CAPÍTULO NOVENO

PARECE MENTIRA que un muchacho con un sentido del deber como el mío, y tan devoto, haya ido a caer en aquella pocilga luterana de Medmenham. Me refiero a la granja modelo que allí tenía una famosa empresa de restaurantes ingleses. ¿Por qué fui yo a Medmenham? Bien sencillo. A causa de los celos y la desesperación que en mi provocaron el desvío y la honestidad de una chica. Y no se piense que ella me dijo: «Martín, apúntate para ir a Medmenham a recoger tubérculos y hortalizas». Nada de eso. Se limitó a comunicarme: «Martín, voy a inscribirme para trabajar en una granja de los alrededores de Medmenham». Y ya se sabe: si el hombre a veces no lleva a cabo lo que una mujer le exige o ruega, sí en cambio hace siempre lo que a él le parece que la mujer, por desvío o indiferencia, no desea que haga. Hociqué, como vulgarmente se dice.

Todas estas lamentaciones vienen a cuento de lo que sucedió al día siguiente de mi caída al Támesis. Yo me levanté como todas la mañanas; o, si se quiere, más nervioso y emocionado. Llamé por teléfono al hotel Brunet, y «Mademoiselle de Guenard» no estaba. Fui a la Escuela, llegué tarde y la abandoné antes de lo debido, aquejado de un curioso ataque de claustrofobia. Seguí gastando peniques en llamadas, pero mi adorada no aparecía. Almorcé y me dirigí al London College for Foreign Studens. Viaje inútil. Sólo sirvió para cambiar algunos saludos con los compañeros y poner de mal humor a Mr. Blyth, quien después de una ausencia tan larga ya se había forjado ilusiones sobre mi posible muerte. Tampoco aguanté mucho tiempo en el Instituto de Idiomas. Me marché a las cinco. Al hotel Brunet, como es lógico. Allí acabó mi búsqueda.

Le hablé desde el comptoir. No me dijo que subiese a sus habitaciones. Me rogó que la esperase une petite seconde en el salón. Estaba éste en el primer piso, y allí encaminé mis pasos, bien alicaído por cierto, ya que el salón de un hotel no me parecía el sitio más oportuno para un rendez-vous de enamorados.

Huguette no se hizo esperar. Llegó deslizándose —¡tal era mi encandilamiento!—, sin pisar la alfombra, casi volando… No me tendió una mano ni me regaló una sonrisa. Me miró, eso sí, mas se excusó de hacerlo, porque también se mira a un pobre y no por eso le amamos.

—Siéntate, por favor —me dijo.

Y yo repliqué:

—¿Es que vamos a sentarnos aquí, en este salón tan frío y siniestro? ¿No tienes corazón, Huguette? ¿Cómo voy a decirte cuánto pienso en una salita decorada a la pompeyana? ¡Es ridículo! ¿Por qué no vamos a tu cuarto? ¡Es precioso!

Sus ojos me inquietaron antes que sus palabras.

—Nunca más nos veremos en mis habitaciones, Martín. No es decente vernos allí.

No supe si reír o jurar.

—Amiga mía, no pensarás que busco la ocasión de desabrochar tu cinturón de castidad…

—No, Martín. Pero no es decente que nos veamos en mi cuarto. Ahora no lo es.

—¡Y dale con la decencia!…

—Siéntate y escúchame, Martín. Esta mañana… Bien. Esta mañana estuve a punto de sacar billete e irme a casa… No me interrumpas; te lo ruego. Ya ves que no me he ido. No pude. Antes tenía que verte. Sí. Verte otra vez. Y explicarte las razones que me hacen pensar que nada de lo nuestro es honrado. Hablaré en francés para que no haya errores ni equívocos.

Y habló. De carrerilla. Se notaba que lo traía todo bien maquinado. Ni aun una bachillera como ella, tan sabia, precisa y fácil de palabra, podría exponer sin prepararlo un discurso moral semejante al que me soltó. No usó más de trescientos vocablos, escuetos y terminantes, para expresar su opinión sobre nuestro juvenil e inocente affaire. Insistiendo, no lo consideraba decente. No creía honesto que dos personas de religión diferente se entusiasmasen, cuando ninguna de las dos estaba dispuesta a renegar de sus creencias. Un asunto así indéfectiblement acabaría mal. Éramos jóvenes, sanos y nos atraíamos. Sí, señor. ¡Nos atraíamos! Lo de la noche anterior lo probaba Además, si habíamos congeniado desde el principio, no era sólo por afinidad de ideas o el quehacer común de la novela, sino principalmente por atracción física. Y eso auguraba un mal fin… Dos personas de distinto sexo, jóvenes, sanas y afines, que se enamoran sin ver en lo futuro la posibilidad de ser el uno del otro, de casarse —¡de casarse, por mis dioses penates!—, deben cortar por el principio. Y si no tienen valor para ello —¡su caso!— y prefieren aguardar a que el tiempo o la separación forzosa traigan el olvido, deben evitar siempre la soledad, que conduce a las palabras y a los gestos amorosos; palabras y gestos que día a día serán más audaces, más posesivos, más imperativos, pues el instinto, al ver cercado un futuro de consumación y saciedad —¡una posible boda!— querría y exigiría apurar el presente…

Total, nada. Yo, forzoso es reconocerlo, me quedé de una pieza y algo asustado de que un simple beso, tras un empujón a un río, pudiese originar tal derroche de conclusiones.

—¿He sido bastante explícita, Martín?

Había que verla en su butaquita pompeyana, erguida, profesoral, derramando clase y seguridad.

—¡Qué criatura, santo Dios! —murmuré en español.

Eso la impacientó un poquito, y de nuevo inquirió si había sido bastante explícita.

Cometí la descortesía de no contestarle y de formular a mi vez una pregunta algo rara. Siempre me pasa lo mismo cuando me encapricho por una chica. Siempre. No sé de quién pude heredar este afán morboso de saber cosas. ¡Cuántas amistades he truncado por hacer preguntas fuera de lo corriente! Es una verdadera manía; lo confieso. Pero superior a mi voluntad y a mi buena crianza.

La pregunta, repito, fue algo rara:

—Huguette, casta amiga, tú serás doncella, ¿verdad?

Barrunto que en el mero principio no comprendió mi natural interés por saber de su vida. Luego actuaron sus estupendos reflejos y me sacudió un tortazo que resonó como un aplauso en el saloncito vacío.

—Bachillera De Guenard —reproché llevándome la mano a la mejilla—, no sabes seguir una broma.

—Cierto —admitió muy seria—. No he debido abofetearte. Se me fue la mano. Perdona. No hay razón para molestarse por tu curiosidad. Es normal. Si es exacto, como creo, que te interesas por mí, nada más lógico que quieras saber mi condición.

Avergonzado y vencido, murmuré:

—¿Cuándo demonios dejarás de sorprenderme, Huguette?

Lisa y llanamente, con varonil entereza, sentenció:

—Estoy como cuando nací, Martín.

—Amiga mía —suspiré—, ésa es una verdad a medias; estás más crecida, estupendamente desarrollada…

Era tal mi bochorno, que tuve ganas de besarla, de rogarle que subiésemos a sus habitaciones; sólo unos segundos, para demostrarle que su castidad fuera de época no corría peligro alguno con un galán tan respetuoso como yo… Afortunadamente, me contuve a tiempo, Suelo huir de las complicaciones; no me gustan. Y con una francesa que por un simple ósculo se pone a pensar en boda, indéfectiblement habría complicaciones. En vista de lo cual preferí preguntarle si tenía dinero para sufragar los gastos de un night-club, el de Armijo, cuya tarjeta me había dejado al marcharse. Yo, como de costumbre, no tenía una gorda.

Aquella noche bailamos hasta tarde. Pero lo hicimos como en tantas otras ocasiones: cual camaradas que simpatizan, como hermanos bien avenidos, dejando un espacio entre nosotros que no llenaría un armón de artillería.

