CAPÍTULO SEXTO

HUGUETTE DE GUENARD me interesó como caja de sorpresas. Bastaba la palabra justa para activar un resorte en aquel pasmoso cerebro, y, ¡zas!, lo inaudito, lo increíble surgía… ¡Qué cabeza la de Huguette, San Martín de mi vida! Un prodigio. Sus neuronas estaban todo el santo día en ebullición; segregaban ideas constantemente, sin cesar, a miríadas. Un huracán de ideas. Nunca estaba en reposo. Lo captaba todo. Las sensaciones las recogían sus sentidos exclusivamente para ocupar en algo útil sus células grises. En aquella pavorosa fábrica de pensamientos que era su cerebro, jamás entraba el descanso. Estoy seguro de que dormida seguía pensando. Era, cerebralmente hablando, como una vaca que almacenase sensaciones diurnas para rumiarlas por la noche.

La primera semana de nuestra incipiente camaradería sólo me ocupé en saborear su capacidad para asombrarme. Fui avaro de su compañía. La disfrutaba a solas. Yo no podía consentir que aquel sorprendente animal, por mí descubierto, pudiera ser admirado por nadie. Gocé de su inteligencia y de su saber. Sabía de todo. Tenía un conocimiento renacentista de todas las cosas. A su lado, yo era el lastimoso arquetipo de una civilización de especialistas. Su portentoso saber me convertía en un Neanderthal recién caído del árbol.

—Huguette, amiga mía, eres repulsiva. ¿Cómo puedes saber tanto? No es humano.

Ya estaba cogiendo confianza y se mofaba copiándome:

—Martín, amigo mío, tu saber es vano, inútil, concreto, paradigma del más puerco escolasticismo.

Hay que reconocer que poseía un léxico preciso, vivo y humanístico, consecuencia quizá de su cultura en lenguas clásicas. También tengo que reconocer que su vocabulario escatológico estaba a la altura de su cualidad de alumna de la rue des Écoles. Como buena estudiante parisiense, pronunciaba ciertas palabras con un énfasis en verdad extraordinario.

—Huguette, sabia amiga mía, ¿cuántos vocablos conoces que designen a ese admirable cuadrúpedo llamado puerco?

—Conozco uno que designa al cerdo como ningún otro: Martín.

Admitiendo que ése sea uno y sin pecar de exagerado, juro que conocería dos docenas más de sinónimos.

Su talento para la polémica me sobrecogía. No se podía con su exactitud de lenguaje, con su precisión de ideas y su avasallante erudición. Los conceptos salían de su cabeza tan concisos y esquemáticos como una figura geométrica. Se comprende que un muchacho como yo, con tendencia a lo churrigueresco en la exposición, no fuese rival para ella. Jugaba conmigo, me moldeaba como algo deleznable, y así que me tenía bien destruido, me tiraba. Porque Huguette, polemizando, destruía. Era de las que creaba destruyendo. Nada encontraba bien; todo había que hacerlo de nuevo: costumbres, instituciones, leyes, ciudades y países. Todo. Este afán demoledor me lo expliqué el día que habló de su carrera. Se había licenciado el año anterior en la Faculté des Lettres, y ya tenía —¡cómo no!— el doctorado. Escalofriante. Me refiero a la tesis con que se doctoró: «Obras literarias de Juan Damasceno y su importancia como fuentes para la investigación del fenómeno iconoclasta bajo la dinastía de los isáuricos». Así de corto. Y de significativo, pues sabiéndola erudita en iconoclasta se disculpaba que fuese mujer destructiva.

Mentiría si negase que me entusiasmó.

Pero mi entusiasmo por Huguette de Guenard era de tipo intelectual, no amoroso. Con Huguette sucedía algo pintoresco: no inquietaba el instinto. Yo no me explicaba muy bien lo que pasaba con aquella chica. Lo correcto sería que despertase cierta intranquilidad, cierta impaciencia en mi infraestructura. Nada. Yo reaccionaba, en ese sentido, de la misma forma que reacciono con un antiguo compañero de Bachillerato. ¿A qué achacar esa tesitura en un sujeto tan masculino como yo? Creo haberlo adivinado: mi libido, atemorizada por la fuerza mental de Huguette de Guenard, se aletargó en su inframundo. Lo adiviné sin gran esfuerzo. Tenía que ser así. Yo sabía que no estaba muerto; pero la veía, la trataba, y frío como un carámbano. Y no es que me repeliesen sus oscuros ojos ni su bonita boca; ni que me desagradase contemplar su cara, moderna, o el resto de sus prendas físicas. No. Incluso me seducía su olor —¡un perfume para cada momento y traje!— y me encantaba su manera de andar, decidida, ligera, elegante, fruto de su desconcertante equilibrio psicosomático. Pero esa seducción, ese encantamiento carecía de raíces adecuadas; se parecía siniestramente al que puede inspirarnos la forma de montar o de lucir sus galas un teniente de húsares.

