YA SE RESPIRABA ambiente electoral cuando conocí a Huguette de Guenard. Discursos, conferencias, altavoces, radio, televisión… Todo en actividad. Los «oradores de cajón» —así los llamaba Armijo— de Marble Arch se ocupaban menos de las religiones y de las injusticias de los dioses, para maldecir más las perversidades de los que mandaban, de los que pensaban mandar y de los que nunca mandarían. Laboristas, conservadores y liberales pregonaban programas y ofrecían panaceas. Más casas, más seguros sociales, más nacionalizaciones… O más sanas directrices en política monetaria, en comercio exterior, más libertad, más desnacionalizaciones… Sólo los liberales, porque no soñaban con el poder, se atrevían a hablar de los impuestos.
Inglaterra era feliz; vivía sus elecciones con desconsiderado regocijo. Yo mismo, aunque me reviente reconocerlo, me sentía admirado de aquellas alegres elecciones de hombres serios.
En la School of Economics, naturalmente, se estaba por encima de las elecciones. No así en el Instituto de Idiomas, donde nos soltaban unos discos terribles sobre las ventajas del sufragio universal. Especialmente míster Blyth, barrigudo mariquita, siempre con un diccionario bajo el brazo, se ponía irritante con sus ditirambos acerca del sufragio. Hablaba con genuino embeleso de un país, no sabía si europeo o africano, cuyo proverbial retraso era debido «precisamente» al poco respeto que profesaba a las votaciones. Me miraba con sus gorrinos ojillos y, como transido, afirmaba que en tan cívico país se atentaba contra las urnas, y que incluso había una palabra para designar tan vandálico acto…
—Puedo señalarle esa palabra, míster Blyth, si promete no estremecerse.
—¿De veras, míster Cánel, sabe usted esa palabra?
—Pucherazo, míster Blyth.
—¿Pucharrazo, míster Cánel?…
—Aún tenemos más, míster Blyth.
—Pues expóngalas, míster Cánel; no nos tenga usted en esta impaciencia.
Y yo decía, en español, claro está:
—Eres un cerdo, craso amigo. Un día te daré un puntapié en el trasero.
Era algo suspicaz Mr. Blyth.
—Muchas palabras son ésas, míster Cánel.
—Es que el español es un idioma riquísimo, míster Blyth. Más rico que el inglés, que es lenguaje de bárbaros,
—¿De bárbaros, míster Cánel?
—Bárbaro, míster Blyth. Mi inglés no es bueno.
—Su inglés es repelente, míster Cánel.
En tal ambiente y circunstancias conocí a Huguette de Guenard. Tuvo que ser un lunes. Lo digo porque ese día teníamos Fonética, única clase a la que asistía por aquella época, en que Antonio y yo andábamos de coronilla con un trabajo sobre Monopolio que había que presentar en la Escuela antes del 15 de febrero.
La conocí en el rellano del primer piso. Miraba el tablón con anuncios, horarios, ofertas de alojamiento, excursiones y demás cosas por el estilo. Al sentirme bajar la escalera, levantó la cara y me miró. Recuerdo que me chocó, desde el primer momento que la vi, su seriedad, la de sus ojos y su aspecto. No encajaba en aquel sitio. Ni ella ni su ropa. Luego pensé que aquel rostro estilizado, moderno, por así decirlo, me recordaba a alguien que no pude concretar. No era una chica que hiciese volver la cabeza. Era, sencillamente, una muchacha más bien alta, esbelta, con zapatos de tacón bajo, pelo negro y recortado a lo joven Napoleón, ojos oscuros y serios, observadores, y boca grande y bien dibujada.
Esperó a que llegase al rellano para preguntarme en un inglés tan horrible como el mío:
—Por favor, ¿sería tan amable de indicarme dónde está la Dirección?
—Señorita —dije yo en torno paternal—, ¿de dónde ha sacado usted tan extraño idioma?
Luego eché una ojeada a mi alrededor y, aprovechando que no se veía a nadie, me acerqué al tablón, desclavé un plano del Metro de Londres, lo doblé y me lo guardé en un bolsillo. Lo tenía previsto desde días antes; pero aquél era el primero en que podía robarlo sin testigos. Salvo esta chica desconocida, que por continental no daría mucha importancia al hurto. Es curioso, pero nunca he conseguido explicarme qué demonios me pasaba con los planos del Metro; ya iban por la media docena los que extraviaba.
