CAPÍTULO PRIMERO

A LOS POCOS DÍAS de mi llegada me embriagué como un patricio de las Guerras Civiles, época en la cual, según he leído, los patricios romanos bebían desmesuradamente. También he leído que ningún mamífero es tan propenso a la melancolía como el homo sapiens, afirmación que juzgo gratuita, pues me consta que existen otros animales tan melancólicos: el asno de mi tío Felipe, por ejemplo; un animal siempre cabizbajo y tristón, cuyos rebuznos, cuando aprieta el calor, expresan la más escalofriante y aterradora de las hipocondrías.

Ateniéndonos a los hechos, mi borrachera nada tiene que ver con el tío Felipe ni con su asno; ni tampoco con la melancolía, estado anímico muy lejano a mí, que si menciono es porque con algo hay que empezar y porque, en cierto modo, por aquellos días mi carácter había perdido parte de su habitual alegría. Y se comprende. Solicitar una beca para ampliar estudios en un país cuya lengua se desconoce, es estulticia comparable a la de intentar extraer agua de un pozo con un cubo sin fondo. Eso fue lo que yo hice. Solicité, conseguí, gracias a mi modesto expediente, lo que quería, y me puse en Londres sin encomendarme a Dios ni al diablo. La imprevisión característica de los Canel, como diría mi tía Martine, quien por francesa y viuda de un español, mi finado tío Jorge, sabe un rato de estas cosas… Y ya habiendo tocado a mi familia, debo confesar que tengo nombre —o nombres— de animal: Martín Canel Cerdá; el primero de ave, el segundo casi de perro, y el tercero, si lo hacemos grave, nombre de puerco. Puede pensarse que, con tal denominación, voy por la vida con un complejo a cuestas, con querencia de tristeza, y que por ello me emborracho como un patricio de las Guerras Civiles. Absurdo e irreal. Yo soy un tipo corriente y campechano, ligeramente ingenuo y poco dado a afectarme por el comportamiento de mis semejantes. No, insisto; me embriagué porque estaba levemente irritado con mi imprevisión y porque me encontré con un conocido, una tarde de soledad y aburrimiento.

Mi imprevisión, o si se quiere mi ignorancia del inglés, me hizo pasar malos ratos. Aún recuerdo con bochorno mi entrevista con Mr. Peckham, de la London School of Economics. ¡Qué admirable paciencia la de Mr. Peckham, y qué firme su fe en el hombre como ente racional! Sonreía cual un querube mientras hojeaba mis papeles y trataba de descifrar mi particularísimo inglés. Menos mal que mi amigo Antonio Ordovás me sirvió de introductor. Supongo que por atención a él, alumno de la Casa desde un año antes, fue por lo que Mr. Peckham me dio al final la mano y se despidió con palabras cuyo sentido aún hoy desconozco.

Después dije a Antonio que el inglés era un idioma bárbaro e impropio de una civilización tan brillante como la del siglo XX.

—Tonterías —comentó mi serio amigo—. Te acostumbrarás. Para cambiar ideas con un isleño, sobran trescientas palabras. Se aprenden pronto. Lo esencial es abrir poco la boca y pronunciar con aire desdeñoso. Logrado esto, ya puedes aspirar a un escaño en los Comunes.

Mi amigo Antonio Ordovás, pontevedrés taciturno, ponderado y trascendente, me sirvió de mucho los primeros días. Fue un magnífico, aunque arbitrario, traductor y comentador de las lecciones de la Escuela. Y me llevó a una Academia de Idiomas de Cavendish Square, donde por las tardes pululaba una sórdida y variopinta turbamulta de continentales que ponía la carne de gallina. Me extrañó grandemente que Antonio se encontrase tan a gusto entre italianos mal hablados y franceses equívocos.

Pasaron siete días, y mi amigo recibió el telegrama anunciando la enfermedad de su padre. Creo que adivinó el verdadero sentido de la noticia, ya que aquella misma mañana cogió un billete de avión y se largó a España, vía París.

