BARNES ES UN ENCANTADOR barrio londinense. No tiene la prestancia de otros más superferolíticos, pero no puede negarse su gracia casi bucólica. Vivir en Barnes es como vivir en la aldea. El río, en una gran curva apuntada que va de Fulham a Mortlake, lo envuelve y separa amorosamente de la ciudad-monstruo. Barnes es Londres y no es Londres, al igual que cualquier barrio de esta estrambótica babilonia. Es, claro está, autárquico. Uno cae en Barnes y puede, si así lo desea, no pisar la ciudad en toda la vida. Tiene tiendas, campos de polo, de críquet, tenis y un swimming pool hacia la parte de Putney. También cuenta con un cine piojoso y una selecta minoría católica, con capillita y párroco. Sus calles son desiertas, silenciosas, sin estridencias mecánicas. Y si uno se encuentra a alguien —todos se conocen en Barnes— se cambian saludos, que siempre son los mismos:
—¡Buenos días!… Un día encantador, ¿no? —cuando el tiempo es pasable.
—Asqueroso día, ¿no? —cuando es desapacible.
Yo viví en ese edén. En un pequeño chalet de dos plantas, con jardincillo delantero e insignificante huerta trasera, alargada y angosta, donde miss Margaret, una de las dueñas, solía cultivar hortalizas y ruibarbos, con los que preparaba una mermelada francamente repulsiva. Mis patronas eran admirables, liliputienses y hermanas; ambas de cabello grisáceo, caritas rosadas y movimientos espasmódicos. Solteronas de excepción, miss Elisabeth y miss Margaret congeniaron conmigo desde el primer día; tanto congeniaron, que a partir del décimo salían a la ventana para verme; ¡decían que les gustaba ver a un joven tan alto irse a sus quehaceres!… Las pobrecitas eran tan reducidas, que me apreciaron más por mi estatura que por cualquiera otra de mis múltiples virtudes. Cuando recibieron una carta de mi tía Martine agradeciendo las atenciones que tenían conmigo, ya me consideraron como hijo de sus vientres yermos.
Me vine a Barnes por una casualidad. Un rapaz español, Pedro Puig, ayudante en la Facultad de Farmacia madrileña, avisó a Sebastián —«cónsul» de los estudiantes españoles en Londres y lonja donde se negociaban todo género de informes— que se iba a España y que dejaba unas patronas muy recomendables. Me lo dijo Sebastián y fui a ver qué tal cosa era. Me entusiasmó no sólo por las dueñas, sino por el sitio. La única objeción que se podía alegar era su alejamiento de mis clases, pero no me importó. Sinceramente hablando, me pareció un regalo del cielo, llegado en momento tristísimo de mi existencia. Tuve a mano una disculpa para huir de lugares —léase «Zanzíbar»— y personas —léase Dagny Honsted—, cuyo recuerdo me ponían hipocondríaco perdido.
En la primera semana de diciembre trabajé mucho más en mis asuntos que había trabajado en los dos meses anteriores. Por las tardes, cuando regresaba a casa y me ponía a estudiar en mi cuarto, me decía a mí mismo que para ser completamente feliz sólo necesitaba entender las lecciones orales de la London School of Economics. En esto sí que no mejoraba. Tenía amistades, sí, que me ayudaban mucho, pero la labor verbal de los profesores se estragaba en mi cerrazón para el inglés. Contribuía a complicar mi entendimiento la gran variedad de acentos y voces que se oyen en una Escuela como ésa, donde un día se escucha a un inglés, al siguiente a un sueco hablando como un motor de explosión, y días más tarde a un americano de South Carolina.
Creo que la culpa de mi retraso radicaba en la poca práctica que hacía del idioma. Contaba con escasas ocasiones para soltarme. En la Escuela, cada uno estaba a lo suyo, y lo de cada uno era lo económico; apenas había campo para un estudiante, que para atender a lo crematístico tenía antes que adiestrarse en la lengua en que aquello se explicaba. Yo seguía con Mr. Tibet, pero a Ebury Road puede decirse que iba a beber ginebra con limón y a oír hablar de Oscar Wilde, una especie de dios tutelar de mi teacher. Lo que yo precisaba era algo que me disciplinase en el estudio del inglés, que poco a poco fuese abriendo agujero en mis cerriles entendederas.