Aquella semana me habló de su familia. Era huérfana de padre. Su madre, desde la muerte de aquél, llevaba una vida algo retirada en Meudon. Huguette tenía una hermana, casada en París con un pez gordo del Ministerio de Finances. Hablaba bastante de Jacqueline y de René, poco de su madre y mucho, muchísimo, de su abuelo materno. Éste, como vulgarmente se dice, debía de ser «la llave de los rayos». M. Jacques Jourdain era muy rico. Barcos y construcciones navales. Pero a lo grande. Tanto, que me parece que Huguette se sorprendió un poco de que yo ignorase quién era M. Jourdain y cuántos francos tenía.

Precisamente hablando de su familia me regaló la mayor sorpresa de todas. Aquella tarde la había notado abstraída y silenciosa en clase, hecho significativo en ella, que volvía locos a los profesores a fuerza de preguntas. Cuando ya nos retirábamos en el Metro para nuestras casas, le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que nada de particular. Había recibido carta de su hermana, y ésta le contaba cosas de la madre. Cada día estaba más rara, más metida en sí. Según Jacqueline escribía en su carta, ahora le daba por el misticismo y se pasaba el día en oración. Yo, por gastarle una broma, opiné que a lo mejor se les iba monja. Con una hija casada y otra doctora, nada le impedía refugiarse en un convento.

Huguette me tomó en serio.

—¡Qué tontería! —exclamó.

Su tono fue tan tajante, tan formal, que mis deseos de meterme con ella aumentaron.

—¿Por qué tontería? Quizá te conviniera a ti el convento. Tiene que ser un lugar ideal para la investigación iconoclasta.

Como la cosa más natural, sentenció:

—Pues yo jamás investigaré en un convento. Soy hugonota.

Me quedé boquiabierto.

—¡No! ¡Hugonota no, por favor! ¡Lo único que faltaba!

—Eres un cretino. Nunca pareces darte cuenta de que puedes molestar con tus payasadas. O no te importa.

—Disculpa mi asombro, amiga mía. Hazte cargo… ¡Hugonota!… Es absurdo. Sólo encuentro una razón que lo explique: ¡eres hugonota porque te llamas Huguette!

—¡Imbécil! ¡Ser hugonote en un país de católicos es más genuino que ser papista en un país de curas! ¡Y España es tierra de curas! ¡Siempre lo he oído!

—No divaguemos, bachillera De Guenard. España es una víctima de la propaganda; estrictamente eso. Hay tantos carabineros como curas, y nadie ha dicho hasta ahora que sea tierra de carabineros.

—¡Imbécil!

Y se quedó muda, indiferente, ajena a mí. Yo también callé, mas seguí mirándola. De frente y con aire preocupado. ¡Hugonota! ¿Qué diría mi madre de saberme en un Metro con una hugonota? La tía Martine y mis hermanas son más comprensivas, más europeas. Pero mi encantadora madre, pese a sus chifladuras literarias, es una auténtica cavernícola, que me obliga, a través de su cuñada Martine, a comulgar todos los primeros viernes.

—Huguette, pequeña hugonota, lo que a ti te falta es sentido del humor. Y se comprende. Calvino fue un neurótico, triste y depresivo. Lutero, por ejemplo, un tipo morboso a quien siempre se le aparecía el diablo en el retrete. ¡En el retrete, repara!… Es histórico; no creas que es propaganda romana y contrarreformista.

Entonces me miró. De una manera especial; distinta a lo acostumbrado en ella. Me pareció seria, sí, pero no irritada; más bien sorprendida, infantil casi.

Dijo, pero en tono frívolo:

—Martín, amigo mío, eres un cerdo papista.

No añadió palabra alguna. El Metro se detuvo en la estación de Knightsbridge, y ella se apeó sin despedida. Pensé que era paradójico, en ella, no parecer enojada y comportarse como si lo estuviese. Luego reflexioné. ¿Qué quería decir aquella mirada especial de minutos antes? Aún seguí unos momentos convenciéndome de que no valía la pena ocuparse en una tontería. No pude. Acabé dominado por una absurda y leve irritación, que me obligó a descender en Earls Court, cambiar de andén y desandar el camino hasta Knightsbridge.

Me he preguntado a menudo que fue lo que provocó ese desasosiego en mí, un rapaz tan despreocupado por naturaleza. Sí. He intentado adivinar qué me indujo a cambiar de dirección en Earls Court. Todavía no estoy muy seguro, pero me inclino a pensar que me había habituado a su insaciable actividad cerebral. Me servía de ayuda y diversión. ¿Cómo iba yo ahora a caminar por la vida sin saber a ciencia cierta cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler, o por qué unos hombres se quedan calvos y otros no?… Imposible. Fui sincero conmigo mismo, en aquella ocasión, y comprendí que enfermaría de tedio sin sus bizantinismos…

Regresé, pues, para encontrarla en el chic saloncito del hotel Brunet. Con un cock-tail delante y un cigarrillo entre los dedos, las pantorrillas cruzadas y el pie derecho moviéndose insistentemente.

—¡Hola! —saludé de no muy buen talante.

—¿Qué quieres?

—No estoy seguro. No sé si aplicar un puntapié a tu redondo trasero, o pedirte que hagamos las paces.

—¿Por qué has venido?

—¿Por qué no me haces el cochino favor de no interesarte en absoluto por la razón de las cosas? Tu afán de pormenorizar motivos es enfermizo.

