como yo, que aun después de haberse tragado un kilogramo de lengua a la escarlata siguen siendo unos románticos enragés

Hubo algo aquellos días que preocupó sobremanera a Huguette: la novela. Llegué a sentirme celoso de nuestra obra. Absurdo e irracional porque ésta era parte, y quizá motivo principal, del cariño que vivíamos; pero así son de irracionales y absurdos los celos. La novela estaba abandonada desde su marcha de Inglaterra. Yo no había escrito una sola letra, ocupado en la Memoria y en las impaciencias de fin de curso. Faltaban solamente los dos últimos capítulos, que por común acuerdo habíamos decidido rematar en París. Por razones, sobre todo, de ambiente. Había que visitar distintos lugares de París; finiquitar detalles y matices. Lo hicimos la mañana del segundo día. En su Lambretta recorrimos pasajes y recreamos escenas vividas por nuestras criaturas. Sobre el escenario de la ficción, corregimos errores y valorizamos circunstancias que se nos habían escapado. De un lado para otro, desde las nueve de la mañana y achicharrados de calor, porque hasta el aire abrasaba cuando nos desplazábamos por un París castigado por un sol de misericordia. Fuimos a la Cité Universitaire, a la Sorbonne, al Luxembourg, nos sentamos en cafés, bares y terrazas y en los que nuestros personajes habían vivido y amado… Y comimos en un restaurante de Saint-Germain-des-Prés, también conocido de ellos. Tomamos café en la terraza de Deux Magots, y de nuevo a la moto, ahora en dirección a Meudon, dispuestos a pergeñar el penúltimo capítulo.

Villa «L’Alcyon» estaba mucho más agradable que París. Agradable y fresca. Encontramos a Madame sentada en el mecedor del jardín y leyendo. Le hicimos compañía un rato, antes de ponernos a la faena. Huguette se tendió en el balancín, apoyándose en el regazo de Madame, y pidió que le rascase cabeza y espalda, cosa que hizo la madre con pericia que revelaba larga práctica. Huguette recitó del libro que leía Madame. Poemas de Valéry. Me emocionó el «Cimetière Marin» en sus labios, y, reacción estúpida, sentí celos. Disimulé, pero me reconcomí viéndolas a las dos tan unidas, tan la una de la otra. Me consideré intruso en sus vidas. Lo que era, realmente. Y comprendí que Madame nunca profesaría gran afecto al extranjero surgido en su camino de solitaria para robarle la única compañía que le quedaba.

Aquella tarde dimos fin al penúltimo capítulo. Recuerdo que el pabellón se puso como un horno y que a eso de las cinco nos fuimos a escribir al borde de la piscina; allí, entre chapuzones y terquedad rematamos un capítulo terriblemente malo. Malísimo. Ambos comprendimos que habría que rehacerlo algún día que pegase menos el sol.

Madame insistió en que cenásemos con ella, y, una vez cenados, que yo tocase el piano. Creo que no le gustó mi ejecución. Es natural. Soy mecánica pura; bajo mis dedos, el piano suena a pianola. Interpreté tres sonatas: Patética, Claro de Luna y Para Elisa. Un crimen. Menos mal que al marcharnos, ya de noche, en la oscuridad del garaje, Huguette me dijo, muy bajito, que había tocado maravillosamente. ¡Lo que hace el amor!…

Otro de los lugares que había que visitar era la Tour. Subir a la Tour era decisivo. En ella, en el sommet, se iniciaba la concatenación de hechos —¡trágicos!— que provocaría el desenlace de la novela. En el sommet, tres personajes se encontraban, hablaban y se decidían por distintas posturas. Nosotros, Huguette y yo, teníamos que «vivir» tal momento para matizar el último capítulo. El último y más importante, ¡en nuestro parecer!, ya que en él se condensaba, apenas en una docena de frases, la protesta blasfema de unos seres colocados en la vida sin haberlo solicitado… ¡Así es la juventud, grandilocuente, y así somos los jóvenes!…

Subimos al sommet la tarde del tercer día. Hacía un calor del diablo, recuerdo; la tierra, el asfalto, las casas, todo, había almacenado sol durante la mañana, y ahora lo devolvía bajo forma de calina pegajosa y agobiante. El cielo se había cubierto, presagiando una tormenta que nunca llegó a cuajar. Pero arriba, en la cima, se respiraba mejor. El vientecillo, sobre nuestras caras, bajo nuestras ropas, reconfortaba, daba vigor y ánimo. Desde arriba, París, entre cendales caliginosos, se difuminaba. Los brillos habían muerto en tejados y ventanas; en aquella masa ingente y urbana, ni un solo destello de sol, ni una mueca alegre o vivaz. Sólo bochorno, opresión, agobio, como si el cielo se hubiese hecho plomo y descendido para enlosar París.

