CAPÍTULO CUARTO

ESTIMO QUE SE DA EXCESIVA importancia a los monjes, anacoretas, eremitas y demás padres del yermo. Entendámonos. Yo no es que niegue el mérito de estos santos varones; lo único que me atrevo a insinuar es que tienen, amén de su gran santidad, su poquito de picardía. Me explicaré. La vida de cueva es dura, de acuerdo; pero ofrece compensaciones, ya que nos obliga a vivir con nosotros mismos, compañía ésta la mejor y más saludable en este perro mundo. Se cavilará que algo había ocurrido en mi vida para que yo me muestre tan cínico y mordaz, tan distinto a lo que ordinariamente soy. Que se piense lo que se quiera; lo peor, incluso, y se acertará… ¡Qué terribles decisiones pueden llegar a tomarse cuando se es joven e ingenuo, forzados por la desesperación! Difícil y compleja situación la de enamorado y no correspondido. Nada hay que altere tanto el metabolismo como un fracaso amoroso. Lo sé por experiencia. Lo he pasado. Todo vacila. Hasta la fe en uno mismo, que después de la que el Señor y Sus Cosas nos inspiran, debe apreciarse como la más santa. Yo estaba en un callejón sin salida. La vida era un desierto, un paisaje sin verdor ni sol, donde sólo vivían alimañas ponzoñosas y chacales devoradores de carroña. Y ya se sabe: cuando un hombre discurre sobre tales asquerosidades, no preguntéis la causa; sencillamente, cherchez la femme, que dicen los franceses…

Yo, entusiasta partidario del eterno femenino, renegué aquellos días de las mujeres. Por una de ellas había roto con mi mejor amigo, con el más triste; y por la misma mujer pensaba en abandonar la sociedad y el trato de los hombres.

A mí, la verdad sea dicha, no es que me preocupase mucho lo ocurrido con Antonio. Prueba de ello es que lo mandé a freír espárragos cuando me llamó. Cogí yo el teléfono porque las patronas andaban en la capilla católica.

—¡Hola! —saludé con la palabra española más parecida al inglés telefónico.

—Soy yo —dijo mi amigo al otro extremo del hilo.

—¿Y bien?

—Quiero hablar contigo.

—Lo estás haciendo, ¿no?

—En serio. ¿Dónde podemos vernos?

—Ya sabes mi dirección.

—No. A tu casa no iré. Dime cualquier sitio.

—El Valle de Josafat. ¿No…? Pues reclúyete en una clínica, hazte aplicar media docena de shocks insulínicos, y avísame cuando te hayas repuesto de ellos. Entonces hablaremos.

Y colgué.

Fui rudo y descortés. Cierto. Pero es que aún me podía la indignación. Antonio tenía buena vitola, inteligencia, dinero y salud. Sí, salud; porque si su color de tez era equívoco, había que achacárselo al hígado, noble órgano cuya proverbial aptitud para regenerar células quita importancia a sus dolencias. Repito, por ello, que mi amigo tenía facilidades para sentirse satisfecho, y lo único de que se preocupaba era de presentarse como el más incomprendido y desgraciado de los vivientes.

Yo, con mis múltiples problemas, no tenía tiempo para contemplarle.

Dagny Honsted: ésa sí que me trastornaba. Y no se piense mal, que ya me había yo resignado con mi fracaso. Sabía que el naranjero estaba de regreso, pero tal idea no me robaba el dormir. Resignado, como antes he dicho, hacía semanas que no cavilaba sobre el motivo por el cual prefería a Juan y me rechazaba a mí. Aunque vanidoso, concluí por decirme a mí mismo que nada tenía que hacer frente a un moreno que a fuerza de vello parece un mono. Yo soy rubio, y la poca pilosidad que me adorna, salvo en la cara, no va más allá de pelusa. Vencido, pues, por Peláez, y por mis cogitaciones, renuncié a la noruega, físicamente hablando, y me dediqué a soñar. Era feliz soñando despierto. En clase, en la calle, en el Metro o en los autobuses, soñaba. Me hice misántropo. Paseé mi soledad sin odio por la orilla del Támesis, por las calles de Barnes. Era feliz en mi propia compañía, y ya no me inspiraron admiración ni asombro los santos varones del yermo, al comprender que sólo puede hallarse uno a sí mismo cuando convive únicamente consigo mismo.

