A PRIMEROS DE NOVIEMBRE aún continuaba en el hotel, pero ya encajado y pulsando teclas. Había visitado tres casas particulares con resultado adverso. No me importó gran cosa el fracaso, por tener puestas mis miras en la vivienda de Ordovás, con la esperanza de que éste no volviese o tardara todavía mucho en regresar.
Las clases marchaban. Hice amistades interesantes, que me ayudaron grandemente. Sobre todo dos mejicanos, Méndez y Cortina, cuyo ideario político difería bastante del mío, si es que tengo alguno, mas que a la hora de prestar servicios y facilitarme notas y apuntes no tenían rival. Mi inglés, por otra parte, iba mejorando gracias a las clases que daba con un profesor particular; un tal Mr. Tibet, simpaticón y borrachín como un personaje de Dickens. Vivía en Ebury Road, una calle tenebrosa no lejos de Victoria Station, a la que yo acudía tres veces por semana después de la cena. Huelga decir que tal profesor me fue buscado por Sebastián Armijo. Mis relaciones con el panameño habían posado, precipitado. Últimamente ya no era su sombra, pero seguía agradándome la idea de vivir bajo el mismo techo y de tenerle a mano para cualquier contingencia.
Un día de primeros de noviembre no comí en el hotel. Me acuerdo que fue el 3, fecha en que hizo un mes justo de mi llegada a las costas blancas de Dover. Aquel día almorcé con los mejicanos en un Lyon’s de Charing Cross. Tras aquella pitanza nos separamos en Tottenham Court Road; allí cogí la Central Line y en ella fui hasta Holland Park, donde me apeé con el propósito de visitar, o adular, a la señora Arlington. La patrona de Ordovás era una mujer añosa, viuda, alargada y agradable. También era fiel a sus pupilos, pues mi constante pelotilleo no hizo nunca vacilar su lealtad hacia Antonio y su habitación. Me obsequió con una taza de té horrible y me dijo que nada sabía de su huésped desde la carta del 20, que yo conocía. Insistí lo menos diez veces en advertirle que caso de saber algo me avisase.
Dejé a la señora Arlington y subí por Holland Walk pensando en Antonio y en cuáles serían sus proyectos para lo futuro. Me lo imaginé pasando una mala racha, neurasténico perdido, encerrado en sí y más solo que nunca con sus problemas…
Al llegar a Inverness Terrace decidí acercarme al «Zanzíbar» y enterarme por Armijo de cómo iban las cosas por el mundo; ¡a esas horas ya habría devorado su habitual media docena de diarios…! Pero mi amigo no estaba. Gianna, la italiana de la cafetera, morena, pequeñita y metida en carnes, me dijo que había parado poco tiempo: el indispensable para beberse dos tazas de café.
Yo me senté en nuestro rincón y me dediqué a poner en limpio las notas casi taquigráficas que Méndez había cogido en la conferencia de un economista australiano. Me abstraje tanto en mi quehacer, que me pilló de sorpresa el saludo de cierta persona: Dagny Honsted, con su precioso pelo caoba más corto que la primera y única vez que le vi, y su duffle coat —comando— favoreciéndola en alto grado.
—¿Yo poder sentarme?
—¡Estaría bueno que alguien se opusiera!
—¿Perdón…?
—Tú sentarte y yo traer café. ¿Solo o con leche?
—¿Perdón…? Tú hablar muy de prisa.
—Yo decir tú sentarte; tú contestarme «negro» o «negro y blanco».
—Yo misma ir.
—Tú sentarte.
Creo que estaba algo sorprendida por mi manera de hablar y por la invitación a café.
Al colocarle la taza delante, Dagny Honsted preguntó:
—¿Cómo ser tú tan alto y rubio? Tú ser español y tener los ojos claros.
—Yo ser de una parte de España donde haber celtas. Rubios celtas.
—Tú burlarte de mí.
—Ser cierto. Muchos celtas. Tocar gaitas celtas.
—Tú burlarte no por celtas; tú burlarte por mi español.
Reí, satisfecho, feliz, porque a solas con una chica guapa me encuentro tan cómodo como una golondrina sobre un cable.
—No me burlo, Dagny. Lo hablas muy bien. ¿Cuándo lo has aprendido?
—Yo aprenderlo con Juan.
—¿Juan? ¿Quién es Juan?
—Juan Peláez. Él ser mi novio. ¿Tú no saber?
—¿Español?
—¿Tú no saber? ¿Tú no preguntar a Armijo por mí el otro día?
Los hombres somos unos bichos tan innobles, que basta que una desconocida pasable nos diga que tiene novio para que nos sintamos ofendidos.
—Yo no preguntar por ti —dije—. Es raro, ¿verdad?
—Tú hablar despacio… Yo preguntar por ti a Armijo.
