CAPÍTULO OCTAVO

PRIMERO LE HICIERON LA AUTOPSIA y después nos entregaron los restos para que les diésemos sepultura. No se la pudimos dar cristiana. Le enterramos como a un animal descuartizado. Aquella tarde, mi corazón se descompuso y mi alma se estremeció por el viejo amigo muerto sin dejar huellas.

Asistió bastante gente. Hasta veterinarios hubo. Allí, para ver como le echaban unas paletadas de húmeda tierra inglesa, se reunió un apiñado grupo de muchachos que andaban por las Islas en faenas de estudio. Los menos acudimos porque habíamos tratado a Antonio; los más, en atención a Sebastián y a su amistad con el muerto. Cómo se enteraron, no lo sé, aunque supongo que la noticia partió del «Zanzíbar» y se difundió con la celeridad típica de lo macabro. La nueva de su muerte llegó incluso a la Escuela, y Méndez y Cortina, los dos mejicanos que tanto le habían apreciado, aparecieron por el entierro en compañía de Giulio Luzzati, un piamontino regordete, malhablado y cabelludo, que no acababa de explicarse muy bien la decisión de Antonio. Todo el tiempo se lo pasó mascullando:

Ché specie di brutte bestie! ¡Matarse por amor en pleno siglo XX!…

¡Matarse por amor en pleno siglo XX! ¿Quién sabía por qué Antonio Ordovás había abierto una espita de gas? Yo, en el fondo, lo ignoraba. Pasada la primera impresión, el sentido común decía que nadie en estos tiempos bastardos se mata por motivo tan sentimental y bello como un fracaso amoroso. Esas épocas han pasado, creo yo, y hoy sólo se quita de en medio la gente por razones políticas y económicas, prosaicas pero de mayor peso.

El único toque cristiano del entierro lo dio el coronel Novoveski con su manía floral, depositando un ramo de lilas sobre la tumba.

Más tarde, el coronel se acercó a mí y me estrechó la mano con fuerza.

—Una pena, mi joven amigo. Un muchacho triste, pero muy cortés. Un rasgo blasfemo, pero valeroso. Yo nunca tuve ánimo para llevarlo a cabo, y me sobraron oportunidades… Y dígame, mi joven amigo, ¿cuándo tendré el gusto de verle por mi modesta boutique de asquerosos accesorios eléctricos?

Se marchó a la boutique tras abrazar a su socio capitalista.

Nosotros nos fuimos desperdigando poco a poco. De no tratarse de un entierro me hubiera reído a carcajadas viendo a Sebastián Armijo rodeado de sus jóvenes amigos. Parecía un padre recibiendo pésames por la muerte de un hijo. Todos, a medida que se iban despegando del cortejo fúnebre, le abrazaban efusivamente. Emocionante. Para los flojos, se entiende; no para mí, que soy un tipo duro y poco afectivo.

Al final nos quedamos solos y le acompañé un rato hasta su hotel. Me dijo que a primera hora de la tarde había hablado con Madrid. Por lo visto, los hermanos habían decidido no acudir de momento. La señora Arlington no había puesto inconvenientes en guardar las cosas mientras tanto. Sebastián estaba afectado por la despreocupación de la familia. A mí no me sorprendió mucho. Ramón Salazar y su cuñado no habían congeniado gran cosa, y Sofía… Bueno. Sofía estaba muy enamorada de su marido, tenía hijos y acaso se dijera que nada había que hacer en Inglaterra por un hermano muerto.

Yo, a veces, soy un poco cínico y cáustico:

—¿Crees que pondrán el mismo interés y diligencia cuando se trate de recoger el montón de perras que deja nuestro finado amigo?

—No hables de Antonio en ese tono, por favor.

Si hay alguien que estime a los amigos cuando vivos y los respete cuando muertos, es Sebastián Armijo.

Aquel día había tenido otras llamadas telefónicas. Huguette de Guenard, por ejemplo, se despidió telefónicamente muy de mañana. Se iba a su casa, a Francia, sin decir la fecha del regreso, porque al parecer aún no estaba muy segura de si lo habría.

—Mentira podrida —aseguré indiferente—. Regresará. Es de esas personas que nunca dejan nada sin acabar. Volverá para conseguir hablar el inglés como un locutor de la B. B. C. Te apuesto una onza de oro.

—Habéis reñido, ¿no?

Me encogí de hombros.

—Has hecho mal. Es una chica de excepción.

Con énfasis, algo insólito en mí, le acusé de haber idealizado a la francesa. No era nada de excepción, sino una chica corriente, sabionda en exceso y dominada por un complejo de clase inaudito. Desde su más tierna infancia estaba encaramada a un pedestal; se la podía mirar, mas no tocarla, ya que sus repelentes hermanos de especie despedíamos un olor fétido, de cloaca, que lo impregnaba todo. Ése era, a mi parecer, el retrato de Huguette de Guenard. Porque a una persona se la puede canonizar cuando se la trata «en visita», no cuando se convive con ella dentro de cierta intimidad. Napoleón, un hombre bastante sensato, ya aseguró que nadie hay grande para un ayuda de cámara.

Sebastián dijo:

—Mientes.

—Padre de los pobres —reconvine—, ¿qué lenguaje es ése para un diplomático?

—Soy un exdiplomático. Nada hay que me impida decirle a un lerdo y desenfadado gallego que miente con la perversidad estúpida de un retrasado mental.

Yo hice un comentario jocoso, una especie de voltereta verbal, y el educadísimo panameño me envió a un sitio incorrecto. Pero aún añadió más el muy barbián:

—¿Qué será de esa obra maestra de la literatura contemporánea al romperse el equipo creador?

—¡Ah, Sebastián, viejo pirata del Istmo!, ¿qué será de la obra?

—¿Y qué será de ti, Martín, viejo druida gallego?

A mí, por sencillo y bondadoso, todos me toman el pelo imitándome.

—Quizá me arroje al Támesis —murmuré pensativo—. Yo no tengo gas en el dormitorio; sólo chimenea.

—Tú no morirás de forma tan sencilla. Eres demasiado vanidoso para eso. Tu muerte será sonada. Te ahorcarán por incendiar Buckingham Palace. Con los reyes dentro.

No se contentó con mofarse de mí, sino que la emprendió con la tía Martine y su orgullo herido por el desastre sentimental del sobrino. Remató sus sarcasmos con una pregunta que dejé sin respuesta.

Insistió:

—Contesta, gallego. ¿Desde cuándo te tiene sorbido el entendimiento esa compatriota de la tía Martine?

—Padre de los pobres —dije yo—, ese afán de ver triunfar el amor entre tus jóvenes amistades es reprobable.

—No es afán; es necesidad de saberos a todos satisfechos y felices.

Me dio unos golpecitos en la espalda, lo cual me encantaba, y me soltó de sopetón que el jueves salía para el Continente. Todas las primaveras planeaba un viaje; en ésta tenía pensado llegar a Grecia. En su Morris Minor. Me invitó, y yo reí mefistofélico y malhumorado. Una invitación así, en el mes de julio, haría de mí el hombre más feliz del planeta; en abril, me convertía en el más desgraciado…

Sebastián partió y yo me quedé solo. Entristecí y me agosté como una flor sin sol. Y no es que faltase éste. Lo inundaba todo. La primavera había reventado sobre la rubia Albión, cromatizándola con más colores que cuenta la paleta de un impresionista. No. Mi tristeza y mi desánimo nada tenían que ver con el tiempo. Venía de dentro. Había nacido por generación espontánea. Me temblaba el alma, por usar de una imagen alambicada. Mi ser se embargaba, víctima de una laxitud misteriosa, avasallante. Yo era sensación voluptuosa, estremecimiento puro y esenciado.