De ahí mis opiniones del principio sobre la vida de ermitaño.

Es agradable soñar con un afecto no correspondido cuando se tiene una cabeza ponderada, fría como la de este gallego que narra. Es consolador. Sólo si se tiene una mente racional, científica, como la mía, se puede superar un gran amor frustrado. Un Upo así de cerebro permite separar la paja del grano, echar a un lado lo baladí y quedarse con lo verdadero; un cerebro así nos capacita para discernir, como en mi caso, y decirnos: «No busques más, Martín. No pierdas el tiempo en razones ni causas, como cualquier imaginativo poeta pudiera hacerlo. El motivo único de tu fracaso es este que yo he analizado y te ofrezco para tranquilidad de tu amor propio: Juan es moreno y con mucho vello; tú rubio y con pelusa».

Y una vez sabido que la razón de nuestro fiasco con una mujer no radica en ser bajos, gordos, feos o antipáticos, nuestro orgullo varonil se restablece y sólo nos queda una leve desazón, una vaga protesta por las cosas que pudieron ocurrir de haber sido aceptados, y que no nos suceden porque hemos sido rechazados.

En mí, debido al frío tecnicismo de mi mente, la desazón, el ligero desconcierto que quedaba en el fondo se fue disipando poco a poco. Cada día, al levantarme, podía decirme ante el espejo: «Martín, pasmo de los Canel, progresas. Hoy te encuentro mejor que ayer, y estoy seguro de que mañana te veré peor que pasado». Y como el espejo sólo miente a quienes gustan de ser engañados, yo creía en la sinceridad mi espejo. Fui de nuevo feliz. Con cualquier cosa. Como antaño. Todo me hacía gracia. Mis patronas volvieron a sonreír y ahorraron su precioso azúcar, pues las pobres, al verme tan melancólico, me endulzaban la existencia con platitos delicados y realmente odiosos.

Cierto que aún seguía algo misántropo, y misógino, pero no me costaba trabajo. Después de la Escuela comía en cualquier Lyon’s o ABC y regresaba en el Metro que me caía más cerca. Si la tarde era buena, cruzaba Hammersmith Bridge, y Castlenau abajo bien pronto llegaba a casa. Un baño caliente me entonaba, y ya con ropa cómoda me ponía a trabajar. Una vida hogareña, tranquila, aprovechada. Anochecía pronto y todo cobraba mayor hondura. ¡Cómo gusté esos días de asomarme a la ventana de mi cuarto para fumar un cigarrillo y ensimismarme! Toda mi vida recordaré aquellos preciosos instantes. Tenía mi habitación en la planta baja, con una gran ventana al jardincillo delantero. Bien abrigado, solía apoyarme en el antepecho y fumaba. A veces, el olor a tierra húmeda, a seto verde, a parterre de flores, me hacía cerrar los ojos. Yo seguía soñando. Todo en silencio. Sólo el rumor alejado del tráfico de Castlenau o el más próximo de las barcazas del Támesis… Es lástima que no sienta lo poético como siento lo económico, porque escribiría cinco docenas de anacreónticas para plasmar unos momentos como aquéllos… La calle quieta, oscura, húmeda… Silencio pleno y sugerente. Unas pisadas tal vez. Luego, una sombra que pasa, apresurada, la cabeza hundida en el pecho a causa del airecillo que llega del río… Me divertía saludar aquellas sombras. Solamente un buenas tardes, un good evening para un desconocido. La sombra, casi siempre, levantaba la cabeza, miraba mi ventana, a tres metros escasos, y dudaba —con esa desconfianza isleña a saludar por saludar— en devolver mi mensaje de buena voluntad…

Y lo qué son las cosas de este pícaro mundo: fue precisamente por mi afición a asomarme a la ventana por lo que volví al trato con mis hermanos. Sucedió una noche de mediados de enero. Yo silbaba muy bajito cuando vi llegar por la acera dos sombras. Una de ellas se detuvo, avizoró y gritó risueñamente:

—¡Eh, amigo español!

