NO ME ACUERDO MUY BIEN de cómo nació en mí la idea de escribir aquella novela. O por mejor decir, de cómo me decidí a empezarla, ya que el tema y algunos personajes estaban en mi cabeza desde tiempo atrás: lo menos desde el segundo de la carrera. Yo me había contentado con tenerla en el magín, arrinconada y a la espera de que se fuesen amontonando materiales suficientes para que, maduro el asunto, se produjese la eclosión. Y ésta sobrevino. Supongo que la causa primera fue la confesión que hice a Huguette de Guenard acerca de mis pinitos literarios. Ella, a través de charlas y discusiones, prendió en mí el entusiasmo, y me encandilé con la pasión creadora. Al principio, de una manera subterránea, solapada, sin darme cuenta. Vino la pulmonía, y la cosa estalló. Noches febriles, insomnes, ideas inconexas, visiones disparatadas, ansias incontenibles de escribir antes de que se borrase todo… Así que el segundo día que me levanté, cogí un cuaderno y la pluma, y me puse a emborronar páginas. Cuando me di cuenta habían pasado tres horas y miss Margaret me regañaba por no estar acostado.
Todo fue como una seda. Al día siguiente seguí escribiendo. Y al otro. Llegué al tercer capítulo y me enfrenté con algo bastante peregrino: los personajes, en un sentido físico, eran conocidos de la vida real. Vivitos y coleando. Sin notarlo, había incrustado en la novela a un periodista que se asemejaba a Sebastián; la chica rubia del segundo capítulo era melliza de Dagny Honsted, y un muchacho americano, desenfadado y optimista, mi retrato; la estudiante parisiense, frágil analizadora, era, naturalmente, un trasunto de mi amiga Huguette.
Rasgué los tres capítulos que más fácilmente había escrito en mi corta vida de novelista.
Volví a escribir. Tenía tiempo para ello. En plena convalecencia, sin salir de casa y con la Semana Santa en puertas, no me preocupé mucho de mis estudios. Escribía todo el día. Febrilmente, ya que saltaba de la cama con la imaginación bullendo, ahíta de situaciones y diálogos nacidos en el insomnio de la noche. Y callaba, encerrado en mi concha, tímido y a la vez egoísta de mi propio delirio creador. Deliraba. Vivía mi obra. ¡La vivía! Con más intensidad que la misma vida que me rodeaba. Las patronas, los amigos, eran fantasmas; los personajes imaginativos, carne y hueso, veraces que tan pronto estaban sentados junto a mí, muy corteses, como se mofaban de una forma harto indecorosa para ser hijos de mi cacumen…
La primera persona a quien revelé mi secreto fue Huguette de Guenard. ¿Y qué resultó mi entusiasmo comparado con el de aquella estudiante de Letras, fanáticamente chiflada por todo lo literario?… Agua de borrajas. Como soy hombre, y Canel por añadidura —vanidoso—, no pude prescindir de ella en mi trabajo. Nadie echa a un lado, en estos asuntillos, a una persona que se interesa tanto como uno mismo en lo que uno mismo está haciendo. Máxime si esa persona es sensitiva, temperamental, perfumada, terriblemente femenina y con un vocabulario de cargador de muelle.
No sé cómo diablos sucedió, pero cuando reparé en ello Huguette ya tomaba tanta parte en la novela como su autor. El ambiente, pongamos por caso, era casi suyo. Me lo «daba» para la situación. En diez minutos, «colocaba» mis criaturas en una calle, en un café o en una Facultad de París… En ocasiones, su intervención se acusaba más: ya a través de una idea propia, ya alterando otra mía con innegable provecho para la marcha de la obra.
Pero no siempre andábamos de acuerdo, pese a nuestro común entusiasmo. Una tarde, sin ir más lejos, armó tal pelotera, que miss Margaret debió de pensar que nos estábamos pegando. El motivo fue una tontería, una estupidez, que me demostró hasta qué punto «vivía» aquella bachillera nuestra novela. La noche antes, en cama, me nació un nuevo personaje. A la mañana siguiente ya brincaba en las páginas. Nació maduro, sensato, impertérrito, poco encajable en el ambiente estudiantil y joven de la historia. Cuando llegó Huguette a media tarde, como de costumbre, le traduje al francés de pasada lo que había escrito desde el día anterior. Le gustó el recién nacido; le entusiasmó, imaginó que por contraste con el personaje número uno, al que profesaba un odio a muerte.
—Pues a mí no me dice nada —aduje yo—. Es cartón puro.
—Se hará carne en el próximo capítulo. Con otro nombre. Hipólito es ridículo. ¿Cómo se te ha podido ocurrir un nombre así? ¡Hipólito!… Se llamará Pedro. Eso. ¡Pedro! Yo me haré cargo de él. ¿Queda claro?
Me encogí de hombros, y pensé que yo venía a ser una especie de madre a la que van robando sus hijos a medida que los echa al mundo. Nacía uno, y Huguette corría hasta con el bautizo.
—¿Cómo nació Pedro? —preguntó.
Señalé mi cama con la cabeza.
—Ahí. Por la noche. Dormimos juntos.
—Tiens! ¡Un sujeto tan mujeriego como tú, durmiendo con hombres! ¡Martín, amigo mío, eres desconcertante!
Se reía con toda su alma, porque toda su alma estaba llena con la alegría de la novela.
Insistí en que Pedro era un caballo de cartón:
—No tiene cuerpo, ¿comprendes? Se me va de las manos. No logro aprehenderlo. ¿Qué te diría yo?… No me recuerda a nadie. Eso es. Carece de sosia en la realidad, en la vida…
—¡Oye!… ¡Un momento!…
Aguardé a que cogiese la primera libreta de las cuatro que ya iban escritas. Se sabía de memoria dónde estaba cada escena, y me señaló una página, precisamente una, del primer capítulo.
—Tradúceme esto —pidió ceñuda—. Empieza aquí y termina aquí.
Miré la libreta. Una descripción. La de la estudiante parisiense.
—Léeme eso, Martín. Y no alteres nada. Me lo sé fielmente y lo notaré.
Se lo leí con fruición, especificando, recreándome, con verdadera saña…
Sucedió todo tan rápido, que no tuve tiempo de defenderme.
Cuando me di cuenta, ella tenía en la diestra uno de sus frágiles zapatos y me atizaba en la cabeza un taconazo descomunal.
—¡Puerco!
La miré con reproche y me llevé la mano al chichón.
—Eres un tipo lombrosiano —acusé—. ¡Hacerle esto a un convaleciente!
La vi tan iracunda, tan fuera de sí, que juzgué más oportuno callarme. Erguida ante mí, con el zapato en la mano, cojeando, parecía la maga Medea a punto de hacerle una barrabasada al apuesto Jasón.
—¡Puerco! ¡Te has atrevido a meterme en nuestra novela! ¡Y me tiras al estiércol! ¡Me encenagas en los brazos de ese asqueroso tipo con el que tú te identificas! ¡Sapo!
—Sapo no, Huguette, por favor. Son grimosos.
—¡Sapo! ¡Ha sido tu puerco subconsciente! ¡Tú me has dicho que sientes al protagonista como a ninguno! ¡Y te has visto tú mismo, emborrachando a esa estudiante para…!