Había que oírla pronunciar el nombre de Armijo. Y había que fijarse también en unas lucecitas especiales espejeantes, latiendo en sus pupilas; decían bien a las claras que me estaba tomando la cabellera.
—Yo quise indagar, bien valía la pena; pero los polacos, ¿recuerdas?, estaban aquí soltando tal sarta de disparates, que se me fue el santo al cielo.
—¿Santo al cielo…? Tú hablar rápido y raro.
—Santo al cielo, ¿comprendes? Ideas que nacen, viven y, ¡zas!, desaparecen…
—Yo entender. Eso. Idea, ¡zas!, desaparece… Polacos estar locos. Ser buenos, simpáticos, pero locos. Como niños, infantiles, toqués, nunca quietos… Tú…, ¿tú qué mirar, Martín, no?
Yo miraba, bien cierto, para aquella boca increíble, blanca, sin pintar, jugosa, de la que escapaba un torrente de sustantivos y adjetivos sin ilación alguna.
—¿Tú qué mirar?
—Yo mirar tu boca, Dagny.
—¿Qué tener mi boca?
—Tu boca tiene cuanto puede tener una boca, amiga mía.
—¿Gustarte mi boca?
Yo suspiré y cogí el cigarrillo que ella tenía entre los dedos; aspiré una buena bocanada y se lo encajé en los labios.
—Tú ser simpático.
—Gracias. Tú eres una maravilla. Como una disen.
—¿Disen? Tú conocer cosas de Noruega. ¿Tú estudiante?
—London School of Economics.
¡Qué criatura, manes de mis muertos! Me hubiera estado siglos contemplándola. Si alguien puede simbolizar en este mundo la juventud y la belleza, ese alguien es Dagny Honsted. Tuve curiosidad por saber quién era el afortunado novio, y se lo pregunté. Resultó ser naranjero, o algo así. Delegado en Londres de un grupo de exportadores. Al presente andaba por España, circunstancia que como persona sociable que soy, me halagó lo suyo. Aunque su español no era precisamente académico, la escuché deleitado por espacio de algún tiempo. Hablaba sin cesar, ayudada por unos ojos azules maravillosos y una mímica excitante. Me contó que llevaba seis meses en el país aprendiendo el idioma. Por lo visto, se sufragaba sus gastos sirviendo a un matrimonio que vivía en Leinster Gardens. Le daban comida, casa y dos libras con ocho chelines a la semana. Después, quizá para que la catalogase socialmente, me dijo que su padre era ingeniero y dueño de una fundición de aluminio en Stavanger. Por añadidura, Dagny Honsted sabía alemán y francés. En fin, una chica completa; de esas que sólo se encuentran por encima de los Pirineos.
La acompañé hasta el flat de Leinster Gardens. La niebla que había amenazado durante todo el día, cuajaba ahora ensombreciendo las calles de una forma asustante. Leinster Gardens era un pozo nauseabundo, lleno de ruidillos recelosos, difusos, de carrerillas de perros…
Le pregunté si quedaría libre después de la cena.
—¿Tú querer salir conmigo?
—Si tu novio no es celoso…
—Juan ser celoso. Pero yo salir cuando quiero. ¿Dónde ir?
—Donde tú dispongas. Conocerás más sitios que yo.
—Yo pensar esta tarde patinar. ¿Tú saber?
—¿Patinar?
—Sí. Ice skating.
Nunca había patinado sobre hielo; sólo sobre ruedas. Y me dije que lo mismo daba una cosa que otra. Lo realmente agradable sería pasar un rato con aquella diosa escandinava.
Nos citamos para hora y media más tarde.
Yo me perdí en la niebla y llegué al hotel con el primer plato. Una contrariedad. Aquellas mozas irlandesas, camareras, se sabían tan al dedillo las normas sindicales, que todo comensal retrasado no veía ni por asomo lo ya servido, fuese pan o margarina, arenque salado o huevo.
Cada huésped tenía su mesa. La mía estaba al fondo del comedor, inmediata a la de Sebastián. Me senté cuando éste finalizaba una sopa de hierbas.
—Has perdido un plato, gallego —avisó.
—Estuve en tu «despacho»; ya te habías ido.
—He tenido quehacer.
—Apareció la noruega y pasamos un rato inolvidable.
—¿Lo pasaste tú, o los dos a la vez?
—Los dos, viejo. ¿Por tan mal conversador me tienes? Acabo de dejarla en su casa. Quedamos citados.
—Veni, vidi, vici!
—Patinaremos. Sobre hielo. ¿Conoces el skating de Queensway?
—Claro. A veces, yo mismo patino.
—¿Sí? Pues vente con nosotros.
—Los viejos nos acostamos pronto, gallego.