Le conocí en seguida. Era el irlandés vecino nuestro, que las patronas me habían presentado como profesor de Fonética.

—¡Míster Mitcham!

Mi salida por la ventana le hizo reír a carcajadas. Aún continuaba riendo cuando abrí la pequeña cancela de madera; y también cuando me presentó a su mujer.

La señora Mitcham exclamó:

—Pero ¡qué alto es usted, Dios mío!

Soy bastante alto, desde luego; pero había que ver a la señora Mitcham: tenía, aproximadamente, la longitud de una algarroba.

El encuentro fortuito con el irlandés revivió mi proyecto de matricularme en el London College for Foreign Studens. No es que lo hubiera olvidado: lo había ido dejando de un día para otro. Al principio, por falta momentánea de las ocho libras que costaba el curso, y después por vulgar pereza.

Así se lo expliqué a Mr. Mitcham.

—Escasez de caja, ¿eh, amigo?

—Transitoria. Ya vuelvo a estar en fondos.

La señora Mitcham repitió su asombro:

—Pero ¡qué alto, Dios mío!

Modestamente, dije:

—Ya ve usted, señora Mitcham.

—No haga caso de mi mujer, amigo Martín. ¡Venimos de casa de mi madre, y eso siempre la trastorna!

Y se rió, volvió a reírse, cual si toda la risa de la Verde Erín vibrase en su garganta.

Después de citarnos para la tarde siguiente, vi desaparecer al matrimonio más allá de la acacia del jardín vecino. Muy confusa, llegó a mis oídos la voz de la señora Mitcham:

—¡Qué alto, Dios mío! ¡Y yo que creí que todos los españoles eran enanos!

Nuestra pobre y vilipendiada España…

A la tarde siguiente fui al London College for Foreign Studens. Estaba en una plazoleta cercana a Gloucester Road. Era un caserón que recordaba mejores y más victorianas épocas, con sus lacras y su hollín por las paredes. Pero sólo por el exterior, ya que dentro me encontré con una distribución y un funcionalismo de lo más moderno. Allí resplandecía todo como en un hospital recién inaugurado. Era tal la serenidad y el recogimiento de su ambiente, que al entrar me pregunté si no me habría equivocado de sitio. Pero no fue así. Bien pronto di con Mr. Mitcham. Éste me dejó en manos del secretario, un tal Mr. Cary, cuadrado y fúnebre, quien me hizo algunas preguntas a manera de examen, y que luego, por no entendernos muy bien —él era gales y yo gallego—, me dio un impreso, que, según él, serviría para catalogarme. Se lo devolví una hora más tarde, tras haberlo rellenado en la Biblioteca. El galés lo examinó cuidadosamente, creo que no le caí simpático, y me remitió al Grupo C, seguro que porque no había el D.

Mí entrada fue algo patosa. El aula era reducida y en ella habría una veintena de alumnos. Éstos no me hicieron gran caso, pero el profesor me cogió por banda y me tuvo en pie cerca de un cuarto de hora. Resultó bastante aburrido. Él preguntaba algo, yo no entendía, la clase se impacientaba, y él repetía insistentemente:

—Gol it?… Gol it?… Got it?…

Un desastre. Aún es hoy el día que no sé qué demonios me preguntó. Quizá se interesaba por mis convicciones políticas, pues datos personales y procedencia bien claritos iban en la ficha que en Secretaría me dieron para entregarle. Este sujeto se llamaba —y seguirá llamándose, imagino— Mr. Blyth, y lo que es por mí ya puede estar muerto, bien muerto y dando margaritas. Me cogió fila desde el primer minuto y no me dejó en paz durante varios meses. Barrunto que porque yo tengo aspecto muy viril, y él era barrigudillo, catarroso, mórbido y un sí es no es feminoide.