Y yo, entonces, retorné a la naturaleza, aprovechando los postreros calorcillos del otoño y la aún tonificante luz solar. Me pasaba las horas muertas por el césped y los bancos de Hyde Park y Kensington Gardens. Fue en estos últimos, frente al round pond, donde me encontré con el conocido que dio origen a la borrachera tantas veces citada. La tarde era estupenda, los árboles seguían con verdor en las ramas, y los ingleses, grandes y chicos, divertíanse jugando con barquitos en el estanque y paseando perros.

Le vi antes que él a mí. Venía bordeando el estanque, a cuerpo y con una serie de periódicos bajo el brazo. Tan pronto como distinguió mi aburrida presencia sobre un banco, apresuró el paso y sonrió. Yo me levanté y estreché la mano que me tendía; una mano seca, caliente y cordial, como todo él, que desprendía afecto a través de todos los poros de su cetrina y enjuta humanidad.

—¡Amigo mío! —exclamó enseñando unos dientes muy blancos—. ¡Y yo que os creía muertos, a Ordovás y a ti!

—Ordovás y yo aún vivimos —repliqué—. El único muerto es su padre.

—¿Cómo…?

Pareció perplejo, pero no perdió su sonrisa.

—El de Antonio, quiero decir —aclaré.

Y añadí que mi amigo se había ido tres días antes a España, y que momentos antes yo había recibido un telegrama suyo anunciándome la muerte del progenitor.

—¡Vaya por Dios…!

Su piadoso comentario, expresado con cantarino acento, me sorprendió por lo sincero. Pero es que en aquel momento aún no conocía a fondo al panameño Sebastián Armijo. Me lo había presentado Antonio el mismo día de mi llegada a Londres. En un cafetucho de Inverness Terrace. Según Ordovás me contó, el panameño era hombre adinerado y una especie de institución para mucha gente. Meses atrás funcionario de la Embajada de su país en Londres, a la sazón estaba cesante a causa de la caída de un Presidente. Era un tipo interesante, que lo mismo sacaba de un apuro económico como enseñaba la ciudad, proporcionaba un profesor o buscaba un alojamiento. A Ordovás se le notaba muy impresionado por su amistad centroamericana, hecho bastante raro en una persona tan poco sociable como el lerense.

Pues bien, sentado junto a mí tenía yo a esta maravilla humana; y lo cierto es que no le encontraba nada de particular. De estatura mediana, muy bien vestido, tenía una cara morenísima y delgada, donde el labio inferior caía un poquito dándole expresión de hombre desorientado; el superior estaba adornado por un bigotito ridículo.

—Antonio y tú sois muy amigos, según creo —dijo.

—Bastante —respondí.

—Él siente una gran admiración por ti.

—Antonio es un gran chico.

Sonrió, como disculpando mi frivolidad, y comprendí que con aquel panameño privaba lo serio.

—Sí lo es —asintió—. Pero debo aclarar que esa admiración se refiere exclusivamente a tu carácter. Cuando te concedieron la beca, y le anunciaste tu venida, me dijo que al fin iba yo a conocer un ejemplo típico de despreocupación e inconsistencia humanas.

Yo no soy suspicaz, y me sentí halagado.

—Antonio es un gran chico —repetí.

—Un gran chico. Me apena lo de su padre. Creo que padecía del corazón. ¿Fue de eso?

Me encogí de hombros.

—¿En qué situación económica queda?

—Es de familia de conserveros —contesté algo extrañado.

—¿De veras? Pues me alegro; sinceramente. Habla tan poco de sí y de su familia, que apenas sé de su posición económica.

Me limité a asentir, porque los asuntos familiares de Antonio sólo le atañían a él. Además, no acababa de encajar muy bien a este americano tan afectado, al parecer, por la desgracia de mi amigo.

—Antonio no está maduro —aseguró—. Y sería lastimoso que torciese su vocación por penurias económicas.

Hablaba de una forma rara, quizá panameña, y equivocada, pues dudo mucho que Ordovás tuviese una vocación. Era el clásico estudiante indeterminado de nuestros tiempos. Lo mismo que yo, que aún no acabo de entender muy bien mi interés por la Ciencia Económica.

A mis pies, de pronto, se posaron hasta cinco gorriones. Durante unos segundos los observé, ajeno al silencio que mi actitud provocaba en el panameño. Luego, su voz, suave y educada, me sacó de mi momentánea abstracción.

—Son graciosos, ¿verdad?