—Una noche es una noche. No quisiera perderme el espectáculo de un cliente de Savile Row sobre el hielo.
—Eso no lo verás nunca. Tengo ropa especial para patinar.
—¿Será posible, Petronio?
No niego que soy vanidoso. Es una lacra hereditaria en los Canel. Mi difunto padre, que en gloria esté, era el ser más vanidoso de toda la geografía peninsular. De él heredé tal virtud, así como la estatura y los ojos. Menciono la vanidad porque yo tenía la esperanza, o la ilusión, de descubrir en Dagny algún signo de contrariedad, ya que la pareja se convertía en trío. Ni soñarlo. Acogió a Sebastián con genuina sorpresa y alegría, con más alegría que a mí. Parecían simpatizar mucho.
Verdaderamente, era una noche como para quedarse en casa con las ventanas bien cerradas, los burletes ajustados y las cortinas corridas. La niebla pasaba ya de tesitura meteorológica; era un ser vivo, protoplasma gelatinoso con la consistencia de una manta palentina. Sólo cuando llegamos a Queensway y sus luces, se difuminó lo bastante como para distinguirnos unos de otros.
Repito que he patinado sobre ruedas. En mis años mozos. Sin alcanzar el virtuosismo de mis hermanas pequeñas, Constanza y Martina, conseguí hacerlo regularmente. Sin embargo, tan pronto como me puse los patines de hielo comprendí que una cosa es Adviento y otra Pentecostés. Los primeros tres metros lineales me costaron tres culatas con resonancias en los senos frontales, el cuarto metro, ayudado por Dagny y Sebastián, sin novedad; y a partir del quinto, el milagro de poder deslizarme sobre el hielo cual una nereida sobre la linfa de un río. Ya se estaba diciendo mi presunción que no sería difícil lograr la soltura de Sebastián, cuando reventaron unos altavoces con los compases de un vals, y me vine al hielo. Me sacaron de la pista de una manera indecorosa, se despejó aquélla y los maestros comenzaron a bailar. Dagny y Armijo hacían una buena pareja, al menos danzando sobre patines. Él, con los giros y el jersey de patinar, parecía una barra multicolor de barbería; ella, una disen bañada en lluvias y nieves árticas.
Finalizó el baile y volvimos los malos. A mí me tomaron todos por el pito del sereno. Me formaron corro, fui llevado de un lado a otro, empujado ignominiosamente… Dejé de hacer el payús cuando tuve a tiro a Dagny Honsted. Me lancé sobre ella con el ímpetu de un aerolito, y allí fue Troya. Se tronzó la rueda, Dagny arrastró al vecino, el vecino al siguiente, y éste a toda la culebra humana… Trastabillamos y caímos, pero reímos con toda la fuerza de nuestros corazones… Porque ¿quién osará decir que la vida es un calvario mientras unos rapaces y unas chicas puedan reunirse en una pista de patinaje sobre hielo?…
—¡Tú ser el hombre más gracioso, Martín! ¡Yo morir de risa!… ¿Tú ver, Sebastián, a él? ¡Puf, paf, pof… un bólido!, ¡zas!… ¡Yo morirme con tú, Martín!
—Y yo con tú, Dagny. Y tú, viejo, ¿morir con alguien?
—Yo morir de los riñones, gallego bestia por culpa de tu gracia bastarda…
Después nos fuimos a tomar una botella de Pommery a la suite de Sebastián. También hicimos música en el pick-up del panameño y en el piano del hotel. Recuerdo que al final del disco de moda entonces —the Harry Lime’s theme—, Dagny suspiró y dijo:
—Yo soñar por tocar así. Cítara, ¿no? Antón Karas, ¿no? Yo siempre querer tocar el piano. Yo decir: padre, yo querer un piano; padre, yo aprender. Pero padre no saber. Ser ingeniero bruto, sin sensibilidad. Ingeniero sólo silbar. ¿Vosotros tocar algún instrumento?
Con mi modestia habitual aseguré que aporreaba bastante el piano.
—¿Tú tocar, sí?
—Cuando Martín ejecuta —comentó Sebastián—, el piano suena a máquina de escribir.
—Muy gracioso.
Estudié la carrera de piano con el mismo interés que se pueda poner en el estudio de un lobanillo axilar. Mis hermanas y yo, excepto la pequeña Martina, que se negó en redondo, pasamos por ese suplicio por no disgustar a nuestra madre, exquisita pianista, y, naturalmente, porque resulta más sensato obedecer que desobedecer a la tía Martine.