La oportunidad me la proporcionaron las patronas a través de un irlandés —las dueñas eran católicas y trataban a todos los irlandeses de Albión—; el que nos ocupa vivía en nuestra misma calle y era profesor de Fonética en el London College for Foreign Studens, una institución especializada en la enseñanza de idiomas. Mr. Mitcham, simpático, esmirriado y guasón, me dio folletos y me dijo que hasta el próximo term —Lent Term—, que empezaría en enero, no podría matricularme. Eran ocho libras la matrícula. Las materias que allí se daban, me demostraron que aquello era serio y que había estado perdiendo el tiempo miserablemente. Hoy puedo decir que en lo único que me falló el inefable panameño fue en facilitarme el aprendizaje del idioma.
En estos menesteres me sorprendió una visita la víspera de Nochebuena. Miss Margaret me avisó que un joven gentleman preguntaba por mí en la puerta. El joven gentleman resultó ser mi viejo amigo Antonio Ordovás, a quien pensaba en España. Antonio Ordovás era un muchacho alto, delgado y que caminaba ligeramente encorvado. Tenía aspecto de héroe de novela romántica. Su elegante cabeza caía hacia un lado, de la manera que cuentan los antiguos se inclinaba la de Alejandro. Su cara, muy pasable, presentaba un tono marfileño que nada bueno decía en favor de su hígado. Como tenía dinero y gusto, andaba siempre de punta en blanco, aunque en mi opinión abusaba de los colores sombríos. En lo que no se le podía poner ni un pero, era en el calzado, que desde niño constituía para mí motivo justificado de reivindicación social.
Le encontré tan triste y serio como de costumbre y algo más flaco.
—¡Vaya, hombre! —dije yo por decir algo—. ¡Podías haber avisado tu vuelta!
—Avisado, ¿para qué?
—¡Qué sé yo!… Para ir a esperarte, pongamos por caso…
—¿Esperarme? ¿Y para qué necesito yo que vayas a esperarme? Sé andar solo.
Así era mi amigo Antonio Ordovás. Cordial, efusivo, simpático y comunicativo. Un neurasténico per se. Nada ni nadie tenía culpa de su neurosis. Había nacido neurasténico como pudo nacer tuerto o sietemesino.
—Has faltado el último día de clase —acusó.
—Pero, vamos a ver, hombre de Dios, ¿cuándo demonios has vuelto?
—El jueves pasado.
—¡Caramba! ¿Y qué has hecho estos días? ¿Dormir?
—Eso me pregunto yo. Nadie sabe de ti desde hace semanas. Sebastián está quejoso.
—¡Vaya por Dios! —suspiré—. Seguro que ya ha descubierto que le birlé tres libros.
—No hagas chistes fáciles, por favor.
No eran chistes, así me valga el Señor. Le había robado tres libros preciosos y raros. ¡Tenía tantos!…
Antonio, después de revisar despreciativamente mi habitación, se sentó a los pies de la cama y me miró a los ojos con fijeza.
—¿Cómo van tus cosas? Méndez me ha dicho que progresas.
—Te ha mentido. Estoy como el primer día. Mejor instalado, pero como el primer día. Sólo vivo con la esperanza de un futuro mejor.
—Y tu fichero de conquistas, ¿ha engrosado últimamente en estas frías latitudes?
Modestamente, intenté cambiar de tema.
—¿Qué tal por España? ¿Me traes algún paquete?
—No avisé que venía.
—Tan gentil como siempre…
—Ya me han contado tus paseos en cercado ajeno.
—Pasear es bueno, viejo. Saludable. Si tú pasearas algo, perderías ese color de cara dieciochesco.