Me descompuso aún más verla tan tranquila y poseída de sí, cual si no le cupiese duda alguna de que yo volvería con las orejas gachas.

—Bachillera despreciable —aseguré muy formal—, estoy pensando en cómo le sentaría a tu impecable peinado una ducha de cock-tail. ¿Te parece bien que vacíe la copa sobre tu pelo?

Por toda respuesta, comentó, como para sí misma:

—Estoy fastidiada. Haber simpatizado con un tipo tan presuntuoso como tu, me fastidia. Rubio, engreído y papista. Es desmoralizador que ya esté arrepentida de haberme enfadado en el Metro.

—Doy por buenas tus disculpas —concedí muy digno—. Y ahora, que ya me has puesto de mal humor y que no tengo ganas de irme a casa a trabajar, ¿qué te parece que hagamos?

—Daremos un paseo. Se me cae el hotel encima.

¡Daríamos un paseo porque se le caía el hotel encima! ¡Y tal vez porque yo, habiendo humillado la cerviz, me había ganado el honor de un ratito de su inapreciable tiempo!…

Paseamos. Por Hyde Park. Huguette volvió a ser la misma, y en el espacio de la primera media hora ya había demolido con furor demoníaco el Albert Hall, el Albert Memorial, la Apsley House y el Parque mismo. Afirmó que los ingleses no tenían idea de lo urbanístico —Londres lo probaba— ni de la localización más conveniente de sus zonas verdes. Un parque tenía que ser el pulmón que purifique la ciudad; un aspirador clorofílico de inmundicias. ¿Y qué era éste, Hyde Park, y casi todos los parques de Londres? ¡Hierba!… ¡Acres y más acres de hierba para que los ingleses se crean un pueblo libre porque no se les impide refocilarse sobre ella!…

Creo que exageraba un poco y que nadie debe criticar a los ingleses porque gusten de la hierba.

Además, Hyde Park estaba sugerente y acogedor en las antevísperas vernales. Había comenzado a rebrotar la vida en algunos árboles y por los prados, y todo, bajo la luz casi crepuscular, cobraba un matiz misterioso y propicio. Nada en esta semipenumbra invitaba a la destrucción, aunque fuese dialéctica. Se respiraba una alegría esencial, subterránea, que dentro de pocos días florecería llenando todo el parque con el eterno y multicolor entusiasmo de la primavera inglesa.

En aquel silencio de atardecer únicamente pude pensar en el inmenso e impagable favor que el Señor nos dispensa cada mañana permitiéndonos vivir un día más.

Se lo dije a Huguette y ella guardó silencio. Luego, inopinadamente, se cogió de mi brazo, con naturalidad, nada forzado, un gesto de camarada.

—Martín —dijo—. ¿Tú sientes la poesía?

—A veces —respondí.

—¿Tienes ya alguna opinión sobre mí?

—Pudiera ser.

—¿Qué piensas de mí?

—Que resultas más tratable en el atardecer de un parque que poseída de ímpetu iconoclasta.

—En serio, Martín, ¿qué opinión has sacado de mí?

—Creo que eres una chica estupenda, letrada en demasía y algo romántica, pues te afectan las puestas de sol. Y un poco decadente, quizá.

Se rió. De mí, supongo.

—¡Romántica y decadente! ¡Martín, amigo mío, eres un necio!

Por unas palabras triviales, las anteriores, llegué a saber que una intelectual puede tener corazón y sentir la poesía. Claro está que a su manera, porque los sentimientos en ella estaban refrenados por su conciencia de clase, y su anhelo poético tenía entrañas metálicas.

Huguette hacía versos. Me lo dijo una tarde, tomándonos sendas cervezas en un pub, y al día siguiente me los llevó al London College. Estaban prologados por una firma existencialista de cierto relumbrón.

Le dije.

—Oye, ¿no serás también existencialista?

—¿Yo? No sé. De momento, floto.

—¿Flotas, amiga mía?

—Floto. Todos flotamos en la existencia. Ni nos hundimos ni nos movemos. Flotamos.

—¡Caramba!

—Por eso te digo que no sé. En la cave de la rue de l’Eperon no nos decidimos. Insinuamos, solamente eso, fíjate bien, sugerimos que si ser existencialista consiste en sentirnos amos del cuerpo, esclavos del alma y criaturas de destino, nosotros somos existencialistas… ¿Queda bien claro?

—Clarísimo, amiga mía.

—¿Qué te han parecido mis versos?

—Menos claros. Incomprensibles.

—Es que careces de unción para leerlos. Son… ¿cómo te diría yo?…, lineales, sin carne, esenciados, geometría del espíritu.

—Amiga mía, con todo el temor y respeto que me inspiras, tus versos no son ni carne ni espíritu: son hueso.

—Tú, en cambio, eres un obtuso puerco español.

—Tus versos son, definiendo, la metafísica del hueso.

—Martín, obtuso y yermo amigo, creo que tendré que mandarte a la mierda.

Siempre abandonaba el inglés para estos menesteres, y en sus labios, el vocablo emmerder era eufonía y didactismo puro.