Giró en redondo con la marcialidad disciplinada de un legionario. Y con su rapidez. De espaldas, con un pie descalzo, tremante, me produjo una sorprendente sensación que era estremecimiento y ternura, pero una ternura especial, como la que se puede sentir por un niño desvalido.
—Esa estudiante soy yo —dijo, trémula.
—No es cierto, Huguette —repliqué muy serio.
—Sí lo es. Me he dado cuenta.
—No es cierto, Huguette.
—¡Mientes! Te has recreado conmigo. Me has soñado en esa estudiante. Estoy segura. Te habrás refocilado en esa escena de la seducción…
La oí suspirar, un sollozo casi.
—¡Qué… asco, Martín!
La repugnancia que había en su voz era por mí, a quien atribuía unos apetitos muy distintos de los que un rapaz tan sano y sencillo como yo suele experimentar.
—Ponte el zapato —dije—. Esta casa es propensa a las pulmonías.
Fue cojeando hacia la ventana, siempre de espaldas, y allí se lo puso. No se volvió ni habló. Sospecho que no sabía qué hacer y que ya estaba un poco arrepentida, o avergonzada, de su anterior enfado.
—Esa estudiante no eres tú. He cogido solamente algunos de los rasgos físicos que adornan tu encanto de faraona tuberculosa.
—Puerco.
—Te devolveré tu belleza impoluta. Ya buscaré otras envolturas carnales. ¿Satisfecha?
—Puerco.
Yo empecé a escribir, y al cabo de un ratito vi de reojo como se sentaba en la butaca y se ponía a leer unas cuartillas mecanografiadas.
—¿No te calas las gafas?
—Vete a la mierda.
Siempre que hablaba así nos sentíamos más tranquilos. El hábito.
—¿Te dije que me has ofendido atribuyéndome esas porquerías de enfermo sexual?
Silencio.
—Tú no serás una enferma de ese tipo, ¿verdad, bachillera?
Rumor de hojas.
—No. Pese a tu obsesión por refocilaciones y demás erotismos, me inclino a creerte un producto frígido de nuestra brillante civilización matriarcal. ¿Me equivoco, bachillera?
—De plano. Yo no soy frígida.
Sonreí dulcemente.
—Demuéstramelo y te creeré.
—Sólo lo demuestro con hombres que son de mi agrado.
—No me digas más, amiga mía. Los hombres que te agradan son morenos, vellosos y con aspecto de orangután. Es mi sino.
Cuando al fin decidió irse, se levantó y previno:
—Mañana no vendré.
—Bien. Me tiraré al Támesis. O quemaré este engendro, culpable de nuestra ruptura.
Comprendí que se iría sin añadir nada más, y rogué:
—Espera. Dime por qué no vendrás mañana.
—He quedado en llamar a Jacqueline. A media tarde.
Salí al pasillo con ella y esperé a que regresase de despedirse de miss Margaret. Le abrí la puerta de la calle y me incliné a la versaillaise.
—Imbécil —dijo.
—Sargentona —dije yo.
También hablé de la dichosa novela a Sebastián. Precisamente la tarde en que saldamos la cuenta del médico y la farmacia. Un montón de libras que dejó tiritando mi mensualidad.
—Quisiera que te llevases estos cuadernos y los leyeses a ratos perdidos —le dije tendiéndole los tres primeros.
Los cogió y estuvo hojeándolos por espacio de unos minutos.
—Conque ¿estás escribiendo una novela, gallego?
La culpa era suya, expliqué, por haberle hablado a la francesa de mis aficiones. Era tanto, desde entonces, lo que ella y yo habíamos hablado sobre la vida y la muerte, que mi histeria reventaba ahora con esto.
—Ya. Huguette despertó el «gusanillo», y enfermedad y convalecencia hicieron lo demás.
—Tu omnisciencia, amigo mío, es inhumana.
—Aquí hay trozos en francés ¿qué significan?
—Traducciones para Huguette.
—No entiendo. ¿Es que colaboráis?
—Pues sí; supongo que nuestro duetto se llamará colaboración.
—Ya.
—Ya ¿qué?
—Nada, gallego. ¿Cuándo vas a comprender que mis «ya» sólo expresan conformidad?
Se acomodó en mi butaca, un asiento que nunca podía yo usar cuando tenía visita, y se puso a leer tranquilamente. Yo me dediqué a luchar con las cuentas, tratando de disfrazarlas para que mis peticiones a la tía Martine resultasen lo más patéticas posible.
—Tienes letra de pendolista —dijo Sebastián—. Es impropio de un muchacho inteligente tener una letra tan clara.
—Ya.
—Otra cosa impropia de un muchacho inteligente es crear algo tan tenebroso. A simple vista, aquí no hay un hombre ético ni una mujer decente.
—Tú lo has dicho. Exagero aposta. Jugando con lo absurdo extraigo una moraleja aleccionadora. ¿Cómo no has caído en ello? Tú eres listo.
Me soltó unas palabras bastante raras:
—Creo que vas a echar mucho de menos a Huguette, gallego.
—Ya.
—¿A que a lo mejor acabáis casándoos? Tiene dinero y es francesa. Dos condiciones importantísimas para la tía Martine.
—La tía Martine no es mujer interesada —repliqué como ofendido.
Armijo se marchó muy satisfecho de su inocente broma, y yo me quedé rumiando ideas y conjeturás.
En la primera oportunidad que tuve, hablé con Huguette de Guenard.
—A ver si adivinas lo que se le ocurrió ayer a Sebastián…
—¿A Sebastián? ¿Sobre qué?
—Sobre nosotros. Piensa que quizás acabemos casándonos.
Por su parte, indiferencia absoluta.
—Absurdo. Yo nunca me casaré con un papista.
—Yo tampoco. Pero imagínate que los dos somos católicos y que me tiño el pelo —no te gustan los rubios—; ¿qué contestarías a una oferta de matrimonio?
Juro por mi Santo Patrono que me miró escrutadora, como si yo fuese un animal en venta.
—¿Por qué no? El destino de la especie es aparearse y reproducirse. Reconozco que eres agradable y que pareces fuerte y sin defectos. Tendríamos hijos sanos y espigados.
—Virago despreciable, ¿tendré que recordarte que no estamos en una feria de ganado ni tú eligiendo príncipe consorte?
—Tú preguntas; yo contesto.
Así: ¡yo preguntaba y ella contestaba!…
Salí por primera vez desde mi enfermedad el Viernes de Dolores. Después del almuerzo y bien abrigadito por mis dueñas, vagabundeé por las solitarias calles de Barnes. Aspirando el aire fresco y sabroso a bocanadas, fui acercándome lentamente al río, ebrio de gozo y aún tembleque de piernas. Todo cantaba a mi alrededor. Las casas ya tenían sus jardines llenos de vida recreada, y la alegría de la primavera prendía en mis venas de nuevo mi viejo afán por los seres y por las cosas. Llegué a Lonsdale Road y paseé de arriba abajo, con el río a mis pies, una, dos, diez veces… Luego me apoyé en el pretil y permanecí cerca de una hora observando el cansino esfuerzo de un remolcador y la escasa animación de la otra orilla.
Cuando regresé a casa me encontré a Antonio tumbado en mi cama.
—Felices —saludé.
