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El coronel andaba con cierta dificultad por la plaza de España, escoltado por varios soldados. Como él, en un goteo constante, miembros del Ejército Popular llegaban con los brazos en alto y desarmados. Aparecían de pronto, de entre la oscuridad. Era una fría y gélida noche de invierno, de una calma y un silencio tenebroso. Parecía que en la ciudad tan solo quedaba el eco trágico de las sirenas y de los días anteriores. A falta de farolas que funcionasen, estaba llena de sábanas y trapos blancos colgados junto a las banderas rojigualdas que habían recibido a los soldados, que habían entrado sin apenas resistencia. Era una Barcelona dormida, sin alma, tras tres años de guerra.

—¿Muchos traidores, capitán? —se atrevió a preguntar el coronel al oficial que parecía estar al mando del grupo de legionarios que le habían hecho prisionero. Sabía que era catalán, le había oído hablar con el teniente que encabezaba la marcha con acento de Lleida.

—No demasiados, coronel. Hay mucha gente que ha huido a Francia. Hoy ha habido muy poca resistencia; ya veremos en los próximos días. Dependerá de las causas pendientes con las que nos encontremos en la ciudad.

—¿Causas pendientes?

—Republicanos, socialistas y sindicalistas. Ya veremos cuántos caen a partir de ahora. De eso ya se ocuparán los tribunales militares y los falangistas. El capitán de los regulares cogió el paquete de Lucky Strike que asomaba por uno de los bolsillos de la chaqueta del coronel.

—¿Usted quiere uno?

—No, gracias, capitán. La última vez que me fumé uno, al poco, caí prisionero.

El militar se encendió el cigarrillo y ofreció el paquete al teniente y a dos soldados moros, más preocupados en seguir con la mirada la cadena de oro que colgaba del cuello del coronel que del tabaco.

—¿Qué hacía solo? Es de los pocos oficiales que hemos encontrado…

—Resistir…

—Coronel, usted parece militar de carrera.

El viejo miró al capitán. Debía de tener poco más de treinta años, la mitad que él. Su rostro endurecido por el sol y la sangre del Sáhara lo hacían parecer mucho mayor.

—Más que de carrera, digamos que llevo muchos años en el Ejército. También estuve en África.

—¿Estuvo en Annual?

—Y en Nador, y en la defensa de Melilla ante los rifeños.

—¿Y cómo ha acabado así?

El viejo lo miró, indiferente.

—Me entraron unas ganas irresistibles de evacuar después de fumar. Entonces, ¿vamos a Montjuïc?

El capitán afirmó con la cabeza.

—Esa es la orden.

La plaza de España se iba llenando de más y más soldados y ciudadanos anónimos, espontáneos, que acudían con las banderas rojigualdas y con cestas y bolsos vacíos, que esperaban llenar. Los soldados repartían sus propias raciones y la comida que habían conseguido de los saqueos de los depósitos republicanos. Varios tanques bajaron por la avenida María Cristina, por donde el coronel subía escoltado hacia el castillo de Montjuïc, tantas veces utilizado para bombardear la ciudad, más que para defenderla.

A la vez, iban llegando más soldados prisioneros, chicos de quince años, con cara de miedo y de hambre.

—Aquí lo dejo, coronel. Suerte —dijo el capitán de los regulares antes de estrecharle la mano al viejo.

—Gracias —contestó el otro militar.

El coronel se lo quedó mirando hasta que el teniente, que se había quedado a su lado, se le puso enfrente y lo golpeó con el puño en el estómago.

—Para mí eres un rojo, un mierda y lo que te mereces, y lo que te harán será pegarte un tiro en los huevos. Y dame el tabaco —dijo, antes de empujar al viejo militar para que continuara el camino.

El capitán de los regulares, Matías Puig, volvió por la avenida María Cristina hasta llegar a la plaza de España, donde empieza el recinto de la Exposición. Allí, entre la multitud que ofrecía muestras de entusiasmo, había cuatro tanques y varios camiones. También el comandante Garriga, con nuevas órdenes.

El capitán no dejaba de pensar en aquel viejo. Desde que había empezado la guerra siempre había evitado pensar. Solo cumplía órdenes. E intuía que aquel coronel había hecho lo mismo. Si no, seguramente, habría sido general, y no lo habrían detenido defecando cuando todo un regimiento de moros estaba tomando el barrio del Pueblo Nuevo.

El capitán se sentía contento. Por fin había vuelto. Por un momento se le pasó por la cabeza la idea de irse a su casa, en la calle Pelayo. Seguramente todos estarían en ese momento en la calle, participando en una de las manifestaciones espontáneas de recibimiento a las tropas franquistas. Estaban a punto de acabar más de dos años de hambre y de sufrimiento.