Los versos, insisto, eran inauditos. No los entendería ni el propio don Luis de Góngora, que buena gloria haya. Asonantes, sugerían latigazos y fritos de seso. Eran substancia gris trasfundida en palabras; unas palabras, eso sí, pintiparadas para engarzar y exponer los fulgores poéticos de mi flotante amiga.

Huguette llegó a irritarme como poetisa. Un muchacho vitalista como yo tiene que considerar pecaminoso, deshonesto, el mal uso del don divino de la poesía. Y no es que sea trovero, que bastante asendereada está la vida para complicárnosla más; pero admiro la gaya ciencia porque soy sensación pura y rendida cuando observo, gozo y vivo los bienes inapreciables que el Señor nos brinda.

Exponer estos pareceres a Huguette y verse escarnecido era todo

uno.

—¡Pero, Martín, esa poesía ya la escribió el Santo de Asís en su Cántico al hermano sol!

Yo, a veces, me pongo hasta serio.

—Yo escribo todas las noches esa poesía, sin palabras, cuando recuerdo las nimias cosas que he gozado durante el día.

—¡Las cosas nimias suelen ser horrorosas!

—Cuestión de opiniones. Yo creo que en lo insignificante puede haber tanto interés como en esas gordas preocupaciones que tú geometrizas. Hay fondo en todo; sólo hay que buscarlo.

—¿Tú buscarías una perla en un cubo de basura?

—Incluso sin estar seguro de encontrarla.

—Piensas como un troglodita. Un día te llevaré a mi cave para que te analicen.

—Sabia amiga mía, yo nunca pisaré ese sucio y rocambolesco zaquizamí del subsuelo de la rue de l’Eperon. Me llenaría de piojos.

—¿Y qué importa? ¡Tu amor a la vida, a todo lo viviente, hallará poesía hasta en un piojo!

Sí. Creo que soy un poco troglodita. Y como estaba un tanto molesto aquella tarde por algo que había visto, añadí:

—Poesía la hay hasta en el insignificante detalle de ser amable con John Malimanzi. Hoy, como de costumbre, le has dado un desplante impropio de una buena chica.

—¡Ese negro huele a establo! ¡No lo resisto!

—Huguette, si yo tuviera tiempo, lo perdería en limpiarte de esa asquerosa conciencia de clase que te domina. Pareces un brahmín constantemente amenazado de intocables.

—¡Si yo tuviese conciencia de clase, Martín, no me degradaría con tu inútil amistad!

—Solo tengo un adjetivo para ti: ¡hugonota!

—¡No empecemos, sapristi!

—Retoño despreciable de plutocracia europea; eso eres. La peor de las plutocracias, pues gasta su dinero como diferenciador de calidades sanguíneas.

—¡Charlatán!… ¡Y todo por un negrazo que usa cuello de celuloide y apesta a bovino! ¿Qué intentas, misionarme?

Con donaire, resumí:

—Soy de un país donde todos nos sentimos un poco misioneros.

—¡Eres de un país de insuficientes, entre los cuales podrías ser el primero a poco que te esforzases!…

Un día, sobresaturado de su furia dialéctica, decidí que había llegado el momento de repartir con mis amistades la compañía de aquella criatura de destino. Empecé por llevarla al «Zanzíbar». Allí nos encontramos con Sebastián y el coronel Novoveski. A los cinco minutos de la presentación, Huguette llevaba la voz cantante, en francés, y se los tenía metidos en un puño. Comprendí que los había clasificado como «gente», si no igual, al menos digna de ella. Si mal no recuerdo, les habló sobre el uso del café en Inglaterra y sobre las elecciones, tocó a Mallarmé, un poco a Lisenko, y remató su disertación hablando en alemán —lo dominaba— con Armijo y el polaco. A mí, la verdad, no me hicieron gran caso. Sólo Novoveski me concedió un inciso en medio de la charla:

—Una señorita encantadora, mi joven amigo —suspiró, como siempre que hablaba de una mujer—. Con clase y hondura. Y delicada belleza de antigua faraona tuberculosa… ¿Qué demonios hace usted para andar tan bien acompañado en una ciudad de nauseabundas arañas como Londres?

Observé a Huguette con detenimiento. Así, dominada por la oratoria, no recordaba tanto a una «faraona tuberculosa». Pero su parecido con Nefertiti, la extraña esposa real de Amenofis IV, era chocante. Ése, y no otro, era el rostro que me había sugerido desde nuestro primer encuentro frente al tablón de anuncios del London College for Foreign Studens. ¡Y yo, el sempiterno enamorado del Viejo Egipto, había creído moderna una cara tan antigua como las venerables momias del British Museum!…

Aquella tarde, Sebastián nos invitó a cenar en el «Sorrento», el pequeño restaurante italiano de Inverness Terrace. Pasamos un rato divertido oyendo las cosas del coronel. Huguette, sobre todo, se rió hasta saltársele las lágrimas con la severidad cadavérica del polaco. Nos contó un poco de todo: de su vida durante la guerra, de la campaña en el ejército polaco de Anders, de su expulsión como ayudante del agregado del gobierno en exilio…

—Me echaron a las arañas, mis jóvenes amigos. ¡A las arañas! De entonces vienen mis desgracias… ¡Y todo por comentar unos insulsos papelitos, cuyo oscuro significado era de todos conocido!