—Las naranjas se presentan bien este año.
—Estupendo. Mejorará la reserva de divisas.
—¿Y la presunción?, ¿va mejorando?
—¿Qué presunción?… ¿La de tu abuelo, que en paz descanse?
—La tuya, humillado amigo. La tía Martine, seguro, cogerá un berrinche cuando se entere de que las noruegas te dan tiritona… Por cierto. ¿Tu cambio de barrio fue anterior o posterior a tu ruidoso fracaso? ¿Te mudaste para cambiar de vida, o cambiaste de vida porque te mudaron?
—Me mudé para cambiar de pluma. Y ahora, una pregunta: ¿por qué no te cuidas de tus berberechos y de tus mejillones en escabeche?
—Es que estoy abochornado. ¡Mi mejor amigo ha recibido calabazas de una chica de café!…
—¿Desde cuándo soy tu mejor amigo? ¡Qué disparate! Un joven sencillo y campechano como yo no puede hacer migas con un pollo tan complejo como tú.
¡Una chica de café!… Era un genio para generalizar. Se le daba un concepto particular, jugaba con él y devolvía una verdad universal. Ejemplo: una mujer así, todas las mujeres así… Tenía experiencia propia, y quizá motivo. Pero no había derecho a que Antonio, porque su madre resultó algo gallina, reputase de tales a unos seres tan encantadores como las mujeres. Las reputaba a todas. Antonio no veía a su madre desde hacía muchos años; desde que ésta se fue de casa por razones que yo no soy nadie para juzgar. Y no es que la disculpe, pero habiendo conocido al recientemente finado, uno no sabe qué decir. Dios lo tenga en Su gloria, pero era un tipo bien extraño: una mezcla explosiva de neurosis contemporánea y complejo patriarcal bíblico.
Antonio preguntó:
—¿Por qué no vas por el «Zanzíbar», Martín? ¿Por temor de esa noruega?
—¡Esa noruega!… ¡Parece como si se te llenase la boca de porquería al nombrarla!
—No te excites, muchacho; te dará algo. Cálmate y, por favor, no me sueltes un discurso sobre la honestidad de tus amoríos. Estoy en ayunas.
—No ha habido ningún amorío. Ni ha pasado nada. Me asquea que hayas creído alguna suciedad de esa chica. Es decente y está enamorada de su novio.
—¡Vivan las naranjas!
—Vivan. Si no me crees, pregunta a tu idolatrado Armijo. Él te dirá la verdad. La sabe. Nos hemos divertido los tres juntos varias veces.
—¿Los tres? ¿Tan baja ha caído la concupiscencia de Sebastián?
Y añadió una grosería de mal gusto impropia de él.
Mi pobre amigo regresaba un poco raro. Lo achaqué al mal rato que vivía. La muerte de un padre suele ser cosa seria. Para Antonio, estoy seguro, la más seria de este mundo. Era la única persona para él, digna de ser respetada y querida.
Dudé bastante en preguntarle por su hermana, casada en Madrid con un médico. No se llevaban muy bien, supongo que porque ella nunca rompió con la madre.
—¿Cómo sigue Sofi?
—Bien. Está esperando.
—¿Otra vez?
—Es una coneja.
Luego me habló, con cierto entusiasmo, de su sobrino mayor. Me agradó escucharle, por ser la primera vez que parecía interesado por un hijo de su hermana.
Antonio despertaba en mí, cuando estábamos solos, vocación de sepulturero; y como soy poco dado a lo fúnebre, le propuse ir a algún sitio. Nunca tal hubiera hecho. Me insinuó con la más aviesa de las intenciones que fuésemos al «Zanzíbar», con la excusa de que estaba citado con Armijo. Mentira podrida, claro está. Aunque me contó una historia de cupones de chocolate que tenía que entregar al panameño, no le creí. Regalarle cupones a Sebastián, goloso empecinado, era compensar en algo sus muchas atenciones; pero estoy bien cierto de que Antonio no había pensado dárselos precisamente aquella tarde.