Tiré los clavitos con aire misterioso.
—Un secreto en común, señorita —dije.
Tenía, verdaderamente, unos ojos muy serios; miraban sin pestañear, analizadores.
—¿Es usted portero, profesor o alumno de este Colegio?
En mi francés pointu, a lo tía Martine, confesé:
—Soy actor teatral, señorita.
Me dijo, también en francés, algo así como que eso se veía a la legua. Y repuso:
—¿Me enseña usted o no la Dirección?
La conduje a la primera planta, donde nos encontramos al ínclito Mr. Mitcham, en un pasillo y con una taza de té en la mano.
—¿Qué hay, español? Blyth ha vuelto a quejarse al Secretario. Asegura que tiene usted manía persecutoria.
Yo le mostré a la seria francesa, que seguía registrando todo con sus terribles ojos.
—Aquí le entrego esta señorita, míster Mitcham. La capturé en la escalera. Habla un idioma rarísimo. Creo que es marciana.
Mr. Mitcham inclinó ligeramente la cabeza hacia mi recomendada. Fue la primera vez que vi sonreír a Huguette de Guenard, pues a mí no me había hecho ni el favor de una mueca. La escuché un momento mientras explicaba dificultosamente al irlandés que se había matriculado por correo y que venía a incorporarse. Mitcham la atendió con amabilidad campechana y se ofreció a acompañarla a Secretaría.
—Por favor, señorita —rogué cuando se iban—. Su cara…, ¿a quién me recuerda su cara? ¿Se parece usted, acaso, a algún rostro de periódico?… ¿Artista de cine, rica heredera, reina en exilio?…
Me miró de nuevo sin parpadear. No resultaba desagradable sostener la mirada de sus ojos, serios y oscuros. Reparé en que olía exquisitamente; tenía que ser ella, ya que Mr. Mitcham apestaba a tabaco de pipa.
—¿Ha dicho usted que era actor teatral o payaso de circo?
Debo confesar que me olvidé completamente de Huguette de Guenard y de su insólita seriedad por espacio de algunos días. Creo que en circunstancias normales no me hubiera ocurrido así, pero aquella misma tarde, la de nuestro conocimiento, sucedió algo que me tuvo confinado en casa cerca de una semana.
Me había citado yo con Antonio en su casa para trabajar en nuestra monografía, y decidí, ya que iba por aquel barrio, detenerme un rato en el «Zanzíbar». Sebastián, cosa rara, brillaba por su ausencia. Me encontré con Juan Peláez y otros conocidos, haciendo grupo en el rincón del panameño. Con Peláez estaban dos opositores a la Escuela Diplomática, simpáticos y joviales, y el sefardita amigo de Sebastián. No me era simpático el tal judío. Me hacía gracia su castellano, pero ninguna su cara grasienta y su afición a las historias procaces, que él narraba con virtuosismo de Las Mil y Una Noches.
Pregunté por Sebastián, y Peláez rompió a reír.
—Pero, hombre, ¿cuándo será el día que dejéis de interesaros por Armijo? ¡Parecéis todos enamorados de él!
Rodrigo Suárez, uno de los opositores, rapaz menudo y coloradito, pidió secamente:
—No empecemos, ¿quieres? Deja a Sebastián en paz de una condenada vez.
Yo, recordando lo de unos días atrás, inquirí:
—¿Qué pasa con Sebastián?
—Nada —contestó Rodrigo—. Peláez tiene lengua de sierpe y la ha emprendido con él. Una broma pésima.
A mí la indignación me ataca a las rodillas. Es un defecto que heredé de los Cerdá. Todos los berrinches de mi madre terminan con grandes sentadas a causa de las rodillas, que le flaquean y le duelen. Papá siempre decía que eran mimos y arrumacos. Pero desde que hice el servicio me convencí de que era verdad, puesto que a mí me sucede lo mismo. Cuando me emociono, cuando me indigno de una forma súbita, impensada, las rodillas me empiezan a bailar, a inquietarse; parece como si fuesen a desencajarse al menor movimiento.
—Una broma pésima —repetí yo, tranquilo—. No me gusta.
Aquel naranjero era muy jovial; se rió en mis narices descaradamente.