No nos reveló qué papelitos eran ésos y cuál su significado.

Huguette y yo nos fuimos en seguida, después de citarnos con Armijo para el día de las elecciones. En Bayswater cogimos un autobús, que dejamos en Marble Arch para descender lentamente por Park Lañe, ya desierto de coches y personas.

Le pregunté su opinión sobre Armijo.

—Encantador —me dijo en tono poco afable—. Igual que el polaco. Son dos caballeros.

—Tienen clase, ¿eh?

—La tienen. Mucha más que tú, cerdo embustero.

Se sulfuró en un santiamén; con la rapidez característica en ella para perder los estribos. La oí, divertido y sin saber al principio de qué estaba hablando. Su excitación, en la penumbra de la acera del parque, parecía la de una chiquilla vehemente, malcriada; y por infantil estaba ofendida conmigo, a causa de lo que creía burla, tomadura de pelo. Sebastián, por lo visto, le había estado hablando de mí con el entusiasmo que el panameño ponía para biografiar a sus amigos. Oyendo a Huguette, yo venía a ser una especie de sabelotodo, un Leonardo de Vinci proyectado en pleno siglo XX. Yo recitaba primorosamente, devoraba libros, asimilaba todo, sabía música, piano, escribía unos cuentos preciosos…

—¡Payaso!… ¡No te lo perdono! ¡Me has engañado como a un gascón! ¡Todo el día tirándome de la lengua, haciéndome poner en ridículo con mis… mis…!

—Discursos. A cada uno lo suyo. Unos magníficos discursos.

—¡No ha sido leal! ¡Has estado presumiendo de… de… imbécil, eso es!… ¡Muerto de risa mientras yo hacía el ridículo tratando de insuflar, sí, de insuflar, algo de interés por las cosas a un universitario que creía sin inquietudes!

—¡Un universitario sin inquietudes!… ¿Hay pecado mayor, bachillera De Guenard?

—¡No lo hay! ¡Un estudiante, un hombre del mañana que debe ejercitar su razón y no lo hace, es un chimpancé con dos extremidades afuncionales!

Razón sobrada tiene quien afirma que por la boca muere el pez. Yo diciendo siempre que aborrezco las chicas letradas, y héteme aquí clasificado por una bachillera francesa de chimpancé atrofiado…

Algo más calmada, en Hyde Park Córner, me preguntó:

—¿Por qué no me has hablado nunca de tus aficiones literarias? Yo te conté las mías. Incluso te mostré mis versos.

—Mis aficiones literarias carecen de la gordura metafísica de las tuyas. No vale la pena hablar de ellas.

Esto es lo que yo opino. No vale la pena. Es una afición sin valor alguno, que he heredado de mi madre, supongo, ya que mi difunto padre no cogió en su vida la pluma más que para proyectar ingenios bastardos de la técnica. Mi madre, puede decirse, se ha especializado en biografía. No tiene nada publicado. Su afición es una especie de hobby con el que hace más llevadera su existencia de flor. Al decir que no ha publicado nada, debería añadir que afortunadamente. Caso contrario, todos sus hijos nos habríamos sentido violentos. Nadie en casa se explica por qué nuestra madre siente esa predilección por las grandes equívocas de la Historia. Ya lleva empezadas —nunca las termina; se cansa antes— lo menos veinte vidas de cortesanas ilustres, reinas pendones, traviesas favoritas y demás mujeres fatales. Friné, Cleopatra, Julia, Diana de Poitiers, Catalina y Dios sabe cuántas más, han recibido el tributo de mi madre a través de su pluma. La tía Martine se muere de risa viendo a su frágil cuñada loca por estas mujeres, pero a mí, francamente, no me hace ninguna gracia. Tengo cuatro preciosas hermanas y me disgustaría que alguna de ellas heredase este entusiasmo, sobre todo no teniendo el freno de devoción cavernícola que mamá tiene…

Cosido a preguntas, tuve que contar a Huguette que mi producción literaria se limitaba a unos cuentos y narraciones cortas aparecidas en revistas de tipo universitario. También le confesé que tenía por algún cajón tres novelas, de esas gruesas y en que pasan muchas cosas, al estilo moderno norteamericano.

Su ardor ante tal noticia casi logró contagiarme:

—¡A tu edad y ya con tres novelas! ¡Es maravilloso! ¡Qué no daría yo por escribir una!… ¡Pero no puedo; jamás he conseguido escribir nada imaginativo en prosa!…

A mi edad y ya con tres novelas, cobré a los ojos de mi camarada una importancia que no había tenido nunca; dejé de ser un cuadrumano con miembros afuncionales y me convertí en un «zoom» racional…

Y llegó el Election Day

Tal como habíamos quedado, Sebastián pasó después de cenar a recogernos en su coche. Fuimos a dar con nuestros huesos a Trafalgar Square. La plaza estaba abarrotada de un gentío alegre y alborotador, que acogía con aplausos y silbidos —o ambas cosas a la vez— los resultados que iban apareciendo en pantallas instaladas al efecto. Con los resultados se proyectaban caricaturas de los jefes de partidos; una expresión hosca o divertida en ellas indicaba mejor que nada quiénes eran los vencedores en el distrito electoral correspondiente. El espectáculo sucedía bajo una lluvia pertinaz, grimosa. Nelson, perdido en las alturas de su columna, asistía, después de muerto, a otra victoria más de su país, porque viendo el tranquilo regocijo de aquellos electores, comprendí que quien gana realmente las elecciones en Inglaterra es Inglaterra misma…

Sebastián, a mi lado, comentó:

—Una chica estupenda, ¿eh? Hace reír a Antonio…

Unos pasos más adelante de nosotros, Huguette y Antonio charlaban. Ella, animadamente; él, riendo a carcajadas.