Le acompañé, y aprovechando su mentira en fines propios, cambié mi ración de chocolate por una cajita de bombones, que adquirí en Hammersmith. Antonio se puso suspicaz, mas no dijo ni pío. Sólo al verme escribir en la caja, ya sentados en el Metro, no se pudo contener.
—¿Para quién son los bombones?
—¡Ah…!
—¿Una nueva conquista a base de chocolatinas?
—Vamos, Antonio, ¿qué mal concepto tienes de mí?
—Déjame ver lo que has escrito.
—Son unos versos. Muy líricos. Quizá no los comprendas.
Sobre la cajita yo había escrito: «Te obsequiamos con bombones —¡oh, noruega!— por mandato de nuestros corazones».
Creí que iba a vomitar.
—Repulsivo —dijo.
A causa de la visita de Antonio volví a mi antiguo amor al cabo de muchos días; ¡de unos días eternos…! El reencuentro fue en el «Zanzíbar». Ella estaba con Armijo. Nos saludamos como buenos camaradas:
—Estás más guapa —dije yo en inglés.
—Tu acento es muy bueno —afirmó ella graciosamente.
—Barnes. Si te interesa mejorar el tuyo, hay habitación libre en la casa.
—Lo tendré en cuenta. ¿Qué es esto?
—Bombones. Una porquería. Los buenos son los versos.
Los leyó con su pronunciación, para mí nostálgica, y nos reímos todos. Sospecho que tanto Antonio como Armijo se sintieron un poco defraudados. Dagny y yo, según creo, nos sentimos liberados de un gran peso. O de una gran pena, que también éstas pesan…
Pocos días después me hicieron los polacos una marranada que sólo se les ocurre a unos chiflados. Fue la noche de fin de año. Sebastián me había invitado a cenar con él y un «grupito de personas alejadas de sus hogares». No acepté por haberme comprometido con mis patronas, quienes habían hecho cena especial ¡con vino y licor de ciruelas! Le dije, pues, al panameño que iría más tarde a tomar las uvas, y cenamos dueñas y huésped en medio del más puro jolgorio. Con el vino se animaron un tantillo; batieron palmas y se ruborizaron cuando las besé en las mejillas al desearles, con algo de antelación, un feliz y próspero Año Nuevo. Se lo deseé de corazón.
Yo no sé quién es el cenizo, o los cenizos que se preocupan por la confraternidad humana y niegan la identidad de la especie. A esos sujetos debieran comérselos las arañas. Pero antes habría que llevarlos esa noche de fin de año a las habitaciones de Armijo en el Copperfield Hotel de Londres. Se sentirían más aliviados. El panameño había reunido una pequeña ONU. Me encontré con Dagny Honsted y los dos polacos. También estaba Jacinto Soler, el pianista chileno, y una pareja norteamericana en luna de miel —se les notaba—, que al día siguiente de alojarse en el hotel habían caído bajo la férula de Sebastián Armijo. Eran simpáticos, rozagantes; ella, algo ordinaria; él, charlatán y boceras.
En aquel ambiente cosmopolita y fraterno, Antonio Ordovás y yo dimos una muestra más de lo bien que se llevan los españoles. Fue bochornoso. Ya había observado yo al llegar que mi amigo estaba cargado. Se le notaba en seguida. Tenía el vino más triste que su habitual tristeza. El alcohol marcaba un pliegue en su ceño; se congestionaban sus ojos y los labios desaparecían a fuerza de rumiar sus melancólicas ideas.
Yo no tuve culpa alguna. Como vi, cuando llegué, que Dagny bailaba con Antonio, y que luego se ponían a charlar junto al pick-up, ni siquiera me acerqué a ella más que para saludarla. Me pasé la primera parte de nuestra espera de las campanadas hablando con los polacos. Y con ellos estaba cuando recibí un mensaje, un guiño y un mohín de la noruega. Se la veía harta ya del hosco y depresivo Antonio. El pontevedrés aburría a las chicas normalmente; con unas copas encima, las ponía en trance de maldecir.