Su respuesta fue un ladrido. Estaba muy borracho.
—Dagny se ha ido —comunicó—. Para siempre. No volverá a Londres. Se casará en julio. Vivirán en Valencia.
—Grandes noticias. ¿Te emborrachas por eso?
—Me emborracho porque no puedo vivir sin ella. Y porque me da la gana.
—Dos razones de peso.
—¿Cómo va tu novela?
—Bien.
—Y la francesa, ¿cómo va?
—Bien.
—Eres un tipo con suerte. Todo lo tuyo va bien. Porque la francesa es tuya, ¿no?
—La francesa es de su madre, supongo yo. Padre no tiene.
Se rió como un poseso. A aullidos. Luego, en uno de sus cambios de neurótico, cerró el pico y enterró la cara en la almohada. Le observé sin pena. Estaba pasando por lo que más tarde o más temprano tenía que pasar: el fin del asunto Honsted-Ordovás. Nadie le había engañado. Si se había metido en un callejón ciego, culpa suya era. Desde el principio sabía que Dagny tenía una cita con Juan Peláez: en Stavanger y en Semana Santa.
Varió de postura y dijo:
—Vengo a pedirte un consejo; un consejo legal.
—Veamos.
—¿Tú crees que debo ir a Noruega?
No supe qué contestar.
—¿Qué me aconsejas?
—No sé. No te entiendo. Dime primero qué pintas tú allí.
—Quiero convencer a Dagny.
—Dagny, según tengo entendido, está enamorada de Peláez.
—No lo está. Sólo comprometida con él. Sé que no puede estarlo. Si lo estuviese, no habríamos…
No necesitó añadir más para que yo adivinase lo que faltaba.
—Si buscas un consejo —dije— aquí lo tienes: no vayas a Noruega.
—¡Dagny no quiere a Juan! ¡No puede quererlo!
—¿Por qué? ¿Porque se haya acostado contigo?… Antonio, eres un completo imbécil. De siempre te he dicho que Dagny es una chica decente a su manera. Ve ciertas cosas de modo distinto a nosotros. Y el hecho de que se haya acostado contigo no prueba que no quiera a Juan.
—¡No puedo creerlo! ¡Cuando una mujer…!
—Cuando una mujer como Dagny Honsted consiente ciertas cosas es porque le apetece consentirlas y porque no les da la importancia que nosotros les damos. Por nada más.
Antonio se incorporó de la cama y se puso en pie. Hacía más de una semana que no le veía, y le hallé cadavérico. Me imagino que llevaba martirizando a su hígado desde que la marcha de Dagny fue un hecho en puertas.
—¿Crees sinceramente lo que acabas de decir, Martín?
—Sinceramente, Antonio.
—Venía con esperanza, y me la cierras.
Le enseñé las palmas de las manos e hice una frase que ya estaba en las páginas de la novela:
—Esperanzar es mentir, Antonio; al menos casi siempre.
Puso cara de asco o de desprecio, ¡quién puede saberlo!, y presentí que se iría después de soltarme algo desagradable. Le tenía bien aprendido.
—Gracias por el consejo, Martín. No iré a Noruega. Sería absurdo ahora que tu gran experiencia me ha abierto los ojos. Me quedaré aquí y seguiré pensando que las mujeres son tan innobles que no dudan en acostarse con un hombre queriendo a otro. A propósito, ¿tu francesa está interesada por ti o por otro?
¡Justo al final de un largo parlamento!…
Opté por explicarle en tono calmo que mi francesa, como él decía, era de las que sólo se acuestan con sus maridos.
—No te sulfures, hombre. Fue sólo una broma.
—Lo sé. No estoy sulfurado. Es que me impacienta tu fe en las mujeres. Debes pensar alguna vez que no todos tienen tus motivos para estimarlas tanto.
Entonces, el muy bestia y muy perro dijo algo que me cubrió de sonrojo:
—¿Eso de los motivos va por mi madre o por Dagny?
—Estás asquerosamente borracho, Antonio. No sabes ni lo que dices.
Tuvo, en un segundo, otro de sus cambios, y su sonrisa, dulce, aniñada, me acongojó.
—Perdona, Martín.
—¿Quieres quedarte a cenar?
—Gracias. Otro día.
—¿Te ha dicho Sebastián que mañana vamos a Whipsnade?
—Algo le he oído.
—¿Vendrás, no?
Dudó y asintió.
Estoy plenamente convencido de que ya pensaba, en ese momento, no ir a Whipsnade.
La idea de la excursión era del panameño, quien desde febrero venía prometiéndome un sábado en aquel zoológico. El mal tiempo y mi enfermedad habían ido retrasándola. Aquel sábado fuimos sólo los dos y Huguette de Guenard. Antonio, según me dijo Sebastián al recogerme, había llamado para avisarle que no contásemos con él.
Huguette nos esperaba en la acera del hotel. Se había vestido de camping, con pantalones largos y ajustados, calzado fuerte y zamarra escocesa. Traía una bolsa de respetable tamaño al hombro.
A pesar de mis protestas, Se sentó en la delantera porque prefería ir al lado de Sebastián.
Tardamos en llegar a Dunstable poco más de una hora. Dunstable estaba primaveral, recoleto y precioso. Lo recorrimos de cabo a rabo en espera del almuerzo. Vimos poca gente, mucha sombrerería y horrores de bicicletas. También estuvimos sentados un rato viendo el recreo vocinglero de unos colegiales. A través de las rejas, niños uniformados chillaban su alegría aquella mañana quizá, sólo el Altísimo lo sabe, para que una francesa, un panameño y este humilde celtíbero se extasiasen contemplándolos.
—Señor y Dios mío —comenté en voz baja—, ¡qué fácil es ser feliz en esta vida!
—Payaso —masculló Huguette.
Sebastián me dio unos golpecitos en la espalda y me dijo que a fuerza de romántico resultaba depresiva. Tenía razón. Es que yo, siempre que me siento a gusto con unas personas, me da por agradecerlo todo a Dios…
Almorzamos en una posada con un nombre bastante raro: «The Black Orange», que Inglaterra es país tan singular que hasta las naranjas son negras. El mesón era típico, con paredes chapeadas en roble oscuro y una camarera terriblemente estrábica. Tomamos rosbif sanguinolento con puré de patatas, y tostadas de Welsh rabbit, un cocimiento de queso fuerte y sabroso. De postre nos dieron unos flanes, regados con custard, que parecían goma de mascar. Yo estaba en plena convalecencia y no me llenó el rosbif, por lo que encargué un par de huevos con lonchitas de bacon. Me quedé, al final, fed-up, como dicen en la tierra, pero que en castellano antiguo viene a ser algo así como «farto en demasía». Sebastián me observó con buenos ojos, satisfecho de mi restablecimiento, pero la francesa era toda ella reprobación y náusea ante mi pantagruelismo.
—Es indecente comer tanto —dijo— cuando en China y en la India el hambre es aún endémica.
Me recordó a mi madre, siempre a vueltas con lo que como: «Martín, hijito, ¿cómo puedes comer tanto? Es una ordinariez. Me estremeces…».