—Una gran chica —asentí.

Huguette se volvió un poco, hacia nosotros, y su mirada y la mía se encontraron. Por espacio de unos segundos nos miramos. Sin un gesto, sin un parpadeo, en silencio. Luego, ella apartó la vista y siguió charlando con Antonio.

El observador panameño habló de nuevo; esta vez para preguntar:

—¿Estás interesado por esa chica?

La pregunta era absurda y contesté sinceramente:

—En absoluto. Somos dos buenos camaradas.

—Ya.

Le miré, suspicaz, porque matizaba el adverbio de una forma primorosa. Sonreía. Su cetrino rostro tenía chispitas de lluvia y sus ojos no expresaban más que inocencia.

—¿Aún continúas pensando en Dagny, gallego?

Fui también sincero:

—Demasiado.

—¿Sabes que Juan está fuera estos días?

Yo estaba enterado por Antonio. Me lo había dicho una mañana en la escuela. Y no se molestó en disimular su alegría. Se le veía tan dichoso, tan expresivo, que sentí por él idéntica pena a la que sentía por mí mismo. Es repulsivo ver cómo nos ciega el virus amoroso: un rapaz tan inteligente como Antonio, engañándose con la ausencia de un novio… Claro que había que conocer a Dagny Honsted, que por no sentirse sola era capaz de seducir a un estilita…

Sebastián dijo:

—Supongo que será la marcha de Juan lo que hace que nos veamos poco. Ahora no pisas aquel barrio.

—La culpa es de mi cordura, viejo.

Me ofreció un pitillo. Lo acepté sin ganas Me sentía aterido, preso de escalofríos y desazonado por la humedad.

—¡Qué distintas somos las personas, gallego! Yo me interesaría antes por Huguette que por Dagny. ¿Será que me hago viejo?

Se reconocía maduro y decadente, más atraído por el tipo de mujer francesa, supercivilizada y compleja, que por el de una chica vital e instintiva como Dagny Honsted. Yo, mientras él hablaba, no dejé de observar a Huguette. Las palabras de mi amigo parecían descorrer un velo de mis ojos. Yo las oía, y segundo a segundo Huguette iba tomando otra forma, otra apariencia. Tuve que fijarme en ella, a la fuerza, conducido por los triviales comentarios de Armijo. La vi allí, a unos pasos, alta, erguida, esbelta, los pies firmemente afincados, la figura perdida bajo sus «tres cuartos» de cuero, la cabeza grácil y elegante, su perfil pálido y extraño, los ojos…, que al principio había encontrado analizadores, serios y que ahora, de pronto, se me antojaban almendrados y exóticos.

Sebastián dijo:

—Buen resultado laborista, gallego. Ese distrito le costará a los conservadores una buena punta de libras. Fíjate en la diferencia de votos.

Y yo repuse:

—Que se los coman las arañas a unos y a otros. ¿Nos vamos? Me pide el cuerpo cama y calor. Creo que he pillado algo.

¡Vaya si había pillado algo!… Una magnífica pulmonía. No sé dónde pero barrunto que en el interior de alguna casa. Hasta que uno ha vivido en Inglaterra desconoce el peligro que puede encerrar una corriente. Vivir en una casa inglesa es como tener un puesto de cerillas en un cruce de cuatro calles con vistas al mar. Ventanas y puertas ajustan mal; la abundancia de chimeneas hace el resto. Todo ruge con sones de galerna, y es obligatorio pegarse a las paredes y respirar por las narices.

Fuese casera o callejera la pulmonía, lo cierto es que a la mañana siguiente desperté con fiebre, cerca de 40°, un gran dolor en el costado derecho y un pitido tremendo cada vez que aspiraba hondo. Me asusté y contagié mi aprensión a las patronas, quienes decidieron llamar en seguida al médico.

No fue el suyo, sin embargo, quien atendió mi pulmonía, porque cuando miss Margaret se disponía a avisarlo llamó por teléfono Sebastián para preguntar cómo había pasado la noche. Naturalmente, una vez enterado Armijo de lo que sucedía, todo corrió de su cuenta. Trajo el médico de la embajada de Panamá, que era el suyo propio, y no se movió de casa en todo el día. Yo, sinceramente, no me hice mucho cargo de las cosas, muerto de miedo como estaba por verme enfermo fuera de casa y atendido por un galeno serísimo, que hablaba por monosílabos y cuya caja craneométrica recordaba algo la del monstruo de Frankenstein. Pasé mala noche, insomne y febril, pero amanecí con menos temperatura gracias a los antibióticos. Volví a ser yo mismo y me tranquilicé un tanto. Incluso comí un poco al mediodía y cambié algunas bromas con mis patronas. Luego me dormí y ya no desperté hasta media tarde. Cuando así lo hice, me encontré con que en la habitación había una mujer. Estaba sentada en mi butaca de trabajo y leía abstraída. Tenía cruzadas las pantorrillas y su pie derecho se movía sin cesar. Tal detalle me recordó algo y miré su cara. Desconocida. Aquel rostro tenía gafas; unas gafas rarísimas, alargadas, estrechas, luciferinas.