Pero si con música seria soy un organillero, con la esquizofrénica de hoy en día parezco un mago. Si no, que lo digan noruega y panameño cuando ataqué los tres blues y el swing con que suelo poner broche a mis actuaciones. Primero el Widow’s blue, al que sigue Corner blue; luego, el electrizante Sorry, baby, I got blue devils, que rematé con el vertiginoso swing Kiss me, daugther, at Pennsylvania Station. Dagny se impresionó tanto que me revolvió el pelo y me puso en los labios el cigarrillo que estaba fumando.
—¡Tú ser maravilloso, Martín!
—Pero sólo al piano —dije quejumbrosamente.
Algunas de las noches que siguieron, a fuerza de dar vueltas en la cama, descubrí que ese sentimiento absurdo que llamamos amor no es más que la consecuencia de un proceso secretorio glandular, originado por una precaria alimentación. Llegué a este descubrimiento por la vía experimental y con la ayuda de Dagny Honsted. No puedo negar que me costó un gran trabajo, pues me faltaba certeza de conocimiento. En otras palabras: no sabía entonces, con exactitud, qué era el amor. No obstante, una vez descubierto que es un estado patológico cuya sintomatología viene tipificada por ideas erráticas, irritabilidad, inapetencia y flojera de articulaciones, descubrí también que estaba enamorado, ya que Dagny Honsted producía en mí tal síndrome. Mi memoria ya no registra fielmente la aparición de las primeras manifestaciones de mi estado, pero sí conserva ordenadamente las conclusiones a que me condujo mi autoanálisis. Fui lógico como Aristóteles y empírico como Bacon: usé de la inducción y de la deducción, llegando incluso a aplicar a mi caso métodos puestos hoy en práctica por la Ciencia Econométrica. Los resultados fueron desconsoladores, pues probaron que mi equilibrio basal se hallaba afectado por un predominio del soma sobre la psico. Descendí, en mis reflexiones, a niveles más vulgares, y gracias a una báscula parlante de Victoria Station comprobé que había perdido peso: cuatro kilogramos. Un espejo me dijo que tenía una cara pésima y un veterinario, opositor a cátedras, que debía vigilar mis encías, blanquecinas y con tendencias a sangrar.
En resumen: falto de peso y escaso de vitaminas, era terreno propicio para cualquier ataque bacilar o virulento que llegase de fuera. Y el ataque llegó de Stavanger (Noruega) bajo la forma —¡y qué formas, los cielos me valgan!— de una muchacha nívea y de precioso pelo caoba.
Fueron unos malos tiempos; unos terribles tiempos. Dormía mal, comía mal, hecho nada extraño en las Islas, y vivía en constante desasosiego. Pasaba por una de esas fases que mi tía Martine llama méprisable conduite africaine, porque para mi encantadora tía francesa España es une toute petite partie de l’Afrique.
Hasta pasadas las cuatro de la tarde existía como entre nubes. Y por tal motivo descuidé mis deberes profesionales. La verdad, estaba indignadísimo conmigo mismo. Personas que desde el comienzo de la carrera había sentado en el Olimpo Económico, a diestra y siniestra de John Maynard Keynes, carecían ahora de significación y valor. A algunas podía verlas y escucharlas a diario. Como si nada. Muñecos, figuras de guiñol gesticulantes y tediosas, que retrasaban mi encuentro vespertino con la chica noruega de Leinster Gardens.
En mi desesperación llegué a escribir un cuento tristísimo sobre un niño enamorado de la luna. No me salió mal, debo confesarlo; pero no tenía mi sello, pues todas mis obras literarias —cultivo el género por afición y sin gran fortuna— se caracterizan por un hedonismo explosivo y coruscante.
También me dio por no hablar. Apenas si rumiaba un saludo o una inconveniencia. Naturalmente, un comportamiento tan insólito en persona a diario tan distinta preocupó a mi amigo Sebastián Armijo. Una tarde en que yo, como todas las tardes, esperaba en el «Zanzíbar» por mi sol de medianoche, me dijo:
—¿Alguna contrariedad estos días, gallego?
—Muuú…
—Sin que sea inmiscuirme en tus asuntos, ¿me permites un comentario?
—Muuú…
—Gracias. El comentario es éste: ¿no estarás descuidando un poco tus quehaceres?
—Mi discreto y cabal amigo del Caribe…
—Yo no soy del Caribe, gallego. A mi provincia, Panamá, la baña el golfo del mismo nombre.
—Bueno. Mi discreto y cabal amigo del golfo de Panamá: yo no descuido un poco mis quehaceres, sino que los olvido absoluta y completamente.
—¿Alguna contrariedad, entonces?