Se me ocurre en este momento que me ocupo más de lo que sucedía fuera de la London School of Economics que de mi vida en esta culta Casa. La explicación es obvia: aunque profesional, no me gusta, en absoluto, hablar de mis asuntos profesionales. Detesto a los que sólo tienen conversación para marearnos con las cosas de su ramo. Revelan una mente lineal, unas células grises inhábiles para seguir otros senderos que los que atraviesan el campo de su especialidad. Por eso prefiero siempre tratar de cualquier tema menos del económico y de lo que a éste concierne. Porque escribiendo con franqueza, ¿a quién diablos le puede interesar la Ley de la Utilidad Marginal o las consecuencias de las fluctuaciones del tipo de descuento? ¿Le preocupa a alguien una curva de costes o el número de garbanzos que produce Méjico, pongamos por caso? Rotundamente, no. Tengo gran fe en las gentes, y sé que éstas siempre sentirán menos devoción por un sistema monetario que por el sistema de hacer el amor con éxito a una chica mona y cordial… Y ya que ha vuelto a salir en mis páginas el eterno femenino, la chica mona y cordial, creo conveniente añadir otra razón más de mi repugnancia a hablar de la carrera. Veamos cuál es. No sé si se habrá observado que no me disgustan las faldas. Lo confieso. Por mi parte, en este mundo sólo habría mujeres. Y un solo hombre, claro está: el gallego que escribe. Ahora bien, no se piense por esto que soy un tipo libidinoso que en toda mujer ve una ninfa propicia. Ni mucha menos. Influencia quizá de la educación recibida de la tía Martine, considero a la mujer de muy distinta manera a cómo es considerada por la mayoría de mis estimados conciudadanos. En mí se ha superado el concepto sarraceno de que la mujer es un instrumento de placer y un reservorio de hijos. Para mí resulta un ser encantador y adorable, que además de servir para eso nos deleita con su inconsecuencia cerebral y su desequilibrio innato. Todo lo contrario, justamente, de lo que suelen ser mis compañeras de estudio, cuya categoría humana se valoriza a través de unas gafas inquisitivas. Estas temibles y afanosas sufragistas ahogan el instinto de todo varón respetable, obligándonos a aborrecerlas y a huir de todo cuanto a ellas se refiere, particularmente de aquellos momentos que la vida o un quehacer común, nos fuerza a compartir. De ahí que me repugne hablar de mi carrera, contaminada por la presencia de estas tediosas bas bleues.

Sospecho que lo expuesto puede parecer sofisma con el que intento disimular mi desinterés por la profesión, o mi vagancia. También puede pensarse de mí que doy excesiva importancia a lo femenino, que soy una especie de enfermo sexual que valoriza cada minuto de su vida por lo que de agradable o molesto extrae de las mujeres. Ni lo uno ni lo otro. Primero, porque siento por mi actividad el interés que pueda sentir cualquier estudiante de nuestros tiempos. Y segundo, que la reproducción de la especie podría hacerse por partenogénesis sin que a mí me importase un rábano. Ya que en el fondo, a pesar de cuanto digan la tía Martine y mis hermanas, si me encantan las mujeres es porque son parte de esta estupenda vida que el Señor nos brinda, y porque considero más correcto preferirlas a ellas que a cualquier otro animal de la Creación, incluido, naturalmente, el hombre.

Aclarado lo que me inquietaba, prosigamos tejiendo la trama de nuestra historia.

Dos días después de haberme matriculado en el London College for Foreign Students, recibí una visita en la School of Economics. Mi primera impresión al ver por los pasillos a Sebastián Armijo fue de sorpresa. Recuerdo que pensé si el panameño, llevado de su extraordinario interés por todo, no vendría a oír alguna conferencia. Me acerqué a él y ni me dio tiempo a saludarle.

—¿Ha venido Antonio? —preguntó de sopetón.

—¿Antonio? No; no le he visto. ¿Sucede algo?

Antonio no venía por clase desde Navidades. La ausencia era típica de su carácter. Estaba convencido de que no aparecería hasta que yo diese el brazo a torcer y le demostrase, yendo a su encuentro o llamándole, que la culpa de lo ocurrido era mía, sólo mía, aunque en el fondo supiese que era suya, sólo suya. Era así de infantil. Yo lo sabía de otras ocasiones, que no en balde se conoce a un neurasténico largos años.

La presencia de Armijo, sin embargo, me hizo pensar si no pasaría algo.

—Antonio me preocupa —confesó.