Al fin suspiré, gemí y pude murmurar:

—¡Intelectual y con gafas, Dios mío! ¿Cuándo dejarás de sorprenderme?

La mujer poseía unos reflejos admirables, y en un periquete las gafas desaparecieron de su cara y de mi vista.

Seguí murmurando:

—¡Con gafas San Martín de mi alma!

Se levantó y vino hacia mí.

—¿Cómo estás, payaso?

Se agachó un poco, me tentó el diablo y susurré:

—Tienes una pechuga preciosa.

La casa estaba en silencio, quieta, y yo no comprendía nada.

—¿Qué haces tú aquí?

—Lo último que creí hacer en mi vida —contestó—: Velar a un papista.

—No han debido dejarte entrar. Quizá me muera. Y me condenaré con una disidente al lado. ¡Vade retro, Satanás!

—¿Quieres callarte? Te subirá la fiebre.

Cada vez me explicaba menos su presencia, y volví a preguntar:

—¿Cómo es que estás aquí?

—Me trajo Sebastián. Me he quedado un rato mientras las hermanas van a la capilla. Sebastián ha salido a comprarte pócimas.

Entonces de súbito experimenté un gran contento, una gran dicha por vivir en un mundo donde los unos se preocupan de los otros sin que medien el deber o los lazos familiares. Sólo razones de convivencia cristiana, de simpatía o de simple afecto.

—Gracias, Huguette, amiga mía. Tienes vanidad, tus gafas secretas lo prueban, y corazón, pues velas a un papista moribundo. Eres una mujer, después de todo. Gracias.

—No me las des. Estoy aquí como estudiante. Vivimos fuera de nuestros países, de nuestras casas y debemos protegernos. Nadie lo hará si no lo hacemos nosotros mismos. ¿Queda bien claro?

Indignado, recriminé:

—El Santo Obispo se apiade de mí, ¡qué morboso temperamento de bachillera! ¿Por qué no te calas las gafas y sales en busca de estudiantes enfermos?… ¡Los hay a patadas!

Y pasaron los días… No muchos ni muy rápidos, pero bastantes para que yo comenzase a disfrutar de mi enfermedad, que por hombre de buen carácter y contentadizo he llegado a gozar incluso de las enfermedades. Creo que esta especie de entusiasmo mío por estar enfermo viene de la infancia. Se explica. Yo estoy acostumbrado a que cualquier desarreglo de mi salud sea un acontecimiento, que no en vano se es varón único en familia de mujeres. Cuando niño, unas vulgares anginas o un ligero constipado volvían la casa patas arriba. Yo, encantado, me sentía el eje de mi círculo familiar, y en el fondo, viéndolas tan afanosas por mí, llegaba a sospechar que todos, menos yo, tenían la culpa de que estuviese enfermo. Y, consiguientemente, disfrutaba de lo lindo con tanta mujer pendiente de mis menores deseos. La única pega venía de mi tía Martine, que con manía genuinamente francesa me llenaba el cuerpo de sinapismos, cataplasmas y ungüentos a base de yodo. Mamá, por el contrario, me hacía menos caso. Solía entrar a verme, me daba un beso y se iba, no sin antes preguntar con aire de reproche: «Martín, hijito, ¿cómo te encuentras?», cuando en realidad lo que quería decir era: «Martín, hijito, sólo a ti se te ocurre ponerte malo en el momento que empiezo la vida de Aspasia». Mis hermanas, pequeñitas entonces como palomas, entraban de puntillas, lo miraban todo husmeando y me rodeaban como cuatro angelotes rubios. «¿Qué tienes, Tinín? ¿Es contagioso?». Yo, a veces respondía: «No me duele nada. Yo mismo subí el termómetro. Es que no quiero ir al Colegio estos días. Pusimos un petardo al cura de Geografía e Historia. Pero cuidadito con decírselo a la tía, ¿habéis oído? Os cortaré las trenzas». Y las pobrecitas, aún no muy convencidas de que mi mal no se «pegase», murmuraban: «No, Tinín, no; no diremos nada… ¿De veras que no es contagioso?». Siempre solía pasar así. Hasta que el termómetro no descendía de los treinta y siete grados, la casa no recobraba su aspecto normal. Y sólo entonces cesaban los cuchicheos y las pisadas silenciosas. Todo en honor del único varón de los Canel. Así he salido yo, algo flojo y blandengue, lleno de arrumacos y con el ánimo ya marcado para el resto de mi vida, pues me priva sentirme enfermo, no por ver mi organismo en malas condiciones, sino por el relieve que a uno presta la enfermedad…

Por todo lo cual, con ocasión de mi pulmonía lo pasé en grande viendo a tanta gente desvelada por mí. Se preocupaban las dueñas, Sebastián, mi camarada francesa, el párroco irlandés, e incluso su grey, que a través de mis patronas se interesaban por la salud del joven español que a veces ayudaba a misa en la capilla. Porque si es estupendo ser católico en cualquier lugar del Globo, en país de herejes resulta sublime por el interés que mutuamente nos inspiramos.