Naturalmente, viéndome atacado de tan extraño mal, me dediqué al vagabundaje y escribí al tío Felipe. La afición a vagabundear la he heredado de mi padre, que en vida fue un globe trotter de la ingeniería. Recorrió Sudamérica de punta a cola: construyó carreteras en Venezuela, levantó presas en el Brasil, abrió canales en el Bermejo, y a poco le limpian el forro los paraguayos en la Guerra del Chaco. Hizo de todo, según he oído al tío Felipe, su hermano mayor y único. El tío Felipe es lo contrario que fue papá. Es sacerdote. Pudo haber llegado a obispo, pero prefiere encerrarse todo el año en la aldea, dedicado a sus estudios históricos y a disfrutar de grandes paseos a grupas de su asno hipocondríaco. Dentro de poco piensa publicar algo exhaustivo sobre el Camino de Santiago. Dice que dará mucho que hablar. Y que leer, imagino, pues por lo que se infiere de sus palabras tendrá, aproximadamente, la extensión de la Enciclopedia Espasa. Yo siento, todos sentimos en casa un gran cariño por tío Felipe. Nos vemos los veranos. En esa época me espulga de los pecadillos invernales, saturándome el espíritu de firmes propósitos. Creo que gracias a él he salido tan pío y endomingado. Y a él recurro cuando me encuentro en callejones de conciencia y económicos. En esta ocasión, abrí correspondencia con mi tío Felipe a causa del rarísimo temblor que en mí provocaba el recuerdo de una hereje. También le conté de mis pesadillas sobre Antonio y el consejo que le había dado.

Esperé su contestación deambulando por Londres. Lo curioso e irritante es que sólo recorrí sitios que ya conocía por haberlos visitado con otra persona. Volví por Regent Park, y me estuve durante dos horas contemplando las asquerosas criaturas del «Serpentarium». ¿Por qué, si a mí los ofidios me dan repeluznos? ¡Qué deleznable arcilla ésta de la que hemos sido formados! A mí me dan arcadas las culebras, pero como a cierta persona la fascinan, héteme aquí fascinado por esos inmundos animalejos… Confieso que estaba moral y cerebralmente degradado… Si no resisto la carne de cordero ¿por qué volví a un restaurante de Liverpool Street a saborear unas chuletas, especialidad de la casa? ¿Y aquel pub del subsuelo de Picadilly Circus? ¿Y la Wallace Collection? ¿Y la National Gallery? ¿Y por qué visité, por tercera vez, la Torre de Londres? Y, en fin de cuentas, ¿por qué pasaba varias veces al día por el London College for Foreign Studens, cuyo primer banco de la Clase C estaba más triste que un desierto tibetano?…

Nunca había pensado yo que el ser humano pudiera caer tan bajo.

¡Qué horrible es la soledad cuando no se la busca! Huir del trato de los hombres por voluntad propia no es sacrificio y resulta hasta saludable. Pero verse recluido con uno mismo sin desearlo, es morir en vida. Y la vida es tediosa, estúpida, insípida, sin alicientes. Uno se acuesta y no da un rábano por despertar al día siguiente. Es mejor dormirse para siempre; no vale la pena llegar vivo a la mañana, sabiendo que seguiremos solos, malhumorados, vacíos de ilusiones y sobresaturados de nostalgias de unos ojos inmensos, serios, de una boca maldiciente y preciosa…

Soy un tipo frívolo, voluble, ligero, lo reconozco; enamorarse dos veces en un semestre habiendo tantos problemas por el mundo adelante, es impropio de personas de bien y sensatas…

En este estado de ánimo me cogió la respuesta de mi tío Felipe. ¡Qué carta, Señor de los Cielos!… Yo le había planteado un caso de conciencia, por llamarle de alguna forma, y él me rebotó una exégesis del movimiento reformista con alusiones a los albigenses… ¡Los albigenses, Dios mío! ¡Como si a mí me importaran los albigenses, o que la palabra hugonote sea una corrupción del alemán eidgenossen, que significa «unidos por juramento»!… No hay sacerdote más culto en la Iglesia Romana que mi tío Felipe: puedo asegurarlo. Ni nadie que sepa más que él sobre la Reforma y la Contrarreforma. Me pintó en su carta una matanza de valdenses que ponía los pelos de punta; ¡y qué Noche de San Bartolomé, por mis muertos!… ¡Qué erudición la de mi tío Felipe! No hay derecho a saber tanto y estragarse en una vida horaciana.

Terminaba su carta diciéndome que pidiese consejo a mi madre y que no buscase la opinión de la tía Martine, «cuyo especial sentido de las cosas roza los linderos del más endiablado jansenismo…». Tengo que hacer constar que el tío Felipe siente un gran respeto por mi madre, desde que vio que ella, con su pasividad, conseguía meter en cintura a mi padre. Porque mamá, que no presume de carácter firme, lo tiene, y diamantino, cuando le interesa algo; mi padre le interesó en grado sumo, y lo convirtió en el más sedentario de los ingenieros.

El tío Felipe intentó borrar mis preocupaciones sobre Antonio contándome una anécdota del padre, que demostraba palpablemente que la esquizofrenia era tan común en los Ordovás como las orejas y las narices en los seres humanos.

La carta del tío Felipe no mejoró mis inquietudes, mas sirvió para espabilarme un poco. Por lo pronto, la mañana que la recibí falté a clase y empleé ese tiempo en presenciar la regala Oxford-Cambridge desde Lonsdale Road. El día estaba tristón y nublado, pero la gente lo pasó en grande a la orilla del río. Nunca he visto tanto colegial inglés uniformado como aquella mañana. Esgrimían banderitas alusivas y se metían con los mayores como cualquier jauría de niños continentales. La regata, como es consiguiente, la ganó Cambridge. Yo, ¿para qué mentir?, me aburrí de lo lindo. Y es que está visto que cuando las grandes cosas ocurren al pie de casa, nos parecen insignificantes y sin valor…

Después de almorzar un bodrio inmundo en un restaurante griego y cochambroso de Earls Court, me desplacé a Clapton. Me costó la intemerata dar con la calle del coronel Novoveski, una calle bien poética por cierto: Nightingale Road, que vertido al román paladino quiere decir calle del Ruiseñor. Tenía su entrada por Hackney Downs; no parecía muy comercial y sí más desierta que la Isla de Pascua. Por fuera, la razón social «Novoveski and Armijo» presentaba regular aspecto. Era una tienda con escaparate estrecho y lleno de cacharros eléctricos, con una puerta que al abrirse hacía sonar una campanilla cristalina. Dos escalones traicioneros atentaban contra la integridad física de los posibles clientes.