—Y descarados. Nunca he visto pájaros más atrevidos que los de esta tierra.

Me callé, pasmado, al ver como mi acompañante sacaba un trozo de pan de un bolsillo y empezaba a desmenuzarlo. Desperdigó las migajas con infinito cuidado, cual si ejecutase un rito, y los animalitos brincaron entre sus pies con revuelo de alas y piar alborozado.

—Sólo en Inglaterra es posible sentir los pájaros tan cerca de uno —dijo—. Lo atribuyo a que dañar aquí a estas criaturas tiene tanta importancia como atacar a un súbdito de Su Graciosa Majestad.

Yo suspiré.

—¡Bendito e increíble país!…

Sebastián Armijo tiró lejos de sí las últimas migas; volaron los gorriones, y ya pude estirar las piernas sin temor a alterar el orden público.

—¿Qué sucede? —se interesó—. ¿No te habitúas a Londres?

—Yo me habitúo a cualquier sitio.

—¿Cómo van tus cosas? ¿Asistes ya a la Escuela?

—Como si no asistiese. De momento, el inglés tiene para mí tantos secretos como el sánscrito. Me aburro en las clases.

—La Economía es una ciencia fascinante —dijo.

—Es mi carrera. Y no la encuentro fascinante. ¿Te interesa la Economía?

—Todo lo que sea leer me interesa —respondió.

Y señalando el libro de Wicksteed que yo tenía junto a mí en el banco, añadió:

—¿Lees bien el inglés?

—Me defiendo.

—Ya… ¿No das clases?

—Me llevó Antonio a una Academia de Cavendish Square. No voy nunca.

—No me extraña. La conozco. Sólo se pierde el tiempo. Muchos la usan para agenciarse chicas.

Eso no debía de ir por Antonio Ordovás, a fe mía…

—Lo que debes hacer es empezar una clase particular con un buen profesor. Y sólo cuando estés metido en harina, pensar en las colectivas. A propósito, ¿dónde vives? ¿Con Antonio?

—No; en un hotel de Gardens Square. Un asco.

—¿El Robert’s?

—Justo.

—Es el primer paso de cuanto español viene a Londres. Seguro que te lo buscó Antonio. ¿Cómo no vives con tu amigo? La señora Arlington es una buena patrona.

—Nada me ha dicho Antonio, y no he querido forzar su sacrosanta soledad.

Me miró de una forma intensa, franca, como si tratase de calar en mis entretelas. Sus ojos eran oscuros, de pestañas largas y espesas; unos ojos casi seráficos y muy fáciles de resistir.

—¿Tienes algo que hacer ahora?

—Nada —confesé—. Esperar la cena y meterme después en el cine de Notting Hill Gate.

—Pues acompáñame al hotel. Tomaremos una copa y te mostraré mis libros de Economía.

—Encantado —dije.

Nos levantamos y echamos a andar. Kensington Palace quedó a nuestras espaldas, reluciendo al sol mortecino. Armijo acomodó el fajo de periódicos bajo el brazo y yo aspiré fuerte los últimos aromas otoñales del parque, que, por primera vez en varios días, abandonaba con cierta confianza en mi futuro.

Salimos a Bayswater por Lancaster Gate y cruzamos la calle frente a una iglesia muda y triste, rodeada de un jardincillo amarillento. El hotel estaba detrás. Tenía buen aspecto por fuera; parecía una casa particular. El vestíbulo era largo y oscuro, con el comptoir al fondo. Armijo me hizo atravesar una puerta y pasar a un salón tan caluroso como el mismo infierno. ¡Qué espectáculo, San Martín de mi alma! ¡En mi vida he visto mayor cantidad de viejos en torno a una chimenea! Viejos y viejas a puñadas, con la pátina de los años y con el Made in England impreso en sus fisonomías y aspectos. Tomaban té y tosían.

Yo me estremecí y murmuré:

—¿Están vivos?

Sebastián se rió levemente para no alterar el silencio de museo de antigüedades.

—Son de la XVI dinastía —me dijo a manera de contestación.