—Muuú…
Precisamente aquella tarde fuimos Dagny y yo a un cine de Bishops Road. Recuerdo que la película narraba las aventuras de un arquitecto yanqui en lucha con los criterios de una pandilla de reaccionarios y retrógrados burgueses. Lo recuerdo no porque haya entendido nada, sino por la traducción que Dagny Honsted me hizo de los diálogos. Una de las ocasiones que acercó su cara para explicarme sotto voce una escena, la besé. Su pelo olía a abeto, sus ojos eran dos fiordos y su boca guardaba reminiscencias de pasta dentífrica; por tales razones, y otras muchas, la besé por primera vez. Debí de hacerlo con excesivo empeño, porque al concluir se quejó en la penumbra de la sala:
—¡Tú ser un salvaje!
—Tú ser la más endiablada de las noruegas.
—Tú no conocer ninguna otra. Tú no saber…
—Yo conocerte a ti y yo gritar: ¡viva Noruega!
—Tú estar loco.
Volvió a llamarme loco una hora más tarde, en la oscuridad de Leinster Gardens.
—¡Ah, Dagny, Dagny, hueles a árbol y sabes a fiordo! ¡Dagny!… ¡Dagny!…, doncella nórdica… Porque tú serás doncella, ¿verdad?
—Tú estar loco. Yo no saber nunca cuándo hablas en serio o en broma.
—Dagny…, ¡oh, Dagny…, Dagny, noches soñando con hundir mi cara en tu pelo caoba!… ¡Ser bombón para disolverme en tu boca! ¡O guante, Dagny, para estar siempre en tus manos!
—Tú decir cosas muy raras. Yo nunca oírlas.
—Porque Peláez ser necio. ¡Ah Dagny!, disen, doncella de los lagos… porque tú serás doncella, ¿verdad?
—Tú ser cínico, descarado, caprichoso, estúpido, infantil, pero gustarme. Ser muy alto, muy charlatán, muy alegre y muy guapo. Yo reírme.
—Y yo sufrir, Dagny. Sufro, no duermo, no como, no trabajo…
—¿Mi culpa?
—No, de Peláez. Tú no querer a un tipo con ese nombre; estoy seguro.
—Yo querer a Juan. Ser moreno y feo. Tener mucho vello. Ser como mono.
—¡Ser como mono!… Tú estar toqueé, mi doncella boreal… porque tú ser doncella, ¿verdad?
No hay bien comparable a la salud. Al menos, para uno que siempre ha sido sano. Salvo la escarlatina, la tos ferina y la varicela, no creo haber tenido ninguna enfermedad definida. Ni siquiera he padecido el sarampión. Por eso aborrezco cualquier mal funcionamiento del organismo cuando no estoy rodeado de los míos. Y también por idéntico motivo decidí cambiar de vida. Me compré un reconstituyente francés, en ampollas, y sorbí una en cada comida. Mejoró mi apetito, mas empeoró mi insomnio. Dejé de ir por el «Zanzíbar», reforcé mi volición y anulé mi memoria… Pero la voluntad es oblea para el recuerdo. Siempre domina éste, auxiliado por nosotros mismos. Es asombroso el comportamiento de nuestras neuronas: nace una idea, dos, tres: se mezclan, se interconexionan, quizá lleguemos a rechazarlas… Pero interviene la memoria, y las ideas, ya imágenes de recuerdos, quedan almacenadas hasta el fin de nuestros días. Otra cosa: he podido observar que se sobrellevan mejor las nostalgias de la libido que las de nuestros momentos de pureza e inocencia. A las primeras se las puede vencer, pero las segundas, una vez grabadas, no hay detergente que las borre. Resulta desconsolador que un joven como yo haya llegado a tal convencimiento.
Una noche, al regreso de mi clase con Mr. Tibet, visité, como todas las noches, a Sebastián en sus habitaciones. Le encontré bebiendo cacao. Se lo preparaba él mismo en la estufa de gas. Él es culpable de que yo me haya aficionado a tan detestable poción.
—Asco de país —dije al sentarme—. ¿Será la niebla súbdita también de su Graciosa Majestad? Debo de tener los bronquios como una chimenea de alto horno.
Como quien no quiere la cosa, comunicó:
—Esta tarde he visto a Dagny.
—¿Dagny?… ¿Alta ella, feúcha y hablando una porquería de castellano?
—La misma. Ya veo que la recuerdas.
—Muuú…
—Vamos, Martín. Dime de una vez qué sucede. Hace una semana os veía tan alegres, tan ilusionados, que yo mismo me sentía feliz pensando que el mundo aún tiene remedio si su juventud se entiende.
Así era Sebastián Armijo. Estoy convencido de que se sentía dichoso viendo a dos jóvenes europeos, alegres y sanos, en amor y compañía.
—Tú creo que conoces a un tal Peláez, ¿no? —expuse por todo comentario—. Naranjero él. Tiene novia.