Cuando yo entré, el coronel atendía a una señora con retoño. Enfundado en una chaqueta de resplandeciente alpaca mostraba una plancha con la suficiencia que un gran joyero debe de poner al enseñar su mercancía. Me vio y apenas me hizo una leve inclinación de cabeza. Me fijé en cómo observaba al niño: talmente un cazador a la espera de su presa. En el momento que el muchacho cogía con sus manos inocentes un cazo eléctrico, el coronel, cual un relámpago, actuó, atizándole un gran palmetazo en los dedos con un trozo de flexible. El niño soltó su botín, miró horrorizado para su madre y rompió a llorar. Creí que la cliente golpearía al coronel con la plancha, pero se contentó con increparle. En unos segundos le aplicó dos docenas de adjetivos sajones por haberse atrevido a atacar a su poor little thing.

—Muy señora mía —dijo el coronel, impertérrito, yendo hacia la puerta—, su poor little thing es una nauseabunda cría de araña que apesta mi establecimiento.

Abrió la puerta, sonó la campanilla y esperó a que madre e hijo, la una maldiciendo y el otro a moco tendido, abandonasen su boutique. Volvió a sonar la campanilla, se miró la muñeca, y dijo:

—Hora de cierre, mi joven amigo.

Falso; lo menos quedaban dos horas. Se conoce que lo hacía en mi honor. ¡Un gesto de caballero metido a comerciante por avatares de la vida! También me satisficieron grandemente su abrazo y sus disculpas por no haber estado más expresivo al cruzar yo el umbral de su casa.

—Mi joven amigo —expuso invitándome a pasar al interior—, desde que he abierto esta humilde boutique, gracias a la munificencia de nuestro admirable Armijo, me propuse separar mi vida social de mi actividad comercial. Por ello, yo no puedo consentir ni permitirme la descortesía de saludar a un amigo, descubriendo mis sentimientos más íntimos, delante de toda esa gallofa que acude a este bohío para proveerse de artilugios caseros.

—Señor —repliqué de corazón—, genio y figura hasta la sepultura.

Pagó mi requiebro con una sonrisa y me hizo pasar a una salita, que adiviné comedor, cuarto de estar y quizá dormitorio. Había algunos libros, unas sillas de paja, una mesa, un aparato de radio y un diván. La salita tenía una ventana francesa que daba paso a un patinillo con gran cantidad de cajones y una bombona de regular tamaño, de hierro, que recordaba un mojón de carretera.

Me obligó a sentarme y trajo una botella de vodka. Polaca, según me dijo, y no tan buena como antaño, «desde que el Gobierno de sicarios moscovitas había creado el Monopolio estatal del Alcohol». La bebida era demoníaca, con sabor a aguardiente del Ribero edulcorado. A la tercera copita, mis problemas sentimentales se habían esfumado y una gran beatitud comenzaba a dominarme. Cuando íbamos por la cuarta apareció Andrés Gembitski. Estaba más gordo y con menos pelo. Me dio un abrazo, que en mi laxitud espirituosa me emocionó. Andrés no gustaba del vodka para empezar. Pero cuando ya llevaba despachadas tres botellas de cerveza, dedicóse a alternar copita de licor y sorbo de lo otro. Yo me dije que aquello debía de ser muy parecido a mezclar ginebra con ale, y le imité.

Hablamos de todo un poco: de la vida, del viaje de Armijo, de política, de nuestros países, del bel canto, de música, y otra vez de la vida, que en palabras del coronel era una ciénaga donde sólo pueden vivir a gusto hediondas arañas.

Andrés tuvo un extraño capricho.

—Mi coronel… —dijo.

—Puedes llamarme tío, Andrés Gembitski, hijo de mi hermana María. Que nuestro joven amigo español se sienta como en familia.

—Tío Ladislao —prosiguió entonces Andrés—, ¿te importaría que hiciese una apuesta con Martín?

—Andrés, hijo, ¿desde cuándo te dedicas a atentar contra el dinero de nuestros invitados?

Andrés explicó que la apuesta sería en sorbos y no en moneda. Él tiraría la primera botella; si acertaba a la bombona, yo tendría que tomar un sorbo de cerveza o de vodka: a elegir. Yo tiraría la segunda, y así sucesivamente. Lanzamos tres cada uno y los tres hicimos diana. Reímos y bebimos alegremente. El coronel se animó y participó en el tiro. Falló la primera, mas acertó la siguiente. Fue un derroche de botellas, lo comprendo, pero teníamos un cajón entero de ellas. Así que cuando queríamos probar suerte, apurábamos el contenido y disparábamos el continente.

También cantamos. Andrés lució su voz de bajo y las paredes temblaron. Al poco de empezar los latines, sonaron golpes y gritos en el piso de arriba. El coronel, cadavérico e inmutable, pidió al sobrino algo con que acallar a las arañas del primero. Andrés trajo los trozos del tubo de una aspiradora, y el tío los fue empalmando con parsimonia. Cuando el tubo alcanzó la longitud adecuada, con ritmo telegráfico sacudió contra el techo unos puyazos aterradores. Yo me puse tan malo, que me dolió la tripa y la inserción maxilar a fuerza de reírme. Mi risa, sin embargo, se cortó de súbito al repiquetear un timbre. El coronel se levantó, y con su estrambótica lanza se fue pasillo adelante. Andrés, aún riendo, me prendió de un brazo y me condujo tras los pasos de su tío. Éste había abierto la puerta y escuchaba en silencio los denuestos de una mujer seca de carnes y arpía de compostura. El coronel levantó una mano y la vecina calló.

—¡Guau, guau, guau! —ladró tres veces el coronel.

La mujer abrió una boca de a palmo.

—Señora mía —añadió él en inglés—, nuestros lenguajes, aunque perrunos, son diferentes. Nunca nos entenderemos. ¡Buenas noches!

Cerró la puerta de golpe. Parecía indignado por la conducta del vecindario. A mí me cogió de un hombro y me llevó de nuevo a la salita. Allí, ya sentados, arrojó con tino una botella contra la bombona, y rogó:

—Andrés, hijo de mi hermana María, canta La Pulga para nuestro joven amigo español. Con tu voz, Andrés, hijo, La Pulga es angustia pura.

Cantó La Pulga y creí que se venía la casa abajo.

Abandoné aquella gorrinera después de haber estrellado veinticuatro botellas de cerveza y dos de vodka del Monopolio estatal polaco.

Como me sentía solo y el vicio es tentador para la juventud, volví a la tarde siguiente con dos botellas de ginebra y una de coñac español, que guardaba como oro en paño desde meses atrás. Se las llevé de obsequio a mis amigos, pero yo también bebí de ellas. Esta vez nos acompañó otro polaco, un tal Billevich, cincuentón algo amadamado, que olía a perfume y escupía al hablar. Los cuatro bebimos, cantamos y lloramos, pues yo tuve que seguir con morriña galaica aquella corriente incontenible de nostalgia eslava.

Al día siguiente, lo mismo. Y al otro. Llevé vida de golfo por espacio de una semana. Fui una víctima de mis sentimientos. Conocí gentes extrañas y afables, que nunca hubiera tratado en circunstancias normales. Descuidé totalmente mis estudios y apenas escribí de mi novela. Un crápula. Incluso una noche permití que Andrés me presentase dos girls de la Compañía americana de operetas que llevaba en el «Hippodrome» cerca de un año. ¡Qué chicas aquéllas! Dos hermanas gemelas de Savannah (Georgia), rubias, monísimas y verdaderamente gallinas. Buen trabajo le costó a mi virtud salir incólume…

Esta canita al aire provocó la intervención paternal del coronel y puso fin a mi vida disipada.