—Son de la VI —contradije—. Están amortajados de una forma que ya en la VII se consideraba heterodoxa…

La habitación de Armijo era una suite con alcoba y una salita con dos balcones a la calle. Desde ellos se veía la iglesia, amenazante en su grisácea austeridad; la torre, esbelta y sin estridencias, perdíase en lo alto enmarcada por la masa todavía umbrosa de Hyde Park. La sala tenía una chimenea con estufa de gas y un par de butacas a su frente. Había una gran cantidad de libros. Por todos los sitios. Abarrotando una estantería, por encima de la repisa de la chimenea, por las sillas, por las mesas, por el suelo… Lo menos dos mil libros calculando por lo bajo. De todos los géneros y en varios idiomas: español, inglés, francés, alemán, italiano… Aquel hombre era una especie de Pico de la Mirándola, por citar un políglota ilustre.

—¿Qué, te gusta mi igloo?

—Estupendo igloo.

Echó una mirada al libro que yo había cogido al azar, y preguntó:

—¿Lees el francés?

—Y lo hablo.

Empezó a charlar en un francés muy pasable, dulzón; un francés de la Martinica, que diría mi tía Martine. Cuando oyó el mío, sonrió como chico cogido en falta y me dio unos golpecitos en la espalda.

—¿Dónde has aprendido esa maravilla? ¿De niño acaso?

—Justo. Obra de una francesa: mi tía Martine. Mientras no la oigas hablar, no te harás una idea del favor que Dios concedió a los franceses con su lengua.

—Me encanta el francés. Pero jamás conseguiré pronunciarlo como es debido.

—Tienes libros en varios idiomas. ¿Tantos conoces?

—¡Psh…! Bien el alemán y regular el italiano.

Me pareció triste al añadir:

—He tenido una juventud viajera y afán constante de aprender.

Y abrió un pequeño bar, de lo más lujoso, para sacar vasos y botellas. Yo bebí ginebra con soda y él whisky con agua natural. Conversamos largo y tendido, sin decir gran cosa de nosotros mismos hasta que comenzaron a aparecer las visitas. Comprendí que venían no sólo a saludarle, sino a rendirle pleitesía. La primera de todas se llamaba Jacinto Soler, chileno alto y desgarbado, de hablar cansino y dengoso, que estudiaba piano en la Royal Academy of Music. Más tarde compareció un catalán, Jaime Vert, que andaba por Inglaterra en faenas de cristalografía, ventrudo, inteligente y muy nervioso; traía consigo dos latas, salchichas y melocotón en almíbar, que despachamos pronto. Cuando ya habíamos perdido la noción de la hora y del mundo que vivía más allá de nuestras paredes, se presentaron dos alegres opositores a la Escuela Diplomática y un veterinario que preparaba cátedras, bastante animalazo él.

No recuerdo la hora de mi retirada, pero sí el trabajo que le costó a Sebastián convencerme, en la puerta de mi hotel, de que era muy de madrugada para trasladarme con los bártulos al suyo.

Me mudé a la tarde siguiente.

A los pocos días de vivir con Armijo me expliqué el interés de Ordovás por tan especialísima personalidad. Yo mismo me las vi moradas para defenderme de su calidad y de su encanto. Porque los poseía. Y en grado sumo. Nunca he conocido a nadie con semejante calidad humana. Estoy seguro de que por las noches, en su cama, dedicaba algún tiempo a planificar los favores que al día siguiente llevaría a cabo. Inconcebible, ya lo sé, un tipo así de hombre en tiempos tan prosaicos y bastardos como los que vivimos. Pero aquí estoy yo, y tantos otros, que pueden dar fe de cuanto afirmo. A medida que iba intimando con él, y eso fue cuestión de días, me decía a mí mismo que no hay razón ni derecho alguno a sentirse tan interesado por los demás como Armijo se sentía por su prójimo. En cierto modo resulta pecaminoso. Es como hacer, como representar de dios en el reducido escenario de un barrio londinense. Y desempeñar papeles divinos siendo sólo un ciudadano panameño, en mi parecer, que definiría exactamente a Sebastián Armijo es «atragantante». Un sujeto «atragantante». Pero no oficioso, entendámonos. Él nunca pedía el favor de hacer favores a otros; jamás. Eran los otros los que de favor solicitaban sus mercedes. Favores variados, que iban desde el simple préstamo de unos chelines al más complejo de buscar un empleo ¡en Inglaterra! No puede negarse que estaba relacionado. Conocer lo que se dice conocer, conocería unos cuatro millones y medio de londinenses, entre aborígenes y población flotante. Tratar, trataba algunos menos: cosa de cuatro millones cuatrocientos mil. La fuente de sus amistades y relaciones habría que buscarla en su antiguo destino de Embajada; mas eso no justificaba ni el número ni la clase. No casaban la amistad de un humilde refugiado polaco o letón con la no menos humilde de un estudiante español, pongamos por caso, muerto de hambre y sin tabaco. Tampoco casaba el conocimiento del secretario de un Under Secretary con aquel otro que le unía a un funcionario de Abastos.