—Bueno, ¿y qué? ¿Tratas de decirme que esta averturilla te coloca ante un caso de conciencia? ¡Qué ingenuidad, Dios mío!…
¿Caso de conciencia…? Absurdo. No estoy muy seguro, pero en el fondo pienso que era temor, prevención, autodefensa…
—Vamos, Martín. Deja de hacer el cadete y vuelve a salir con ella. Diviértete.
—¿Y me lo pides tú? ¿Un hombre tan impertinentemente honesto me aconseja eso?
—¿Lo dices por Peláez?
Me encogí de hombros.
—Soy de un país joven y virgen, gallego. Y todavía sigo creyendo que los mejores platos, los más sabrosos, son para los oportunistas. La vida, mi ingenuo amigo, es una selva tenebrosa donde sólo evolucionan los más aptos.
—San Martín de Tours me proteja. ¡Y yo que creía sin hiel tu buche!
—En mi buche hay hiel para amargar el universo. Pero disimulo. Me gusta presumir de educado y de hombre con muchos amigos. Eso es todo.
Y se bebió el cacao que quedaba en la taza.
Se disculpará que con tal consejero yo volviese a la compañía y regalo de Dagny Honsted. Nunca me he arrepentido. La encontré al día siguiente en el «Zanzíbar». Sola en una mesita, leyendo y fumando. No me extrañó verla sola, pese a que Sebastián estaba en su rincón habitual con dos estudiantes españoles y un sefardita egipcio que hablaba como en los tiempos de Elio de Nebrija. Digo que no me extrañó, porque Dagny solía huir de los grupos donde había más de dos ibéricos. Me imagino que por Peláez.
Me dirigí a ella después de saludar a los otros.
—¡Hola! —dije.
—¿Tú enfermo una semana?
—Yo escapar de ti una semana. ¿Yo poder sentarme?
Y, cosa sorprendente, habló, por primera vez en nuestra breve amistad, en francés, en una lengua en la que ambos podíamos cambiar ideas matizando:
—Je t’en prie.
Pero no me senté. No podía hacerlo con aquellos pares de ojos sobre nosotros. Le dije si quería dar una vuelta y asintió con la espontaneidad que ponía en todos sus actos.
Paseamos hasta la «Serpentine» y allí alquilamos un bote de remos. Fue una tarde algo triste. Creo que a causa del francés. No parecía que fuésemos los mismos. Cambiar conceptos plenamente con Dagny Honsted se me antojó menos sincero, menos nuestro. Como si estuviésemos traicionando una vida anterior, que los dos recordábamos alegre, divertida, jubilosa, a través de unas palabras incapaces de hacernos poner serios. Ella debió de pensar algo por el estilo, pues ya de retirada me dijo:
—¿Por qué no me pareces en francés el muchacho de la pista de hielo, Martín?
—Explícame por qué no eres tú, en francés, la chica que me revolvió el pelo delante del piano del hotel, y sabré contestarte, Dagny.
Tenía las manos ateridas en el atardecer de aquel día de noviembre. Y sus labios, dulces una semana antes, me parecieron amargos, furiosos, acaso despreciativos.
—Escúchame bien, español. Si tú deseas una compañera divertida y alegre, aquí está la noruega Dagny. Pero si buscas una mujer seria o enamorada, nunca la encontrarás en la noruega Dagny. ¿Has comprendido? Yo quiero a Juan.
—Que se lo coman las arañas…
Enamorarse de una disen, o interesarse, no es buen asunto. Jamás se entiende a una disen. Es, lo dice la palabrita, una diosa. Y como tal se comporta. Nunca tiene, como pudiera suponerse, la cabeza ocupada en el pasado o en el mañana. Lo único que le importa es danzar sobre un lago o encaramarse a una nube. Se comprende que con tal persona uno no sepa a qué atenerse. Se cree tener una mujer, algo humano y vibrante, en los brazos, y al segundo siguiente resulta que lo que se abraza es un pájaro loco que ríe de todo y que, caso de mi disen, dice en un español calamitoso:
—Tú, Martín, chiquillo, no reír, ¿por qué, Martín?
—No sé, Dagny.
—¿Tú no ser feliz con tu disen?
—Yo no soy feliz pensando en tu Peláez.
—¿Juan? ¿Juan no dejarte ser feliz? Juan estar en España. Tú olvidar a Juan. Yo no pensar en Juan.
—Tú ser una golfa, amiga mía.
—¿Golfa? ¿Qué ser golfa, Martín?
—Una palabra fea para una mala chica.
—¡Oh, Martín!…
—¡Oh, Dagny, Dagny, me volverás tarumba!
—¿Tarumba?
—¡Loco, toqué, desequilibrado!… ¡Maldita sea tu estampa, Dagny! ¿Cuándo vendrás a mi hotel?
—¿Tu hotel? ¿Tu cuarto de hotel?
—No preguntes; nunca preguntes. Una diosa adivina; no pregunta.