En ese momento me decía el coronel Novoveski:
—Ruidosos y grotescos, mi joven amigo.
Se refería a la pareja yanqui, que reía y agotaba la paciencia de Armijo y de Soler.
—América es una magnífica tierra poblada por simples de espíritu, mi joven amigo. Engendros de la mezcolanza de lo peor de nuestra vieja Europa. Sin clase ni hondura.
Yo deseaba ir en busca de Dagny, y me levanté.
—Mi coronel —dije—, la vida es de los sencillos de espíritu.
—Mi joven amigo, ¿intenta usted iniciar una polémica?
—¡Vade retro, mi coronel! Detesto las polémicas.
Andrés, bastante bebido, comentó en español:
—El coronel es detestable cuando polemiza.
El tío miró al sobrino afablemente.
—No hables con nuestro joven amigo en su lengua, Andrés Gembitski. No seas perro.
—Sí, mi coronel.
—Esta noche puedes llamarme tío, hijo de mi hermana María.
—Sí, tío Ladislao.
El coronel cogió su copa y la alzó:
—No polemizaremos. Beberemos. Por usted, mi joven amigo; por ti, Andrés Gembitski; por mí, por todos… Brindaremos por tu pobre madre, Andrés Gembitski, y por el perro de tu padre. ¿Habrán ya depurado al perro traidor de tu padre, Andrés, hijo?
—No creo, tío; es un militar inteligente.
—Andrés, hijo, eres un perro malintencionado.
Se bebió de un trago la copa de champaña. Luego se ensimismó, inexplicablemente, y me pareció triste, envejecido.
Dejé a tío y sobrino para bailar con Dagny. Bailamos un tanto alejados de nuestros compañeros. Al principio, en silencio; más tarde, ella dijo:
—No me ciñas tanto.
—Tengo que ceñirte. No hay derecho a andar en esta época del año con tan poca ropa interior.
—Es sano. Y así lavo menos.
—Dagny, disen, ¿te dije que estoy loco por ti? He perdido seis kilos y la costumbre de dormir. ¿Tú duermes?
—Siete horas diarias.
—Me he enamorado inútilmente, Dagny; sin ningún provecho. Es absurdo. Va contra las leyes de la Economía. ¿Te casarás con el naranjero?
—No sé. En Semana Santa iremos a Stavanger. Quiere conocer a mi padre.
—Juan es un cretino. ¿Para qué quiere conocer al padre si tiene a la hija? No lo comprendo.
—Aún tienes que hacerte hombre. Entonces lo comprenderás.
—¿Hombre? Maldita sea tu estampa, Dagny, ya sé por qué lo dices. Pero dame otra oportunidad. Te demostraré que soy un chico normal.
—Toda tu vida serás un romántico, mi agradable muchacho de la pista de hielo.
No puedo remediarlo. Si hay algo en este mundo que me entusiasme, es una chica guapa, alegre y cordial. Me gustan todas, lo confieso, pero siento predilección por las que se parecen a Dagny Honsted: jubilosas, simpáticas, abiertas, sin prejuicios ni ideas absurdas, verdaderas camaradas… ¡Y pensar que un tipo llamado Peláez iba a retirar de la circulación a una chica así!…
—¿Qué voy a hacer después de Semana Santa, Dagny?
—Qué vas a hacer «antes» de Semana Santa… Juan llegará el día nueve.
—Aún puede caer en un nido de arañas… ¿Piensas serle fiel? Los españoles somos un poco raros en esas cosas. ¿Lo sabías?
—Si los españoles son la milésima parte de lo raro que tú eres…
—Maldita sea tu estampa, Dagny; yo no soy raro. Lo del otro día fue una jugarreta de mi ángel de la guarda.