Los primeros días me pudo la indignación. Fui su sombra por algún tiempo: todo el que duró su amable oficio de cicerone. Me llevó a la Policía, a solucionar lo del racionamiento, al Banco donde recibía mi beca, al Consulado… Y a la par que hacíamos todas estas cosas, me enseñaba Londres y alrededores con una minuciosidad y erudición dignas de otro acompañante. Yo no es que me aburriese a su lado; todo lo contrario. Lo que sucedía es que luchaba con empeño para no verme envuelto en las redes de su bonhomie. Y si al final lo conseguí me costó lo mío. A veces, fui rudo, pese a mi magnífica educación, como último recurso. Creo que a menudo, en esos días, abusé de su amabilidad y paciencia. Por qué me aguantó, lo ignoro; supongo que caló lo bastante en mí como para comprender que los desplantes eran la reacción natural con que un espíritu ni sensiblero ni afectivo se defendía de sus atenciones.

Sí. Pasé unos días ajetreados y completamente ajenos a mis actividades estudiantiles. En una semana no pisé la London School of Economics, donde imagino no me echaron de menos. Recorrí Londres hasta que desprendieron humo mis pies. Todo. Museos, almacenes, templos y parques. Me llevó incluso a los muelles, que visitamos en sus más íntimos rincones con ayuda de un pase conseguido a través de alguna de sus innúmeras amistades. No quedó nada por ver, así Dios me valga. Su Morris Minor descapotable encogió mis piernas y me hizo pillar un catarro. Asistí al Mesías de Haendel en el Albert Hall y a una sesión de Ópera en el Covent; fuimos a dos representaciones teatrales y varias veces al cine; pero cines y teatros del Centro, con precios que bastarían para sufragar mis gastos de pensión durante una semana. Mis reservas monetarias —¡que él diría!— desaparecieron vertiginosamente, debido a que todo lo hacíamos a medias. Creo que fue en estos detalles donde comencé a ver su calidad. Yo sabía que era un manirroto, un dispendioso, y, sin embargo, nunca insistió en invitarme, como si temiera que eso pudiese afectar nuestra naciente amistad.

Pensaba yo que su interés en ayudarme desaparecería a la primera semana, sustituido por el que le inspirase el próximo despistado que cayese en sus manos. Ni soñarlo. Estoy convencido de que si llego a quedarme por aquellos barrios, aún estaríamos visitando las ceras de Madame Tussauds o las exposiciones al aire libre de los jardines del Muelle Victoria.

Una mañana, en el British Museum, me preguntó señalando cierta momia con los pies fuera y desparramados:

—¿De qué dinastía supones esta mortaja?

Se rió de mi asombro.

—¡Y yo que te creí un entendido la tarde que conociste a los viejos del hotel!

Me quedé un poco mosca y sospeché si no se estaría divirtiendo aquellos días a mi costa, observando mis juveniles reacciones ante cosas y personas hasta entonces ignoradas.

Poco a poco fui comprendiendo que le interesaba como típico ejemplar de despreocupación e inconsistencia. Le intrigaba; ésa era la madre del cordero. Mi aire indolente, mis encogimientos de hombros y mis manos eternamente en los bolsillos despertaban su curiosidad. Y yo, ¿para qué ocultarlo?, exageraba mi papel de cínico y hombre que está de vuelta en todo; gran mentira, pues soy ingenuo y sin dobleces… ¡De alguna manera tenía que sostener mi integridad humana ante semejante alud de finezas!

