—¡Coronel! —gritó el sargento Ríos mientras se lanzaba sobre su superior y lo empujaba contra el suelo.
La pared de un edificio próximo estalló en mil pedazos al recibir el impacto de un proyectil de una batería fascista. Los dos hombres quedaron cubiertos del polvo de los cascotes que vomitaba el muro destrozado.
El sargento cogió al coronel por las axilas y lo arrastró entre el barro y los escombros hasta el portal de una casa que parecía abandonada. El suboficial se descolgó el subfusil y apuntó a la nada. El impacto del proyectil había sumergido en neblina la estrecha calle. Ya no se oían los nidos de ametralladora próximos que descargaban su munición hasta poco antes.
—¿Coronel? —preguntó el sargento observando al viejo oficial.
Estaba tumbado en el suelo y respiraba con dificultad. Por su nariz salía polvo. Respiraba despacio. Su uniforme estaba sucio y los pocos pelos de su cabeza estaban revueltos.
—Gracias, me ha salvado la vida.
El sargento sonrió sin abandonar su posición, vigilante.
—Nos tendríamos que haber marchado. Tarde o temprano nos matarán —dijo.
—Ya le dije que se fuera.
—Usted no quiso, y yo estoy a sus órdenes.
—Pero le ordené que se fuera. Ahora no vaya a hacerme sentir culpable.
El coronel tosió, se puso en pie y se sacudió el polvo. El sargento se lo quedó mirando, agachado, con su arma firme.
—Agáchese, señor.
—Deben de haber entrado en la ciudad, pero todavía están lejos de aquí —dijo.
—No creo que estén tan lejos, sargento, por lo menos no todos. Acaba de explotar un nido de ametralladoras; si sabían dónde estaba, es porque tienen vigías que les han marcado las coordenadas.
El coronel buscó en su chaqueta un paquete de Lucky Strike. No fumaba desde hacía meses. Había guardado aquel paquete de contrabando para una ocasión como esa.
—¿Quiere uno?
—Gracias, señor. No estoy acostumbrado a tantos lujos. Y lo cierto es que ese tabaco de picadura mezclada con mierda me está destrozando la garganta.
Los dos hombres se apoyaron en la pared, que todavía resistía. Ya casi no se oía el fuego de artillería, aunque sí alguna ametralladora de vez en cuando.
—¿Qué cree que harán con nosotros? —preguntó el sargento.
—Nos matarán. O nos harán prisioneros y después nos matarán —dijo el viejo sin apartar la mirada de la nada—. Usted, si corre mucho, quizá todavía esté a tiempo de huir.
—Ya le dije que no, señor.
—Pero ¿por qué no?
—Porque esta es mi guerra.
—Debe de ser de los pocos que piensa así. ¿Y su familia?
—Ellos no han luchado.
—Quiero decir que dónde están, sargento Ríos.
—Murieron en un bombardeo —dijo el suboficial, mientras expulsaba lentamente el humo del cigarrillo.
El coronel apagó la colilla en el suelo. Se oían algunas detonaciones próximas, pero debían de ser de algún tanque ruso.
—La casa a la que fuimos ayer… ¿Era la suya? —preguntó el sargento, consciente de dónde se estaba metiendo.
—Sí.
—¿Murió su mujer? —preguntó con suavidad.
—No. Mi mujer murió al principio de la guerra, por causas naturales. Me impactó la visión de la casa porque era un recuerdo de mi pasado. Y estaba destrozada. Por suerte no debo preocuparme por mis hijos, porque no tengo.
—¿No huye por eso? Quiero decir, ¿porque nadie le espera?
El oficial se lo quedó mirando. Aquella observación era desgarradora.
—No. No huyo porque nunca lo he hecho. No hui el 18 de julio ni durante las purgas anteriores a la creación del Ejército Popular. Cuando se produjo el golpe de Estado, casi lo primero que hice fue instalarme en el cuartel Lenin de los marxistas, para supervisar las instrucciones que se daban durante dos días a niños de quince años que semanas después viajaban al frente para mearse en sus pantalones llenos de piojos. Lo hice porque pensaba que era mi obligación. Como lo es quedarme en Barcelona. Pase lo que pase. Quizá sea también lo que dice usted: realmente, no tengo motivos para huir.
—Yo tampoco huyo, coronel.
El viejo frunció el entrecejo y se apretó la casaca. Aquel día hacía bastante frío. El cielo encapotado de todos los días anteriores apenas había dejado pasar hasta allí abajo un débil rayo de sol con que calentarse en aquella ciudad agónica.
—¿Adónde vamos? —preguntó de nuevo el sargento.
El viejo militar sacó de su bolsillo un pañuelo gris, limpió una gran piedra que había al lado de donde estaban y se sentó encima.
—Ahora solo nos queda esperar.
El sargento sonrió y volvió a mostrarse alerta, apuntando a la nada.
El coronel extrajo otro de sus cigarrillos y se lo ofreció a su guardaespaldas, que volvió a aceptar. Para el sargento, tras bastantes días y muchos cigarrillos de tabaco picado, aquello era un verdadero lujo americano. Tan solo aspiraba a poder tomar una taza de café antes de morir. Eso sí que le haría feliz.
En la otra punta de la ciudad, soldados del Ejército Popular huían por la falda de la montaña de Montjuïc, tras ser sorprendidos por el enemigo cuando levantaban las últimas barricadas. Justo en aquel momento, los legionarios y los soldados de la 105 División del Cuerpo de Ejército Marroquí empezaban a escalar la montaña en dirección al castillo, donde solo aguantaba una mínima resistencia que no disparó ni un solo tiro. A las tres de la tarde, las tropas de la Quinta División Navarra, bajo el mando del general faccioso Juan Bautista Sánchez, tomaban la otra montaña que observa Barcelona: el Tibidabo.