También recibí visitas de amigos y conocidos. Antonio, sin embargo, no se portó muy allá, que digamos… Creo que fue por casa dos veces, una de ellas con mi adorable Dagny Honsted. Cuando la vi entrar en el cuarto me pareció que la primavera se anticipaba exclusivamente para mí. ¡Qué criatura, Dios mío! ¡Y el muy infeliz de mi amigo comprometiendo más y más su triste corazón en la ausencia de Juan Peláez!…

Otra visita que me emocionó fue la del coronel Novoveski. Apareció una mañana por casa. Venía hecho un brazo de mar: traje nuevo, camisa impoluta y calzado fulgente; un atuendo impropio de hombre que anda siempre como un pordiosero. Lo que me emocionó fue el ramillete de violetas que él depositó con delicadeza de otras épocas en mi mesilla de noche. No supe si maldecir o llorar —yo estaba muy débil— a causa de este estrafalario personaje y de su humilde presente.

—Un mensaje primaveral, mi joven amigo. Usted, como joven de sentimientos puros y honrados, lo saboreará.

—Señor —dije—, es usted increíble.

Tosió, se estiró los puños de su flamante camisa y guiñó varias veces sus ojos claros y saltones.

—Usted y yo, mi joven amigo, somos dos personas altamente sensibles en un mundo de arañas. Por eso nos identificamos.

Se fue en seguida. Había ido a expresarme su afecto; a nada más, ya que por entonces no era hombre desocupado sino un militar que se «degradaba» atendiendo una pequeña tienda de accesorios e instalaciones eléctricas en Clapton. Me dio una tarjeta con las señas, y no sé por qué, quizá ya lo presentía, no me sorprendió ver que la razón social era «Novoveski and Armijo». No quiero ni pensar qué será del mundo el día que falte Sebastián Armijo…

Pero de todas las visitas que recibí ninguna me sorprendió tanto como la de John Malimanzi, mi compañero negro del Instituto de Idiomas. Y no es que extrañase la visita en sí —el pobre me apreciaba más de lo que merezco—, sino la forma en que la hizo: en compañía de Huguette de Guenard. Ella fue quien me lo trajo una tarde de mi convalecencia. Durante todo el tiempo que permaneció con nosotros, no abandonó su sonrisa amplia y generosa, tímida, de rapaz negro conviviendo entre blancos esquivos. Al dejarnos, se despidió de Huguette de una manera que llegó a impacientarme, por lo que tenía de temerosa, casi de servil.

Huguette le tendió la mano y le dispensó el honor de una sonrisa.

—Adiós, John.

Con su aire de superioridad, le tenía comida la moral al bueno de John. Éste, ya en la puerta, me dijo con la inocencia de un bienaventurado:

—¿Verdad que ya no huelo tanto a sudor, amigo español? Me he comprado lo que tú me recomendaste.

Yo carraspeé y procuré no mirar para la francesa. Le acompañé hasta la salida y volví a mi cuarto. Huguette, sentada a mi mesa, se golpeaba los dientes con uno de mis lápices. Tenía los ojos y los labios pletóricos de guasa.

—Veo con gusto —dije yo— que no solamente desciendes a los barrios pobres, sino que convives con razas inferiores. Te felicito.

Rompió a reír. A chorritos, contenidamente. Se rió como para sí, mirándome con auténtica curiosidad.

—Martín, amigo mío, ¡qué admirable tu empeño de misionar glándulas sudoríparas!

Muy digno, abandoné la habitación. Me fui a la cocina y allí me entretuve unos minutos con miss Elisabeth, que preparaba nuestro condumio vespertino. Al regresar, Huguette ya se había puesto la gabardina y tenía la cartera en la mano.

—Martín, apóstol desodorante de malolientes infieles, me voy con pena de tu compañía.

—Lárgate a tu preciosa choza. Y toma un baño bien caliente. Hoy te has contaminado con el hedor de un intocable.

Sin perder mi aire digno cogí el vade de la mesa, una libreta del cajón y la pluma. Me senté en mi butaca, coloqué los pies sobre la cama, el vade en el regazo y comencé a escribir.

—Lárgate —insistí—. Tengo que escribir. Y embotas mi inspiración.

Se puso alerta en un segundo. Se acercó a mí, indagadora. Miró la libreta.

—¿Eh?… ¿Qué es esto?… ¿Qué estás escribiendo?

—Una novela —respondí con modestia.

—¿Una novela…? ¡Cerdo!… ¡Estás escribiendo una novela y no me has dicho nada! ¡A ver!… ¡Cuéntame, explícame, dime…! ¡Martín!… ¡Es maravilloso! ¡A tu edad, y ya con cuatro novelas!…

Recuerdo que estaba tan débil por aquellos días, que me ponían nervioso hechos tan triviales como una chica sentada en el brazo de una butaca, un simple perfume o el peso de una mano femenina sobre mis hombros.