Huguette se dejó llevar de su furor iconoclasta y renegó, como siempre, de París. París la enfermaba. Me propuso que hiciésemos pacto con el Maligno —¡como si eso fuese tan fácil!— para poder destruir París, ciénaga inmunda, charca venenosa y cloaca donde evacuaban sus vientres lo más detestable del Globo. ¡Destruiríamos París en holocausto de los pocos ideales dignos con que el hombre aún contaba!

—¿No sería el rasgo más ético llevado a cabo por unos jóvenes, camarada? ¡Seríamos unos Eróstratos, pero a lo grande!

—Amiga mía, tu sentido de lo ético difiere del mío. No hay ideal, salvo el de la Divinidad, que valga un ladrillo.

—¡Ah, Martín, qué payaso eres! —rió—. ¿Ético tú?… ¡Eres demasiado optimista, te gusta en exceso la vida, la mujer y el buen tragar para ser ético!

Como herido, repuse:

—Yo soy ética hecha carne. Buen hijo de España, el país ético por excelencia. De España y de tipos como yo, saldrá la salvación del mundo en lo futuro. Lo ha dicho no sé quién.

—Troné de l’air de la Canebière…!

—Amiga mía, encuentro tu juramento y tu risa de una incorrección subida.

—¡Pero, Martín, amor mío, de España nunca saldrá otra cosa que naranjas, buenos pintores y mostos fuertes para encabezar vinos franceses!

—Amiga mía, me da en la nariz que tendré que enviarte a ese maloliente lugar que tanto citas.

—¡No discutamos, Martín, camarada! ¡Abracémonos y besémonos, aquí, cerca del cielo, por España y por Francia, por sus ciudadanos, por todos los ciudadanos del mundo! ¡Abracémonos y besémonos en las alturas por un mundo mejor, alegre y confiado, donde el hombre no tenga otra preocupación que su trascendencia divina! ¡Abracémonos y besémonos, tú y yo, dos jóvenes del mundo, nacidos bajo pabellón distinto, que han decidido juntarse para engendrar hijos con más amplias miras y criterios menos diferenciados! ¡Ah, Martín, camarada, tú y yo, amándonos, hacemos más por un futuro mejor que cien Conferencias internacionales!…

No sé lo que me sucedió en ese instante. Algo extraño e inconcebible en mí: me dominó un impulso frenético, telúrico, así Dios me valga, un deseo incontenible de revelar mis sentimientos a aquella francesa que hablaba en broma. Supongo que sería el calor. Así lo espero. No quisiera volver en mi vida a experimentar una necesidad tan imperativa y avasalladora de ponerme serio para expresarle a una chica lo que en mi interior late. Así como suena, por el Santo Obispo. Me puse serio y todo para insultarla por haber despertado en mí encandilamiento tan cochino y dominante. La insulté, sí, al tiempo que le confesaba lo enorme de mi simpatía, de mi afecto y camaradería, de mi ternura, de mi pasión y mi amor… Después, claro, me entró arrepentimiento por haber desnudado mi alma, solté unas palabrotas asquerosas en español y me recliné sobe la barandilla, mirando fijamente para abajo, para un autocar que vaciaba su cargamento de hormigas en la Avenue Anatole France.

Sentí su mano sobre mi pelo, ¡una caricia tan suya y exquisita!

—Vete al cuerno, hereje del demonio —dije—. Has hecho de mí una piltrafa; doy asco.