Cuando nos despedimos delante del Hotel Brunet, me besó en una mejilla y me… ¡ofreció su frente!…

Y me dijo:

—Gracias, Martín. He pasado una noche felicísima. Estoy segura de que tú y yo podremos ser muy felices, de esta forma, durante el tiempo que falta para que cada uno regrese a su país. —Y repitió—:

—Muchas gracias, Martín.

—Gracias a ti, amiga mía. Tú has pagado el juergazo.

¡Un beso en la frente!…

¡Millones y millones de chicas joviales y divertidas, y me tocaba en suerte aquella especie de cuáquero con faldas!…

Tras aquel infausto día vinieron otros, y a mí se me encochinó el carácter. Tal como escribo: se me agrió el talante. Esto puede parecer baladí, pero no lo es tratándose de un Canel. Un miembro de esta casta sin humor es como un jilguero sin trinos. Fue terrible. Y lo malo es que no podía combatirlo con nada. Sólo aliviaba un poco mi fastidio el estudio, el trabajo, otra prueba de que mi vida marchaba desajustada. ¿Qué iba a hacer más que dedicarme al consuelo del deber cumplido a rajatabla? Estaba enquillotrado de una francesa encantadora, maravillosa, una criatura única, pero… ¿Qué le queda al hombre que se prenda de una estatua? Mirarla y admirarla; eso. Y quizá tocarla; a mí, ni ese recurso me quedaba. Un beso en la mejilla y otro beso en la frente era todo cuanto podía esperar de Huguette de Guenard. Algún apretón de manos, no muchos, y montones de miradas. Las suyas, inocentes, dichosas; las mías…

Llegué a odiarla. Mi sentimiento por ella era tan legítimo que se repartía por mitades entre el amor y el odio. Me pasaba el día pensando en el tiempo que tardaría en volver a verla. Llegaba la tarde, la veía… y a los cinco minutos estaba deseando perderla de vista.

Seguíamos escribiendo. Todas las tardes. La obra avanzaba como nunca. Era natural. Mi fervor malhumorado tenía que manifestarse de alguna forma. Y lo hacía a través del papel. En menos de una semana maté cuatro personajes. Un horror. Florecían las muertes como las amapolas. Huguette protestaba y al final optaba por callarse, comprendiendo quizá que su propia vida corría también peligro. Además, la bachillera ya no era la misma. Su antigua seguridad e independencia de criterio eran hoy sumisión. Me irritaba su encogimiento. No sabía decir más que… «Sí, Martín. Como tú digas, Martín. Claro, Martín. Tienes razón, Martín…». Y me miraba con aquellos ojos serios, inmóviles, inmensos… ¡Por todos los demonios…!

Aquella situación no podía durar mucho tiempo. La misma Huguette fue dándose cuenta de mi cambio. Ya no era Martín el superficial y simpático camarada de las felices jornadas de antaño; se había convertido en un señor taciturno, parco en el decir y gruñón por esencia. Un día, cansado y aburrido, no fui por el Instituto de Lenguas. Cuando llegó Huguette a las ocho, me encontró escribiendo. Se cumplió el rito: beso en la mejilla y presentación de frente. Aquella tarde le toqué el hueso frontal con dos dedos y le dije que se considerase besada.

Se sonrió, no sé si divertida o triste.

—No eres feliz estos días, ¿verdad, español?

—¿Quién dice tal cosa? ¡Soy feliz! ¡Y masoquista!

Algo vacilante, añadió:

—Oye, Martín. Voy a inscribirme para trabajar en una granja modelo de los alrededores de Medmenham.

—¿Y tus delicadísimas manos, amiga mía?

—Usaré guantes.

—¿Te molestaría decirme por qué has decidido ir a esa cochiquera? No necesitas ni el dinero ni el ejercicio; eres rica y delgada.

—Creo que es lo más conveniente.

—¿Para ti, acaso? ¿Sabes que si vas allí no nos veremos en varias semanas?

—¿No sería eso lo mejor, Martín? Adelantaríamos una separación que necesariamente tiene que llegar. Y nos despediríamos como amigos. Como yo quiero.

—Palabrería. ¿Y la novela?

—Me importa menos la novela que el que tú guardes un buen recuerdo de mí.

—No hagas frases, por favor.

Algún diablejo rabudo y socarrón me tentó en ese momento y mi naturaleza respetuosa se fue al mismísimo infierno. Cometí la felonía de abrazar —¡en mi propio dormitorio!— a una chica que confiaba en mi virtud. ¡Y cómo la abracé! Con presa de plantígrado. A traición. Ella no respondió a mi abrazo. Lo mismo hubiera dado estrechar a un muerto. Mutismo y pasividad. Pero de súbito se produjo el milagro: ¡la sentí temblar! Un estremecimiento continuado, apenas perceptible; como si todo su cuerpo latiese; un levísimo pálpito, que llegaba de su interior para morir a flor de piel.

—Déjame. Martín.

La solté, ¡y se volvió de espaldas!

—Cuáquera —dije—. Me faltaba el temblor para convencerme, y ya lo tengo. Cuáquera.

—No has debido hacerlo. Estabas en tu casa.

—Lo sé. Y no me arrepiento.

—No has debido hacerlo. No. Déjame sola; te lo suplico.

—Y un cuerno, amiga mía. Si te doy unos minutos para reflexionar, seguro que me preparas un discurso moralista.

Vi que hacía ademán de coger su impermeable, y decidí dejarla sola.

No era tarde. Las dueñas estaban aún de pie. Miss Margaret leía en voz alta y su hermana escuchaba al mismo tiempo que zurcía. Se interrumpieron al entrar yo. Sonó en ese instante la puerta de la calle e inquirieron con la mirada.

—No me acusen así, señoras —pedí enfurruñado—. Si se va sin despedirse, allá ella… Miss Elisabeth, ¿quiere no mirarme con ojos tan reprobadores?

—¿Por qué ha sido esta vez, Martín? —preguntó miss Margaret.

Les conté una mentira bien gorda acerca del color de ojos de determinado personaje:

—Ponérselos azules a un tipo perverso es absurdo. Yo dije que tenían que ser negros, hundidos, fríos; ¡ojos de muerto!

—¡Qué cosas dice usted, Martín! —se estremeció miss Elisabeth—. ¡Ojos de muerto!

—Sí, señora. Muy negros. Los azules son para las buenas personas; para las bonachonas como ustedes y yo.

—Huguette tiene los ojos oscuros —comentó inocentemente miss Elisabeth—. Unos ojos algo raros, pero muy bonitos.

—Queridas señoras, si tratan de insinuarme que otra vez tiene la razón esa francesa insoportable, pierden el tiempo. ¡Siempre Huguette!… ¿Y yo, el pupilo, qué? ¡A los lobos, claro! ¿Pues saben lo que pienso hacer? ¡Decirle al Padre Irving que están ustedes chifladas por una hereje!

—¡Qué charlatán es usted, Martín! —rió bajito miss Elisabeth.

Reanudaron la lectura y me olvidaron. Yo aguardé unos minutos, restregándome las manos y gruñendo para mí. Al fin, airado, exclamé:

—¡Está bien! ¡Iré a llamar por teléfono! ¡Pero que conste que lo hago por ustedes!

—¡Pero, Martín —sorprendióse miss Elisabeth—, si nosotras nos hemos dicho nada!

—¡Pero lo han pensado, señoras, lo han pensado!

Jean, en turno de noche, me dijo que aún no había llegado, y me prometió que le daría mi aviso tan pronto como apareciese; mi aviso «urgente». Ella no tardó mucho en llamarme. Cuando descolgué el auricular, nadie habló al otro extremo.

—Gracias —dije.

La oía respirar; nada más.

—¿Te costó trabajo telefonearme, Huguette?

—No.

—¿Es cierto eso?

—Cierto.

—Soy una mula, ¿lo sabías? Ponte el auricular en la frente; hoy no te he besado.

Le envié un beso, y me emocioné y todo.

—Las hermanas, como siempre, te han dado la razón.

—Discúlpame con ellas.

—Ya lo hice. Mañana nos veremos en el Instituto, ¿verdad?

—Sí.

—Lo digo por si te da por coger un billete y marcharte a París…

—No.