—¡El que no te gusta, soy yo, no la broma…!
—Tú no me gustas; lo reconozco. Te sudan las manos.
—¡Qué ganso eres!…
—Pero tampoco me gusta esa broma sobre Sebastián. Si es lo que yo pienso, no me agrada.
—¿Y qué es lo que tú piensas?
—Pienso que te hace hablar el despecho. Seguro que le hiciste alguna proposición deshonesta, que él rechazó justamente abochornado.
—¡Estaría bueno…! ¡Semejante bardaje rechazando a un tipo como yo!…
Suárez, indignado, se levantó soltando un terno. Su inseparable Ossorio —siempre andaban en pareja— le imitó. Se fueron casi sin despedirse, haciendo exclamar al divertido naranjero:
—¡Estos jovencitos suspicaces!…
Yo me quedé. Aún permanecí un gran rato, haciendo que leía, cambiando escasas palabras con Peláez y el sefardita. El incidente parecía olvidado. Pero mi cabeza rugía de santa indignación. La extrañeza que había experimentado días antes, cuando conocí al murciano, se había concretado, tomado cuerpo. Garzón y bardaje… Así. En la cara de unos muchachos que nunca habían sabido lo que era calidad y clase en una persona hasta que trataron a Sebastián Armijo. Estaba seguro, lo probaba la actitud de los dos que se habían ido, que todos los que debían atenciones a Sebastián pensaban igual que yo. Decir aquella asquerosa indecencia de un hombre como Armijo clamaba al cielo. Era repulsivo, anormal, casi siniestro. Ignoro si resultará ridículo defender así el honor de un hombre, con tanta devoción como yo empleo. Pero había que conocer a Sebastián para explicárselo. Había que tratarle, recibir sus atenciones, escuchar sus consejos, verle molestarse por su prójimo como si alguna fuerza categórica le obligase. Y todo por nada. Por una sonrisa o unas palabras. Todo por el simple placer de ser amable, afectuoso, paternal: de sentirse apreciado por unos muchachos que vivían más tranquilos sabiendo que en cierto sitio de una ciudad, la mayoría de las veces hostil, siempre encontrarían un hombre atento, cordial y comprensivo, que sólo pensaba en resolver lo mejor posible sus problemas, cualesquiera que éstos fuesen. Como me pasaba a mí, como les pasaba a ellos, como les sucedía a todos sus incontables conocidos. Docenas de personas para las cuales Sebastián Armijo, el hombre solitario y de edad incierta, era el arquetipo de la amistad más pura, inefable y desinteresada…
Me fui calmando poco a poco. Mis rodillas volvieron a encajarse. Mi fría y ponderada mente fijaba ideas y esbozaba proyectos. A la hora de haber ocurrido el incidente, ya estaba en condiciones de actuar como un hombre sensato. Por eso, cuando Peláez se levantó para irse, yo hice lo mismo. Nos despedimos del sefardita y abandonamos el local. En la acera, le dije con mi inveterada petulancia:
—Tengo una idea. Tú me dirás qué te parece.
—¿De qué estás hablando?
—Verás. Yo sé que esta noche no podré dormir si no nos damos unos golpes. Soy un tipo obsesivo, ¿comprendes? No puedo meterme en cama con la idea de que no he defendido el vilipendiado honor de mi amigo Sebastián.
La luz del escaparate del «Zanzíbar» daba a su rostro un tono cobrizo, saludable. Peláez se divertía. Era notorio.
—¿Hablas en serio?
Sonreí como sonríen los Cerdá: angélicamente.
—¿No es otra de tus gansadas?
—¿Cuándo te parece que cambiemos esos mamporros?
—Loco no estás, ¿verdad?
—Sí, lo estoy, por mi adorable Dagny Honsted.
—Oye, no será esa tontería por ella, ¿verdad? Ya sé que la rondaste mucho mientras estuve fuera.
—Es por el honor de mi amigo, viejo. Tú no lo entiendes porque eres de baja extracción. ¿Cuándo?
Comprendí que además de divertido estaba perplejo. Cosa bien disculpable. Tipos tan de otras épocas como yo apenas se encuentran.
Se decidió de pronto. Muy risueño, me señaló el restaurante italiano vecino al «Zanzíbar».