Así que almorzamos nos fuimos a Whipsnade. Llegamos a eso de la una. Toda mi vida recordaré la tarde de aquel sábado que tres buenos amigos pasamos en el pintoresco Parque Zoológico de Whipsnade. El sol resplandecía como un disco de metal al rojo blanco y el cielo, azul y puro como un mar, parecía asombrosamente alejado. Hacía calor, un poco, el indispensable para sentirse a gusto en aquel paisaje lleno de animales bravíos, de plantas rarísimas y de aves torcaces…
Después de cansarnos yendo de un lado para otro, nos sentamos al pie de unas plantas desconocidas, umbrosas y esbeltas, con apariencia de bejucos. El panorama, desde allí, era realmente hermoso. La colina iba cayendo hacia el fondo de un pequeño valle, y luego ascendía, muy a lo lejos, para cerrar el horizonte. Hileras de árboles y cuadrados de verdor extendíanse a derecha e izquierda por todo el ondulado paisaje de los Chilterns. Había animales por doquier. Se veían hasta donde alcanzaba nuestra vista; en grupos, por parejas, solitarios; unos, pacíficos, quietos, rumiantes; otros, ágiles, como asustados o perseguidos, que botaban con la gracia de pelotas vivas… Un camello enorme, horroroso, nos hizo reír —nos pusimos malos de risa— a causa de su melancólico mirar. Nos cogió cariño y no se movió de nuestro lado durante el tiempo que allí permanecimos.
Transcurrió una hora, charlando, y Sebastián, abstraído, se incorporó y dijo que iba en busca de refrescos. Le vi desaparecer detrás de un quiosco de un mal gusto terrible, y exclamé:
—¡Al fin solos!…
—Sebastián no ha debido irse —dijo ella.
—Sebastián es un hombre discreto. ¿Sabes por qué?
—Quizá. Y no me gusta.
—Dime una cosa: ¿es que no hay algún momento en tu vida estéril de bachillera que te apetezca coquetear con un muchacho simpático?
—Naturalmente. Pero no es éste el momento.
—Ni yo el muchacho, claro…
Me erguí para sentarme en cuclillas y quedarme mirando a nuestro amigo el camello. Su espalda casi coincidía con el lejano horizonte, ahora cuajado de manchones blanquecinos, grisáceos, inmóviles. Eran nubes. Quizá lloviera. Todo había sido demasiado hermoso en aquel día para que finalizase bien.
Me sentí huérfano y desamparado.
—Mi alma está triste hasta la muerte, sargentona innoble —dije.
Me desagradó su risa.
—¿Te hago gracia, bachillera De Guenard?
—Eres un chico estupendo, Martín. Si alguna vez vas por París, te presentaré docenas de amigas que se volverán locas por ti al minuto de conocerte. ¡Tu optimismo es único en el mundo que se precipita!…
—No hagas frases. Y vete a reírte de tu honorable abuelo.
Me levanté. Abajo, a mis pies, quedaba ella, un fulgor de ojos y labios risueños, una línea hecha carne de cálida femineidad, que yo podría aplastar con dos buenos pisotones de mis amplias bases.
Me consideré más persona después de pensar en esas morbosidades.
—La culpa es mía —dije—, por haberme interesado por un virago.
—Tú no estás interesado por mí, Martín. Tú sólo piensas en esa rubia desvaída del Norte. Por eso, la próxima vez que te pongas meloso, no emplearé palabras de reproche; te partiré la cabeza con lo primero que tenga a mano.
—¿Un zapato?
—¡Un…!
Había desaparecido la sonrisa y la guasa. Estaba irritada, dolida; se había sentado y movía las manos con esa gracia alada que la indignación ponía en ellas.
—¡Salaz! ¡A mí no se me hace el amor por pasar el rato! ¡Y menos un sucio español que tiene la cabeza perdida en esa gorda de Stavanger!
—¿Gorda, amiga mía?
—¡Sí, gorda!… ¡Dentro de veinte años estará en último grado de elefantiasis!
—Dentro de veinte años, bachillera De Guenard, todos calvos.
El bolsón salió de sus manos cual una pelota de rugby. Lo cogí en el aire, a tiempo, y empecé a hacer el péndulo con él. Di la espalda a mi amiga y me alejé silbando. Encontré pronto a Sebastián, que venía con una botella de naranjada en cada mano. Con él retorné a Huguette y el camello. La primera hacía ejercicios gimnásticos: con las piernas rígidas, se agachaba una y otra vez para alcanzar el suelo limpiamente con las palmas de las manos.
—Marimacho —dije.
—Cretino en celo —replicó.
Volvimos a Londres anochecido y cantando. Huguette reveló una voz entonada, sugestiva. Yo insisto en decir que mi debilidad era grande, porque al oírla cantar el cuerpo se me llenó de gusanitos cosquilleantes, deliciosos, desde luego, pero también impertinentes…
La despedimos en la puerta del Brunet.
—Muchas gracias, Sebastián —dijo—. He pasado un día inolvidable.
A mí me tendió la mano y me preguntó:
—¿Trabajaremos mañana?
Se refería a la novela.
—Trabajaré yo —corregí—. Tú no harás más que molestar.
—Dile a las hermanas que almorzaré con vosotros. Llevaré un plato. La carne. Y el postre.
Sebastián aún se reía cuando puso el coche en marcha.
—¡Quién tuviera veinte años menos, gallego!…
Huguette de Guenard y yo no almorzamos en Barnes como habíamos planeado la noche anterior.
Porque a la mañana siguiente me despertaron unos golpecitos en la puerta. Era miss Elisabeth avisándome que me llamaba mister Armijo. Miré el reloj y vi que eran las ocho y cuarto. Sorprendido de la hora, me puse la bata y fui al teléfono.
—¿Estabas en cama?
—Claro. Es domingo y son las ocho. ¿Tú no duermes hasta tarde los días de fiesta?
—Dejemos las bromas. Vístete y ven lo más pronto posible. Te necesito. Te espero en casa de… la señora Arlington.
—¡Oye…! ¿Qué demonios…? ¿Le sucede algo a Antonio?
—Ya te explicaré. En casa de la señora Arlington cuanto antes. Por favor.
Y colgó.
Yo me quedé haciendo cruces a causa de su comportamiento. Ni la hora de la llamada ni el tono quebrado de su voz auguraban nada bueno. Estuve a punto de telefonear a casa de Antonio, pero desistí porque sobre poco más o menos me imaginé lo que ocurría: el hígado de los Ordovás había hecho explosión. Otra vez más. Antonio estaría amarillo como un girasol y su hígado regenerando células a todo meter. La señora Arlington se había asustado y llamado a Sebastián; y éste, llevado de su celo amistoso, no dudaba en levantarme a deshora por culpa de aquel Macías enamorado…
No me di muchas prisas. Me afeité, tomé un buen baño caliente y me desayuné en compañía de miss Margaret. Cuando salí ya eran más de las nueve. Hacía una mañana radiante; la adecuada para un Domingo de Ramos. Cogí por los pelos un autobús en Castlenau, y al poco llegué a Hammersmith. Allí me remordió la conciencia, y en vez de tomar el Metro subí a un taxi, que en diez minutos me dejó delante del chalet de la señora Arlington. A la puerta había una ambulancia. Dos individuos vestidos de blanco fumaban apoyados en el capot. Me miraron con indiferencia al empujar yo la cancela del jardín. Me abrió la puerta, en el acto, un hombre alto y flaco, de cara sonrosada, de tísico; también llevaba puesta una bata blanca, brillante, como de rayón. Yo dije quién era, y en ese momento apareció en el pasillo otro hombre, éste de gabardina verde botella, rechoncho y calvo. Me hizo un ademán, fui hacia él, repetí mi nombre y me invitó a pasar a la salita, donde la señora Arlington solía celebrar sus tea-parties. El hombre de la gabardina cerró la puerta a mis espaldas y se quedó en el pasillo. En la salita estaban Sebastián y un sajón de cara hosca, embutido en uno de los trajes azules ingleses que parecen vainas de espadín. Era esmirriado de hombro, de torso y de cuello. Se levantó al hacerlo Sebastián. El panameño, cerúleo como un agonizante, me lo presentó: Mr. Latimore, de la Policía…
—¿Qué sucede? ¿Qué le pasa a Antonio?