Gran transformista el amor; nos convierte a los hombres en idiotas perdidos. Hay que ver, si no, la cantidad de estupideces que en un cuarto de hora puede decir por teléfono un muchacho enamorado a una chica que responde con monosílabos…

A la mañana siguiente dejé la cama con un propósito definido y ya completamente maduro. Por eso, sin encomendarme ni a mi Santo Patrono, me presenté por la tarde en el Instituto de Lenguas, fui a Secretaría y pedí informes. Me los dieron y firmé un contrato. Un contrato de peón, que es lo honroso y lo digno, pues nada enaltece más al ser humano que el trabajo agrícola.

Después subí a clase. Finalizaba la de Mr. Lemming, un buen señor con cabellera de poeta romántico y más pesado que el granito. Tan pronto como concluyó su conferencia, me dirigí a mi compañera de banco.

—¿Has firmado?

—No.

—¿Por qué?

—¿No lo sabes, Martín?

—¿Nos vamos?

—Como quieras.

La cogí del brazo en el pasillo, prendí su mano y confundí mis dedos con los suyos. No dijo nada. Respondió a mi zalema apretándomelos. Pero cuando llegamos a la primera planta, y la llevé casi en volandas hacia Secretaría, preguntó adónde íbamos. Se lo dije y afirmó que ya no le interesaba la granja modelo.

—Tendrá que interesarte. Yo he firmado hace un rato.

—Eso es una locura, Martín. ¿Y la Escuela?

—Dejemos eso. Nada de cuanto digas será nuevo para mi conciencia. ¿Firmarás?

¿Cómo no iba yo a faltar a mi deber si ella tenía unos ojos como aquéllos y una sonrisa tan hechicera?

—Firmaré, Martín; pero tendrás que soltarme.

—Firma sólo para jornada laboral y comidas. Vendremos todas las noches a dormir a Londres. ¿Te parece?

No recuerdo muy bien por dónde anduvimos hasta la hora de cenar. Paseamos, pero he olvidado por dónde. Yo supongo que si hay un diablazo que tienta a los enamorados, también habrá un diablillo que los protege… Sólo así se explica que saliéramos con vida del tráfico londinense aquella tarde de éxtasis amoroso. De la cena ya tengo más idea. Lo hicimos en el Brunet. Y luego estuvimos un gran rato en el salón. ¡Mirándonos a los ojos! A última hora toqué un poco el piano, muy quedo, para ella sola. Muy poco tiempo, ya que apareció un matrimonio francés que paraba en el hotel y nos jeringó de lo lindo…

Pero no todo es amor y romanticismo en esta vida. Lo prosaico comenzó dos días después. Tempranísimo, recogí a Huguette en su hotel y nos dirigimos a la estación de Paddington. En ella nos encontramos a Michel Krieg, el suizo de la Clase C, con su compatriota Elianne Balzac, que aunque tenía apellido de novelista era desgarbada y antipática. También se nos unió John Malimanzi, mi buen amigo moreno. Subimos al tren, y poco tiempo después descendíamos en Maidenhead. Allí se efectuó la «concentración» de trabajadores, junto al autobús que nos llevó a Medmenham. La granja modelo estaba al pie de la carretera. Tenía muy buen aspecto, con su entrada de mansión, su enorme letrero comercial y sus modernos edificios. Lo primero que hicieron con nosotros fue ponernos en fila india y tomarnos el nombre. Luego nos condujeron a una barraca con mesas y bancos, y nos regalaron con un buen desayuno a base de leche, tostadas, un huevo por barba y arenques ahumados. Al acabar, apareció el jefe de la Granja, un tal Mr. Stone, de mediana edad y contextura, calvo y con gafas. No me fue simpático. Llevaba puesta una bata inmaculada de esas que se abren por delante. Nos soltó un discurso avieso, en el que puso de relieve el favor que nos dispensaba el Ministerio de Trabajo al permitir a unos hambrientos estudiantes continentales que comiesen decentemente durante unas semanas. Lo único que teníamos que hacer —dijo— era trabajar lo más y holgar lo menos; de esta forma marcharía todo a pedir de boca. Al marcharse, un estudiante danés con apariencia de vikingo le hizo una trompetilla sonora y nítida. Mr. Stone se detuvo en seco, pareció ir a decirnos algo, lo pensó mejor y salió del barracón seguido de un huracán de carcajadas.

Un cuarto de hora más tarde vino lo gordo: el trabajo. Recontamos sacos, los remendamos y los distribuimos por «secciones». Hubo reparto de aperos de labranza, también por «secciones». A mí me tocó «sección patatas», y me metieron en las manos un aparato que parecía un patinette, pero que era un «destripaterrones». Tenía un pequeño motorcito, rueda delantera dentada, tipo oruga, y cola de tubo de acero, a cuyo extremo posterior había un rastrillo con ángulo de incidencia graduable.

A Huguette le salió «sección hortalizas», y se las agenció para cambiar su puesto con la chica que me habían adscrito de pareja, la «ayudante» que recogería las patatas que mi rastrillo mecánico levantase.

Asustaba la extensión cultivada de la granja modelo. Plana como la palma de la mano, la granja parecía un inmenso tablero de ajedrez, que partiendo de la carretera y de los edificios administrativos y almacenes se extendiese a lo largo y a lo ancho de sesenta acres. Por un lado acababa en la línea de árboles que marcaba el paso del río; por el otro, sospecho que llegaría a Cornualles. Y digo que lo sospecho, porque yo nunca me atrevía a llegar tan lejos. Mi primera impresión, desde luego, fue desmoralizadora; se me antojó imposible que un grupo de treinta y siete estudiantes ineptos pudiese con aquel horror llano, enorme y cuadriculado por cultivos.

Yo inauguré mi labor encajando la rueda dentada en un surco y usando los mandos del «destripaterrones»; estaban en el manillar, como los de una motocicleta. Lo malo es que la moto le lleva a uno, y aquel cacharro tenía que ser llevado a empujones y juramentos. Cuando el ángulo del rastrillo no era el indicado, podían suceder dos cosas: o se clavaba con exceso en la tierra, y la carretilla no andaba, o profundizaba en defecto, en cuyo caso las patatas se ensartaban en los dientes como torreznos en asador. Una calamidad.

A los cinco minutos de estropear tubérculos, me detuve y dije a Huguette que cogiese el tractor. Soy de buena gente y no podía consentir que aquel frágil y esbelto labrador de camisa a cuadros y pantalones ceñidísimos, se tronzase la cintura a fuerza de agacharse para recoger las patatas que yo iba desenterrando a mis espaldas.

Se negó terminantemente. Se la veía entusiasmada con su trabajo; movía sus enguantadas manos delante de mis narices, completamente convencida de su papel de estudiante pobre que se desriñona para pagarse los textos y el garbanzo.

—Tengamos la fiesta en paz, camarada De Guenard. Soy el jefe del equipo, y te toca obedecer.

—¡Yo hago mi trabajo; tú haces el tuyo! ¡Me han dicho que recoja patatas, y recojo patatas!

Me disculpé por anticipado y sacudí una palmada en su redondo y ajustado trasero. Verdaderamente, con aquellos pantalones tan ceñidos las manos se morían de ganas de hacerlo. Huguette se sentía tan dichosa, que hasta se divirtió con mi atrevimiento. Obedeció. Yo —¡nunca lo hubiera decidido!— me colgué el saco al cuello y, ¡hala!, a recoger patatas… Y agacharse. Y vuelta a levantarse. Patatas, patatas, patatas… Cientos, miles, millones de tubérculos salían de la tierra e iban a parar al saco. Se llenaba éste, se vaciaba en un montón sobre el surco, y a recomenzar… ¡Y luego dicen que las patatas son caras!… Nadie mejor que yo sabe lo que cuestan las patatas.

Sonó una sirena y volvimos al barracón. Almorzamos; y sin apenas sobremesa para un buen pitillo, reanudamos la recolección. Por poco tiempo, ya que a las tres comenzó a llover a cántaros, de una manera aterradora. Fue espantoso. Agua y más agua; unas gotas como huevos de paloma. Tanto llovió, que se caló el motor y hubo que parar. Yo le puse a Huguette el pañuelo en la cabeza, vacié el saco y se lo coloqué encima.