—¿Cómo podré pagarte las palabras que acabas de decirme, Martín? Explícamelo. A mí sólo se me ocurre llorar en gratitud; y quererte como te quiero, hasta dolerme el alma y el cuerpo… Tú sabes que te quiero, que te amo infinitamente… ¿Verdad, Martín, amor de mi vida, mi bien, mi ser, mi adorable camarada?…

Es desmoralizador querer como yo quiero. Impropio. El amor en mí es una fuerza degradante. Me incapacita, me roba facultades. Resulta paradójico que un tipo tan superficial como Martín Canel posea una capacidad amatoria semejante. No hay derecho a ser tan sensible y a la par tan vano. En estas condiciones, uno va por la vida mermado, expuesto a sufrir más de lo que humanamente es debido.

Nos abrazamos y nos besamos en las alturas, cerca de las nubes y del cielo, por muchos motivos. ¡Incluso por un futuro risueño y feliz para nuestros hijos! Abrazarse y besarse tan alto es como soñar. Es muy hermoso y muy triste soñar. Hermoso porque cuesta poco, y triste, muy triste, porque jamás se viven los sueños…

Era la tarde de la lectura en la cave, y hubo que abandonar el sommet de la Tour Eiffel demasiado pronto para nuestro gusto. Descendimos para volver a la realidad prosaica y calurosa, plomiza.

La lectura de la cave era una idea que Huguette tenía entre ceja y ceja desde que empezamos la novela. Muchas veces, cuando conseguíamos algo que nos parecía apreciable, el entusiasmo le hacía decir: «¡Esto es muy bueno! ¡Se convertirán en mármol cuando lo lea en la cave!». Yo no conocí su famosa tertulia subterránea hasta el día de la lectura: tan ajetreados habíamos andado en viajes a Meudon, escrituras y paseos en moto. La cave me causó buena impresión. Era amplia, baja de techos, con gruesos pilares de piedra, mesas, serrín y colillas por los suelos. Había bastante gente: una veintena de muchachas y muchachos, que bebían peleón y fumaban gaulois y gitanes. «La Guenard», como todos la llamaron, me los presentó uno por uno; un verdadero suplicio, porque la temperatura de las manos estaba acorde con la que reinaba en el exterior.

Lo más interesante, lo único, de la cave estaba en una gran hornacina. Allí con los brazos a la espalda y atados a un poste, había una talla en madera casi de tamaño natural. Una figura masculina, negra y desnuda. El cuerpo, estirado y fláccido, como cayendo; la cara, una obra de arte, un prodigio de malignidad y demonismo. Hasta las órbitas, vacías, expresaban maldad, desprecio. Aquella fisonomía blasfemaba, maldecía de los poderes que la precipitaban al abismo.

Sentados a una mesa, Huguette me explicó que era L’Ange Noir, el patrono de la cave y obra de un tal Jan Vrshac, pintor y escultor yugoslavo, antiguo contertulio y hoy de regreso en su tierra.

La lectura comenzó cuando el Pontífice Máximo hizo su aparición. El pontífice era Antoine, el escritor —para mí existencialista— que había prologado el librito poético de Huguette. Antoine venía a ser el rector estético-literario de la cave. Un cuarentón subido, pequeño y enclenque, con pantalones veraniegos y camisa floreada. Si valía poca cosa de cuerpo, en materia de cabeza había que quitarse el sombrero: su bóveda craneana, exagerando por corto, tendría las dimensiones de la cúpula de San Pedro de Roma.

A mí se me atragantó desde el mero principio. Se dirigió a nuestra mesa, estrechó mi mano con otra feminoide, se sentó y se sirvió, generosamente, coñac; el buen coñac que para él me había obligado a comprar Huguette en un bistro de la rue de l’Eperon. Tuvo la delicadeza de alzar el vaso hacia nosotros, antes de decir:

—Perfilemos esa lectura, De Guenard. Tengo prisa. Dentro de dos horas estoy citado. Una norteamericana. Seductora y viciosa. Por cierto: ¿todavía no te has decidido a entregarme tu virginidad?

—¡Jamás he visto insistencia igual, Antoine! —rió Huguette.

—La que te mereces, De Guenard. Una doncellez tan contumaz como la tuya, hace de ti el monstruo de la Orilla Izquierda… Perfilemos: te hace monstruo, si no la has perdido ya con este buen mozo español.

—¡Aún la conservo, Antoine, precisamente para él!

El pontífice me analizó con ojos fríos, azulencos, de pescado.