—Mi joven amigo —me dijo un día después—, pocos tíos se sienten más orgullosos de un sobrino como yo de Andrés Gembitski. Es noble y sincero; es una pepita de oro. No obstante, los medios y amistades que frecuenta por razón de su carrera artística son inadecuados para un joven estudiante de la London School of Economics. Item más: mi conciencia me recrimina por consentir que uno de los pupilos favoritos de mi gran amigo Armijo lleve tan empecinadamente una vida como la que usted, mi joven amigo, sigue de una semana a esta parte…

Expuso con afecto y sensatez una serie de argumentos que me hicieron dejar Nightingale Road con las orejas gachas y un sí es no es avergonzado por mi conducta pasada.

Al llegar a casa me llevé un susto de muerte. Nada más abrir la puerta mi pituitaria registró un aroma delicado, nostálgico, perfectamente definido: loción D’Houbigant; algo que yo asociaba a cierta toilette: un chaquetón de ante, una blusa de seda cruda y una falda negra. Para esa ropa —admitía pequeñas variantes, claro—, siempre una loción, más fuerte que la colonia, pero menos penetrante y duradera que una esencia… ¡Si entenderé yo de perfumes con una tía francesa en la familia!…

No me equivoqué. En el cuelgacapas estaba el chaquetón causa de mis cogitaciones asociativas. Yo adopté un aire indiferente, serio, de hombre cansado que llega a casa después de una dura jornada de trabajo. Me moví despacio, con pisadas arrastradas. Llegué a la sala-comedor y desde la puerta di las buenas noches. Una escena de home, sweet home. Miss Elisabeth desenvainaba guisantes y miss Margaret bordaba en bastidor el cojín número doce del invierno. Fue ella quien me miró por encima de sus gafas —siempre las tenía en la punta de la nariz— y me dijo:

—¡Mire quién ha venido!

La hugonota fumaba reclinada en una esquina del sofá, llenándonos de clase y de humo nuestra humilde morada. Me miró como si me hubiese visto media hora antes. Sus ojos seguían iguales: serios, inmóviles, tremendos.

Ça va? —dije yo.

Ça va —dijo ella.

Me tendió la mano como si me hiciese un favor; yo apenas se la toqué. Aún permanecí unos minutos en la sala. Pocos. Huguette me preguntó si había regresado Sebastián; respondí que no, y ella repuso que el panameño, a su paso por París, había cenado una noche en casa de Jacqueline y René.

—¡Ah!… —exclamé yo—. ¡Ah…!

Luego miré el reloj y dije que tomaría un baño antes de cenar. Lo hice con toda calma, recreándome en la cochina sensación que me embargaba. Desde el cuarto de baño me fui directamente a la habitación. Sentada en mi butaca, naturalmente, estaba la hereje. Tenía una revista gráfica española en las manos y la hojeaba con displicencia.

—Esto es pésimo —dijo dejándola caer al suelo—. ¿No sabéis hacer nada mejor en España? Es una confección de hace treinta años.

No respondí, ocupado en meterme un jersey y en domeñar mi pelo con auxilio de un cepillo.

—Estás más delgado, ¿no?

—Culpa de las viejas; me matan de hambre.

—Ellas no opinan lo mismo. Dicen que faltas mucho a cenar. Y que bebes demasiado.

—Cierto. ¿Te han dicho también cuándo me echan?

—No creo que te echen nunca. Te quieren mucho. Lo clásico: dos señoras de edad, solteronas, que se enamoran de su pupilo.

—Lo clásico.

—¿Por qué no vas por el Instituto?

—¡Psh…!

En realidad, ya no lo necesitaba. Sólo perdía el tiempo. La única clase interesante era la de Mr. Mitcham, y a éste le tenía bien cerca. Algunas noches le visitaba para charlar y meternos con nuestros respectivos países. Mrs. Mitcham, ya acostumbrada a mi estatura, solía darme té, horrible, y un tomatito crudo, muy pequeñín, con cada taza.

—¿Sabes que pronto empezarán las pruebas para el título de Cambridge?

—Sí. No me interesa.

—Yo me he inscrito. Sólo nos hemos apuntado Antonella y yo.

—¡Ah, Antonella…! ¿Sigue de abrigo?

—Ya se lo ha quitado. Me preguntó por ti. Te echa de menos. Todo el Grupo C te echa de menos. Se aburren sin tus peleas con Blyth.

Mi amiga francesa venía muy locuaz. Estuvo hablando sin parar cerca de diez minutos. Yo respondía por monosílabos y me hacía el interesante. A ella, como me despreciaba, le tenía sin cuidado mi tesitura. Miss Elisabeth vino a interrumpir su insulsa cháchara sobre el Instituto de Lenguas y las ofertas de trabajo agrícola para estudiantes que habían colocado en los tablones.

—Amiga mía —dije yo al avisar miss Elisabeth que la cena estaba servida—, no irás a sorprenderme metiéndote a agricultora…

—¿Por qué no? Hace dos años estuve en Suecia en un campamento. Repoblando montes. Nos pagaban bien.

Éstas eran las cosas que me irritaban en la hereje: cuando uno creía saber toda su vida, ¡zas!, dos o tres palabras bastaban para convencerme de mi error. ¡Un campamento en Suecia! ¡Repoblación forestal! Cada día que pasa me doy más cuenta de lo inframontano que soy. «Zapatero, a tus zapatos». Las señoritas que se respeten, a zurcir sus cositas y las de sus hermanos, en tanto no aparezca un marido. Después, si Dios lo estima oportuno, a repoblar; pero sus hogares con mocosos, no montes con abetos nórdicos.

—Ejemplar —mascullé.

—Ejemplar, ¿qué? —inquirió ella, que tenía oído de tísico—. Te encuentro muy nervioso, Martín. Llevas gruñendo media hora.

Yo me reí como una hiena, y aseguré que mi gran simpático sufría los efectos de una vida de crápula: vino, mujeres, drogas…

—¿Cenas en casa?

—Sí. Las hermanas se han empeñado.

A las hermanas, como ella decía, se las tenía metidas en el bolsillo a fuerza de obsequios y atenciones.

—¿Qué les has traído? —pregunté con fina ironía.

—Y a ti, ¿qué demonios te importa?…

Miss Elisabeth y miss Margaret eran tan sencillas y Cándidas que se sentían un tantico impresionadas de que en su humilde hogar dos jóvenes «doctores» —«eso» éramos para ellas— estuviesen gestando una obra literaria. La novela, para las dos hermanas, era una especie de tabú, y barrunto que en sus tea-parties motivo principal de conversación. Estoy convencido de que el respeto de las hermanas por el fruto de mi caletre fue debido al interés que por él se tomó Sebastián al principio. Y se comprende. Ver a un caballero como Sebastián, a quien tanto admiraban, preocuparse de la novela, comentarla, debió de hacerles sospechar que bajo su techo se estaba fraguando el escándalo del siglo.

Aquella noche, miss Elisabeth nos preguntó si «trabajaríamos» con la máquina de escribir en mi cuarto. Le aseguré que no, y pareció más tranquila, cosa natural, pues hay que oír en el silencio nocturno el tableteo de mi viejo cacharro. Antes de marcharse con el mantel lleno de migas, nos rogó —miss Elisabeth era la pillina de las hermanas— que no discutiésemos sin antes cerrar las contraventanas, para que la cotilla del chalet vecino no se desvelase.