—Huguette, camarada proletaria, ¿qué te parece si rescindimos el contrato?

—¡Ah, Martín!…

—Los cielos se han hecho mar, Huguette, ¿y te ríes?

—Me mojo a tu lado, Martín. ¿Qué más puedo pedir?

En unas horas de campo había recuperado su antigua confianza y agudeza.

Aquella tarde no trabajamos más a causa del diluvio. Nos secamos como pudimos, y a la seis y media nos dieron la cena. Una vez finalizada ésta, alguien sacó un acordeón, se corrieron las mesas y los bancos, y organizamos un pequeño batiburrillo para festejar el primer día de faena.

Regresamos a Londres bastante tarde, en compañía de Antonella Fucci y Manuel Papadinomos, un griego simpático, nervioso y que olía a pelo podrido. De los treinta y siete trabajadores agrícolas, sólo nosotros cuatro no dormíamos en los barracones de la granja modelo.

El segundo día de nuestro compromiso laboral fue peor que el primero. No cesó de llover hasta bien entrada la tarde. Mas a pesar del aguacero, nos dieron unos cubrecabeza-espaldas —sacos embreados—, y a trabajar. Para el inglés, porque nunca hasta ese momento comprendí claramente tal expresión. Es en verdad admirable el empeño de los ingleses por ver trabajar a sus asalariados. Loable. No les arredran ni las tormentas ni el fango. Sí, el fango, porque también hubo que luchar contra el fango, feroz enemigo, capaz de cambiar el curso de una guerra, según he leído alguna vez en los periódicos.

Huguette, en su entusiasmo, resultaba tan admirable como los ingleses.

Yo insistía:

—¿Rescindimos el contrato, bachillera?

—¡Un hombrón como tú, Martín!… ¡Si yo estoy encantada!…

—Tu caso es distinto al mío. Tú aún tienes la reciedumbre de tus abuelos campesinos. Apuesto que el naviero fue labrador en su juventud.

—¡Ah, Martín, el hijo del primer abuelo mío que se liberó de la tierra ganó la batalla de Poitiers!

—¡Caramba! ¿Y Charles Martel, amiga mía?

—¡Martel ya la tenía perdida! ¡Pensaba en retirar sus reales cuando atacó la caballería de mi abuelo, el gran Guillaume de Champs-Guenard! ¡El enemigo se desbandó ante él, y retornó a su país de origen: a España, que es nación de morisma!…

Lo bucólico afectaba tanto a Huguette que le hacía recobrar su antiguo humor. Se transformaba. Exudaba vida y alegría. De una manera harto engorrosa para mí, que veía con malos ojos la popularidad de que gozaba entre el sexo fuerte. Los bailes que solíamos celebrar casi todas las tardes hacían rechinar mis dientes de pura cólera. Con el pretexto de que eran más los varones que las hembras, había que ceder la pareja a menudo, cortesía nada agradable para un peninsular que se respete.

La llamé coqueta y se rió en mis barbas.

—¡Estás celoso, Martín!

—Estoy ahumando. La culpa es mía por haber venido a este avispero de paganos.

—¡Si estás incluso serio, Martín! ¿Llegarás a pegarme si bailo con ese danés inquieto de manos?

Ése, precisamente, era el que me caía mal: un dinamarqués rubio y gordito, que todo el día caminaba tras los talones de las chicas y que se hinchaba de pellizcarlas.

Tan fuera de quicio andaba a causa de los celos, que en una ocasión, finalizando la primera semana de granja, tuve un incidente. Como el tiempo había mejorado e incluso hacía calor, no sé a quién se le ocurrió bañarse en el río. La idea prendió y al día siguiente todos le imitábamos. Y, claro, las dudas que uno pudiese tener sobre la figura de Huguette se esfumaron al verla en maillot… En fin, al incidente. Ocurrió después de cenar, mientras yo me dedicaba a cambiar el vendaje del corte que en una pierna se había hecho John Malimanzi con una herramienta. El que lo provocó fue Michel Krieg, que a nuestro lado mullía la borra de su almohada.

—Oye, español —me preguntó con la mayor tranquilidad—, ¿tu amiga Guenard resulta tan bien en la cama como en bañador?

Una pregunta inocente, ingenua y estudiantil; nada de particular. Así que le pedí prestado un segundo su cabezal a medio llenar y sin descomponerme le aticé un almohadazo que le levantó del cajón de huevos holandeses sobre el que estaba sentado. Reconozco que mi conducta fue indigna; el suizo me llegaba al hombro y además era esquelético. Por ello le ayudé a incorporarse del suelo y le pedí perdón. Aseguró que no tenía importancia pero presiento que ya puede verme algún día en peligro de muerte que no me echará una mano. Como dicen en mi tierra: «Hombre pequeño, bolsa de veneno». Michel era bajo y de culo caído, y ese tipo de sujetos nunca perdonan las ofensas de los altos y airosos como yo.

El asunto debió de comentarse, porque en el tren, camino de Londres, Huguette me pidió detalles, que yo di con aire inocente.

—¡Pobre Michel! —rió por todo comentario—. ¡Tan delgado y darle un almohadazo por respuesta!

—¿Qué otra contestación podía darle? Sé cómo estás en maillot, pero ignoro cómo resultas en ese sitio.

Siguió riendo —¡lo que hace la vida de campo!— y afirmó que «eso» sólo lo sabría su marido el día que lo tuviese.

—Si me permites el inciso, casta amiga mía, te diré que no estoy muy convencido de lo que aseguras. Quizá ni tu marido llegue a saber «eso». De una cuáquera se puede esperar cualquier cosa.

—De una cuáquera sí, camarada español; pero de Huguette de Guenard, no. Mi marido nunca tendrá queja de mí.

Yo miré a la campiña inglesa, envuelta en la noche, y suspiré, acribillado por miles de traviesos gusanitos.

Huguette dijo:

—Martín, contéstame con sinceridad: ¿es posible que un camarada tan estupendo como tú quisiera saber esa indecencia de que habló el suizo?

—Desde luego que no. ¿Qué iba a hacer yo en un sitio así con una camarada como tú? Absurdo.

—Contesta, Martín; necesito saberlo.

—La respuesta, insisto, es no.

Entonces buscó mi mano, se la llevó a los labios, la besó suavemente y me la devolvió. Yo me quedé, ¿para qué negarlo?, como gatito de solterona.

—Y ahora, imbécil —repuso aquella compleja doctora en iconoclasia—, quiero decirte que si tú ignoras lo que podrías hacer en ese sitio «con una camarada como yo», es porque eres un completo cretino. Porque «una camarada como yo», sin experiencia alguna en esas indecencias, puede contentar a un presuntuoso español mucho mejor que cualquier gorda de Stavanger.

Cogió aliento y apostilló:

—¿Queda bien claro?

No pude contestar; los gusanitos no me dejaron…

El sábado nos abonaron el primer jornal. No era gran cosa, pero me sentí lleno de sano orgullo al contar el primer dinero ganado con el sudor de mi frente y de mi cuerpo. Fue tal la ingenua alegría que el salario nos produjo a Huguette y a mí, que decidimos juntarlo y gastárnoslo a lo grande aquella misma tarde: cena, teatro y baile… Nuestros planes, sin embargo, se frustraron, porque de regreso en casa me encontré con la sorpresa de que Sebastián estaba de vuelta. Miss Elisabeth me dijo que había llamado por teléfono muy de mañana. Salí meneando tabas, después de asearme, hacia Bayswater. Le encontré en su hotel. Y bien cambiado, por cierto: delgadísimo, más cetrino que nunca y sin su ridículo bigote. Parecía rejuvenecido. Nos abrazamos, y me dijo:

—Siéntate. Y explícame qué estupidez es ésa de la granja. No he podido creer lo que me ha dicho miss Margaret.

—La culpa es tuya, viejo. A un huérfano de padre no se le deja tirado y sin consejo. Te fuiste y me hice un golfo.