En ese momento, el grueso de las tropas fascistas comenzaba a bajar hacia la ciudad, estrangulando la poca resistencia que quedaba.
A las cinco de la tarde, los tanques entraban en la ciudad y daba comienzo un improvisado desfile triunfal por la Gran Vía.
«Mierda», pensó el coronel. Y no se equivocaba, tanta nicotina de golpe le había revuelto el estómago y el esfínter, y eso que estaba, en teoría, completamente estreñido desde que hacía unos días le había dado el último ataque de lumbago.
—Creo, sargento, que necesito un rato de intimidad.
El suboficial se quedó mirando con curiosidad al viejo. No entendía qué era lo que le estaba pidiendo ahora.
—¿Señor?
—Me estoy cagando, sargento. Y creo que, aunque me duela la espalda, lo podré hacer sin su ayuda.
—Sí, coronel. En medio de los escombros de aquella casa derrumbada creo que es un buen sitio.
—Gracias. No se preocupe. No es la primera vez que tengo que ir a cagar en el frente de batalla.
El frente de batalla… Aquello era en lo que, teóricamente, se había convertido Barcelona, a pesar de que ya no se oían tiros y de que hacía casi un día que las bombas de los aviones no caían sobre la ciudad. Seguían sobrevolándola, pero los aviones se limitaban a observarla desde el aire.
El coronel entró dentro de lo que quedaba de la casa, se agachó, no sin dificultades, y se preparó. Si no se equivocaba, todo sería muy rápido. Y sin duda, si era así, aquello sería una buena noticia: el frío en aquella parte inferior de la espalda no era demasiado bueno, y casi le preocupaba más el lumbago que el final de la guerra. «De todos modos, ya he hecho todo lo que debía hacer, y he sido leal a mis principios», pensó mientras, todavía agachado, buscaba una piedra lo suficientemente noble para su trasero.
—Alto —dijo una voz a su espalda, mientras sentía como se clavaba cada vez más el cañón de un fusil en su nuca.
El coronel se quedó quieto. Debían de ser fascistas, ya casi no quedaban soldados de los suyos. El grupo más próximo estaría a más de treinta kilómetros de Barcelona, más allá de Sabadell.
—Levanta las manos —dijo de nuevo aquella voz.
No estaba solo. El viejo oyó el crujido de algunas botas sobre los escombros de la casa.
—¿Me dejan acabar antes?
Hubo un silencio, hasta que una voz más lejana con un fuerte acento de Lleida habló también:
—Acabe, coronel. Tampoco es que tengamos ya demasiada prisa.
El viejo militar acabó y se irguió con mucho cuidado, con las dos manos levantadas. El legionario que le había clavado el fusil buscó el arma de la cartuchera del coronel, pero no la encontró.
—¿Y la pistola? —preguntó.
—Se me olvidó.
—¿Se le olvidó? —preguntó de nuevo la segunda voz.
Era un teniente del Cuerpo de Ejército Marroquí, de bigote afilado y rostro muy delgado.
—El otro día, cuando salí de la pensión.
—¿De la pensión? —repitió el soldado, que, como si se lo hubieran ordenado antes, cargó el fusil y apuntó directamente a la cabeza del viejo militar.
—Soldado, no dispare. A este nos lo llevamos a Montjuïc. Tenemos una prisión para mil doscientas ratas que ahora ha quedado totalmente vacía.
El sargento Ríos observaba toda la escena de lejos. Desde su posición había visto cómo de la neblina del atardecer aparecía un grupo de soldados fascistas que llegaban a la casa donde estaba el coronel. Al principio, incluso había pensado descargar el subfusil sobre el enemigo. Pero, de pronto, se dio cuenta de que tampoco tenía tantas ganas de morir. Quizás el sentido común de su época de tabernero le había convencido de que lo más recomendable podía ser huir. ¿Adónde? Eso era otra cosa.
En el momento en que vio que podía salir corriendo, lo hizo, en dirección al centro de la ciudad. No sabía por qué, pero intuyó que debía evitar las calles principales; estaría un poco más seguro en los barrios obreros de las Ramblas. Se escondería hasta que todo aquello pasara; hasta que, de una vez, Francia se decidiera a intervenir. Las mismas calles donde el recibimiento a los soldados había sido más silencioso que en la propia plaza de Catalunya o en la Gran Vía, y donde habían visto pasar las columnas de moros casi sin presta atención. Las mismas calles donde todavía centenares de personas se movían nerviosas con sus pertenencias. Algunas huían. Otras llegaban. El sargento Ríos corría sin descanso, hasta que encontró refugio en un pequeño sótano cerca de la pensión Montseny. En ese momento, las tropas fascistas llegaban a la antigua plaza Sant Jaume, tomaban el Ayuntamiento y la Generalitat, y redactaban la siguiente nota:
A las cuatro y media de la tarde del día de hoy han sido tomados la Generalidad y el Ayuntamiento por el capitán de la Legión, Víctor Felipe Martínez. Barcelona.
26 de enero de 1939.
Actuando como testigos Rafael García Aroca, Miguel Vergés Oller, y José Suñé, como secretario.
La leyeron delante de la gente que, poco a poco, fue llenando la plaza. Así, el periodista José María Junyent hacía uno de los primeros discursos del nuevo régimen en la capital catalana.