—¿Es usted casto, amigo español?

—Yo soy Martín —dije.

Y me serví, avergonzado de mi prometida, un buen vaso de coñac que yo había pagado. Huguette, ajena a mi bochorno, se puso a leer, con soltura y seguridad, ante un corro de atentos oyentes; durante cerca de una hora y mientras yo me dedicaba al coñac. Cuando terminó, pude darme cuenta de que tanto ella como los espectadores fijaban su atención en Antoine, anhelantes, cual si esperasen un fallo.

Antoine sentenció:

—Negro. Muy negro. Negrísimo.

Bebió un sorbito, y añadió:

—¡Magnífico!

Solamente entonces sonaron aplausos y felicitaciones. Yo estaba medio borracho y no hice mucho caso de los plácemes ni del santo ardimiento de la bachillera. Me cuidé más de vigilar las cantidades de licor que se escanciaba Antoine, con ánimo de sacarle siempre un dedo de ventaja. Al calmarse un poco el entusiasmo de la sala, el pontífice dijo:

—Perfilemos el rito. De prisa. Tengo una cita.

Creo que con mucho menos motivo hay gentes en los manicomios.

Antoine se levantó con el vaso en la mano y se encaró con la figura de la hornacina. Detrás de él, formamos una fila todos los que estábamos en la cave, pues yo, siguiendo instrucciones de Huguette, también tomé parte en el rito. El pontífice imprecó:

—O, l’Ange Noir cauchemar de nos nuits sans réves!…

Y la fila aulló:

—Va-t-en, toi, l’ennemi de nos rêves!…

Antoine lanzó el contenido de su vaso a la cara del ángel sin alas y rugió al unísono con sus discípulos:

—Merde…! Merde…! Merde…!

Cogieron aliento e insistieron:

—Une fois pour toutes, merde!!!…

¡Qué rugido!… Espeluznante. Se repitió cada vez que uno de la fila arrojaba líquido al rostro. Una chica hubo, pelirroja y paticorta, que al ver su vaso vacío soltó un escupitajo sobre el ombligo de la estatua.

Yo le acerté con mi humilde chorrito en plena barbilla.

Una pena, como quedó de empapada y guarra aquella obra de arte yugoslavo.

Huguette, muerta de risa y excitación, me cogió de la mano y me miró a los ojos.

—¿Qué te ha parecido el rito, Martín? Tonifica los nervios, ¿verdad?

—¡Monstruo de la Orilla Izquierda! —dije por respuesta.

Todavía se rió más. Le permití que siguiese riendo. Mi indignación buscaba otros lugares más convenientes para estallar. No tuve que esperar mucho tiempo. Abandonamos aquel antro de orates en compañía de Antoine, quien no cesó de charlar y coquetear con Huguette. Y ésta, muy risueña, coqueteó también, sin hacer caso de mí, que arrastraba la moto con piruetas y guiños… Al llegar al boulevard Saint-Germain, Antoine se despidió de nosotros y se fue rue Danton abajo, meneando tabas y palmito.

—Macrocéfalo —gruñí—. Su cabeza es una sandía.

Una voz, indolente y atronadora, sonó a mis espaldas.

—¿Dónde has desplantado ese eucalipto australiano. De Guenard?

En la acera, en la terraza de un café, un grupo de cinco rapaces medio desnudos fumaba, bebía cerveza y se aburría mirándonos. El gracioso estaba espatarrado en la silla, con el pecho al aire; era rubio, blanducho, cabelludo y con barba de a cuarta. Huguette se acercó a la reunión, yo calcé la moto y me senté en la acera. Abrasaba. Tan cerca del suelo, me creí en un baño turco. Mareaba el vaho que desprendía el asfalto. Fumé y observé. Vi pasar coches, autobuses y personas. La Escuela de Medicina, frente a mí, estaba tan muerta como los cadáveres de su depósito. Era triste —me dije— verse tan solo y desgraciado junto a una Escuela de Medicina. Tirado en la acera, enfermo de calor, sudando, borracho por el coñac, los ruidos callejeros y la fetidez que ascendía del pavimento hasta mis narices…

—¡Levántate de ahí, Martín!… ¡Eres ridículo! ¡Con esas piernas tan largas pareces un camello en reposo!