Me echó un réspice que no me echaría la tía Martine. Me llamó de todo: desde incapaz a gallego lerdo. Si yo cobraba todos los meses una beca muy por encima de mis merecimientos, y me enviaban de casa el dinero que ladinamente pedía, ¿a qué la estupidez de irme a un campamento? Cuando le confesé que la Memoria que tendría que presentar a mi vuelta a España no estaba más que en boceto, soltó un terno panameño, muy cochino, y aseguró que no merecía sus desvelos.

Con humildad, argüí:

—Es que estoy enamorado, viejo; compréndeme.

Se sirvió un vaso de whisky y juró:

—¿Eso de la granja es cosa de Huguette?

—En absoluto —respondí.

—Me alegro. Sentiría haberme equivocado con ella. ¿Os habéis arreglado?

Yo sonreí de tal manera, que exclamó:

—¡Estás idiotizado, caramba!

—Estoy loco por ella, viejo. ¿Quieres que te hable de Huguette? ¿Quieres…?

—¡…!

Le hablé. Durante media hora. Y a pesar de su enojo, me escuchó, bebiendo y en silencio, porque se trataba de algo referente a la vida sentimental de dos de sus jóvenes amigos.

—Si mal no recuerdo —comentó al fin—, hace cosa de mes y pico esa maravilla de que hablas era una mujer corriente, malcriada y subida a un pedestal…

—¡Ah, Sebastián, el despecho; el negro despecho!

—Idiota perdido. Ligero, voluble e inconsistente. Ya lo decía Antonio.

—No hablemos de los muertos, por favor; estoy enamorado y me escalofría la muerte.

—Sí, estás enamorado. También estuviste enamorado hace dos meses.

—Más meses, viejo; muchos más meses; lo menos tres meses.

—Compadezco a Huguette. Dentro de un trimestre, al almacén de los recuerdos. ¡Juntito a la adorable Dagny!

—Padre de los pobres —recriminé—, Huguette es otra cosa; es una mujer clave, un hilo en mi vida, la princesa azul, la última del montón…

—La madre de tus hijos, claro.

—¡Ah, Sebastián, si tú supieses…! ¡Mira mis manos y dime si alguien con estas garras de honrado labrador puede mentir!…

—Ya… ¿Y ella? pregunto yo… ¿Es feliz contigo? ¿Te has parado a pensar lo que puede ser para una chica como ésa interesarse seriamente por un sujeto como tú?… Mira, gallego, como le hagas a Huguette la marranada de considerarla una diversión más, te quiebro el bautismo. ¿Comprendido? Eres un gran chico, pero tu desmedido amor a la vida te hace a veces ser dañino para las personas serias. Y aclarado esto, llámala por teléfono y avísale que iremos a recogerla. Os invito a almorzar.

—Te invitamos nosotros. Padre de los pobres. Hoy hemos cobrado nuestro primer jornal.

—De acuerdo. Llámala. Quiero hablarle clarito. No ha debido consentir lo de la granja, con tu Memoria sin empezar. Has echado a perder el carácter de Huguette. Sólo así se comprende que haya accedido a tus maquinaciones. Y es esa cochina inconsistencia tuya; todo lo infecta… Otra cosa. ¿No hay posibilidad de que dejéis esa aventura?

Le hablé de los contratos.

Pero no le hablé de las pocas ganas que tenía de abandonar la granja modelo. Ni la abandoné. Lo que en un principio me había parecido un disparate, era una vocación inolvidable. Todo contribuyó al cambio: el tiempo espléndido, la comida excelente, el trabajo llevadero… Quemé grasas y me sentí como en época de baños veraniegos. Y me divertía. No sólo por tener a Huguette a mi lado, sino también por los magníficos y joviales camaradas que nos rodeaban. Hasta las faenas diarias llegaron a entusiasmarme. Ya no era el tedioso esfuerzo de arrancar patatas. La recolección había concluido con la primera semana. Ahora se escardaban los terrenos, se los preparaba y abonaba para otras siembras; bajo la dirección y vigilancia de los tres técnicos de la granja. Antes clasificamos por tamaños y calidades lo recolectado, almacenándolo después con jolgorio de chicos con juguetes. Siempre dirigidos, levantamos tres chabolas enormes, a manera de silos, y dentro formamos grandes pilas con la hojarasca de la cosecha. Las recebamos con cal por dentro y las cerramos herméticamente. Nadie sabía para qué eran todos aquellos manejos; nos importaban un bledo. Lo interesante era que disfrutábamos. Muchísimo. Sonaba la sirena y corríamos al río o a los barracones. Y organizábamos excursiones y bailes. Y éramos, entre todos, el grupo mejor avenido de estudiantes europeos…

¿Quién podría desperdiciar una oportunidad como la de Medmenham?

Tuvo que intervenir el destino, inoportuno, para que aquella maravillosa despreocupación finalizase. El instrumento que utilizó fue un tímido y candoroso matabel de Matibi (Rhodesia del Sur): John Malimanzi. Un estudiante negro, que a fuerza de servicial había llegado a ser, a hacerse popular. Una especie de mascota de treinta y seis colegas blancos. Atento, sonriente, encogido, presto siempre a brindarse, a cargar sobre sus oscuras espaldas la labor de sus abusones camaradas. Una tarde, cualquier tarde, se cortó con una azada. La pierna derecha. Nadie le dio importancia. Ni yo mismo, que en alguna ocasión le ayudé a curársela. Él callaba y seguía trabajando. Se compró una pomada en una farmacia de Maidenhead, unos rollos de vendas, y ninguno se preocupó del corte de John Malimanzi, buenazo y de sonrisa clara de niño feliz.

El primero que reparó en que su herida se había enconado, fui yo. Le vi una mañana, cuando sonó la sirena, ir hacia el comedor. Cojeaba lastimosamente. Le llamé y me interesé por su herida. Me la enseñó en las duchas. Daba espanto verla. Purulenta, casi verdosa, sus bordes abultados, húmedos, destacaban sobre el ébano de su piel. Yo mismo le obligué a ir al botiquín. Le acompañé, sabiendo que si no su timidez le haría desistir. Le atendió Mabel —¡miss Mabel, como ella exigía que se la llamase!—, una plumífera de administración que corría con el armario de los primeros auxilios. Dejé a John en sus manos y me fui a comer. Se presentó al poco, sonriente y agradecido: hacia mí y mi simpatía por él; hacia Mabel, que le había despachado con unas compresas de agua oxigenada y un tubo de ungüento sulfamídico.

Al día siguiente vi que cojeaba más. Su herida producía peor impresión. Lo comenté con Huguette y mi amiga intervino, porque su sentido de camaradería no podía consentir que John cojease en silencio y resignado. En esas ocasiones, la bachillera De Guenard no repara en el color de piel o en el olor a establo. Huguette avisó a Elianne Balzac, quien además de fea y antipática resultó enfermera. Ella vio la herida de John y dijo que había que llamar al médico. El negro sonrió tímidamente y prometió que por la tarde iría a Medmenham. No pudo ir. A mitad del almuerzo se puso malo, devolvió estrepitosamente y tuvimos que llevarlo a su litera del barracón de hombres. Huguette actuó de nuevo; convenció a Elianne, a Antonella y a otras dos chicas más del Grupo C, y fue a hablar con Mr. Stone. El director las recibió, como siempre, con displicencia, y se dignó visitar a John. Miró con asco la herida, dijo que era un corte infectado y ordenó a Mabel que le inyectase penicilina del botiquín. Elianne Balzac insistió en la conveniencia de llamar al médico, mas Mr. Stone dijo que eso corría de su cuenta; de la nuestra corría comenzar el trabajo vespertino ya en retraso. Esta tarde no llamó al médico. A la mañana siguiente, cuando llegamos a la granja los cuatro que dormíamos en Londres, nos encontramos con la nueva de que John tenía más fiebre y de que se había pasado la noche devolviendo y con espasmos. Sus compañeros de barracón protestaron, y Mr. Stone llamó al médico.