Transcurrida una semana comprendí que no le seducía yo solo, sino el género humano en común. A todo bicho viviente que caía por el hotel, fuese estudiante, turista, investigador o periodista, atendía por igual.

Y entonces, cuando sentí algo parecido a los celos porque ya andábamos en grupo y no los dos solos, me inquieté y me dije que habría que preocuparse por la ciencia, por el inglés y por un alojamiento a propósito, esto último muy oportuno para mejorar lo precedente.

Se lo comuniqué una tarde camino del cafetín del Inverness Terrace, su «despacho», llamémosle así, ya que era allí donde «despachaba» con parte de sus amistades.

Expresé mis intenciones poco más o menos en estos términos:

—¿Sabes de un buen profesor de inglés? ¿Y de una buena casa particular donde me tengan por unas cinco libras, o guineas, a la semana?

Su cerebro, en materia de favores, era una especie de computadora electrónica: recogía los datos sin inmutarse y pasaba inmediatamente a soluciones con el menor número de variables posibles.

—¿En algún barrio determinado?

—Eso es mucho pedir, Sebastián; incluso para un omnisciente como tú. Cualquier cosa servirá.

—Te haré una lista en el «Zanzíbar».

Así, como quien no quiere la cosa, ¡me haría una lista! ¡Y seguro que con números de teléfonos, autobuses más apropiados y bocas de Metro más cercanas! E insistiría en acompañarme…

El «Zanzíbar» estaba en Inverness Terrace. Era una «sala de degustación», que para mí no dejaba de ser un local corto y estrecho, con venta de grano a la entrada e interior con media docena de mesitas a cada lado y una enorme cafetera al fondo. Tenía motivos africanos al temple, por las paredes. Distribuían un brebaje como sólo en Inglaterra se puede saborear. Un verdadero vomitivo. En contraste, no se respiraba de humo y apenas había espacio para estirarse.

Armijo solía sentarse en una esquina, nada más entrar a la derecha, Primero dejaba su sempiterno fajo de periódicos sobre el asiento, y luego iba en busca de una taza de black, ya que allí cada uno tenía que agenciarse su propia consumición. Volvía con ella, se sentaba y bebía. Y así hasta las cinco y media o las seis, hora en que ya había despachado sus asuntos, leído The Manchester Guardian, media docena más de periódicos y bebido otros tantos cafés.

Una vida interesante y complicada, en la que tomé parte durante bastantes días.

Me hizo la lista entre sorbo y sorbo de café, mientras yo me tragaba desganadamente tres cokes con sabor a serrín y miel.

Y me dijo:

—Llevo una semana preguntándome cuánto tiempo resistirías esta vida de persona desocupada.

Yo repliqué:

—Llevo una semana preguntándome cuánto tiempo necesitaría para romper con esta historia a lo Dorian Gray.

Se rió como nunca le había oído reírse: a carcajadas.

—¡Qué terriblemente presuntuoso eres, Martín!

Carraspeé al recordar las prendas físicas de Dorian; pero como soy bastante desvergonzado, no me resultó difícil adoptar una actitud indolente y virtuosa.

Aún no se le había pasado la risa cuando apareció una pareja un tanto extraña. Dos individuos. Uno, de edad y muy alto; el otro, bajo y joven. Hubo presentaciones, en francés, y se sentaron; el de más edad junto a Armijo, y el joven a mi lado. Este último se llamaba Andrés Gembitski, y era rechoncho, aniñado y con abundante cabellera rubia. Se agachó sobre mí y me habló en un español pintoresco, cuyas erres parecían pistoletazos. Su compañero, el coronel Novoveski, calvo, de ojos azules y saltones, hierático y con la camisa desflecada por puños y cuello, no le dio tiempo a pronunciar más de una docena de palabras, pues se dirigió a mí y expuso en francés:

—Me dice Armijo que no habla usted inglés, mi joven amigo.

—No por ahora, monsieur.

Sonrió como pudiera hacerlo un cadáver y movió las manos cual un director de tráfico.

—Coronel, mi joven amigo; coronel Novoveski, si no le importa.

A mi lado, en tono normal, Andrés Gembitski aclaró en español:

—No le haga usted caso. Está venático. Plenamente.