La miré de abajo arriba, con indiferencia,

—Sigue tu camino, mujer. Te devuelvo la palabra de compromiso. Un Canel no casa con hembra de malas costumbres. Busca a tu cabezón.

Riendo, siempre riendo —¡era su tarde de despedida!—, se sentó a mi lado y me echó un brazo por los hombros. El barbudo, a nuestras espaldas, comenzó a narrar en voz alta una anécdota sobre una pulga y un elefante. Huguette también contó una historia. La de Antoine, que había estado en un campo, y a quien los boches habían hecho una judiada de lo más aviesa. Antoine sólo tenía un tema de conversación: las mujeres. Autodefensa, se llamaba su actitud. No había americana seductora; ninguna mujer podría ofrecerle nada… Antoine conocía a René desde los tiempos del Instituto, y estimaba mucho a la bachillera De Guenard, que si consentía sus bromas era porque le hacían gracia y por lástima…

—¿Satisfecho, camarada? ¿Volvemos a ser prometidos?

——Vete a reírte de tu asqueroso abuelo, hereje innoble.

Y la cogí, a traición, para tenderla sobre mi regazo y sacudir una tanda de azotes en sus redondas posaderas. No me fue difícil, pues ella se dejó hacer, agitando piernas y mordiéndose las manos a causa de su regocijo.

—¡Martín, amor mío, eres fantástico!… ¡Pegarme en Saint-Germain, a plena luz y delante del mundo! ¡Jacqueline se morirá de risa!

La solté sin perder mi seria compostura. Tres muchachos, con las manos en los bolsillos, nos observaban. Analizadores y formales. Yo me levanté y me dirigí al grupo de aburridos. El barbudo me miró con verdadera admiración.

—¡Una paliza seductora, mon vieux! —dijo——. La que estaba necesitando esa pestífera De Guenard.

Saqué un billete de cien francos y se lo ofrecí.

—Tu tío de Australia envía esto para que te afeites y te des un corte de pelo.

Lo cogió y se lo guardó.

—Lo que necesitaba para jabón, mon vieux. Gracias.

No hay estudiante más campechano ni más pobre que el parisiense.

La pestífera De Guenard charlaba con los tres mozos junto a la motocicleta. Y se restregaba con ambas manos el trasero. En semejante actitud, sus ropas masculinas le daban apariencia de pillete, el más endiablado y andrógino de los pilletes.

—¡Andando, catin!…

—¡Qué palabrita, camarada!…

Salimos zumbando, saludamos con gritos y tapones metálicos de botellas de cerveza. Subimos por Saint-Germain, hacia el río. A la altura de la Cámara de Diputados, la enlacé por la cintura y apoyé mi barbilla en su hombro.

—¡Ah, Martín, qué fantástico y divertido eres! ¡Qué feliz voy a ser con un tipo tan optimista y desvergonzado!

El aire, caliente, denso, me obligaba a cerrar los ojos. Hubiera sido maravilloso seguir así hasta el fin de los tiempos, el Sena a un lado, el viento abofeteando mi cara, mis brazos enlazándola, nuestras mejillas juntas, su olor y su calidez para mí solo…

—¡Monstruo de la Orilla Izquierda!…

—¡Martín, no vayamos a casa! ¡Cenemos en cualquier sitio! ¡Junto al río! ¡Los dos solos…! ¿Quieres?

Cenamos en una terraza del Quai Branly, junto al río como ella quiso. Con ayuda de la cena se me fue pasando el sopor alcohólico y nos divertimos de lo lindo. Conocimos a una pareja yanqui, a la que ayudamos a elegir platos, ya que los desventurados no entendían ni jota de francés. Quisieron que fuésemos juntos a recorrer el París nocturno. Nos disculpamos. Al marcharse ros dieron la dirección y el teléfono del hotel donde se alojaban. Eran simpáticos y joviales, pero una intromisión en nuestra exigente soledad de dos.

Vino la noche y Huguette quiso que nos sentásemos en un banco del río. Un tanto escamado, me dejé llevar de la mano hasta la orilla, y sólo me tranquilicé cuando nos acomodamos y la tuve bien sujeta.

—Nada de empujoncitos, ¿eh? Tengamos la fiesta en paz.