Sebastián recogió de la mesita de té de la señora Arlington un sobre cuadrado y pequeño.
—Míster Latimore —dijo en tono cortés—, ¿hay algún inconveniente en que vea esto míster Canel?
El policía, o quien demonios fuese, asintió con un mohín.
El sobre era blanco. Dentro había una carta. ¿Carta? No. Uní s letras. Una explicación, si se quiere, del acto de un loco. La leí sin gran extrañeza. La carta me estaba diciendo que alguien a quien trataba desde la niñez, a partir de aquel preciso instante era ya un recuerdo.
Decía:
Me muero porque me sale de dentro. Este dinero será bastante para saldar el consumo de gas. Que la señora Arlington avise a mis dos únicos amigos. Sebastián Armijo y Martín Canel. Sabe sus direcciones. Mierda.
Una última voluntad original y concisa.
Dije:
—Razonando, ¿qué somos más que mierda?
Sebastián miró para el suelo y el inglés se sonrió de labios adentro. Se me fue la mano a la cara y me santigüé en una fracción de segundo. Vi sorpresa en los azules ojos del policía. Perplejidad. Luego creo que en su cara nació algo parecido a la ironía o el sarcasmo.
Sebastián me previno en español:
—Nada de Dagny.
El otro levantó una mano y, afablemente, nos rogó que hablásemos en inglés. Sebastián empezó a contarme lo ocurrido. En pocas palabras. La señora Arlington había notado a las siete y pico, al levantarse, un fuerte olor a gas. Venía de la habitación de Antonio. Dentro había un cadáver, la carta y un dinero. Había llamado a la Policía y a Sebastián. Eso era todo.
Mr. Latimore me formuló varias preguntas. Tenía una pronunciada aséptica, clara, a lo B. B. C. No se me escapó ni una sola contracción de las pocas que utilizó. Cuando me preguntó cuál era en mi opinión la causa del suicidio, le hablé de la muerte del padre de Antonio, meses atrás, y de lo mucho que le había afectado.
—¿Cree usted que pudo haber sido eso lo que le impulsó a poner fin a su vida?
La frase me sonó ridícula, ampulosa. Respondí, no muy cortésmente, que en mi opinión Antonio se había suicidado porque toda su vida había sido un lipemaníaco, un mimado de la fortuna y un inepto para saborear los bienes que esa fortuna le había dispensado.
—¡Martín!
Ignoré el reproche de Sebastián y pregunté a míster Latimore si podía ver a mi amigo. Creo que tenía intención de acompañarme.
—Gracias —dije—. Conozco el camino. He venido mucho por esta casa.
La puerta de la habitación de Antonio estaba cerrada. La abrí. Aún olía a gas. Un olor sutil, embriagante, sugeridor. Con la ventana abierta y las cortinas corridas, el cuarto estaba en penumbra. Junto a una mesa, percibí la silueta cilíndrica de la estufa. Al lado de la cama, muy erguida en la silla, estaba la señora Arlington. ¿Habría estimado a Antonio lo bastante como para hacerle compañía en los últimos instantes que pasaba en su casa?… Me acerqué. La señora Arlington había levantado el rostro y fijaba sus ojos en mí. Yo sonreí débilmente y toqué con afecto su hombro. Se desasió con rudeza, con furia. No la comprendí. Nunca le había hecho nada…
Sobre la cama, bajo una sábana, la figura de Antonio Ordovás. Me pareció excesivamente largo y voluminoso aquel bulto. Me incliné un poco sobre el lecho y tiré de la sábana. No necesitaba nada más que ver su cara. No parecía muerto. Más bien dormido. Lo que estaba: dormido para siempre. Sin esperanza ni consuelo. Sin remedio. ¿Sin esperanza…? ¿Quién había hablado de esperanza en una mujer, en un viaje, en un amigo, en un consejo?…
Solté la sábana. La serenidad del rostro de Antonio se borró de mi vista, y mi propia serenidad me abandonó. Caí, de golpe, sobre mis pobres rodillas. Hice hasta ruido, pero me sostuve firme. Y recé. Frenética, desesperadamente, como un poseso. Credos, salves, avemarías, padrenuestros, rezos de niño… Todo lo que acudía a mi memoria salió de mis labios en un murmullo histérico… Rezaba por Antonio, por mí, por mi miedo y mi desesperación… Un horror viscoso, mágico, me envolvió durante unos minutos. La sensación de culpa fue tan grande que adquirió cuerpo, la pude casi respirar; densa, envolvente, irrechazable. Me mareó y sentí náuseas. Antonio… ¿Quién puede fiarse de un lunático? ¿Por qué preguntan los locos a los cuerdos? ¿Y por qué un muchacho sano y sencillo no comprende a tiempo que una respuesta es siempre una arma de dos filos en la mente de un orate?
Mejor no contestar. No preocuparse más que de los propios asuntos, porque en esta vida sólo cuenta uno mismo, a través de Dios, que nos ama por nosotros mismos y nuestras propias acciones. Nadie puede cargar con la pena de otro; nadie debe purgar la penitencia de un loco. Si alguien abre una espita, se tiende en una cama, y espera…
Sentí una mano sobre mi hombro. Me estremecí. La señora Arlington, con los ojos empañados, sonreía; trataba de sonreír, pero sólo conseguía una mueca. Yo también sonreí. Alegremente. Liberado. Y me levanté. Y volví a sonreír. Luego abandoné el cuarto, el olor enervante, cálido, el hechizo del muerto y mi propia culpabilidad. Cerré la puerta y aspiré fuerte. Allí estaba el flaco enfermero, o médico, y el de la gabardina verde. Los miré desafiante. También desafié a Latimore y a Armijo. Con la mirada y de palabra.
—Señor —dije al policía—. A mí no se me pierde nada en esta casa. Apesta a gas; a muerte. Quiero irme. ¿Puedo irme?
—Naturalmente, míster Cánel.
Me dijo que al día siguiente tendría que firmarle unos papeles, y algo añadió acerca de las leyes inglesas sobre el suicidio. Asentí con la cabeza y estreché la mano que me tendía. Salí seguido de Armijo. En la calle, junto a la ambulancia, continuaban los enfermeros de antes. Ahora había un grupito de cuatro mujeres con bolsas de papel en los brazos. Nos miraron con verdadera hambre, y por un momento creí que se acercarían a preguntarnos por lo ocurrido.