—Te invito a cenar —dijo—. Dentro de una hora. Después iremos a Hyde Park. ¿De acuerdo?
—Asunto estrictamente confidencial. No comunicable ni siquiera a las novias. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
Yo volví al café y llamé por teléfono a Antonio para advertirle que no me esperase. Estuve haciendo tiempo hasta las siete en compañía del judío. Le dejé para irme al «Sorrento», doñee cogí mesa y esperé a Juan Peláez. Éste hizo su aparición a los diez minutos. Tan alegre y dicharachero como una hora antes. En un tris estuve de preguntarle por Dagny, pero temí pecar de insistente.
Me tomé un filete de hígado con spaguetti, y luego repetí porque era una delicia y porque estaba invitado. El ice cream ya no fue tan bueno, por lo que pedí una tarta de manzana que sabía a limón.
—Has cenado poco —dijo Juan Peláez—. ¿No te apetece un par de huevos?
—Me molesta que me echen en cara lo que como. No volveré a aceptarte otra invitación.
—Tú eres bastante fresco, ¿verdad?
—Sólo con los que simpatizo. ¿Por qué no pagas ya? La camarera se está poniendo nerviosa. Tienes cara de irte sin abonar la cuenta.
Pagó y salimos. Hacía buena noche. Fría y húmeda; reconfortante. No charlamos de grandes cosas hasta llegar al parque sin verjas. Saltamos el parapeto despreocupándonos de los escasos peatones de Bayswater. Bajo los árboles, casi sin follaje, todo era más oscuro. A los pocos metros encontramos un guarda, cosa extraña en Hyde Park y por la noche. Juan se acercó a él y le habló durante cinco minutos. Le dijo, claramente, que éramos dos buenos amigos con ganas de darnos unas trompadas por una diferencia sin importancia; unas trompadas amistosas y sin trascendencia. Le escuché, ya un poco arrepentido de mi desafío con un hombre que hacía tan bien y tan tranquilamente las cosas. El guarda se rió por lo bajo y dijo algo que yo no entendí, imagino que por su dejo cockney. Después sí le entendí, cuando se ofreció a llevarnos a un sitio despejado y muy a propósito.
Todavía se nos juntaron otros dos guardas antes de llegar al pradillo donde nos atizamos, con la «Serpentine» al fondo, una línea de agua sombría quebrada por la luna.
¡Cómo me puso, San Martín de mi alma…! Me dio más golpes que lentejas por un duro. No creo que se recuerde paliza igual en las Islas desde aquella que dio el Marqués de Queensberry a un cochero de punto que maltrataba su caballo. ¡Qué paliza, Santo Obispo de Tours! Y eso que era mucho más alto que él y que hago deportes los veranos. Pero soy joven e inexperto, y él ya criado y lleno de sucias mañas boxísticas.
El abuso se consumó bajo la interesada e imparcial asistencia de tres guardas de Hyde Park.
Antes que nada me sacudió un puñetazo en el ojo derecho que me tuvo encerrado en casa una semana. Luego me propinó una puñada terrible en el oído del mismo lado. Y por si esto fuera poco, me atizó un tarascazo sobre el corazón que elevó mis palpitaciones a ciento noventa por minuto.
Yo me cansé de hacer el sparring partner y le acerté un cabezazo en la tripa con despido a dos metros. Cuando se erguía escupiendo obscenidades, le pegué en mitad de la cara, así, de revés, con el puño cerrado. Aún no había cesado de girar en el momento que le di otro trastazo en el cuello.
Después yo dejé de actuar y él comenzó a zurrarme sistemáticamente y científicamente por todo el cuerpo.
Cosa de diez minutos.
Me tiró por el suelo con un puñetazo que yo reputo bajo, pero que él asegura que fue sobre el hígado, y ya que sabía de boxeo habrá que concederle cierto crédito. Tras este último golpe se cansó y comenzó a aspirar fuerte y sosegado, y a dar saltitos sobre la punta de los pies. Yo le veía desde el suelo, en la penumbra de una noche con luna, como una gigantesca pelota que botase junto a mí.
Los guardas se repartieron entonces las apuestas cruzadas —el colmo, vamos…— y opinaron que la pelea había sido digna de dos gentlemen.