—No discutiremos, miss Elisabeth —prometí formalmente—. Váyase tranquila.

Razón tienen las mujeres en no hacer caso de las promesas de los hombres.

La bronca no fue inminente.

Primero Huguette salió un instante para volver con un paquete alargado y rectangular, que dejó sobre el brazo de mi asiento.

—Un cartón de tabaco —dijo.

—No has debido molestarte —aduje yo sin tocarlo—. Ya sabes que no me gusta el rubio.

—Eso de que prefieres el negro es un decir, ¿no? Desde que te conozco, mis paquetes duran tres veces menos.

Se acomodó en el sofá con su estilo personal, en un rincón y estirando las pantorrillas sobre el asiento.

—Amiga mía, ¿estás insinuando que gorroneo tu insípido tabaco rubio?

—No insinúo; formulo una verdad inconcusa.

Gruñí algo por lo bajo, que ella no captó, y por molestarla saqué la petaca, el librillo y me puse a liar un cigarro de esos gordos y que todo lo apestan.

—Háblame de la novela —pidió al fin—. Estaba deseando que se fuesen las hermanas a la cama para hablar. ¿Has escrito mucho?

—No. Muy poco. Capítulo y medio. O menos.

—¿Capítulo y medio en quince días? Es absurdo. ¿Cómo es que has adelantado tan poco? ¿Mucho trabajo en la Escuela?

—No mucho —confesé.

—Si no has tenido trabajo, ¿puedes decirme en qué has perdido el tiempo, además de emborracharte?

—Claro, amiga mía: además de emborracharme, perdí mi tiempo en lo que me dio la gana.

Había conseguido un pitillo gordísimo, estallante. Dentro de unos segundos no se pararía en la salita de humo, y mi refinada compañera lanzaría venablos sobre el tabaco español y los españoles.

—¿Cómo has resuelto el capítulo diez?

—Bien —respondí.

—¿Cómo?

—Matando a Hipólito.

Pasó un ángel. Pero un ángel de categoría: un arcángel. De los que provocan un silencio trascendente, pesado, denso, palpable…

Su voz era suave, dulcísima, acariciante.

—Cuando dices que has matado a Hipólito, ¿te refieres a Pedro?

—Cuando digo Hipólito, me refiero a Hipólito.

—Martín, amigo mío, eres un…

—Hipólito ha muerto. Respetemos su óbito evitando las palabras profanas.

Me recliné, orondo, en mi asiento y expulsé una tufarada de gases hacia el techo. De soslayo, la veía quieta, dominada por la ira, aterrada por la muerte de su favorito.

—Martín, amigo mío, ¿te he dicho alguna vez que eres una personalidad infectada de resentimientos?

Yo seguí exhalando humo protoplasmático.

—¡Puerco vengativo! —dijo.

Y estalló en abanico.

—¡Bellaco!… ¡Cerdo!… ¡Te has atrevido a matar a Pedro! ¡No tienes derecho, me oyes! ¡Pedro es mío!… ¡Habíamos quedado…!

—Yo hago lo que quiero con mis personajes. Los mato, los tronzo, los descuartizo, los mutilo o los abraso. ¡Lo que quiero! Soy un padre de la Vieja Roma.

—¡Pues Pedro no morirá!…

—Hipólito ha muerto; hace semanas; ya huele.

—¿Dos justas, verdad, innoble rencoroso? ¡Anda, véngate en Pedro de tus…!

—¿De mis…?

—¡De tus…!

Empezó a dar puñetazos en el brazo del sofá; igualito que una niña emberrenchinada. Yo, en la gloria, apuraba mi cigarrillo negro.

—Martín, hablemos con calma… Pedro no morirá…

—Hipólito es hoy comida de gusanos; carroña semilíquida fluida…

—¡Martín, no me provoques! ¡Pedro no morirá!

—Cierto; ya se ha muerto.

—¡Pues resucítale, sapristi!

Vislumbré como su diestra, insidiosa, se acercaba a los zapatos, y agarré un morillo de los de la chimenea.

—Camarada De Guenard —avisé con dulzura—, nada de juegos de tacón, o te parto la cabeza de un morillazo. ¿Queda bien claro?

Inexplicablemente, sentí un escalofrío. No creo que fuese por ver su mano sobre la pantorrilla, pues no soy de natural voluptuoso. Más bien lo achaco a la pregunta que en ese instante nació en mi magín: si tan chiflada y temperamental criatura de destino se entusiasmaba así por un ser imaginativo, por un ente literario, ¿qué no haría por un individuo de carne y hueso? Nunca se me había ocurrido, y la respuesta a mi pregunta me deslumbró, llenándome el cuerpo, otra vez, de aquellos impertinentes y cosquilleantes gusanitos.

Enfurruñada, pero ya más calmada, pidió:

—Dime cómo te has deshecho de Pedro.

—Hipólito muere a manos de un aduanero alemán.

Contrastando reflejos, yo no tenía nada que hacer con Huguette de Guenard; por tal motivo no pude evitar que su zapato golpease mi pecho con la fuerza de un ariete.

Ah, ça non…! —chilló—. Jamais de la vie!… Ça non!… ¡A manos de un alemán! ¡Te has atrevido, puerco, a matar a Pedro así!… ¡A manos de un alemán, de un boche! ¡De un boche!… ¡Cerdo! ¡Puerco! ¡Gorrino! ¡Marrano! ¡Cochino! ¡Guarro…!

Y así hasta quince sinónimos, que no hay idioma más rico que el francés en cuestiones porcinas.

—¡A manos de un boche!… —gimió.

Yo dejé el morillo y cogí el zapato. Era nuevo; al menos no se lo conocía. Una fruslería. Una insignificancia. Apenas tres centímetros cuadrados de piel. No era honrado romper una cosa así cuando tanta gente se muere de hambre en este mundo. Y decidí hacer algo que quizá la molestara más. Me levanté y me acerqué a ella; prendí su pierna por el tobillo y apreté. Huguette no hizo el más ligero movimiento, acaso dominada por la sorpresa. Le encajé el zapato, la solté, y volví muy serio a mi asiento.

—Me has hecho daño —dijo en una voz bastante rara.

—Pasará pronto. No es nada físico. Sólo repugnancia de sentir sobre ti las sucias manos de un español.

Me encantó verla sofocada por tercera vez en nuestra amistad. Y como las anteriores, sucedió en un segundo; flujo y reflujo de sangre fueron casi simultáneos.

Luego se levantó.

—¿Te vas?

—Sí.

—Te acompaño.

—No hace falta.

—He dicho que te acompaño.

La acompañé hasta Harnmersmith, donde la metí en un taxi y la envié a su hotel.

No pegué ojo en toda la noche, pero me levanté contento como una calandria. Y como tal asoné la casa desde el baño. Me desayuné con un ferrado de corn-flakes y emprendí una nueva jornada. Fui a la Escuela. Las clases pasaron volando, y al finalizarlas invité a Paul Manning, un neozelandés de Auckland, recastado en maorí, a quien debía el favor de suministrarme apuntes. Me lo llevé a un restaurante birmano de las cercanías de Charing Cross. Me gasté mis buenos chelines, mas valió la pena. Servían una ensalada caliente de verduras exóticas con trocitos de carne, sabrosísima. Claro que los trocitos eran de rata de río, pero como el neozelandés no lo sabía, se creyó que tomaba faisán. Yo conocía el sitio y el plato por unos químicos bilbaínos que sólo pensaban en comer.