—A mí hace años que dejó de preocuparme —dije yo—. Claro que hace más tiempo que le conozco.

—En serio, Martín. Ayer por la tarde estuve a visitarle, porque hacía semanas que no os veía. No me gustó su aspecto. Está… raro. No sé. Por eso te llamé esta mañana por teléfono; ya habías salido.

—¡Mi buen Sebastián! —exclamé riendo—. ¿Qué sería de estos pobrecitos jóvenes españoles si no estuvieses tú para cuidarlos?

Me miró a los ojos con aquella intensidad seráfica de los suyos, y repuso:

—He venido para rogarte que vayas a verle.

—Pero ¡si eso es lo que él está esperando, Sebastián de mi alma! ¿Cómo no lo entiendes? Tiene complejo constante de ofendido.

—Aunque sólo sea un momento, Martín. ¿Irás?

—Claro que iré, si ése es tu deseo. Pero que conste que yo tenía pensado «castigarle» hasta finales de mes.

Armijo no debió de quedarse muy convencido de mis intenciones, porque a la salida me lo encontré esperándome en su Morris Minor.

—Te invito a almorzar, gallego —dijo, abriendo la puerta desde dentro.

—¿No es incómodo preocuparse tanto por el prójimo?

—No lo es cuando el prójimo vale la pena.

Después de comer me llevó hasta Holland Walk, quizá para hacer máxima la probabilidad de mi visita al confinado lerense. Y me hizo prometerle que iría más tarde por el «Zanzíbar» a contarle nuestra entrevista.

—Así podrás conocer a Juan Peláez. Suele encontrarse all: todas las tardes con Dagny Honsted. ¿La recuerdas?

—¡Ay, Sebastián, amigo mío!, ¿qué ocurrirá el día que ya no me quede ni su recuerdo?

—Te repondrás. Aún eres muy joven.

Se fue en su cochecillo Holland Walk arriba, y yo me dirigí a mi tarea de reconciliación.

Antonio, en efecto, ofrecía pésimo aspecto. Al verle, ya no me extrañó que Sebastián se hubiese impresionado. Tenía una cara horrible, ojerosa, cenicienta, con los ojos congestionados, no sé si de beber, del humo o de llorar su arrepentimiento.

En su cuarto, yo me senté al calor de la estufa de gas y él se quedó junto a la ventana, mirando quizá para la desolación invernal de Holland Park.

—Tienes cara de muerto —comenté por empezar de alguna manera—. ¿Duermes mal?

—Duermo perfectamente.

—¿Será que bebes, entonces? Whisky, seguro… Apuesto un penique a que te emborrachas con whisky. No lo niegues. Siempre has sido un snob. ¿Bebes whisky, verdad?

—Bebo…

—¡Qué tontería! Eso se come, Antonio; no se bebe. Y dime, ¿cuánto tiempo hace que estás enamorado de esa chica noruega de café?

No se movió. Su elegante cabeza, algo caída como la de Alejandro, se perfilaba nítidamente contra la claridad mortecina de la tarde.

—¿Desde cuándo estás enamorado de esa chica, Antonio? —repetí.

—Desde el primer día que la vi —respondió arrancando algo de su garganta.

Yo suspiré, nostálgico:

—A mí me sucedió lo mismo. Chicas así no deberían salir de sus casas. Son fatales.

Siempre de espaldas, preguntó:

—¿Tú la quieres?

—Claro. Pero eso no es una tragedia. Los censos prueban que hay más mujeres que hombres.

—Tú no puedes comprenderlo. No puedes. Es algo…

—No; yo no puedo. Yo soy un tipo alegre y dicharachero que nunca piensa con seriedad en el amor. ¿No es eso, Antonio, lo que intentas decir?

—No.

—Eres un hipócrita, Antonio. Un fariseo. He venido exclusivamente a decírtelo.

—El otro día estaba borracho. Y… celoso.