El que había pujado por mí, engañado quizá por la diferencia de estaturas, se retiró mascullando quejas, mientras los otros dos se acercaron para ayudarme. Pero ya Juan Peláez me tendía la mano y me decía:
—¿Olvidado todo? Si tú olvidas esto, yo reconoceré que lo que dije de Armijo fue una suciedad que ni yo mismo creo.
Me dolía todo el cuerpo y el ojo castigado se hinchaba por momentos.
—¿Olvidado? —insistió.
—Olvidado lo de Sebastián —convine dejándome levantar por su mano—. Pero dentro de un mes volveremos a darnos otros guantazos. Ésos por mi adorable Dagny. Hay que demostrar quién es el mejor.
—Tú eres el más guapo, muchacho. Conténtate con eso.
—Fui el más guapo. Veremos mañana. Tendrás que ponerme un estanco.
Los guardas no quisieron aceptar nada de lo que Juan les ofrecía para unas cervezas; y no me sorprende, pues habían visto los toros desde barrera gratis pro Deo.
Nosotros nos retiramos cambiando leves reproches.
—Ese cabezazo en la barriga fue digno de un sucio gallego —dijo él.
—Amigo Peláez —dije yo—, ya peinas canas en los aladares para comprender que yo, sabiendo que boxeas, no iba a estarme cruzado de brazos. Pensar lo contrario es torpeza y necedad.
—A pesar de todo, fue una sucia jugada de gallego.
—Eres lerdo, amigo Peláez. Estoy seguro de que con una semana de entrenamiento te pongo la cara que no te conoce ni tu abuela. ¿Tú tienes abuela?
—¿Cuál de ellas?
—¿Cómo cuál de ellas?… Tú sabrás, amigo mío. Las abuelas son tuyas, ¿no?
—Eres un ganso. No comprendo cómo puedes hacerle gracia a Dagny.
Yo no tenía fuerzas en aquel momento ni para hablar de Dagny. Lo único que deseaba era encontrar un taxi y tomar un baño caliente. El primero me lo buscó Juan Peláez, y el baño me lo di yo al llegar a casa.
Las pobrecitas de las patronas, al verme tan averiado, quisieron llamar a la Policía y todo.
Sí. Bien mirada fue aquélla una paliza muy respetable. Sin embargo yo no quisiera que por nada del mundo se pensase que con ella se había quebrantado mi moral. No se imagine tal disparate. Que si yo estaba molido de cuerpo, mi estado anímico nunca fue mejor. La paliza, en cierto modo, me reconfortó profundamente. Juan Peláez, después de mallarme durante media hora, había reconocido su error, y demostrado con ello que el afán de superación es virtud innata en los hombres. Lo cual me produjo gran alegría e hizo que me sintiese como purificado, y disciplinado a través de unos extraños cilicios: los puños de un naranjero murciano.
¡Cómo me cuidaron aquellos días mis buenísimas patronas! Tisanas, vuelta a los platitos azucarados, mucha leche, en libertad con motivo de las elecciones, mucho huevo y demasiada pasta de anchoas. Fueron para mí unas verdaderas samaritanas. Y yo, queriendo pagar tantas atenciones, me dediqué los días de mi autodestierro a escardarles el huerto trasero, dejándoselo tan limpio de malas hierbas como un tiesto de balcón.
Volví a salir a mis ocupaciones a los seis días, cuando el ojo, los labios y la oreja ya habían recobrado parte de su antigua apariencia. Fue un jueves por la mañana. Habitualmente yo no iba a esas horas por el Instituto de Idiomas, debido a mis clases en la School of Economics. Sólo aquellas mañanas que me interesaban por alguna razón determinada. El jueves a que me refiero aparecí por el «London College for Foreign Studens» creyendo que ése era el día de la excursión a la Fábrica Ford. Pero en Secretaría me encontré con la desagradable sorpresa —me interesaba conocer la factoría— de que ya se había verificado el martes anterior. Tampoco me devolvieron los chelines del asiento de autocar; y es que a los ingleses, cuando pillan una cosa, hay que cortarles las manos para que la suelten…
Ya en malos trances, decidí asistir a la última clase de la mañana: la de Newspapers —Prensa—, una de las tres a cargo de Mr. Blyth. Pero aún me distraje un ratillo en la Biblioteca hojeando un Punch atrasado, hasta que supuse que Mr. Blyth habría ya comenzado su perorata. Nada había que molestase más a este buen señor que las interrupciones en sus discursos, y a mí poco que me agradase tanto como interrumpírselos.