Sebastián y yo caminamos. Creo que subimos por Holland Walk primero, y que más tarde nos perdimos por calles sucias, populosas, llenas de negros. Muchos. Y llegamos a Notting Hill Gate. Y a Bayswater Road. ¡Qué hermosa estaba la mañana! Hyde Park bullía, los coches parecían seres vivos, los autobuses brillaban más rojos que nunca. Londres reía su primavera. ¿Quién no sentiría la vida y el amor un Domingo de Ramos?… ¡El Señor ha entrado en Jerusalén! ¡Hosanna al Hijo de David!… ¡Regocijémonos, que ha llegado el día en que incluso los borriquillos ríen porque en sus lomos ha cabalgado el Dulce Rabí de la Misericordia y la Vida!…
Sebastián suplicó:
—Martín, ¿almorzarás conmigo?
—No. Lo siento. Otro día. ¡No puedo! ¿Qué vamos a hacer tú y yo todo el día juntos? ¿Recordar las excelencias de ese erotómano?
—Martín…
—¡Martín… Martín…! ¡Yo me voy a mis cosas, a mis asuntos! ¡Tengo que trabajar, que estudiar, que escribir! ¡Eso! ¿Cómo no lo comprendes? He quedado en verme con Huguette; tú lo sabes…
—Llámala. Que venga ella también.
—¿Tú crees que voy a llamar a alguien para que almuerce con dos sujetos que apestan a gas y a muerto?…
Alguien pasó por nuestro lado y rió. Me volví. Dos mozas, jovencitas y risueñas, se divertían viéndome agitar los brazos y oyendo mis voces. Las insulté en español, y aún rieron más. Apresuraron el paso. Lo menos se volvieron diez veces…
Repentinamente aplanado, dije:
—Almorzaré contigo. Hablaremos con su hermana, ¿te parece? Es una vergüenza que estando nosotros aquí se enteren por el Consulado…
Fuimos a buscar a Huguette de Guenard. Como la mañana anterior. Unas horas de diferencia… Llegaríamos al hotel Brunet y ella estaría aguardando en la acera, esbelta, segura de sí, el bolsón al hombro, unos pantalones ajustados y una zamarra a cuadros…
Pero no había nadie… Bajo el toldo, un portero, Jerome, sonriente y zalamero en honor de dos amigos de Mademoiselle de Guenard.
En el bar, Sebastián pidió un «Manhattan». Lo bebió de un trago. Otro más; y otro. Yo trasegué a sorbitos una guinness. Me dio náuseas. A lo mejor no fue la cerveza. Tuve arcadas, y algo amargo ascendió hasta mi boca. Pedí un vaso de agua y lo bebí sin respirar. Estaba helada —¡en Inglaterra!— y cayó en mi estómago como una piedra.
Luego entró Huguette, una chica sonriente y atractiva, que empezaba un nuevo día sin preocupaciones.
—¡Hola! —saludó—. La vida se repite, ¿no? ¡Otra vez juntos! ¿Qué será de mí cuando me falte la escolta de dos caballeros hispanoamericanos?
A bocajarro, dije:
——Antonio ha muerto. Esta madrugada. Como un perro.
Sebastián, indignado, quizás algo descompuesto por los cock-tails, me salió al paso:
—¡Respeto, Martín!
—¡Como un cerdo! ¡Sólo cambio de animal! ¡Ha echado sobre mis espaldas el muerto! ¡Anteayer buscó un consejo, se lo di, y en la cara me soltó que cerraba su esperanza!
—Cálmate, Martín —rogó Huguette—. Por favor, camarada.
La risa se me salió a borbotones. Incontenible. Huguette se desconcertó tanto, que se puso colorada. Cual un relámpago, el sonrojo cubrió su cara y desapareció. Yo chillé:
—¡Camaradas estudiantes de todo el mundo, uníos!
Aún le duraba el desconcierto; por eso no me insultó.
No me explico qué indujo a Sebastián a llevarnos al Savoy. Almorzamos allí. A mí el sitio acabó por ponerme de peor humor. No me sentía a gusto. Desentonado. La música, las personas, la naturalidad de mis dos acompañantes me pusieron nervioso y sarcástico. Mis ropas me parecieron vulgares y mis maneras acartonadas.
No les hizo gracia mi compostura en el comedor del Savoy.
Cuando salimos yo estaba algo bebido.
—¿Por qué no te largas a tus cosas, bachillera? —aconsejé al meternos en el coche de Armijo—. Los duelos envejecen.
—He sido educada para duelos y bautizos —respondió secamente.
Yo reí, muy bajo, pero alegre.
—¡Repara en lo afiligranado de su ingenio francés, Sebastián! ¡Para bodas y bautizos!… ¡No! ¡Para duelos y bautizos! ¡Camarada De Guenard, un estudiante ha muerto: vivan los estudiantes!
—Jamás imaginé tanta chabacanería —murmuró.
—Es el alcohol, camarada plutócrata. Trae a la superficie mi condición de hijo de la baja burguesía.
Estábamos detenidos en Marble Arch. Eran las dos de la tarde. El sol seguía luciendo. Incidía sobre el Arco, arrancándole mil destellos, haciendo de él un ascua de fuego deslumbrante. Temblaron unas luces, sonó un silbato, unas gentes corrieron, y nuestro coche arrancó, suave, muellemente. En la esquina del parque, tres sujetos, uno de ellos con barba patriarcal, peroraban subidos a unos cajones. Apenas tenían auditorio. Distinguí un grupo de marineros de la Royal Navy y dos o tres personas.
Pedimos la conferencia desde la suite de Sebastián. Yo continué bebiendo. Ginebra con soda. Armijo, lo habitual: whisky con agua del grifo. Huguette sólo aceptó una copa de licor de manzana holandés. Tardaron cosa de diez minutos en darnos Madrid. Sebastián me hizo un gesto indicador, y me puse al aparato. La línea estaba tan límpida y vacía de parásitos como si la conexión fuese con Holborn. Hablé primero con una muchacha, a la que dije que avisase al señor. Pero no fue Ramón Salazar quien se puso, sino Sofía Ordovás. Oí su voz clara, cerquísima.
—¡Martín! ¡Chiquillo, cuánto me alegro de oírte!
Y se alegraba. Sofi es buenísima. A los dieciséis años me enamoré de ella. Tiene una figura preciosa y un pelo castaño que llama la atención. No es muy guapa, pero su cara resulta. Tiene el ojo izquierdo ligeramente estrábico, y eso le da una gracia especial.
—¿Qué es de vosotros, Martín? ¡Esta mañana he visto a Constanza! ¡Con ese imbécil de Soto! ¿Cómo no hacéis algo?…
¡Qué raro parecía todo! La línea tan nítida, la voz tan cercana, la conversación tan insubstancial… ¡Y un hombre muerto!… Le pedí que avisase a Ramón. Se puso éste, y en dos minutos le comuniqué lo ocurrido.
Respondió por monosílabos. Antes de que pudiese evitarlo, volví a oír la voz de Sofía, ahora sin calor, alejada…
—¿Qué horror es éste, Martín?
La dejé sin respuesta y entregué el auricular a Sebastián. Me senté y quise beber. El vaso no estaba en su sitio. Lo vi delante de Huguette, junto a su copa.