Regresé a Barnes temprano: a eso de las cuatro. Me puse a escribir en el acto, sin cambiarme de ropa. ¡Esperaba visita y soy presumido! Durante la primera media hora todo marchó bien. Recorté el capítulo décimo con ánimo de rehacerlo. Un truco indigno dé un novelista que se precie pero asunto de ser o no ser para mí. Por ello, pillé a un pobre estudiante americano que vivía despreocupado en el capítulo doce y lo pasé al décimo, dándole una muerte abominable. Hipólito-Pedro resucitó con las mismas características que antes; o quizás un poco más taciturno, que no en vano se vuelve del Más Allá… Al] acabar mi faena leí el capítulo entero y lo encontré bastante bueno como para hacer las paces con Huguette de Guenard.

La tarde fue cayendo y mis buenos propósitos enfriándose. La visita no llegaba. A las seis dudé si matar de nuevo a Hipólito y resucitar al estudiante. Me contuve hasta las seis y media; luego, hasta las siete. A esa hora ya no pudo hacer nada mi indignación, porque miss Elisabeth vino a avisarme que la cena estaba servida. Casi no probé bocado. Tuve que disculparme con las patronas, atribuyendo mi falta de apetito al festín birmano.

—Por la mañana se sentía mejor, ¿no es cierto, Martín? —preguntó miss Margaret, que también tenía su malicia.

—Por la mañana aún tenía yo fe en las personas.

—¡Oh, Martín!…

La casa se me convirtió en una jaula, y dije a las dueñas que me iba al cine del barrio. Pasaban una cinta sobre la Legión Francesa, que me entretuvo en su primera parte. De la segunda no tengo ni idea. A media película se entreabrió la puerta y una sombra más penetró en la penumbra de la sala. La distinguía en seguida. Alcé un brazo y crují los dedos, con la confianza que nos da sabernos en un local pequeño, malo y desierto. Huguette me oyó primero y me vio después cuando me levanté. Vino taconeando, segura de sí y sin preocuparse de los siseos de la docena escasa de personas que allí había. Se sentó a mi lado, y la pantalla ya no me dijo nada.

—¿Qué haces aquí?

—Las hermanas me advirtieron que estabas en el cine. ¿Qué tal es lo que pasan?

—Heroico. Como todo lo de tu sublime país. Ya oí diez veces La Marsellesa. ¿A qué has venido?

—He venido por Pedro.

En la penumbra de la sala su voz resultaba desconocida, amistosa. Me pareció vivir un momento ya vivido; algo ocurrido muchos años atrás o en otra vida…

—¿Me dejas cogerte la mano?

Mi petición debió de indignarla tanto, que no pudo ni supo contestarme.

Cuando se encendieron las luces me comporté como si no la conociese, envuelto en mi aire de dignidad herida. Esta actitud, sin embargo, vaciló un poco a la salida, porque en la misma puerta del cine se cogió de mi brazo y me miró con sus ojos serios y almendrados.

—No es muy tarde —dijo—. ¿Damos un paseo?

Barnes era un mausoleo. Todos estaban muertos. Ni una persona por las calles; ni un perro ni un gato. Viendo aquel paisaje nocturno hay que disculpar esa afición tan inglesa a los crímenes complejos. Un país con calles tan a propósito, tiene que producir fatalmente ese tipo de aberrado. La noche, la soledad, la escasa luz, las calles que reptan y se entrecruzan, los jardines poblados de sombras, una esquina aquí, los ecos de unas pisadas allá… Propicio y tentador. Yo mismo, que soy un muchacho sano y sencillo, me siento a veces seducido por el atractivo siniestro de la noche urbana inglesa, y de mil amores cometería alguna barrabasada a lo Jack el Destripador. Somos hijos del ambiente, y evolucionamos y actuamos según éste nos induce.

En el cruce con Nassau Road, Huguette preguntó:

—¿Por qué has querido cogerme la mano en el cine?

—En España todo el mundo se coge las manos en el cine. Hasta los soldados.

—España es un país bastante raro, ¿no?

Y cambió de tema:

—Martín, resucitarás a Pedro, ¿verdad? ¡He pensado tanto en nuestra novela estas semanas!…

Yo juré por dentro.

—Tengo material para cien capítulos. Ya verás. Hablaremos y confrontaremos ideas. Tú darás ese toque especial a las mías, y las pasarás al papel.

—Resucitando a Hipólito, ¿no?

—Claro, Martín. Lo harás, ¿verdad?

Se detuvo y me apretó el brazo. Y me miró con sus ojazos oscuros, implorantes…

—Lo harás por mí, ¿verdad, Martín?

Yo detoné, exacerbado por aquella seducción de novela barata. Paseo en la noche, voz arrulladora, apretoncitos de brazo y ojos suplicantes.

—Lo harás por mí, ¿verdad Martín? —repetí yo copiando su tono de voz—. ¡Pues no lo haré, te enteras! ¡Vete a seducir a tu honorable abuelo! ¡A mí, ¿has entendido de una cochina vez, calvinista farsante?, no me torea en una noche sin luna un virago como tú! ¡Estaría bueno!… ¡Yo necesito una mujer y una luna para dejarme seducir!…

Se soltó de mi brazo, y yo callé. Callamos los dos. Habíamos llegado a Lonsdale Road. Un coche cruzó raudo, deslumbrándonos. Se fue perdiendo hacia Barnes Terminal. De allí vino un silbido de tren; luego, el rumor de una estación en la noche. Cruzamos la calle. Siempre en silencio. Huguette se apoyó en el pretil sobre el río. El Támesis, dos metros más abajo, discurría lento y sombrío. Estremecía. El agua, negra como el betún, daba grima. Parecía fango animado de vida. Atracada a la rampa, casi al alcance de mis manos, una pequeña lancha golpeaba mansamente el muro con cadencia monocorde, espaciada. A la izquierda, hacia Mortlake, brillaban unas luces. Pasó una barcaza, un monstruo mudo, río abajo. Cuando ya se había confundido en la oscuridad, chifló dos veces. Aún repitió su lamento quejumbroso cerca del puente de Hammersmith.

A mi lado, Huguette encendió un cigarrillo. Sus labios, su perfil todo, cobraron una luminosidad cobriza con el resplandor de la brasa. Percibí un ruidillo, un repique; era el mechero, que nerviosamente hacía golpear contra el pretil. Estaba furiosa; había escogido el desprecio olímpico, y tenía que desahogarse por medio de aquellos golpecitos. Yo dije, con voz aniñada:

—Lo harás por mí, ¿verdad, Martín?… ¡Serpiente!

La sobresalté, y el mechero se le escapó de la mano. Resbaló por la piedra, y acabó cayendo en la estrecha faja de hierba que quedaba entre el pretil y la orilla del muelle.

—¡Me has asustado! ¡Mira mi mechero! ¡Como lo pierda…!

—¿Algún recuerdo sentimental?

Me incliné en busca del encendedor. No pude verlo. Mis manos no alcanzaron el suelo, y me senté en el pretil. Salté a la franja de la orilla y empecé a buscar el dichoso artilugio. La hierba estaba húmeda, desagradable. Refunfuñé bastante, a Dios gracias.