—¿Recuerdas, Martín…? Fue un impulso perverso. Aún no me lo explico muy bien. Rabia, quizá, por haberme enamorado de ti… ¡Estuviste soberbio! ¡Nadie más que tú es capaz de acoger con humor una broma tan pésima!…

Todo eso estaba ya muy lejano, a siglos de distancia. Lo que importaba era el presente, estos momentos, precisos, vividos en un banco, viendo discurrir el Sena a nuestros pies, quebrado por una luna amarillenta, caliginosa… ¡Era estúpido evocar lo pasado!… Un río en la noche, París que no duerme, luces, un tren que pasa sobre un puente, el faro de la Tour Eiffel girando insistente y rítmico, Huguette de Guenard y Martín Canel, enamorados en silencio…, ¿para qué pensar en lo pasado…?

Quise besarla. En los ojos. Un mimo suave y acorde con mi felicidad plena y tranquila. No pude. Me miró, sonriente, y dijo algo de un párpado dolorido. Recuerdo que encendí mi mechero para verlo. Nada. Un puntito rojo. No parecía picadura de insecto, como ella aseguraba; más bien principios de orzuelo. Es curioso, y estremecedor, el papel que juegan las pequeñas cosas en las vidas de las personas. Un simple orzuelo, y dos destinos tronzados…

También recuerdo que la besé en la punta de la nariz. Y que ella rió, graciosamente, y que me dijo, muy bajo:

—¿Te acuerdas de mis ñoñeces del principio?… Desde que he comprendido que nacimos el uno para el otro, las considero absurdas… Estas semanas me he dicho que cuando pase el tiempo, y uno de los dos desaparezca, la soledad del otro quedará para siempre acompañada con el recuerdo de las palabras y las caricias de nuestro cariño.

—¡Una frase definitiva, bachillera De Guenard! ¡La usaremos en el último capítulo!

—¡Siempre te estás riendo de mí, payaso!

Después se quejó de la humedad, y nos fuimos.

A la mañana siguiente despertó con el ojo peor. El párpado se había hinchado y el puntito rojo convertido en un clavo de pus. Discutimos por culpa del orzuelo. Aquél era el día que los Magisson, deseosos de conocerla, nos habían invitado a almorzar. Huguette dijo que no iría. Se negó infantilmente a que la viesen los parientes de la tía Martine con el ojo en ese estado. Me pareció una chiquillada tan sin sentido, que rogué a Jacqueline, presente en la discusión, que tratase de convencerla. Pero Jacqueline, más infantil o más presumida, sólo consiguió empeorar las cosas proponiendo que llamase a los Magisson y diese cualquier disculpa. Eso era, precisamente, lo que yo no quería: dar una disculpa y que ellos pensasen que los dejábamos plantados por algo más apetecible, cosa que nunca me perdonaría la susceptible tía Martine. Tuve que llamar, sí, mas para avisarles que Huguette estaba indispuesta y que sólo contasen conmigo.

Aquel almuerzo tuvo mal de ojo, efectivamente. Y no porque los Magisson sean agoreros. Todo lo contrario. Son un matrimonio encantador, que ronda la cincuentena. Me quieren mucho. Supongo que en memoria de su único hijo, Gustave, con el que me unió una gran amistad. De niños, solíamos pasar juntos vacaciones en nuestras respectivas casas. Un día, a los dieciocho años, se metió clandestinamente en España, nos saludó en Madrid, cruzó el Estrecho y se enroló en las Fuerzas Libres. Un año más tarde moría con la gallardía de un joven dios al pasar el Rin. Le dieron una medalla y todo. Bueno. Se la dieron a los padres, que aún no se han recobrado de la desgracia.

No, repito; los Magisson no tienen nada de agoreros. Si el almuerzo estaba condenado a empezar mal y a concluir peor, no hay que achacárselo a ellos, sino al destino, ese extraño sujeto encargado de poner piedrecitas en el camino de los hombres para obstaculizar sus pasos por esta vida.