—No quiero que bebas más.
—A la orden, camarada De Guenard.
Ya no me importaba seguir bebiendo. En realidad, lo había hecho pensando en la conferencia con Sofía. Dada la noticia, todo volvía a la normalidad. El muerto dejaba de ser una complicación, se iba para su tumba, y los vivos a seguir existiendo…
—Una pregunta, camarada francesa: todos flotamos, ¿verdad? Ni nos movemos ni nos hundimos; ¡flotamos! Esa cave de la rue de l’Eperon es un nido de superdotados. ¿Me llevarás un día, camarada?
—¿Quieres callarte? Me crispas los nervios.
—¿Te he dicho alguna vez que te desprecio con todas mis fuerzas? ¿Te lo he dicho, camarada? Para mí eres un erial; no hay en ti una sola gota de vida. Sólo inmunda devoción de clase. Estás asquerosamente muerta, Huguette, amiga mía.
—Eres un estúpido borracho. Cállate.
—¡Estás asquerosamente muerta! ¡La única diferencia que hay entre un cadáver y tú es el olor!
Sebastián apareció a mi lado. Me había olvidado de él y de la conferencia.
—No debéis discutir —dijo—. Tampoco debéis ocultar vuestros sentimientos. No es decente.
—¡Sebastián, viejo pirata, es indecente preocuparse tanto del prójimo como tú lo haces! ¿Qué es el prójimo?… ¡Una tonelada de estiércol!… ¿Y quién puede interesarse por el estiércol? ¡Nadie! ¡O quizá los agricultores! Pero tú, Sebastián, pirata caribeño, ¿no eres agricultor, verdad?
Huguette de Guenard gruñó:
—¡Puerco borracho!
—Tú a callar, camarada; estás muerta. Y los muertos son mudos por naturaleza.
—¡Así te ahogues! —maldijo, y me puso el vaso de ginebra delante.
—No discutáis, por favor —rogó Sebastián.
Se pasó las manos delicadamente por la cara; fue el suyo un ademán casi femenino.
—Hoy he vuelto a fracasar —habló como para sí—. Otra vez más. Huguette, ¿recuerdas?, esta mañana, en el bar de tu hotel, dijiste que la vida se repite…
Luego comenzó a hilvanar una historia, que mi cabeza harto brumosa no comprendió muy bien. Nos habló de un hombre que se había casado cosa de veinte años atrás. Nació un hijo. El chico creció y los padres se separaron. El hijo siguió creciendo. Cuando alcanzó cierta edad, dijo que deseaba estudiar Medicina. Su padre lo envió a la Facultad más cercana: El Salvador. Le gustaba tenerle, saberle cerca. Pero el hijo tenía otras miras. No le bastaba una Facultad centroamericana, y convenció a su padre para ir a Ciudad de Méjico. Allí estuvo dos años. El padre, mientras tanto, andaba por Europa en un destino de la Embajada de su país. Allí recibió un telegrama anunciando la enfermedad del muchacho. Cogió un avión y llegó a tiempo. Su hijo estaba enfermo: algo intestinal. Nada de importancia, si se hubiese atendido a tiempo. Pero ¡claro! Un joven entre jóvenes, vida de pensión, soledad, sí, soledad, porque el rapaz estaba solo, por carácter y por ambiente, por culpa, tal vez, de sus padres. Metido en sí, con pocos amigos, estudioso, independiente. Y joven, terriblemente joven para andar solo por el mundo. Su padre lo comprendió al llegar a Méjico y verle en su cama, consumido, indiferente a todo… Se murió dos días después. Todo había acabado. El padre volvió a Europa. Fue a parar a Londres. Un cambio político en su país le privó del puesto. Ya nada le retenía en Londres. Pero aquí había conocido una serie de muchachos. Estudiantes. Primero a uno; luego a dos; por éstos, a cinco… Y así llegó a tratar a muchos de ellos. Le agradaba verlos a su alrededor, recibir sus visitas, saber que regresarían a su país y que con ellos llevarían su nombre, su dirección, para entregarlos a otros, que repetirían el ciclo. Era tan satisfactorio sentirse estimado por esos chicos, que un buen día descubrió que había encontrado la razón para permanecer en un sitio determinado. Allí estaban sus jóvenes amigos, alegres o preocupados, con sus problemas y sus intrascendencias, que acudían a él para pedir un favor u obsequiarle con cualquier insignificancia recibida en algún paquete familiar. El hombre era feliz; muy feliz, y se engañaba a sí mismo, diciéndose que cada uno de sus jóvenes amigos era una prolongación del hijo muerto en una pensión de estudiantes de Ciudad de Méjico. Se consideraba un poco el padre de todos ellos; y como padre los velaba, los cuidaba, los protegía… Le gustaba pensarse a sí mismo como una especie de ángel guardián de sus pasos inciertos, dudosos, de hombres del mañana…
—El muchacho de Ciudad de Méjico era mi hijo. Diecinueve años. Se llamaba como yo: Sebastián. Se parecía a Antonio. Los dos murieron solos. Sin dejar huellas. Pero Antonio pudo ser salvado con un poco de comprensión. Debí atenderle más. Organizar un viaje, quizá. Convencerle para que me acompañase. Hacer algo. Estaba solo. Y yo, que debí protegerle, permití que tirase su vida. Nunca me arrepentiré bastante de lo ocurrido esta madrugada. Jamás.
Yo me había quedado tan asombrado, estaba tan atónito, que al levantarse Huguette, bruscamente, di un respingo. Tragué saliva y mi boca, seca, produjo un ruido parecido a un bostezo. Idiotizado, vi a la francesa acercarse a Sebastián, cogerle la cara entre las manos, mirarle… Después le besó en una mejilla, fuertemente, y dijo con una voz que yo nunca le había oído:
—Merci. Merci beaucoup. De tout mon coeur.
Recogió su abrigo y se marchó sin una sola palabra más. El ruido de la puerta provocó un nuevo sobresalto en mí.
—Sebastián —dije.
—Es una chica estupenda.
—Estás loco —repuse—. Si tú te portas así con todos nosotros, con propósito preconcebido, es que estás loco.
—Una chica estupenda —repitió—. No consientas nunca que se separe de ti.
—De modo que todo tu misterio es el de un padre doliente, mi buen Sebastián… ¡Estás barrenado; completamente!
—¿Por qué no vas en busca de Huguette? Id a divertiros esta tarde.
Yo di un puñetazo en la mesa.
—¡Estás loco! ¡Por el Santo Obispo, si no estás para que te encierren!
Empecé a temblar. Me pasa a menudo cuando bebo. Si por alguna razón me afecto, si vomito, me da tiritona. La impresión había sido bastante fuerte, y todo mi ser comenzó a estremecerse. Me aproximé a uno de los balcones y a través de los cristales contemplé la calle, la iglesia, la tranquilidad de Lancaster Gate, los árboles de Hyde Park. Estuve así un gran rato, hecho un ovillo, los dientes repicándome unos contra otros. Tanto tiempo permanecí junto a la ventana que vi correr el sol hasta ocultarse tras la masa confusa del parque.
—Padre de los pobres —dije.
—Anda con Huguette, gallego. Estará en su hotel. Llévala a algún sitio. Divertíos.