—¿No lo encuentras?

—¡No! ¿Por qué demonios no usas cerillas?

—¿Resucitarás a Pedro, español?

Agachado como estaba, refunfuñando, no reparé ni en el tono de su voz ni en el adjetivo, gravísimo descuido por mi parte, pues por experiencia sabía que cuando me llamaba «español» algo iba mal en su cabeza.

—Contesta, español. ¿Resucitas a Pedro?

—¡Y dale con Pedro! —mascullé, yendo de un lado a otro casi de rodillas.

—Tú nadas bien, ¿no es cierto, español? Te he oído presumir de que eres el mejor nadador del mundo.

Al fin di con el mechero, solté un bufido y me erguí.

—¿A qué hora has acabado de cenar, español?

—¿Eh…?

Adiviné sus intenciones al entregarle el mechero. Ya era tarde. Quise agarrarla, maldecir, insultar, pedir socorro… Inútil. La muy miserable me empujó con nocturnidad, premeditación y alevosía.

Caí a plomo. Me hundí en aquella asquerosidad levantando una columna de agua que debió de alcanzar la calle. Hasta que atravesé la superficie no me hice mucho cargo de que aquello me estaba sucediendo a mí. Pero me tragó el río, yo tragué al río y el mundo se precipitó sobre mis pobres espaldas. ¡Señor, qué negro es el Támesis! ¡Qué mal saben sus aguas, bacín marinero de los Siete Mares!… Y yo descendiendo, descendiendo… Y mi cabeza dando vueltas, reflexionando, convenciéndome de que yo, Martín Canel, no era el que caía en aquel negrísimo pozo… ¡Qué pesadilla, qué horror nauseabundo y viscoso!

Después reaccioné y ya fui el experto nadador de las costas gallegas.

Subí sin aire y lastrado con diez hectolitros de miasmas en mi interior. Volví a atravesar la línea del agua, en sentido inverso, con el ímpetu de un proyectil. Y aspiré a estertores. ¡Qué delicia! ¿Quién ha dicho que el aire de Londres está viciado por las toneladas de carbón que queman sus chimeneas? ¡Mentira! No hay aire más sano ni más embriagante.

—¡Martín, amigo mío, qué salto más maravilloso el tuyo!

La voz vino de arriba. Sobre el pretil, alguien fumaba. ¡Qué lejos parecía la brasa roja del cigarrillo!

—¿Hay cangrejos, Martín, camarada? ¿Y anguilas? Tienen fama de voraces las anguilas. Por lo menos las del Sena.

¿Cangrejos?… ¿Anguilas?…

Empecé a nadar, horripilado, presa del asco, de la aprensión, de la náusea, pensando que en aquella negrura tenía que haber de todo… Tiburones, anguilas, cangrejos, barracudas, pirañas…

Arribé a la rampa. Una chispa pasó por delante de mis ojos y se extinguió en el agua. Una colilla… Miré otra vez hacia arriba. Se despedían de mí agitando una mano. Percibí el rumor de unos pasos corriendo.

Y entonces me sucedió algo muy curioso: oí la voz, casi olvidada, de mi padre dentro de la cabeza. Juro que sentí una voz. ¡Lo juro! Tenía que ser la de mi padre. Sólo un padre puede acudir en momentos tan azarosos junto a su hijo. Era la voz de mi padre, que decía: «Martín, hijo, eres un completo imbécil. Me siento avergonzado de ti. Jamás pude imaginar que un hijo de tu madre y mío se viese tan escarnecido. ¡Y por una francesa! Estabas allí, humillándote, con la cerviz vencida y buscando un encendedor; te llamó español, te preguntó si sabías nadar, llegó a interesarse por la fase digestiva de tu cena… ¿Y tú, qué?… ¡Botarate!…».

—Bueno ¿y qué? Para ti es muy fácil saberlo todo. Estás muerto. Pero ¿y yo? Yo estoy vivo. ¿Y qué puede un vivo frente a las marrajerías de una lagartona?

¡Estaba hablando solo!… ¡Sostenía un coloquio con mi padre muerto!… ¡San Martín de mi vida, qué estremecimiento tuve! Subí corriendo la rampa, mirando para todos los lados, temblando de frío y de pánico. Lonsdale Road seguía desierto. Lo atravesé a paso de carga y me metí por Gerald Road. cuya oscuridad me atrajo como un imán. A carreritas, bien pegado a las sombras de las casas, me fui acercando a mi hogar, a mis buenas señoras. ¡Qué triste y desamparado me sentía! ¡Cómo necesitaba sus atenciones! ¡Y cómo huí por Westmoreland Road cuando se abrió una puerta pocos metros delante de mí! Escapé del chorro de claridad, de las voces, dejando un rastro de agua y de zapatos chirriantes.

Volví a mi calle y avizoré. Nadie. Eché a correr de nuevo. Pasé como una exhalación por delante del chalet de los Mitcham. Vi luz en la ventana de la sala, y me imaginé al profesor de Fonética leyendo las oscuridades de su idolatrado James Joyce.

Llegué jadeando a casa. Abrí la puerta con infinito cuidado. Sorprendido, vi que estaba encendido el hall y que en la cocina había luz. Oí el ruido de una plancha sobre su parrilla. Estaba perdido. Miércoles: noche de planchar. Sonó la voz de miss Elisabeth:

—¿Es usted, Martín?

Antes de que pudiese contestarle, salió al pasillo. Se quedó de una vez. Comprendo que yo no debía de estar muy presentable, en pleno vestíbulo, chorreando agua, con las ropas empapadas, el pelo sobre la frente y un charco de lo más equívoco a mis pies.

—¡Martín! —hipó—. ¡Martín! ——chilló—. ¡Pobrecito! Pero ¿qué le ha pasado. Dios mío? ¡Si viene…! ¡Pobrecito!…

—Señora —dije con voz cavernosa—, me he caído al Támesis.

—¡Virgen Santa! ¡Se cayó al Támesis! ¡Margaret! ¡Margaret! ¡Nuestro pobrecito Martín!… ¡Margaret! ¡Por Dios, Margaret!… ¡Ay, qué cosas le pasan, Martín! ¡La cara desfigurada, la pulmonía, y ahora se nos cae al río!…

—Señora —dije con voz aún más cavernosa—, soy un desdichado. Lo sé. No me lo recuerde; por favor.

Margaret apareció en la escalera abrochándose la bata. Su impresión fue tal, que tuvo que agarrarse al pasamanos.

—¡Pero, Martín…!

Yo la miré, y me sacudí del cuerpo un galón de agua. Salpiqué a miss Elisabeth y puse perdidas las paredes.

—¡Fíjate, Margaret; fíjate, mujer, cómo viene nuestro pobrecito Martín!

—¡Pero, Martín…!

—¡Se cayó al río, Margaret! Qué cosas le pasan, ¿verdad?

—¡Martín, a su edad! ¡Y con la pulmonía tan reciente! ¡Recaerá, Elisabeth!

—¡Pobrecito, pobrecito…! Qué cosas le pasan, ¿verdad?

Empezaron a revolotear a mi alrededor, me tocaron, me exprimieron las ropas, me acariciaron, ¡qué sé yo lo que hicieron las dos hermanas!

—¡Y qué sucio, Margaret! ¡Fíjate! ¡Está negro!

—¡A su edad, Martín!