El rumor comenzó a correr cuando alguien vio cómo trasladaban a John al edificio administrativo. Un rumor que a todos sobrecogió: tétanos. ¡John Malimanzi tenía tétanos! El que más y el que menos de nosotros estaba martirizado a cortaduras, arañazos y excoriaciones. Prendió la aprensión, y aquella misma tarde, después del trabajo, lo menos doce salieron zumbando para Maidenhead a hacerse aplicar el suero.

Huguette y yo pedimos permiso y visitamos al enfermo. No parecía estar muy grave. Había perdido peso, sudaba a chorros y sonreía como de costumbre. Cuando Huguette, una Huguette tierna y desconocida, le hizo una leve caricia en la frente, John Malimanzi puso cara de ángel.

—¿Cómo estás, John?

Contestó a su saludo, con voz tenue, febril. Me miró a mí y me tendió la mano.

Se la estreché. La tenía seca, abrasadora.

—Amigo español, estoy bastante mal, ¿verdad?

—John, viejo cocodrilo del Limpopo, un negrazo como tú se nutre de infecciones. Saldrás de ésta con diez kilogramos más. ¿Apostamos algo?

Le hacían gracia mis cosas; siempre escuchaba con devoción en el Instituto mi rebuscada forma de hablar.

Se rió. Muy bajo. Con sonido de tambor. Cavernoso. Y me dijo:

—Sé que estoy mal, amigo español. Me duelen la espalda y el cuello. Mucho. Pero no será nada. Lo sé. Aún tengo que hacer mucho. Mucho. Mi padre no quería que viniese a Inglaterra. Pero yo me empeñé. Todos tenemos que hacer algo en este mundo. Todos. Allí, en mi tierra, me esperan. Y volveré. Quiero ser maestro, amigo español. Y enseñar a los míos. ¿No es buena idea, amiga Guenard?

Huguette experimentó un pequeño sobresalto.

—Una idea que te honra, amigo Malimanzi —respondió—. Muy propia de una camarada como tú.

Nos marchamos en ese instante, por mandato de Mabel, que entró cual un endriago, madura, enteca y agriada.

Salimos y en la escalera, Huguette, la inefable bachillera, dijo, con los ojos velados:

—¡Ser maestro y regresar con los suyos! ¿Cuándo hemos pensado tú y yo algo tan digno?

—Yo espero ser algún día catedrático, amiga mía. Viene a ser algo así como maestro, pero de salvajes.

—¡Payaso! ¡No puedes dejar las bromas ni en estos momentos!

—Límpiate esas lágrimas, madre amantísima. Se te correrá el rímel.

—¡Yo no uso rímel! ¡Y no estoy llorando! ¡Payaso! ¡Cretino!…

La carrera contra reloj entre el médico y las convulsiones musculares de John Malimanzi terminó dos días más tarde. Yo estaba con otro compañero descargando sacos de fertilizante de una camioneta, cuando vi llegar corriendo a Huguette. Se plantó delante de nosotros, jadeante, y notició:

—¡John ha muerto!

Me santigüé, y mi gesto sorprendió a aquellos herejes. Huguette reaccionó en seguida, airadamente.

—Marcas una cruz en el aire, ¿y qué? Rezarás una oración, ¿y qué?

—Justo —admití, finalizando mi Salve in mente—. Marco una Cruz y rezo una oración. ¿Y qué?

—¡Hay que hacer algo más que eso! ¡Nos estamos reuniendo delante de la Administración! ¡Debemos hacer algo! ¡John ha muerto por culpa de ese puerco de Stone!

—Huguette —repliqué seriamente—, no sabes lo que dices. John ha muerto porque él mismo se descuidó.

—¡Falso! ¡El médico dijo que un día antes quizás se hubiera podido hacer algo! ¡El día que avisó Elianne!

—Quizá. No ha dicho más que eso: quizá. Cálmate y no hagas tonterías. ¿Qué intentas? ¿Quemar la granja y ahorcar a Stone? El maquis ha pasado de moda, amiga mía.

Me sorprendió con un gesto que nunca hubiera creído en ella: escupió a mis pies.

—¡Eres un puerco cobarde!

Se volvió y salió volando hacia sus camaradas, presa del santo furor del motín.

La seguimos. Como había dicho, estaban reunidos delante de la Administración. Hablaban, gesticulaban, maldecían… Las más excitadas eran las mujeres. Creo que de haber alguien arrojado la primera piedra, no hubiera quedado un solo cristal en la granja. Qué hacían allí, qué esperaban, lo ignoro; probablemente todos estábamos asustados, aprensivos, pensando que lo que había pasado al negro podría ocurrimos a cualquiera en el próximo corte. Y como muchachos que éramos, nos apiñábamos para pedir protección y cuidados.

Yo me aproximé a Huguette. Tenía el ceño de las discusiones novelísticas. Me depreciaba, como tantas otras veces, con su silencio. Yo tampoco hablé. Me dediqué a fumar y a observar, divertido, las controversias que la muerte de John provocaba. Al fin cesaron éstas al aparecer Mr. Stone en la puerta de la Administración. Le acompañaban dos de los técnicos que dirigían nuestras labores. Mr. Stone, sólo él, descendió la escalinata del edificio. Traía la cara agria y el gesto altanero. Se acercó y empezó a hablar, seca e imperativamente; de los contratos, del trabajo interrumpido, del carácter de motín que el agrupamiento revestía… Remató su perorata conminándonos a disolvernos y a volver al trabajo; caso contrario, avisaría a la policía. Y ahí hubiera acabado todo, si mi temperamental amiga francesa no hubiese hecho otra de las suyas: al pasar Mr. Stone frente a nosotros le soltó un salivazo tremendo en plena cara. Mr. Stone estaba tan cerca, que vi claramente las contracciones de sus músculos faciales y las salpicaduras de los cristales de sus gafas.

Volvió de su sorpresa soltando unos adjetivos impropios de su flema, y avanzó hacia Huguette.

A mí me flojearon las rodillas y se me secó la boca.

—Sus palabras no me gustan, míster Stone —dije.

—¡Quítese de en medio, míster! —tronó—. ¡Esa moza me ha escupido!

—¿Y qué, míster Stone? «Saliva de francesa, sabe a fresa». Siempre lo he oído.

—¡Guárdese sus jocosidades, míster! ¡Ya he dicho que se quite de en medio! ¡A mí no me escupe ninguna moza continental!

Yo puse el dorso de mi diestra delante de la boca de Huguette, y pedí:

—Escupe.

¡Estaba blanca como la nieve; con los ojos lucientes, los puños crispados y pegados a los muslos, rumiando los insultos que aquel «puerco inglés» había proferido contra su orgullo de nieta del gran Guillaume de Champs-Guenard, anónimo vencedor de la morisma en Poitiers!

—¡Escupe! —repetí.

Obedeció, y me llevé el dorso de mi mano a los labios.

—Yo beso por donde escupe esta moza, Mr. Stone. ¿Comprende ahora por qué no me agradan sus palabras?

¡Qué momento, por mis muertos! ¡Qué momento! ¡El amo del cotarro, yo, el pasmo de los Canel, henchido como un pavo, mi vanidad gozosa y estremecida! ¡Qué momento!…

Mr. Stone se sacó los lentes, los limpió con el pañuelo, sonrió como sonríen los mayores ante las proezas de los jóvenes, y aseguró que pondría seguidamente en conocimiento del Ministerio el incumplimiento de los contratos.

—Muy justo, míster Stone. Nosotros también hemos decidido comunicar a nuestras Embajadas las condiciones infrahumanas en que se trabaja en esta granja. Esto es un campo de concentración míster Stone. Sirenas, barracones, aperos emponzoñados… ¡Infrahumano, míster Stone! Por eso hemos decidido también escribir una carta al editor del Times, firmada por todos, exponiendo las causas de la muerte de John Malimanzi, que en gloria esté.

Volví la cabeza hacia mis pasmados compañeros y guiñé frenéticamente los ojos.

—¿Me equivoco, camaradas?

Hubo de todo: asentimientos, gritos, aplausos, silbidos, carcajadas… Y el pérfido inglés, confundido por mi elocuencia y supongo que asustadillo por lo de la carta al editor del Times, se caló las gafas y subió dignamente la escalinata.