—¿Quién se divierte con un cabo de mar? ¿Acaso tú, Padre de los pobres?
—Es otra cosa que Dagny, ¿verdad?
—Es una chica afectuosa, sencilla, de carácter tierno. ¡Un ángel! Lee todas las noches la Crítica de la Razón Pura y el Discurso del Método. Femineidad quintaesenciada. Tratarla y enamorarse. Simultáneo.
—Me alegro que ya no pienses en Dagny.
—¡Dagny es adorable! ¿Quién dice que no piense en ella? Lo que pasa es que no tengo madera de Werther. Como el difunto Ordovás.
Una moto cruzó por detrás de la iglesia. Llevaba sidecar vacío y las luces encendidas. Pronto sería de noche. Quizás aún tuviera tiempo de cruzar el parque con algo de claridad. Sí. Y quizá después de todo, estuviera Huguette de Guenard en el hotel Brunet.
Me dio cierto remordimiento dejarlo allí, solo, pensativo, en la penumbra de su cuarto. ¿En qué pensaría cuando le abandoné? ¿En su hijo de diecinueve años, muerto en Méjico? ¿En Antonio Ordovás, muerto en Londres? No sé. Pero creo no equivocarme al asegurar que prefería quedarse a solas con sus ideas. Mi charla de borracho tenía que irritarle; mi silencio, incomodarle.
Me fui del Copperfield con tiempo suficiente para atravesar el parque. Despacio y absorto. Pensando. No mucho en Antonio y más en mis propias preocupaciones. Sobre Antonio pensaría más adelante, cuando echase de menos su presencia depresiva, sus sarcasmos, su perenne pesimismo y su característica desconfianza por todo y por todos.
Tardé en llegar al hotel Brunet cerca de una hora. Jean, el cortés anciano del comptoir, llamó por teléfono a Mademoiselle De Guenard, cambió breves palabras y me tendió el tubo con una sonrisa.
—Soy yo —dije.
—Lo sé. ¿Qué quieres?
—Verte.
Dudó tanto, que a punto estuve de colgar e irme.
—Sube.
Hallé la puerta de su habitación entreabierta. Huguette, de espaldas, echaba sifón en un vaso. El dormitorio estaba a oscuras y el vestíbulo apenas alumbrado por la lámpara de la mesita rinconera.
—Siéntate —invitó—. ¿Quieres beber algo?
—¿Por qué no te vuelves? ¿Por la misma razón que has dejado la puerta abierta?
—¿Quieres beber algo?
—¿Por qué no enseñas la cara? ¿Te violenta que sepa que eres capaz de llorar? Eso no es vergonzoso.
—Ni exacto. Yo nunca lloro sin motivo.
—Hoy se ha muerto un hombre. Ahí tienes un motivo. Llora.
—Hoy se ha muerto un desconocido.
—Antonio no era un desconocido. Al menos para ti.
—Antonio era un desconocido. Tan desconocido como puedes serlo tú.
—Mientes. Has llorado. Tu sentido del deber sufre. Tu alma estéril de bachillera llora porque un estudiante ha muerto.
—¡Imbécil! Siempre tu verborrea sensiblera de borracho. Lárgate y déjame en paz.
—Hoy has traicionado a tu Dios, camarada. El terrible Jehová de los hugonotes estará iracundo. ¡Una de sus ovejas llora porque ha muerto un estudiante desconocido!
Dejó el vaso sobre la mesita y se volvió. Había llorado. Bien a las claras se veía.
—¿Quieres largarte de una vez? Sigues borracho y me molestas. Me irritas como nunca me ha irritado nadie.
La visita había sido corta: unos cinco motivos estirados.
—Antes de irme quiero comunicarte algo, camarada De Guenard. Una advertencia. Si te vuelvo a oír alguna vez que yo soy un desconocido para ti, te retorceré ese pescuezo de faraona. ¿Queda bien claro?
La vi sonreír y perdí la cabeza. Me acerqué a ella llevado de un impulso irrazonable. Hasta que la prendí por los hombros y la zarandeé no supe que la razón era el simple deseo de tocarla, de suplicarle que borrase con alguna palabra el efecto de su sonrisa.
—¿Por qué has sonreído, Huguette? ¡Dímelo!
—Quítame tus sucias manos de encima, español.
La solté convencido de que se había roto algo precioso, para mí, por culpa de unas cochinas palabras.
—Hasta nunca, camarada De Guenard. Que te coman las arañas y que yo me entere por la Prensa de su festín.
Con un dedo, el índice, le hice una levísima caricia a lo largo de la mejilla. Bueno. No fue caricia. Más bien reproche o desprecio. Ella debió de comprenderlo así, porque le temblaron los labios y parpadeó muy rápido. Su desmedido orgullo de casta debió de sufrir mucho en ese brevísimo espacio de tiempo.
Dijo algo así:
—Puerco español.
Nada nuevo. Además, yo fui el último en hablar, enviándola a un lugar muy común y muy impropio de tan perfumada francesa.
En la calle hacía frío. Caminé. Mucho. No sé las millas que andaría aquella noche de primavera. Seguí la línea de las grandes calles hacia mi barrio. Recorrí Kensington Road, Kensington Hight Street, Harnmersmith Road… Hacia abajo, hacia el río, hacia casa… En Broadway me metí en un pub y allí tomé unos emparedados de queso, y cerveza. Y ginebra. En Inglaterra cierran pronto las tabernas, y de nuevo me encontré en la calle, con la cabeza brumosa y las piernas tambaleantes. Bajé por Harnmersmith Bridge Road y llegué al puente. Estuve un rato contemplando las aguas sombrías, turbias. Y los cisnes, sucios y quietos bajo el puente, con las cabezas enterradas en el plumaje, durmiendo o pensando… ¿Quién demonios puede afirmar que un cisne no piensa? ¿No pensamos los hombres, aun los más sandios?…
Reemprendí la marcha, pasé el río y bajé por Castlenau, desierto, oscuro, con sus buenos chalés y sus magníficos jardines. Frente a una casa, un número cualquiera, oí un piano. Bien pulsado. Algo de Franck… Mi madre, seguramente, lo hubiera interpretado menos presto, pero ¿qué vida sería ésta, tan aburrida y necia, si todos interpretásemos las Béatitudes en idéntica cadencia? Sería una vida absurda y tediosa.
Llegué a casa borracho y extenuado. Mis dueñas me miraron suspicaces, algo preocupadas por mi aspecto. Miss Elisabeth calcetaba y miss Margaret zurcía ropa blanca. Habían encendido la chimenea y estaban sentadas a su calor.
—Señoras —me disculpé a lo tartamudo—, mil perdones por haber faltado al almuerzo y a la cena. Tampoco he ido a Misa. ¡Un Domingo de Ramos! Y si llego lamentablemente borracho a su casa de ustedes, mil perdones de nuevo. Celebro con cerveza y ginebra la muerte de un amigo: ¡míster Antonio Ordovás! R. I. P.
Después, sentado en una butaca, la que había ocupado miss Elisabeth, lloré un poco. Mis buenas patronas me consolaron mucho. Muchísimo. Pero en balde. Porque a mí la cerveza mezclada con ginebra me ataca a los lagrimales y me hago pura agua.