—¡Qué cosas le pasan a nuestro pobrecito español! ¿Verdad, Margaret?

—¡Si está llorando, Elisabeth! ¡No, Martín, no llore! ¡No será nada! ¡Le limpiaremos y le secaremos!

Repetí mi sacudida y el agua las apartó un poco.

—Señora —dije yo muy digno, a lo ampuloso—, un español no llora por caerse a un río. Es el petróleo de su asqueroso Támesis, que irrita mis ojos.

Me sacudí por tercera vez, subí dos escalones y con aire ofendido afirmé:

—Voy a bañarme, señoras.

Me pasé por tres aguas, y no me gusta desorbitar las cosas, pero firmemente creo que solté petróleo para abastecer unas maniobras no muy largas de la Home Fleet.

Tardé bastante en bañarme, y aún más en convencer a mis dueñas de que todo estaba en orden y de que podían irse a la cama. ¡Qué bonísimas personas, qué inigualables samaritanas para un muchacho que se sentía tan desamparado, tan desvalido y desgraciado! Nunca podré pagarles lo que hicieron aquella noche de mi caída al fétido Támesis.

A las once y media ya volvía a estar la casa en silencio. Me tomé en la cocina mi buen tazón de cacao con bizcochos y me fui a mi cuarto. No me acosté porque estaba muy nervioso. Me senté a la mesa, abrí un libro de A. P. Lerner y me puse a estudiar el control en la economía. ¿Estudiar? Inexacto. Nadie puede leer, y menos estudiar, después de caerse a un río, empujado por la más artera de las francesas. Lo único que conseguí fue quedarme ensimismado en el párrafo primero de la página 37 de un volumen llamado The Economics of Control. Con la cabeza entre las manos, mirando fijamente para el párrafo primero, me abstraje durante no sé cuánto tiempo. Hasta que me picaron las narices y olí humo. De tabaco. Pensé que alguna colilla ardía en el cenicero y lo registré con la vista. Luego me di cuenta de que el humo venía de fuera. Se colaba en la habitación a través de la rendija que dejaban las cortinas. Me levanté, sobresaltado, para investigar el origen de aquella flébil columna de humo. Descorrí las cortinas de golpe.

Allí estaba. La francesa, la hereje, la… Muy seria, fumando, apoyada en el antepecho de la ventana…

—¡Hola! —dijo.

Yo no respondí. No podía. Tenía que buscar algo conciso, cabal, exacto; un solo epíteto que expresase con fidelidad mis sentimientos en ese momento, algo rotundo, fuerte, contundente.

No se me ocurrió nada.

Ella sonrió. Y yo, enfurecido conmigo mismo, por encontrar su sonrisa deliciosa, di un paso.

Seguía sonriendo.

De pronto, la voz de mi difunto padre sonó de nuevo en mi cabeza. Sí. Lo juro. Sonó como un clarín. Me prevenía: «¡Cuidado, Martín! ¡Esos ojos! ¡Esta gabacha tiene los mismos ojos que tu madre!…».

—Falso —murmuré—. Los de mamá son azules.

«¡No seas mentecato! ¡Me refiero a la calidad! ¡Hay más fuerza en ellos que en las entrañas de un remolcador! ¡Cuidado, hijo!…».

¡Estaba tan cerca, por el Santo Obispo…!

—Te voy a retorcer el pescuezo, hereje traicionera.

¿Cómo pudo suceder? Lo ignoro. Sólo recuerdo que sus manos, en mis mejillas, eran suaves, acariciantes, muy frías; que subieron, gráciles y sedosas, hasta mis sienes; que llegaron a mi pelo y allí se quedaron, crispadas, posesivas.

—Papista —dijo.

Y me besó. ¡Me besó, por mis muertos! ¡Me besó! ¡La bachillera De Guenard me besó! ¡Por San Pedro Abad! ¡Por mi Santo Patrono!… ¿Quién sabe de sensaciones semejantes?… ¡Por toda la corte celestial! ¡Por…! ¡Me estaba besando! ¡Me besaba, la hugonota! ¡Por las barbas del profeta!…

—¡Me estás besando, Huguette! ¡Por todos los demonios…! ¡Si me estás besando con los ojos cerrados! ¡Con los ojos cerrados!…

¡Me estaba besando con los ojos cerrados! ¡Tenía corazón, sentía…! ¡La bachillera De Guenard… sentía!

Todo vaciló a mi alrededor, subí a los cielos y aprisioné aquel rostro muerto entre mis manos. Y lo besé. Ahora yo. En los ojos, en las mejillas, en la frente, en el pelo, en los labios… Yo no sé cuánto tiempo la besé. Quizá centurias. Con hambre, con sed, identificándome con los poetas que escriben madrigales sobre las delicias del beso… Y hubiera estado besándola por los siglos de los siglos si aquellos ojos y aquellos labios, hasta entonces mudos, no se hubiesen abierto para susurrar:

—Resucitarás a Pedro, ¿verdad, español?

La solté de un empellón.

—¡Serpiente! ¡Farsante! ¡Seductora! ¡Solterona!… ¡Fuera! ¡Vete de mi vista! ¡Te maldigo, entiendes! ¡Largo!

—¡Pues claro, amigo mío! No pensarás que voy a saltar la ventana para caer en tus brazos, ¿verdad, buzo del Támesis?

Dio un brinco y se puso fuera de mi alcance. En tres saltitos llegó a la cancela, la abrió y salió a la calle. Me echó un beso con los dedos y corrió, con gracia, no puede negarse. Yo me mordía los labios, las uñas, golpeaba el antepecho con los puños…

Al fin reventó mi cólera y atroné la calma de Barnes:

—¡Así te salga un inglés loco y te mancille, hereje inmunda!

Oí sus carcajadas y, por mi abuela Remedios, que me parecieron vibración de cristal veneciano.

Dejé la ventana y comencé a dar patadas a todo mueble que encontraban mis pies. Me planté delante del espejo y solté una palabrota terrible. Pero de súbito rompí a reír. Como un idiota. Y me di golpes en los muslos, en los costados. Y palmas. Reí. Al techo, a la cama, al espejo. Reí a mi propia y maravillosa alegría.

—¡Me ha besado!… ¿Lo oyes bien, Mahoma, viejo profeta barbudo?… ¡Me ha besado!

¡Tenía que verla otra vez aquella misma noche o me daría un berrinche! ¡Tenía que oírla, que olería, que tocar sus manos! ¡Qué hermoso es saltar una ventana, pisar unos parterres, abrir una cancela, correr por una calle!… ¡Qué maravilloso ser joven y poder volar en pos de una chica que se nos escapa en la noche! ¡Qué bello es vivir, qué dicha saberse hijo de Dios y gozar de sus cosas!…

Sólo pude verla. Fue bastante. Me crucé con su autobús cuando llegaba jadeando a Castlenau. Iba en el primer piso. En una ventanilla. Me vio agitar los brazos. ¡Y me sonrió, San Martín de mi vida! ¡Y se puso el pulgar en la punta de su preciosa naricilla para hacerme un molinete con los dedos! ¡Y me sacó la lengua en un mohín que aflojó mis averiadas rodillas…!

Me senté en el borde de la acera, metí la cara entre las manos y dije:

—Santo Obispo de Tours, soy un desdichado.

Y lo era: por enamorarme de esa forma en un siglo como el XX.