¡Qué momento, por mis muertos!… ¡No vivir mil años para recordarlo!…

—Moza —dije yo—, acabarán encerrándome en la Torre de Londres por tu culpa.

—¡Payaso! —exclamó ella.

Y brincó para colgarse de mi cuello y besarme en los labios de una manera categórica, exhaustiva, rabiosa… Una caricia exquisita. Algún día escribiré un delicado poema sáfico sobre aquel beso de Medmenham; un gran poema.

Cuando conseguí dominar algo mis cuerdas, tartamudeé:

—¿Por qué no esperas a que estemos solos, descocada?

—¡Que se vayan al infierno! ¡Tenía que besarte! ¡Eres definitivo! ¡Payaso!… ¡El más teatral, presuntuoso y adorable del Globo!…

Y me dijo al oído unas palabras, pocas, las más deliciosas palabras que puede escuchar un rapaz enamorado…

Después, ovaciones, silbidos, aplausos, felicitaciones… Cosas de gente menuda. Los varones me dieron la mano y las chicas me besaron en las mejillas. Es una pena que fuesen feas la mayoría.

En la media hora que siguió, nos convencimos mutuamente nueve de los treinta y seis que quedamos y fuimos a la Administración a pedir los contratos. No hubo objeción alguna. El propio Mr.

Stone nos hizo entrega de ellos, con una sonrisita tenebrosa en los labios.

—¿Qué hay de esa carta al editor, míster?

Yo sonreí en respuesta, un poco sorprendido de la fuerza que en un país democrático puede tener la Prensa.

Así terminó, en aquella tarde memorable, mi vida de campesino. Y al decir tarde no me refiero al día, que éste acabó de una forma aún más inolvidable. Huguette de Guenard, con la ecuanimidad alterada por mi representación teatral, se manifestó al fin como un ser de carne y hueso. Apareció por casa pasadas las ocho y media. La manera de entrar ya indicó que su ponderado magín de bachillera andaba trastocado: entró por la ventana, que yo siempre tenía abierta por lo agradables que eran ya las noches. Se sentó en el antepecho, estiró sus largas extremidades y saltó al interior ágilmente. Seguía con su ropa de campo: pantalón ajustado de pana negra, jersey hasta el cuello y cazadora a cuadros. Talmente un guapo ladronzuelo colándose en una casa al socaire de la noche.

—¡Viva España, Don Quijote! —exclamó.

—Amiga mía, un poco más de sentido. Esta calle está llena de cotillas. La reputación de las hermanas sufrirá.

Argumentó que Inglaterra era un país donde nadie se preocupa del prójimo, y corrió las cortinas de golpe.

—¡Lo que faltaba! —suspiré—. Entras por la ventana y cierras las cortinas. ¿Qué pensarán los vecinos?

—Martín, viejo quijote español ¿no te estarás haciendo un puntilloso?

Se colocó a mis espaldas y me acarició el pelo; jugueteó con el lóbulo de mi oreja derecha y se inclinó sobre mí para leer lo que estaba escribiendo en francés, porque últimamente casi toda la novela se escribía en ese idioma.

—¡Genial! —dijo al acabar, muy bajito y al oído—. Un poco atrevido, pero genial. Me siento orgullosa de ti.

—¿Quieres hacerme el cochino favor de no hablarme al oído? ¡Me pones nervioso, caramba!

Se rió, me revolvió el pelo y salió del cuarto para ir a saludar a las patronas. Yo me quedé sin inspiración, vacío de ideas, y cuando regresó todavía continuaba en la misma página.

Dijo:

—¡Las hermanas se han ido a dormir!

—Que descansen —dije yo.

Me tendió ambas manos.

—¡Levántate! ¡Tengo que comunicarte algo!

Y yo, claro, me levanté. Luego me echó los brazos al cuello y me susurró de nuevo en el oído:

—¡Estaba deseando que se acostasen!

—¡Por todos los demonios…! ¿Quieres no hablarme al oído? ¡Me lleno de… gusanitos caráspita!

—¿Gusanitos…? ¿Qué gusanitos?

—¡Deja en paz mi oreja, bachillera! ¡Y no te acerques tanto! ¡Fuera de mi país, todas las mujeres andáis… sin nada, rediez!

Se rió, alegre, dichosa, hechiceramente…

—Martín camarada, tengo que comunicarte algo —dijo—. ¡He decidido que nos casemos!

—¿Que has decidido… qué?

—Nos casaremos. Lo he decidido hoy… ¡Bueno! Decidido, lo que se dice decidido, lo tengo desde la noche de las elecciones… ¿Recuerdas Trafalgar Square? Nos miramos, ¿recuerdas?, y entonces me dije que haría de ti un cabal hugonote y que me casaría contigo…

—¡Te casas con tu abuelo! ¡Yo soy demasiado joven para casarme! ¡Y menos con un virago como tú! ¡Qué desvergüenza, vamos…!

—… Y hoy, después de ver cómo me defendías en la granja, he comprendido que una maravilla de hombre así hay que atraparla pronto. ¡En seguida! ¡Por eso nos casaremos pitando! ¿Tú tienes dinero?

—¡Yo soy un pobre huérfano de ingeniero muerto en la flor de su vida! ¡No tengo una gorda! ¡Y aunque tuviese millones…!

—Es una contrariedad. Porque el abuelo no querrá saber nada de mí cuando se entere de que me caso con un papista… ¿Y la tía Martine? ¿Y tu madre?

—¡Qué descaro, Señor!… ¡La tía Martine bastante exprimida está por mis hermanas! ¡Y mi madre es de las que no suelta un ochavo hasta que la entierren! ¡Además, calvinista desvergonzada, aunque yo…!

—¿Cómo vamos a hacerlo? Yo necesito casarme en seguida. ¡Lo necesito! ¡Hoy lo he comprendido!… ¡Oye! ¡Una idea! ¿Por qué no le dices a tu madre que estás viviendo en pecado con una luterana?

—¡Por todos los demonios!…

—Tú me has dicho que es una papista empecinada. Seguro que al enterarse de que su unigénito se condena en los brazos de una disidente, ¡suelta francos!…

—¡Suelta… palabrotas! ¡Me dirá que viva decentemente, descarada!

—Le replicarás que no puedes; que tu hugonota y tú no podéis estar un segundo juntos sin pensar en indecencias.

—¡Mahoma!, pero ¿tú la oyes, Mahoma…?

—Asegúrale que si suelta francos, tu hugonota está dispuesta a hacerse papista. Lo consulté con Jacqueline en Semana Santa. Cuando cogí miedo de ti y tuve que escaparme a casa. Le conté que me había chiflado por un católico… ¿Sabes lo que me dijo?

—¡No me importa!

—Me aconsejó que tratase primero de atraerte a nosotros; y que si no lo conseguía que me hiciese papista. París bien vale una misa, n’est-ce-pas?

—¡Qué desfachatez, San Martín de mi alma! ¡Qué asco de gabachos!…

—Pero está lo del dinero… ¿Cómo vamos a hacerlo? Yo necesito, como mínimo, millón y medio de francos al año. ¿Cuánto gana un catedrático en España?

—¡Ja…! ¡Lo que un sargento de gendarmes en tu tierra! Así que, ¡a casarse con tu honorable abuelo!…

—¿Será posible que ganen tan poco? ¡España es un país sorprendente!…

—¡España es un país admirable! ¡Protege a sus ciudadanos de las desventuras del matrimonio a base de sueldos bajos!

—Piensa algo, Martín, camarada… ¿De dónde sacaremos ese millón y medio para casarnos dentro de unas semanas?

—¿Semanas?

—Quítame las manos de la cintura, Martín, o te doy un zapatazo.

—Huguette, amiga mía… Ponderemos…

—¡Quítame la manos de la cintura, Martín! ¡Yo no soy una gorda de Stavanger! ¡A mí me llevas a la iglesia o silbas! ¿Queda bien claro?

—Huguette, preciosa, hagamos una cosa… Fíjate. Yo te firmo un papel comprometiéndome a llevarte a la iglesia tan pronto como saque cátedra. Cuestión de dos años… Y mientras tanto… ¡vivimos en pecado! ¿Qué te parece?…

—Martín, ¿tendré que usar el verbo, como tú dices?