—Tú ser estúpido. Yo ir a tu hotel; yo ser después golfa. ¿Ser así, Martín?
—¡Dagny! ¡Maldita!…
—Tú ser estúpido.
—Yo ser lo que tú quieras, pero ¿cuándo vienes a mi hotel?
—Cuando venir Juan, ir los tres. Y charlar de naranjas.
—¡Que se lo coman las arañas! ¡Ya veo a Juan en sueños!
Interesarse por una disen es llevar vida de perro.
Un día fuimos a Tottenham a ver un partido internacional: Inglaterra contra Italia. Las entradas se las dio a Dagny su patrono, que tenía algo que ver con la «Socca». Creo que fue el 30. Mejor dicho: seguro que fue el 30. Tengo tan grabada la fecha en la memoria, que podría dar todos los detalles que de ese día se me pidiesen. Fue una fecha fatal, clave. Un diablo maligno se metió por medio, y mis ilusiones, unas hermosas ilusiones, se frustraron.
El kick-off ocurrió a las 2,15 p. m. ¡Si recordaré todas las minucias! Cogimos el bus en Manchester Square a eso de la una y, como sardinas en lata, a través de calles y barrios tristes, llegamos a Tottenham, sombrío y sucio, acongojante. Las localidades eran de standing accomodation, que quiere decir de pie y expuestos a subir y bajar en dos horas mil veces el graderío, empujados por una muchedumbre más bien excitable que flemática.
A Dagny le entusiasmó el partido, pero no por el juego, sino porque entre los jugadores italianos, según ella, no había uno solo desaprovechable por guapo y por moreno.
Era su día libre, y de regreso en Londres cenamos en un restaurante francés del Soho, que yo conocía por haber estado en él con Armijo.
Después, la oscuridad de un cine y la de una calle londinense hicieron el resto. No sé qué demonios me sucedió aquella noche. No puedo explicármelo, y bien sabe Asmodeo que he pensado sobre ello con una profundidad propia de más dignos menesteres. Sería el destino, especialista en jugarretas. No sé, repito. La cuestión es que cuando cerré la puerta de mi cuarto del Copperfield Hotel, sentí náuseas. Y no por ella; por mí mismo. He cavilado si sería el halo que en su precioso pelo ponía la luz del techo. También pudo haber sido el simple acto de quitarse el «comando» y dejarlo a los pies de la cama. O la sorprendente sonrisa de sus ojos y sus labios cuando me tendió los brazos.
Yo sólo pude decir con la gracia de un eunuco enamorado:
—¿Me quieres, Dagny?
—No preguntes; nunca preguntes, Martín.
—Tengo que preguntar, Dagny. Eres tan magnífica, tan llena de vida… ¿No comprendes, Dagny? Me parece nauseabundo, de pronto, que tú y yo hagamos algo sin mediar nada legítimo.
—Bésame —pidió en francés—. Y no preguntes.
—¡Dagny, escúchame! Si te beso ahora, sé que estropearé algo estupendo… Nunca volveré a pensar de la misma manera sobre tu alegría y tu belleza, sobre esta luminosa vitalidad de disen. Dagny…
No he logrado saber si su sonrisa expresaba sorpresa, cansancio o desprecio.
—Creo que debo irme, Martín.
—Dime que me quieres, Dagny.
—Eso es pedir mucho. Demasiado. No puedo.
—Eres una…
—Por favor. ¿Para qué acabar nuestra camaradería con unos insultos inmerecidos?
—¿Acabar, Dagny?
—Acabar, Martín.
Se puso el «comando» tranquilamente, y no menos tranquila repuso:
—Me iré sola.
—Te acompaño.
—No, Martín.
Yo no creo que el francés sea, pese a cuanto la literatura afirma, un idioma adecuado para el amor. Es racional en exceso; lógico. Tan preciso y exacto que no deja resquicio para sugerir, para insinuar que no se ha querido decir lo que se dijo, sino algo completamente distinto; no se presta para medias tintas. Inútil. Lo que se afirma en francés, no hay forma de negarlo un segundo más tarde…
En vista de lo cual volví a embriagarme como un patricio romano en las Guerras Civiles, que no sabía si a la mañana siguiente encontraría su nombre en las listas de proscripción. No consigo acordarme del pub donde la cogí. Sé que tiene que estar en algún sitio entre Gloucester Terrace y Bayswater; nada más que eso. El pub tenía una máquina «tragaperras» a la entrada, que se comió muchos de mis peniques; no era precisamente aquélla mi noche y ni una sola vez se encendieron las lucecitas del éxito. Bebí metros cúbicos de cerveza y cosa de un hectolitro de ginebra, una mezcla en verdad extraordinaria. Allá por la cuarta cerveza, espesa y agria, comenzó a protestar mi hombría hasta entonces abochornada. Me encontré hablando solo, diciéndome: «Eres un cerdo, Martín; un eunuco, un frustrado… No sirves para nada. Quizá para vigilante de serrallo. Eso. Martín, pasmo de los Canel, eres un poca cosa…».