—Comandante —dijo el capitán Matías Puig levantando el brazo derecho con la mano extendida.

—Capitán Puig. Me alegro de verle. Ha sido un éxito —respondió el oficial, olvidándose de cualquier saludo reglamentario.

—La verdad es que ha sido muy fácil desde que el otro día llegamos a Sant Feliu de Llobregat. Solo tres de mis hombres han disparado contra un nido de ametralladoras que, además, estaba vacío. Hemos hecho prisionero a un coronel en el Pueblo Nuevo.

El comandante se lo quedó mirando sin decir nada, mientras se acomodaba en una silla que un ujier le había traído. No era la habitual silla de campaña. Era de madera sólida, con un recuadro dorado en la parte superior. A Matías le recordó a las que tenían en una de las salas de visitas de su principal de la calle Pelayo.

—Excelente, capitán. Las órdenes son establecer a un grupo de soldados en la ciudad y que el grueso continúe hacia Figueres para cazar a ese mierda de Negrín. Usted se quedará en Barcelona, junto al resto de mis hombres. El mando de la ciudad me ha preguntado quién era mi mejor oficial para un trabajo de responsabilidad y les he dado su nombre. No tengo mucha información al respecto, cuando sepa algo se lo diré. Pero, al menos, se podrá quedar en casa.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—¿Alguna pregunta?

—¿Tengo permiso para ir a ver a mi mujer?

—Lo tiene, capitán.

—Gracias, señor.

Cuando se iba, el comandante requirió de nuevo su atención.

—Matías, una cosa. Antes de marcharse, envíe a algunos de sus soldados a los túneles del metro. Que los recorran. Especialmente los que tenemos aquí debajo. Solo nos faltaba que las ratas estén escondidas allá dentro y que nos sorprendan esta noche.

—Sí, señor.

El capitán anduvo hasta la base de la plaza, donde la mayoría de los soldados esperaban sentados en unas grandes escaleras en torno a una hoguera que habían encendido para hacer más soportable el frío. La mayoría de sus hombres eran moros y estaban acostumbrados a las bajas temperaturas del desierto, pero, aun así, aquel invierno estaba haciendo demasiado frío, quizá por la propia guerra.

—Sargento primero —dijo al llegar al grupo.

Al cabo de unos segundos, un hombre desarreglado, con bastantes kilos de más y con un uniforme sucio por muchos meses de campaña se presentó ante él, cuadrándose como si se encontrara en medio del más solemne de los desfiles militares.

—Señor.

—Mande a diez hombres a recorrer los túneles del metro de aquí debajo. Que vayan con cuidado y que disparen a la más mínima sospecha. El resto, vayan a la plaza de toros. El teniente se queda al mando.

—Sí, señor.

Sin decir nada más, el capitán, después de informar al teniente, se alejó de sus hombres y se adentró en una ciudad casi completamente a oscuras, pues aún había muchos problemas con el suministro eléctrico. Escoltado por sus dos soldados moros fue a buscar a su mujer, a la que no veía desde antes del 18 de julio de 1936, cuando en un avión de transporte de pasajeros alemán, un Junker, atravesó el estrecho y, en la península, se puso a las órdenes del general Yagüe.

—¡Toledano! —gritó el sargento dirigiéndose a un legionario de cerca de dos metros, y casi todavía más ancho.

Aquel tipo destacaba por su corpulencia, y más aún entre aquel conjunto de soldados famélicos.

El soldado se acercó a donde estaba su superior.

—Coja a diez moros y métase allí abajo.

—¿En el refugio?

—No, ignorante, eso es el metro. Baje, no vaya a haber algún rojo escondido que tenga la idea de volarnos las pelotas esta noche.

Con cierta desgana, el tipo levantó la mano derecha y eligió a diez moros, con los que sabía que podía estar más o menos tranquilo, aunque los tuviera a su espalda en un túnel oscuro. Eran compañeros, o algo así; sin embargo, esos mismos, cuando Franco no les pagaba, eran los que, ante cualquier distracción, cualquier noche de vinos, acababan cortando el cuello de algún cristiano en el norte de África.

El Toledano, al que llamaban así porque había nacido junto a la sinagoga de Santa María la Blanca de esa ciudad, se dirigió al metro. Para él era una experiencia nueva; nunca había entrado, ni siquiera en el de Madrid. Aquello parecía demoníaco, un agujero allí en medio y, además, en territorio de los rojos. Se santiguó y bajó las escaleras con los otros diez soldados, con el fusil a punto. De abrir el paso se ocupaban dos moros de piel tan oscura que si no hubiera sido por sus ropas blancas se hubieran confundido con la oscuridad del túnel.