Sebastián cortó nuestra conversación con unas palmadas. Avisó que faltaban cinco minutos para las doce y que debíamos prepararnos. Nos colocamos alrededor de una mesa cubierta por un primoroso mantel, ¡que Sebastián cuidaba hasta esos detalles! Sobre la mesa había una fuente con un gran montón de uvas ya sueltas de sus racimos, dispuestas para que se las llevase directamente de la fuente a la boca.
Fue muy agradable el momento de las campanadas. De ser dado yo a la política y sus problemas escribiría un libro sobre lo bien que resulta reunirse un grupo de hombres y mujeres del mundo, una noche de fin de año en torno a una mesa, para tragar doce uvas y beber una copa de champaña. Se brindó por el país de cada uno, nos dimos la mano y las mujeres nos besaron las mejillas. Juro por Sancho IV el Bravo que fue divertido. Me emocioné como un majadero, barrunto que por el alcohol trasegado, y me sentí feliz, absurdamente feliz.
A poco se fueron los recién casados, según ellos «a pintar de rojo Londres». Luego, Dagny Honsted dijo que era tarde para ella, y pasó al baño.
—¿Otra copa, mi joven amigo? —ofreció el coronel Novoveski.
—Cuando regrese de acompañar a esa hermosa criatura, mi coronel.
Antonio, que hacía tiempo estaba mudo como un sepulcro, preguntó:
—¿Vas a acompañarla?
—Pues claro, viejo; no va a ir sola.
—Iré yo —aseguró tajante.
—Iremos entonces los tres.
—No. Iré yo solo.
Como aún no vislumbraba la significación de este súbito floreo, repuse:
—¿Hacemos una apuesta?
—No apostaremos nada. Iré yo solo. Ya tengo bastante de ti esta noche. Me la has amargado.
—Oye, oye…
—¡Iré yo solo! ¡Antes me has quitado a Dagny, pero ahora me la llevo yo!
En otras circunstancias me hubiera hecho gracia ver tan excitado y fuera de sí a mi amigo. Porque nunca había visto a Antonio como aquella noche. Incluso llegó a dar un paso amenazante. Era tan ridícula la escena, que tuve ganas de atizarle una morrada.
—Eres un imbécil —dije.
—Y tú un asqueroso. Ella estaba conmigo. No tenías derecho a llevártela. Ninguno.
Sebastián, conciliador, pidió:
—Vamos, Antonio…
—No te metas en esto, Armijo. Es algo entre este tipo y yo. Me ha quitado a Dagny.
No sé cómo se me ocurrió, cómo empecé a columbrar la explicación del comportamiento de Antonio. Fue algo repentino, insidioso; quizá la forma en que pronunció el nombre de Dagny, o el tono que puso en «tipo». Lo cierto es que adiviné claramente lo que latía en la irritación de mi amigo. Y sentí lástima. O bochorno. Por él, que con auxilio de unas copas desnudaba sus sentimientos delante de todos nosotros.
—Perdona —dije—. No quise molestarte cuando la saqué a bailar.
Fue lo peor que pude haber dicho.
—¡Lo sientes! ¡Ahora que la has encelado bailando y que piensas llevártela para Dios sabe qué!
Sebastián dio un puñetazo terrible en la mesa. Una copa cayó y se hizo añicos contra el suelo. Los polacos cesaron en el acto de cuchichear en su idioma, y Jacinto Soler, muy discreto él, se dedicó a revisar discos junto al pick-up.
—En mi casa —habló suavemente Armijo—, y esto es mi casa, no permito que se discuta sobre una invitada mía. Si queréis dirimir diferencias, os vais a la calle. ¿Entendido?
Antonio recobró el sentido, opinó que era muy tarde y se marchó deseándonos un feliz año. Todo en unos segundos.
—Beberé esa copa ahora, mi coronel —dije yo lo más frívolamente que pude.
—¡Magnífico, mi joven amigo!
Bebimos. No parecía haber pasado nada. Y nada había pasado, salvo la disputa de unos estúpidos jovencitos alternando con sensatos hombres maduros.
Me puse a masticar uvas del montón. Mordía la octava cuando apareció Dagny. Le avisé que la acompañaría Sebastián.