Al entrar en la clase C vi mi asiento del primer banco ocupado, y recordé a la chica de ojos serios y rostro que no podía precisar.
Mr. Blyth se volvió para saludarme y lanzar la primera andanada:
—¡Caramba, míster Cánel! ¿Qué sucede con su cara?… ¿Un accidente…? ¿Sí? Lo siento. ¿Y qué milagro usted por la mañana? ¿Es que «ya» le han expulsado de la London School of Economics?
—En absoluto, míster Blyth. Cuento con muchas simpatías entre el culto profesorado de esa culta Casa.
Como era mórbido y flojo, inmusculado, acusaba las pullas sin elegancia.
—Siéntese, por favor, míster Cánel. Como de costumbre, interrumpe usted mi clase.
La seria francesa y yo discutimos breves segundos acerca del asiento.
—Vamos, míster Cánel —apuró Mr. Blyth—. ¿Tiene usted inconveniente en que prosigamos la clase?
—En absoluto, míster Blyth; prosiga usted.
Me senté al fin en mi sitio habitual, que por estar en el primer banco me permitía estirar las piernas, y escuché un instante al profesor. Hablaba de la trascendencia que la Prensa había tenido en la declaración de la guerra franco-prusiana. No me interesaban ni él ni su comadreo periodístico, y me puse, ostensiblemente, a escribir a los míos. La única vez que levanté la cara de las cuartillas fue para descubrir que mi vecina me observaba con detenimiento.
Nos miramos unos segundos.
—¿Le gusto a usted? —pregunté inocentemente.
—Payaso —respondió casi sin despegar los labios.
Las clases de Mr. Blyth aburrían; se aprovechaban poco. Vocalizaba mal, muy mal, a causa de sus dientes cascados, y todos sufríamos con resignación sus disertaciones. Por eso el aula se llenaba de suspiros cuando él finalizaba y se iba con su diccionario encunado en la axila derecha… Aquella mañana, la clase C tenía pocos alumnos: los «desocupados», los que estaban en Inglaterra con el único fin de aprender el idioma. Por las tardes, en cambio, solíamos reunimos los veintitrés del Grupo. Recuerdo que la mañana a que aludo saludé a Michel Krieg, suizo esquelético, y a John Malimanzi, negro matabel de Rhodesia del Sur, siempre con su cuello duro brillante y su amplia y tímida sonrisa en mi honor. El pobre no tenía mucho ambiente en la clase debido a su olor, caliente, a vaca enferma; pero yo, que soy español y misionero, le atendía todo lo posible. También andaba por clase la maestra italiana, del Véneto, fláccida y fea como la gula. Y Antonella Fucci. Nunca he citado a Antonella Fucci. Era compañera de banco. Una italiana frágil, muy delgada, de aspecto elegantemente enfermizo; jamás se quitaba su abrigo gris mezclilla, de enorme cuello levantado y enmarcando su preciosa cabeza rubia, escarolada, de cara pálida y boca desvaída. Olía bien y simpatizábamos. Pero no me hacía mucho caso. Decía que yo era demasiado guapo para inspirar confianza a una chica italiana, apasionada, que cuando se enamora da todo… Tenía ojos inocentes, glaucos, pero su inocencia era comparable a la del difunto Carlos Marx.
Le hablé, con la interferencia de la francesa entre nosotros:
—Antonella, heroína de D’Annunzio, te invito a almorzar. En un Lyon s, se entiende.
—Gracias. Ya estoy comprometida.
—Seguro que con ese pavisoso de la clase B. Antonella, querida, ¿cómo se te ocurre salir con un griego? Los griegos ya han hecho cuanto tenían que hacer. Hoy no sirven para nada.
—¡Vaya si sirven!
—¿Será posible? ¡En fin!… Almorzaré solo.
—Invita a Huguette.
—¿Huguette? ¿Quién es Huguette? —pregunté, aunque lo sabía de sobra.
Nuestra vecina estaba corriendo la cremallera de su espléndida cartera de piel de cerdo. Me miró. Seria y analizadora. Terrible.
—Yo soy Huguette.