Seguí ingurgitando mi desolación hasta que me animé a ir hacia el ruido. Del fondo del local llegaban voces y las notas de un piano muy mal pulsado. En la rebotica, un cuartucho alegre y con trofeos deportivos, hallé un grupo de seis o siete ingleses en torno a un piano vertical. Me miraron al entrar, y estropajosamente inquirí si molestaba. No comprendo cómo me entendieron ni cómo los entendí. Uno de ellos dijo:
—Come here, folk.
A los cinco minutos, la gracia característica de los Cerdá les había hechizado y me invitaban a cerveza mezclada con ginebra. Sentado al piano, me creyeron juke-box, y en vez de monedas metieron en mi boca litros de líquido para que tocase.
Nos echaron con el cierre. Hermanados por el alcohol, uno de mis anfitriones se empeñó en llevarme hasta Lancaster Gate.
—You all right, Spaniard?
—Fine, dandy, sweet, nice…
El portero de noche, Preston, un escocés borrachuzo y cotilla, me vio tan mal que quiso facturarme en el ascensor, proyecto absurdo, ya que mi habitación estaba en la primera planta. Conjeturo que estaría más borracho aún que yo.
Hallé a Sebastián Armijo delante de un rimero de cuartillas y una copa. Escribía. Gustaba de la literatura. Tenía publicados dos o tres libros de poesías, incomprensibles, y uno de viajes francamente ameno.
—¿Qué hay, gallego?
—Lo que hay, bien se come. Estoy borracho. ¿Escribes?
—Escribo. ¿Qué festejas?
—El fracaso de mi masculinidad. Eso. Hoy he comprendido que soy un tipo despreciable; un soprano; un guardador de serrallo. Eso soy. ¿Qué te parece?
—Que exageras. Aparentemente, resultas un magnífico espécimen de Cromagnon evolucionado. Un soberbio animal.
—Eso. Un soberbio buey… ¿Qué bebes?
—Oporto.
—¡Ajajá!… Oporto, ¿eh? Como en las novelas victorianas. Después de la cena, ¡un vasito de oporto! Vives como un nabab, viejo.
—¿Quieres?
—¡Claro que quiero! ¡Seguiré bebiendo por mi hombría avergonzada!
Me sirvió el vino en una copa fina, vibrátil.
—¿Qué ha sucedido, Martín?
—Nada. Ésa es la palabra: ¡nada! He subido una mujer a mi cuarto, y…, ¡viva la virtud triunfante!
—Ya.
—¿Ya?… Ya, ¿qué? ¿A qué viene ese «ya» tan maligno? ¡Ah! ¡No lo digas! ¡Lo adivino! ¡El cotilla de Preston te comunicó que el míster del 14 subió una chica esta tarde!
—No ha sido Preston.
—¿No? ¡Ya! No me lo digas. Alguno de mis simpáticos compatriotas del hotel, llevados del típico y siniestro complejo nacional: ¡envidia!
Me bebí la copa de oporto, que me sentó como cianuro.
—Tengo ganas de llorar —confesé.
—Pues llora.
—Hoy he ofendido a una mujer sin quererlo. Es terrible ofender a una mujer sin intención.
—Lo sé. Pero el sol saldrá mañana.
—No. No saldrá ningún sol para esta ofensa. Nunca. Convencer a una mujer para que haga algo, eso, y no hacerlo, es defraudarla. No te lo perdonan. ¿Comprendes?
—También he sido joven, gallego.
—No; no es eso…
—Lo es. Allá por los veinte fui estudiante en Europa. París, Bolonia, Friburgo, Viena… Estuve un año en Lovaina y fui el lector de español en Heidelberg… Conocí mujeres extrañas, que me trajeron problemas por la misma razón que a ti: por no entenderlas. Así como me ves, tuve novias a docenas. Supongo que por mi dinero y por el interés que lo latino-americano despierta en Europa.
—Modestia. Tuviste novias porque todo lo fatal se cumple. Un tipo que llega a interesar a los hombres, tiene que volver locas a las mujeres. ¡Yo mismo estoy enamorado de ti!…
—¡Mi pobre Martín!… ¡Y yo que al principio te creí un joven cínico, con ribetes de volteriano! Mi ingenuo y torpe amigo, ¡si te viese tía Martine!…
—Muuú…
Maldije la hora en que tuve la debilidad de hablar de mi familia a aquel caribeño. ¡Todo el día a vueltas con la dichosa tía Martine!…