—¿Sucede algo? Estáis muy serios.
—¿Qué va a suceder, Dagny? Nada. Feliz Año Nuevo.
—Feliz Año Nuevo a todos. He pasado un rato delicioso. Gracias a todos.
Jacinto Soler se fue tras ellos, y el coronel suspiró:
—¡Hermosa criatura! Despide un aura boreal, fresca, excitante… Es la vida misma.
—Bebamos, mi coronel.
—¿Por qué no ha ido a acompañarla, mi joven amigo?
—Por brindar con usted y con Andrés, mi coronel.
—Miente usted mal, pero es un joven de sentimientos puros.
—Brindemos, mi coronel.
—Andrés, hijo, despierta. Eres un perro descortés. Brinda con nuestro joven amigo español. Es puro e ingenuo como lo fuimos nosotros hace mil años.
Seguimos bebiendo hasta que regresó Armijo. Le pedí tres libras, y me las prestó de tal manera que comprendí que lo hacía porque nos fuésemos cuanto antes.
Desde que salimos del Copperfield no me acuerdo de nada. Tengo una ligera idea de que hablé con Preston para preguntarle si había habitación para una noche, y que tan pronto como le di media corona me aseguró que en la casa siempre habría un cuarto para míster Cánel. Después, nada. Ideas confusas de gentes y sitios raros. Un taxi, unas ropas exóticas y multicolores, voces y canciones llenas de sugerencias de libros por mí leídos. Abrazos, bebidas fuertes, aromáticas y por encima de las brumas de esa noche, una vaga remembranza de hombres generosos, expansivos y tristes a la vez, tiernos y afectuosos conmigo, que me abrazaban y decían cosas muy agradables de España y los españoles.
Luego no recuerdo nada más hasta que me vi en una cama, con una luz cegadora encima de mi cabeza. Una sombra se movía cerca de mí. Negrísima. Creí ser víctima de una pesadilla. Creí estar muerto. Me dolía la cabeza y me deslumbraba la luz. Gemí y sonó una voz. La discerní femenina. No entendía lo que decía. Alguien se volcó sobre mí. Un rostro negro, satánico, de dientes y ojos blanquísimos. Sonreía… Chillé horrorizado y me incorporé en la cama. La cabeza me dio vueltas. Todo se oscureció. Alguien seguía hablando. Ahora distinguí que era inglés… Abrí los ojos… ¡Santo Obispo de Tours! ¡Una negra! ¡Había una negra en mi cuarto! ¡Se sonreía! ¡Era oscura como una noche de noviembre! ¡Qué dientes! ¡Y qué ojos…!
—¿Quién… es usted? ¿Qué… hace aquí? ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy…?
Me dijo, apenas si entendí su inglés sincopado, que se llamaba Grace y que nada hacía, porque yo nada podía hacer, salvo roncar toda la noche. Ahora se iba, con las luces del alba y antes de que abriesen el hotel, como se había acordado la noche anterior con el portero.
Me dejé caer en la cama, anonadado. ¡Una negra! ¡Una negra, por San Pedro Abad! No comprendía nada y me iba volviendo a poner malo por momentos. Empecé a gemir y ella debió de compadecerse, ya que algo habló de un coronel borracho y de un guapo joven con cabellera rubia…
Se fue sin ruido, cual una visión de la Santa Compaña.
Me amodorré unos minutos, pero me dominó la intranquilidad y me levanté. Vi mis zapatos por el suelo y la gabardina sobre una silla. Nada más recorrer el cuarto, me di cuenta de que estaba en mi antiguo hotel. Rompí a llorar como un crío castigado, y me fui dando tumbos hacia la habitación de Armijo. No sabía la hora que era, pero no me importó despertarle. Me abrió en seguida.
—¡Ay, Sebastián de mi alma!… ¡Una negra horrible, Sebastián! ¡Como el chapapote! ¡Se llama Grace, Sebastián, amigo mío! ¡Ya no podré dormir una noche en toda mi vida…!