A los postres, la sirvienta vino a decirme que me llamaban por teléfono. Era René; un René con la prosopopeya alterada, que sucintamente me explicó que Huguette había sufrido un accidente en la Avenue Verdun. Llamaba desde una clínica de la rue Marbeau. Me dio las señas, y como entre sueños volví al comedor. Madeleine, elegante y avejentada, notó en seguida que algo sucedía. Me sinceré con ellos. Les conté el estúpido capricho de una chiquilla malcriada, que por tener un párpado inflamado no se atrevía a que la viesen unos conocidos de su novio. Lo que conté, les hizo gracia; a Madeleine sobre todo, quien me dijo que sus ganas de conocerla eran ahora mayores, después de saberla tan deliciosamente vanidosa.

¡Conocerla…!

Era normal y lógico su deseo; ni Madeleine ni yo, absurdamente engañado por la parquedad de René, podíamos suponer la verdadera naturaleza del accidente.

Me despedí de ellos prometiéndoles que los tendría al corriente.

Cogí un taxi en la misma calle de los Magisson, y diez minutos más tarde me detenía delante de la Clínica, muy blanca y muy coquetona; un exterior paradójico con las miserias y tristezas que dentro vivían. En un vestíbulo luminoso y encristalado, de Gran Hotel, me atendió una enfermera tan almidonada que crujía al andar. Ella me condujo por una escalera de mármol hasta el primer piso, y allí, en un pasillo mareante de limpieza y claridad, me rogó que esperase en la salita que hallaría al final. En la salita estaba René. Sentado y con la cara entre las manos. Ni se levantó ni me saludó. Su fisonomía, su aspecto, su silencio, eran más reveladores que mil palabras.

—¿Cómo está, René?

Me miró con ojos extraños.

—Ha salido hace rato del quirófano.

Eso no era lo que yo quería saber. No me interesaba el quirófano ni lo que René decía del accidente… Una calle, un carro de cerveza, un patinazo, un choque… ¿Qué más daba todo…? La manilla de un freno, un vientre desgarrado, un fortísimo shock visceral, una hemorragia interna… Detalles insignificantes…

—Por favor…

—Algo tan frágil, tan esbelto y lleno de vida… Destrozada… Yo la vi… Como un muñeco roto… Una chiquilla; sólo una chiquilla…

Frágil y esbelta: una quebradiza figulina de Tanagra.

René definía a Huguette de Guenard.

Huguette de Guenard, la chica seria, con buenas ropas y sutiles perfumes, que una mañana había encontrado frente al tablón de anuncios de un Instituto de Lenguas londinense, estaba siendo definida… antes de morir. Se la resumía, físicamente, ¡antes de morir! ¡Un trágico epifonema para un trágico fin! ¡Huguette de Guenard se moría! La bachillera De Guenard, el hito, la mujer clave, la princesa azul, la última del montón, la razón de mi vida… Algo así había dicho yo una vez, ¡en broma!, a Sebastián Armijo… ¡Y se moría, estaba yéndose en esta clínica parisiense! Ante una certeza tal, ¿podían interesar las razones, los detalles, la hora…? ¡A las once y media!… ¡Cruce de la Avenue de Verdun con la rue de Aristide Briand! ¡Camino de Meudon!… Allí habíamos quedado en encontrarnos… Yo iría a la Gare Montparnasse y cogería un tren… O mejor: me llevaría el coche de la casa. ¡Un rutilante Jaguar, más rápido y cómodo que un tren de cercanías! ¡Tendríamos más tiempo para rehacer el penúltimo capítulo, que tan mal había salido dos tardes antes! ¡El penúltimo capítulo…!

Huguette de Guenard lo había dicho:

«¡Todas las novelas deben acabar mal, Martín, camarada! ¡Una buena novela tiene que ser un trozo de vida, camarada! ¡Y la vida siempre acaba mal: con la muerte! ¡No, Martín, no; no es sofisma!… ¡Nuestra novela debe acabar mal! ¡Si tenemos dignidad, camarada, no podemos consentir que unas criaturas nuestras sigan vivas cuando la última página haya caído!».