Y hoy estaba enfermo por estar dos semanas antes borracho. Siempre igual. Cuando se tiene un hígado a lo Ordovás no hay por qué beber; sobre todo, para crearse paraísos con pimpantes noruegas. Es absurdo comportarse así cuando se es joven y se tiene fachenda pasable. Es más lógico tratar a esas chicas que nos atraen, intimar con ellas y buscar la manera más conveniente de interesarlas. Y la más rápida, porque así, con oportunidad y rapidez, se puede ganar la regata a cualquier naranjero, por muy murciano que sea. En estos términos se lo expresé a mi amigo, que me escuchó en silencio, sin chistar. Y aún dije más, llevado de mi modestia acostumbrada:

—¿Tú crees que si yo llego a estar aquí cuando apareció Dagny, se la iba a llevar ese cretino…? Ni soñarlo, viejo. No, Antonio; no tienes perdón de Dios.

—Ni tú presunción, fatuo asqueroso. Eres el más indecente presumido que se pueda soñar. ¡Qué asco de tío…!

Críe usted milanos y le comerán las manos…

—Bueno, viejo, me largo —dije.

—¿Dónde vas?

—De momento, al «Zanzíbar». A conocer al apuesto Peláez. ¿Es guapo?

—Lárgate de una vez. Y ándate con tiento. Es lo que se dice un hombre-deporte-aire-mar-tierra…

Ahora sí se volvió de la ventana para soltarme una buena noticia con su sonreír de caballo hepático:

—Practica el boxeo, ¿sabes? Siempre habla de esas cosas. Un rico tipo. De los que hacen sentirse seguras a las mujeres…

¡Había estado robando naranjas en el huerto de un murciano partidario del boxeo!… ¿Cómo es que nadie me había advertido? Sebastián Armijo, pensé camino del «Zanzíbar», me había engañado miserablemente. No en un sentido activo, pero sí pasivamente, con su silencio. En esa ocasión descubrí que no prevenir a los amigos de los riesgos de una aventura puede constituir también mentira…

El muy canalla me esperaba leyendo sus periódicos vespertinos. Incluso me guiñó un ojo cuando pasé muy digno por delante de él en dirección a mi inolvidable noruega. ¡Mi inolvidable noruega!… Nunca había mostrado tanta felicidad la indina estando en mi compañía. Los dos muy satisfechos y juntos. ¡Juan Peláez! ¿Qué había de particular en Juan Peláez? Tenía piernas, brazos y cabeza. Como yo, que además le llevaba lo menos tres palmos. Allí estaba. Muy moreno, con rizoso cabello, sonrisa blanca y deportista. Vestía bien y estrechaba la mano con fuerza.

—Encantado —dijo—. Dagny me ha hablado de lo mucho que la hiciste reír en el skating.

—¿Te habló también de lo mucho que hice para convencerla de que te dejase?

No se descompuso. Es más; acompañó en la risa a su novia, quien me invitó a sentarme. Yo rechacé, muy cortés, la invitación, con la disculpa de que me esperaba Sebastián.

Juan Peláez miró hacia el panameño e inquirió:

—No serás otro garzón más de su corte, ¿verdad?

No adiviné el sentido de su pregunta, pero presentí que allí algo olía mal. Vino a ratificar mi sospecha la intervención apresurada de Dagny Honsted.

—Tú no hacer caso a Juan —dijo, y me sonrió como en los buenos tiempos—. Juan siempre estar de… guasa, ¿no…?

Puso una cara tan deliciosa en su duda, que tuve que reírme. Los dejé con una leve inquietud, con un ligero desconcierto.

—¿Qué tal ha ido todo? —preguntó Armijo cuando me senté a su lado.

—Antonio, sin novedad —respondí—. Ya se le ha rendido acatamiento; de forma que mañana reanudará una vida normal, que en su caso no lo es.

Sin darle tiempo a hacer ningún comentario, añadí:

—No me gusta ese tipo. Le sudan las manos.

—¿Para qué mientes? Siempre las tiene heladas.

—Pues algo habrá, ¿no? Si no me gusta, será por algo.

—Quizá porque te gusta demasiado su novia.

—No hagas retruécanos, por favor…

Me miró intrigado, sorprendido de que un muchacho tan superficial como yo se sintiese afectado por la presencia de Juan Peláez.

¿Garzón…?

Me pasé toda la tarde dándole vueltas a la palabrita.