El coronel le miró de forma asesina, pareció que iba a decirle algo y concluyó por dedicarse otra vez a mí.

—Usted será estudiante, claro es, mi joven amigo. ¿Y qué estudia usted?

—Estoy en la London School of Economics, mi coronel.

El coronel cobró vida.

—¡Gran institución! ¡Magnifico centro de cultura! Inútil, claro, como la misma ciencia que enseña. Porque —añadió dirigiéndose a Sebastián, que le oía en silencio—, ¿qué clase de ciencia es la Economía que no impidió que gastase diez cuando tenía cinco, y que no me impide ahora que gaste tres cuando no tengo ni cinco?

—Está loco —insistió Andrés Gembitski en español—. Y borracho. Viene de comer y de beber a mi costa.

—¡Andrés Gembitski! —chilló el coronel—. Perro e hijo de perro moscovita, ¿qué hablas a nuestro joven amigo español?

—Nada, mi coronel —respondió, sin inmutarse, el otro—. Perfecciono mi castellano.

—Eres mi siervo calmuco, Andrés Gembitski; un vástago despreciable de calmuco.

—Cierto, mi coronel.

Yo me mordía los labios y procuraba no mirar para Armijo. Aquellos dos polacos, y su duelo verbal, valían por toda la semana que llevaba perdida.

—Sí, mi joven amigo —prosiguió el coronel—. Un gran centro de cultura la School of Economics. Inútil, pero grande. En ella tenemos un compatriota; un gran polaco y un gran maestro. Pero es un perro y un hijo de perro vendido a Moscú. Que se lo coman las arañas.

—Está loco —siguió insistiendo Andrés—. Plenamente.

—Andrés Gembitski —insinuó suavemente el coronel—, ¿te he dicho alguna vez que eres hijo de padre emasculado?

—Sí, mi coronel; muchas veces. Un insulto aparentemente propio de un imbécil, pero que no lo es, ya que al llamarme hijo de tal padre se pone en duda su masculinidad y se llama ramera a mi madre.

—Exacto, Andrés Gembitski, hijo de mi hermana María.

No estoy habituado a esta clase de escenas, por lo que me soné ruidosamente para evitar la risa que se me iba. Estaba en tal faena cuando entró una chica de pelo caoba, alta, piel blanquísima y figura ejemplar. La vi sonreír a mis compañeros y luego dirigirse al fondo del café. Allí se acomodó ante una mesita y se puso a leer una revista gráfica.

—Hermosa criatura —suspiró el coronel Novoveski—. Pero fría, muy fría; ¿no le parece, amigo Armijo?

—Qué sé yo, mi coronel…

Andrés Gembitski, al parecer más interesado en otros asuntos, dijo en francés correcto y escolar:

—Sebastián, necesito quince chelines. ¿Podrías prestármelos?

—¡Andrés Gembitski! —estalló su compatriota—. ¡Campesino ineducado…!

—Perdón, mi coronel. Olvidaba sus apuros. Contando con ellos, serán un total de dos libras… ¿Podrías, Sebastián?

—Naturalmente, Andrés.

—No sé cuándo podré devolvértelas.

Armijo sonrió de una forma seráfica y tiró de la cartera. Pensé, en ese preciso momento, que su vida era mucho más compleja de lo que yo imaginaba. Y me dije que si hay alguna manera en este cochino mundo de prestar dinero con humildad y elegancia, era precisamente la suya.

El coronel, parpadeando, cogió los dos billetes y tocó con ellos, un aleteo de mariposa apenas, la mano que los ofrecía. Luego dio una libra a Andrés, se levantó, saludó con la cabeza y abandonó el café, erguido, recto como un barandal de sacudir castañas. Su sobrino aún se quedó unos segundos: los necesarios para abonar nuestras consumiciones y saludarnos con una sonrisa que me acongojó, por triste y sumisa.

Yo maldije y pregunté:

—¿Qué se siente al hacer de dios misericordioso?

—Una gran pena, mi cínico amigo.

Estaba irritado, indignado conmigo mismo; absurdamente emocionado por algo que había ocurrido en un brevísimo espacio de tiempo.