Y la última página estaba cayendo. Me lo decían las evasivas de René, su voz irritante, sin inflexiones, monocorde, calando en mis oídos como gotas de agua, una a una: una palabra, una gota; una gota, una palabra… Detalles, detalles, detalles… Miles, millones de detalles… Nimios, insubstanciales, sin valor alguno. Lo único valioso, su vida; y la mía, desacompañada… ¿Qué había dicho la noche anterior en un banco del Sena…? Algo… ¡Sí…! Palabras y caricias; soledad y recuerdo… Un presentimiento, quizás, a raíz de un beso… ¿En un ojo…? ¡Otro detalle!… El más pequeño de todos: un orzuelo… Orzuelo, vanidad, almuerzo frustrado, viaje a Meudon, accidente… ¡Una concatenación cumbre de efectos nacidos de una causa tan ridícula como un punto de pus en un párpado inferior!…

Risible. Y me reí. Muy bajo. René me miró. Sin comprenderme. Un hombre tan serio, tan severo, no podría comprender nunca mi sano sentido del humor. ¡Hubiera sido ridículo!

Había tal reproche, tal absurdo reproche en sus ojos, que tuve que levantarme, huir de ellos. Y me aproximé a la ventana. Frente a mí, más allá de un jardín cuajado de flores, en la casa vecina, una terraza, con personas. ¡Vivas! Las conté. Dos hombres y tres mujeres. Sentados bajo una sombrilla multicolor… Bebían, charlaban, reían… Parecían alegres. El mundo, la existencia es alegría pura. Siempre lo he dicho. Aquellas gentes felices pensaban como yo… Y como yo estaban vivas… ¡Vivas! ¿Es que tiene que detenerse el sol, no girar la Tierra porque alguien va a morir? No es lógico. Ni piadoso. Todos tenemos que morir… Quizá todos estemos muertos… ¡Lo estamos! Nadie vivo. ¿Qué somos los hombres más que muertos en vacaciones?…

Allí, frente a mí, en la terraza, una de las mujeres se levantó. Pasó al interior de la casa, dejando tras sí una puerta de cristales entornada. Un foco de luz nació en ella; un destello hiriente, molesto para mis ojos… Alguna razón habría para unas lágrimas mudas… Y nada mejor, ni más varonil, que un rayo de sol sobre una cristalera mal cerrada…

Unos golpecitos en mi hombro me sobresaltaron. Di un respingo y me volví. René y un anciano. ¿Cómo no le había oído entrar? Un anciano bien vestido, bajo, delgado y erguido como una caña, de blanquísimo cabello, cara arrugada, ojos pequeños, penetrantes, mandíbula casi prognática y boca tan firme como una trampa.

Adiviné que estaba en presencia del honorable abuelo, M. Jacques Jourdain.

—¿Está usted llorando, joven? —preguntó con voz imperativa, fastidiosa.

No me agradó M. Jourdain.

—Es el resol de la ventana de enfrente, señor.

—Me gustan los hombres que saben llorar cuando llega el momento, joven.

A mí, en cambio, no me gustan las frases altisonantes. Estuve a punto de decírselo, pero me tendió la diestra y pareció más humano.

—Siento haberle conocido en estas circunstancias, joven.

No recuerdo qué cortesía le devolví. Él fue a sentarse, encogió sus cortas piernas y se abstrajo Dios sabe en qué.

Después apareció Jacqueline, silenciosa y doliente. Sé que en ese instante esquivó mi vista. Lo sé. Como también sé que debía de sentirse un poco culpable del accidente, por no haber convencido a su hermana de que asistiese a un almuerzo.

Jacqueline se agachó un poco sobre su abuelo y le habló en voz tan tenue que no pude entenderla. Pero entendí a M. Jourdain.

—Ahora no, muchacha. Ahora no. Después que haya orado por ella.

M. Jacques Jourdain tenía que orar antes de verla. A mí no se me había ocurrido, y no tuve ese consuelo. Jacqueline, ahora mirándome, casi desafiante, dijo que ya se había recuperado de la anestesia y que quería verme. Sí. ¡Quería verme! Antes de morir, Porque murió. A las tres y siete minutos de la madrugada. No conté los segundos. Murió sin dejar otras huellas que las grabadas para siempre en mi corazón.

Veintidós años para la tierra y los gusanos.

Para mí, su recuerdo.

Y una tristeza que desgarra mis entrañas, nubla mi entendimiento y debilita mi fe; porque Huguette de Guenard, la inolvidable camarada, ha muerto, y yo, a mis veintiséis años, tengo que seguir viviendo.