—Encantado. Yo soy Martín. Su servidor. ¿Almorzaría conmigo? En un Lyon’s, se entiende.
—No.
Claro. Una chica así, con esa ropa y esos perfumes, no descendería nunca a probar el condumio de un Lyon’s.
Añadió, con displicencia de una matrona romana:
—Si no quiere almorzar solo, yo puedo invitarle. Le debo el favor de haberme presentado a Mr. Mitcham.
Antonella Fucci ya debía de estar habituada a su señorío, porque ni siquiera se rió; limitóse a echar humo por su flébil nariz y a guiñarme un ojo.
Huguette de Guenard me llevó a almorzar a su hotel. Caía éste por Knightsbridge, en una paralela de Cadogan Place, y era el típico mesón, pequeño y lujoso, de tan sereno y respetable barrio. Tenía nombre francés: Hotel Brunet. Todo el silencioso personal que yo vi era de esa nacionalidad; y todos, también, la llamaban «Mademoiselle de Guenard».
Sentado a una mesa resplandeciente, me atreví a comentar en tono humilde:
—Huguette, dígame la verdad: usted es la dueña de esta alhajada pocilga.
—No —respondió muy tranquila—. El dueño es un antiguo amigo de mi familia: Mr. Lambert.
—¡Ah!…
Yo, confieso mi glotonería, me puse hasta tocar con los dedos de comida y de bebida. Pero la culpa la tuvieron el chef y la bodega del hotel Brunet. Y acaso la indignación, que bien irritado estaba yo de ver cómo viven algunos estudiantes y cómo se mueren de asco otros. Yo no soy hombre que aguante ciertas cosas. Por ejemplo, cuando el camarero abrió la botella de vino tinto, no se piense que llenó nuestras copas sin más ni más. ¡Qué va! Antes echó un culín de vino y esperó a que «Mademoiselle de Guenard» lo saborease y diese su aprobación. Me quedé abochornado; más aún porque lo que yo creí una roñosería del camarero, resultó ser un detalle, un rito del que gustan los buenos criados y los optimistas a quienes sirven.
Al finalizar, no obstante, se esfumó un poco mi indignación y me sentí tan satisfecho como una anaconda con un borrego dentro.
—¿Quiere usted café? —ofreció mi anfitriona.
—Lo que yo quisiera, Huguette, amiga mía, es un poco más de cordialidad por su parte. Es usted fría, seria, terrible. ¿Por qué no nos tuteamos? Dos jóvenes como nosotros… Por cierto, ¿qué edad tienes?
—Es usted un completo payaso. Resulta irritante.
Se levantó sin darme tiempo a que le retirase la silla, lo menos que yo podía hacer para pagar el festín que me había regalado.
Y dijo:
—Tomaremos café en mis habitaciones.
Así como suena: «¡En mis habitaciones!…». Como soy bastante tardo en reaccionar, la seguí por el pequeño comedor y me introduje en el ascensor con ella. Yo disimulaba. Mejor dicho, simulaba un aire desenvuelto, desenfadado, de hombre habituado a este tipo de invitaciones. Y no me costó mucho esfuerzo, porque siempre he creído que nací para este tipo de vida.
Sus habitaciones no pasaban de una especie de hall con dos butaquitas, y un dormitorio, no muy grande, con cuarto de baño. Huguette de Guenard tenía libros. No es que tuviese tantos como Sebastián Armijo, pero sí una cantidad respetable. Eran libros concretos, precisos; libros de Historia y de Literatura exclusivamente. Horrorizado, me di cuenta de que estaba en la cueva de una especialista, y que además esa especialista debía de saber, ¡latín y griego!…
—¡No! —murmuré.
Ella me miró, intrigada, al mismo tiempo que retiraba un enorme volumen de una de las butacas.
—No me diga que sabe usted latín y griego —supliqué.
—Sé latín y griego —replicó—. Soy licenciada en Letras.
—¡Dios mío!
—Es usted desesperante. Nunca he visto persona más empeñada en hacer el payaso.