La chica de la revista gráfica dejó su mesa y se aproximó a nosotros. De cerca, Dagny Honsted era aún más impresionante. Dientes como la nieve, labios sin pintar, piel inverosímil y cabello corto, de una tonalidad de caoba maravillosa. Estuvo sólo unos minutos, en los que yo no despegué los labios. Ella y Armijo hablaron en alemán. Cuando se fue, estrechó mi mano fuertemente y dijo un «¡hasta la vista!» que en otras circunstancias me hubiera hecho gracia.

—¿Qué te parece esa chica? —preguntó Sebastián.

—¿Qué debo contestar?

—No lo sé. Aún no te he clasificado. ¿Te pareces a Ordovás, en ese aspecto, o al resto de los españoles que conozco?

—Yo soy un indiferenciado, amigo mío; me gustan todas sin distinción de razas, colores u opiniones políticas. Ordovás no es como yo, porque le preocupan demasiado. Timidez, ¿comprendes?

—Ya… Esa chica, Dagny Honsted, me ha preguntado quién eres.

Un tanto molesto, inquirí:

—¿Qué pasa con Dagny Honsted?

Respondió con una mueca.

—¿Y qué pasa contigo, vamos a ver? —repuse aún más molesto—. ¿Cuáles son tus opiniones sobre las mujeres, los sablistas y los que piden favores?

—Variadas.

Mirándolo bien, la culpa de que yo estuviese descompuesto por cosas con la significación de un comino, no era de Sebastián Armijo. Así que, a la fuerza, me disculpé:

—Perdona mi estupidez. Estoy fastidiado, ¿comprendes? Llevo dos semanas en Londres, y como el primer día… Tú eres la única persona a quien puedo soltar inconveniencias.

—Es natural. A todos les pasa lo que a ti. Lo que sucede es que empiezas a necesitar algo más que visitas a Museos y conversaciones con Sebastián Armijo.

Algo había en sus ojos y en sus labios que sugería sinceridad. O pena. Lo que en ese momento pasaba entre nosotros ya le había sucedido otras veces; estoy seguro. Probablemente con cuanto desorientado caía en sus manos. El hombre se sentía solo, muy solo, y necesitaba de sus relaciones, de sus amistades, quizá de mí, en un sentido sólo alcanzable para los que como él pensaban y sentían. Le intuí conocidos, muchos, pero ni un solo amigo; era fácil intuirlo, viéndole frente a mí, afable, sensitivo, comprensible y humano, pero terriblemente a solas con su inaudita calidad.

Me atreví a preguntarle:

—¿Qué haces aquí, Sebastián?

—No te entiendo.

—Sí me entiendes. Dime qué se te pierde en Inglaterra. Explícame por qué llevas esta vida, y me harás un favor; un grandísimo favor.

—Cualquier sitio es bueno para vivir.

—Puro sofisma. Sé sincero. A ti no te costará serlo.

—Soy sincero. Cualquier sitio es bueno para vivir, si no podemos hacerlo donde deseamos y con quien deseamos.

—Palabrería —dije—. ¿Quieres que nos larguemos?

—Espera. Antes tengo que expresarte mi gratitud por tus palabras. Han sido un mensaje y una revelación.

Me tendió la mano. Por instinto, sin molestarme en analizar sus complicadas frases, se la estreché. Estaba, como siempre, seca y caliente, agradable.

—Gracias —dijo.

Yo dije una palabrota.

Abandonamos el «Zanzíbar» en silencio. Había anochecido. Inverness Terrace tenía el aspecto acostumbrado de las calles inglesas poco concurridas: misterioso, lleno de sombras, con los ecos espaciados de pisadas que vienen y pasan. Apenas había luz y sí una ligera niebla. Un perro cruzó ante nosotros, seguido de su dueño, que le reñía, supuse, en tono mimoso. Los dos se perdieron por una esquina. Luego pasó un coche, insidiosamente, hacia el tráfago de Bayswater. Por allí, Kensington Gardens era una mancha siniestra más allá de la claridad de la calle. El cielo, por encima del parque, hacia Kesington High Street, relucía con una luminosidad mate y anaranjada.

Recuerdo que aquella noche, después de cenar, me fui solo al Odeón de Marble Arch. Y que me aburrí soberanamente con una cinta sobre los Borgias. Sobre los Borgias; ¡fue lo único que conseguí entender!