Creo que lloré por mi madre, por mi tía, por mis hermanas… Y continué llorando acurrucado en una butaca, mientras Sebastián, tronchándose a carcajadas, me hacía cacao y me obligaba a tomar alka-seltzer.
—¡Qué amigos tienes, Sebastián, qué amigos tienes! ¡Hacerme esto a mí, que nunca me meto con nadie!
—Pero ¿qué ha sucedido, gallego borracho? ¡Deja de llorar y explícate!
—¿Qué ha sucedido…?
Apenas tuve tiempo de meterme en el baño. Vomité en medio de unos espasmos espantosos. Vomité todo lo que tenía dentro: estómago, tripas, pulmones, vino, asco, todo…
Pero no acabó la cosa ahí, pues tres días más tarde apareció por casa el coronel Novoveski. Venía empapado, con aquel guiñapo que tenía por gabardina chorreando. Sin su hieratismo y su erguimiento hubiera sido una figura lastimera. Yo, un tanto sorprendido, le hice pasar a mi cuarto y quitarse aquel harapo inmundo.
—Mi joven amigo —empezó, sentándose y aceptando un pitillo negro—, vengo a través de este aguacero a presentarle mis excusas por lo que, según me cuenta nuestro común amigo Armijo, considera una mala interpretación.
—Por Dios, mi coronel, no ha tenido importancia alguna.
—La tiene y muy grande. Usted, mi joven amigo, lo habrá creído una broma de mal gusto… No, no me interrumpa; se lo ruego… Recapitulemos: esa noche usted y su compatriota discutieron, según me tradujo mi sobrino, sobre esa hermosa criatura del Norte. Luego, usted se emborrachó y nos hizo el honor de su compañía. Estuvimos, no sé si recuerda, en varios sitios. Visitamos amigos míos, como yo, en desgracia. Y todos me preguntaban: «Ladislao, viejo lobo de las llanuras, ¿qué le sucede a tu joven amigo español? Sus ojos son tristes y su beber inmoderado. ¿Acaso sufre como nosotros?». Yo callé y reflexioné: «Dejemos que ahogue su pena y hagamos algo por él». Y con mis mejores propósitos, mi joven amigo, le dimos amistad con que compensar la de su amigo enojado y una presencia femenina con que llenar la ausencia de esa asombrosa hija de las nieves.
Atónito, intenté decir algo, expresar algo. Este derrotado personaje me había ofrecido afecto una noche a cambio de un estúpido enfado; y había convencido a una prostituta negra para que hiciese compañía a un borracho inconsciente, a quien presentía nostálgico por una chica noruega.
Sólo pude decir, abrumado:
—¿Y ha venido usted, una noche como ésta, a explicarme lo ocurrido?
—Claro está, mi joven amigo. No gusto de que juzguen mal mis actos; y mucho menos que un joven como usted me crea capaz de una broma indecorosa.
—Tan pronto como recobré la cabeza, señor, adiviné que no era broma, pues venía de ustedes.
Se emocionó y todo.
—Gracias —dijo—. Sólo siento que mi recomendada haya sido negra. La hubiera elegido circasiana para usted, mi joven amigo, pero era tarde y ella la única que aún buscaba por Bayswater. Le hice jurarme que no atentaría contra su pudor y que le velaría como una enfermera hasta el alba. Preston, ese torpe e indigno escocés, se avino a todo por media libra, que, naturalmente, me permití coger de su cartera. Lo mismo que el dinero con que se pagó a la ramera de ébano. Porque, mi joven amigo, mis buenos deseos no están acordes con mis recursos monetarios.
Era ya la hora de la cena y le invité a acompañarnos, tras consultar previamente a las dueñas. Aceptó, como a la fuerza, y durante una hora emocionó a mis patronas con su trato de caballero de otros tiempos.
Después me invitó a asistir a la opereta de Iván Novello, en la cual su sobrino Andrés cantaba con desenvoltura y gusto su papel de partiquino.