Acaso se me eche en cara que soy un sátiro, un abominable rijoso siempre dispuesto a atentar contra la honestidad de una chica. Eso no es cierto. Si me porté incorrectamente aquella tarde con mi anfitriona fue porque me aburrió durante media hora enseñándome El Paraíso Perdido. Lo había comprado dos días antes en Foyles, y su entusiasmo de bachillera la obligó a mostrármelo con una minuciosidad inaguantable. Reconozco que era un volumen precioso, grande y con ilustraciones de Doré, pero a un hombre que había almorzado lo que yo no se le puede hacer una cosa así. ¡Milton en pleno sopor digestivo!… De lo que es capaz una chica cultivada, sólo Santo Tomás lo sabe…
Mi incorrección consistió en inclinarme un poco, con el fraterno propósito de besarla. En la boca, naturalmente. No pudo ser, porque ella cruzó sobre los labios un lápiz; el cochino lápiz con que me había estado señalando los grabados de Doré.
Se me quedó mirando con aquellos ojos temibles, oscuros, inmóviles, y ante mi sorpresa se le subieron los colores a la cara. Se puso, hay que reconocerlo, muy bonita, y su extraño rostro cobró animación, luz, calidad…
Yo dije:
—Huguette, sabionda licenciada, ¿qué es lo que ven mis ojos? ¿Una bachillera con pavo? Es irritante, desesperante…
Me aparté un poco porque nunca se sabe qué puede venir de una mujer cuya ira es silenciosa.
—Piense bien lo que va a decir —aconsejé realmente—. Tiene que ser algo fuerte. Que pruebe que es usted una sabia indignada porque se la interrumpe mientras estudia a Milton.
—Cerdo —dijo.
Lo dijo en francés, que suena peor. E insistió:
—Acepta mi invitación, se hincha de comida y bebida como un puerco, y en agradecimiento intenta besarme. Cerdo.
—Bachillera De Guenard, un almuerzo como el suyo bien merece un beso.
—No de usted, puerco español. Yo escojo a los que me besan.
—Yo también; por eso quise besarla.
Creo que la afectó mi requiebro. Quizá la sutileza gala del piropo le prendió hondo. No dejó de mirarme, es cierto, pero sus aterradores ojos ya no estaban llenos de chispitas airadas.
—Explíqueme por qué intentó besarme —pidió.
—Bachillera De Guenard…
—Deje de hacer el estúpido y responda. ¿Por qué intentó besarme? No le he dado pie.
Yo levanté los brazos al cielo.
—¡Qué pregunta!…
—¿El vino acaso?
—La mujer —aseguré lo más galantemente posible.
—Falso. No hice nada que le indujese a pensar que a mí me agradaría.
—¡He ahí una razón de peso! No volveré a besarla hasta estar seguro de que le guste.
—No me ha besado. Ni nunca me besará. Es usted rubio y superficial; dos cualidades que me repugnan. Además, es increíblemente vanidoso. Si ha intentado besarme fue porque creyó que caería en sus brazos. Usted se encuentra irresistible. Alto, rubio y simpático. Desenvuelto. Desde que le invité a almorzar tuvo usted la certeza de que yo era otra conquista más. Y cuando vio que subíamos a mi cuarto a tomar café, se dijo que ya estaba madura. Pero se equivoca. Yo sólo he tratado de ser amable con un compañero. Llevo pocos días en Londres y no conozco a nadie. Me ha parecido usted un muchacho más de mi condición que el resto del grupo, y pensé que podríamos llegar a ser buenos camaradas, a pesar de su presunción y de su petulancia. Dos buenos camaradas; nada más que eso. Necesito hacerme aquí un grupo de amistades. Siempre lo hago cuando llego a un sitio. Y usted, por universitario, me pareció adecuado. Por nada más.
Y volvió a insistir:
—Por nada más. ¿Queda bien claro?
Vencido, humillado, la miré, moví la cabeza de un lado para otro y exclamé:
—¡Viva Francia!
—Viva España —dijo ella, pues lo suyo no fue exclamación, sino cortesía.
—Es la superioridad de la raza; no hay nada que hacerle. Se lo escribiré a mi tía Martine.
—¿Quién es su tía Martine? ¿La que le ha enseñado tan estupendo francés?
Asentí, sin dejar de observarla con toda la curiosidad que me inspiraba.
—También me ha enseñado que el uso del «tú» en Francia prueba, más que otra cosa, que dos personas se estiman.
—Opino lo mismo. Pero yo aún no te estimo.
Así conocí yo a aquel extraño espécimen de intelectual femenino.