El Toledano bajó hasta el andén. Allí no había nadie. Si la sensación que le había dado la ciudad al entrar aquel mediodía era fantasmal, el lugar por donde andaba ahora parecía una cripta maldita presidida por dos grandes raíles de metal que llevaban directamente hasta el Infierno. Apenas veía poco más de lo que tenía a un metro. Buscó dentro de su mochila alguna vela, pero no encontró nada. Uno de los moros llevaba una, pero el aire gélido que recorría aquellos túneles la apagaba.

—Sigamos adelante, y atentos —dijo dirigiéndose hacia el túnel, todavía más oscuro.

Tan solo se oían los pasos sigilosos de los moros.

Aquel maldito aire que le entraba por el cuerpo le ponía nervioso.

—Alto —dijo en voz baja.

Los pasos de sus hombres enmudecieron inmediatamente. Habían llegado a una gran sala en la que había algo de luz, la que entraba a través de un orificio del techo. Luz de estrellas apagadas. Aquella iluminación tenue, aquel frío, aquel silencio y las grandes máquinas de tren paradas hacían que pareciese que estaba en medio de un cementerio de metal. Con la mano señaló a sus soldados que se fueran desplegando, andando despacio, con los fusiles a punto, pero uno junto al otro, para evitar balas perdidas. Él se quedó atrás, mirando en todas direcciones.

El Bachiller observaba el avance de los soldados escondido dentro de un vagón, junto a Miquel, a quien despertó suavemente, en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó al notar la mirada tensa de su compañero, que tenía la carabina a punto.

—Hay una decena de moros que vienen hacia nosotros —murmuró el Bachiller.

Miquel dudó si incorporarse, por miedo a hacer algún ruido que alertara al enemigo. Poco a poco se arrastró hacia el máuser, que dormía plácidamente a sus pies.

Los moros estaban a unos cien metros. O menos.

—¿Hay otra salida?

El Bachiller negó con la cabeza.

—Solo se puede salir por el túnel que está a sus espaldas. O, si no, por allá arriba —dijo señalando con la mirada la pequeña abertura del techo. Por allí era imposible.

—¿Y si esperamos a que estén bien cerca y pasamos por su lado corriendo hacia el túnel? Quizá no tengan tiempo de reaccionar —soltó Miquel.

Los moros estaban muy cerca. No era un plan que les asegurara nada. Pero si se quedaban allí, caerían como ratas. Salir corriendo era una opción, aunque superado el primer peligro no sabían si detrás de aquellos soldados habría más. O si se los encontrarían en otros túneles. En la superficie seguro, por todas partes. Si ya estaban allí abajo…

Pero el Bachiller asintió. Aceptó el plan de su compañero. Con pasos pequeños, y agachados, salieron del tren y se tumbaron en el suelo, justo delante de los moros. Dejaron los fusiles a su lado y decidieron que saldrían corriendo cuando los tuvieran a unos cinco metros. No tendrían margen suficiente para reaccionar.

—¡Ahora! —gritó el Bachiller.

Miquel se levantó junto a su compañero lo más rápido que pudo y salió corriendo como nunca antes lo había hecho. En el momento en que se impulsó para ponerse de pie vio la cara de sorpresa de uno de los moros. Fue cuestión de segundos, pero sintió como cada uno de los soldados enemigos se tiraban hacia atrás, para ganar tiempo y cargar sus fusiles ante la presencia de un enemigo inesperado. Oyó los cerrojos de los fusiles, pero ningún disparo. Sintió su olor al pasar junto a uno de ellos. Dejó atrás la fila de soldados. El Bachiller también avanzaba rápidamente hacia la oscuridad del túnel.

Cuando se creía a salvo empezaron los primeros disparos, las primeras balas que pasaban silbando por encima de su cabeza. No dejó de correr ni se giró hacia su compañero, hasta que se oyó un gemido ahogado. Después, un golpe seco contra el suelo. Miquel trató de seguir hacia la oscuridad del túnel, pero no podía. Se giró y corrió hacia el grito ahogado. Las balas seguían silbando dentro del túnel.

—¿Joan? ¿Bachiller? —dijo tratando de encontrar su mirada en la oscuridad. Chocó con un cuerpo que yacía en medio de las vías. Se agachó; allí estaba su compañero, con los ojos completamente abiertos. Brillaban entre tanta oscuridad.

Miquel llevó su mano al pecho del Bachiller. Se manchó de sangre. No respiraba. Estaba muerto: una bala le había atravesado el corazón.

—¿Dónde crees que vas? —preguntó el Toledano aguantando su fusil con una sola mano.

Miquel se giró hacia aquella voz, paralizado. Era el rostro de la guerra. Sin decir nada más, el legionario estrelló la culata del fusil sobre él, que resbaló hasta el suelo, donde quedó tumbado al lado de su compañero.