Y pasó un día. Pasaron dos y tres días… Perdí el sentido, el apetito, el sueño. Perdí cuanto puede perder un hombre. Menos la vergüenza, se entiende. Me consideré el ser más feliz de la Tierra. Y mi amor y respeto por el Señor y Sus cosas llegó a su cima. Y mi agradecimiento por Sus infinitas bondades para conmigo, Su humilde Siervo, me hizo vivir el más beatífico de los nirvanas…

Pero vino el cuarto día y todo se descabaló.

Huguette me telefoneó por la tarde para avisarme que había sacado billete. Así. De sopetón. Yo no conseguí decir nada, replicar… Me citó frente al Natural History Museum, y allí acudí. Entonces sí que hallé palabras para suplicar, para pedir y maldecir. Me enseñó el pasaje. Para el día siguiente. Temprano. Victoria Station. Quise romperlo y no me dejó. Me dijo que había recibido un telegrama de Jacqueline rogándole que regresase cuanto antes. Le exigí que me lo mostrase. Comprendí que mentía. Se le notaba en la cara que lo del telegrama era falso. No sabía mentir. Se lo grité a voces, en plena calle, y me sonrió… Le hubiera pegado.

No sé cuánto supliqué aquella tarde.

Estuvimos sentados un gran rato en el césped de Hyde Park. Volví a insultarla y me puse casi de rodillas. Nada. Creí encontrar la explicación de su comportamiento en las inocentes caricias que habíamos cambiado los últimos días…

—Lo de siempre, ¿no? ¡Cuatro cochinos besos inquietando tu inmunda castidad! ¡Despreciable cuáquera! ¡Dime que no es eso! ¡Dímelo en la cara, mirándome a los ojos!

Y me miró. A los ojos. Con los suyos, enormes, extraños, serios, llenos de todo el afecto que sentía por mí. No supe comprenderla. ¡No supe! Su actitud era un galimatías indescifrable. Y menos me la expliqué cuando me cogió la cara entre sus manos y me sonrió con aquella sonrisa tan suya, dulce y sincera, de predestinada.

—Mi adorable camarada…

Y me besó con dulzura en los labios. Yo perdí la cabeza y la estreché contra mí besándola furiosamente en los ojos, en la frente, en el pelo…

—¿Cómo puedes pensar eso de mí, Martín? ¿Pensar que me voy por esas caricias que he tenido de ti? ¿No sabes que ya no podría vivir ahora sin ellas? ¿No lo sabes, Martín? Tú me las has enseñado; tú me estás enseñando a disfrutar de este milagroso sentimiento, ¿y supones que me voy por eso?

Aquella última tarde que pudimos pasar juntos en Inglaterra, la eché a los perros a causa de mi enojo y de mi incomprensión. La dejé en su hotel a la hora de la cena, asegurando que no iría a despedirla. Y así hubiera ocurrido de no haberse presentado Sebastián, muy de mañana, en Barnes, para recogerme. Yo aún dormía los sopores de la borrachera de la noche anterior. Me obligó a que me levantara, y tuve que acompañarle sin tiempo para afeitarme.

Cuando llegamos al hotel Brunet, ofendido como estaba, me negué a entrar. Permanecí en el coche, mientras mi amigo iba a buscarla, refunfuñando contra la dueña del monstruoso equipaje que encajaban en el pequeño Morris.

Poco menos que todo el personal del establecimiento salió a despedirla. ¡Lo que puede una buena bolsa!

—Sabía que vendrías, Martín —dijo.

—Pues estabas equivocada —dije yo—. Ese panameño entrometido me forzó. ¿Queda bien claro?

—Sebastián, ¿te importa que me siente atrás con este español malcriado?

—Allá tú, Huguette. Mi opinión es que le contemplas demasiado.

—Padre de los pobres —gruñí—, vete al cuerno.

A mí me entusiasma estrechar manos femeninas, suaves y frágiles, y por eso aprisioné la suya en nuestro camino hacia Victoria Station. Pero al llegar me enfurruñé aún más, porque las estaciones me sientan fatalmente, me deprimen, me llenan de morriña…

Dejé que Sebastián se encargase con ella del equipaje. Me quedé solo, saqué un billete de andén en la automática, y en tanto no aparecieron me dediqué a recorrerlo con aire abstraído y malhumorado. No cambié de compostura cuando volvieron. Ni despegué los labios hasta que un altavoz avisó que faltaban cinco minutos para la salida.

Huguette quiso abreviar. Se despidió de Armijo con un beso en la mejilla. A mí me besó con suavidad en los labios, cerrando los ojos.

—Adiós, Martín.

—Así naufragues en el Canal.

Sonrió tristemente a Sebastián, me dio un ligero cachete en la cara y caminó hacia el vagón con la gracia de un maniquí de Alta Costura, toilette de viaje.

—Eres un lerdo gallego —dijo Sebastián.

Me tembló todo el cuerpo y aullé:

—¡¡¡Huguette…!!!

Eché a correr hacia ella, que se había vuelto. Y ella misma corrió hacia mí con una sonrisa gloriosa que iluminaba todo su rostro. La levanté en vilo, la besé, hundí mis labios en su cuello…, ¡qué sé yo lo que hice al estrecharla contra mí!… Tampoco sé el tiempo que estuvimos abrazados, mudos, en aquella estación londinense. Sólo recuerdo que volvió a resonar el altavoz, que en inglés y francés rogaba a los viajeros que subiesen al tren.

Y ella suplicó:

—Llévame al vagón, por favor, no me obedecen las piernas…

Es muy hermoso ser joven y quererse; tener fuerzas para levantar a una chica en los brazos, recorrer unos metros de andén y dejarla en el estribo de un tren que parte… Muy hermoso y muy triste.

Y decir, besando la punta de una nariz:

—¿Me escribirás, bachillera?

—¡Sí, Martín!

—¿Todos los días?

—¡Mil veces al día, Martín!

—¿Llamarás alguna tarde por teléfono? Yo nunca tengo una gorda.

—¡Sí Martín!

—¿Me esperarás en la Gare du Nord el día que llegue a París?

—¡Martín… Martín… Martín…!

—¿Qué lágrimas son ésas, bachillera De Guenard?

—¡Tengo que llorar, Martín! ¡Sólo de pensar que pude haber elegido otro Instituto de Lenguas y quedarme sin vivir este milagroso sentimiento que tú y yo gozamos!…

Arrancó el tren y yo corrí a zancadas a su lado. Me quedé materialmente sin palabras. Busqué alguna despedida y sólo se me ocurrió un gesto: me llevé el pulgar a la nariz y le hice un molinete. Y me imitó. Le saqué la lengua y me devolvió la mueca. Llegué al final del andén y aguardé a que la mano que me despedía dejase de saludar.

Luego desanduve el camino y me reuní con Sebastián…

—Soy un desdichado —dije.

—Eres un gran chico, gallego. Y Huguette, una perla. Sabe marcharse a tiempo.

Descifré el jeroglífico en ese preciso instante.

—¡Marcharse a tiempo…! ¡Has sido tú, maldita sea tu estampa! ¡Tú la has obligado a irse!

—La he aconsejado.

—¡Sebastián, maldita sea tu estampa!

—Necesitarás todo tu tiempo para conseguir una Memoria decente, gallego.

—¡Maldita sea…! ¿Por qué no te ocupas en tus propios asuntos, Padre de los pobres?

—Los asuntos de mis amigos son mis asuntos…

Tres semanas más tarde cogía un tren en Victoria Station. Me despidieron Sebastián Armijo y el coronel Novoveski. El polaco me llevó un obsequio de despedida: una pequeña plancha eléctrica de viaje.

Les dije adiós desde la ventanilla. El tren me fue alejando poco a poco de Londres, dirección Dover. Había llegado hacía ocho largos meses. Un largo período de tiempo. En él perdí a mi más íntimo amigo y me enamoré dos veces. Y contraje las mejores amistades que pueda desear un hombre cuerdo.