—Nos hemos quedado dormidos.
Miquel y el Bachiller habían pasado la noche en el cobertizo de una de las pequeñas masías que todavía quedaban en pie, en L’Hospitalet de Llobregat.
—Sí, mientras otros combatían —añadió Miquel con cierto remordimiento.
—Yo no combato contra nadie.
Durante aquella noche, el ejército fascista había ultimado los preparativos para la entrada en Barcelona. Los italianos tenían la orden de cerrar el paso a cualquiera que intentara huir por la montaña del Tibidabo, desde allí hasta el río Besòs, que flanquea Barcelona por el lado opuesto al Llobregat. Desde allí, algunos soldados descenderían la montaña de Collserola, mientras el Cuerpo de Ejército de Navarra estrangularía la ciudad desde las montañas de Vallvidrera, como una parte ya lo estaba haciendo desde el Llobregat, con el apoyo del Cuerpo de Ejército Marroquí.
—No se oye nada.
Las baterías se habían quedado mudas. Miquel salió del cobertizo y miró al cielo. Estaba completamente gris por la gran cantidad de pólvora quemada aquellos días. Buscó el sol, que permanecía difuso en un extremo del cielo, como si se hubiera cubierto de nubes para evitar ver qué estaba pasando allá abajo. Aguzó el oído. Oyó llorar a un niño. No era un gemido, simplemente un llanto.
Ante él tenía la carretera que unía Esplugues y L’Hospitalet con Barcelona. Estaba desierta. En aquel momento, tuvo la sensación de que solo él y el Bachiller continuaban con vida en ese lugar. Ellos y el niño.
Se alejó del cobertizo y caminó lentamente hacia el borde de la carretera, destrozada por el paso de soldados y hombres. El paso de la guerra.
—¡A ver si es que ha acabado la guerra! —gritó con una sonrisa el Bachiller desde dentro del cobertizo.
De pronto, un rugido empezó a sonar desde uno de los extremos de la carretera, el mismo por donde habían llegado ellos, de Esplugues, de Just Desvern, de Roses. Y de allí solo podía venir el enemigo. Miquel dio un paso atrás y con la mano izquierda buscó la correa con la que se colgaba el máuser, pero no estaba. Se había dejado el fusil en el cobertizo, desde donde el Bachiller le seguía diciendo frases ininteligibles. Trató de moverse, pero no pudo. El rugido del extremo de la carretera se acercaba; se levantó una gran polvareda ruidosa. Fuera lo que fuera iba muy rápido.
Solo pasaron unos segundos, pero le parecieron eternos. ¿Ahora se quedaba inmóvil? ¿Después de todo lo que había pasado los días anteriores? ¡Pero qué demonios le estaba pasando!
Expulsó el aire que había retenido en los pulmones cuando vio que lo que se acercaba era un BA-10 ruso, un camión blindado armado con un cañón en la parte trasera del vehículo y con dos ametralladoras. De pronto notó que perdía el equilibrio y que caía con violencia al suelo. Se giró y vio a su lado al Bachiller, tumbado, respirando nerviosamente.
—¿Estás loco? —murmuró su compañero, enfadado.
—Es de los nuestros.
—De los nuestros.
—Es un BA-10.
—¿Y si lo han capturado? —dijo el Bachiller, negando con la cabeza y tratando de obligar a su compañero a que reculara hacia el cobertizo.
Miquel se negó y, cuando el vehículo llegaba a su altura, se puso de pie en el arcén y caminó hacia él. El pequeño camión blindado paró en seco, levantando más polvareda.
—¿Qué demonios hace, soldado? —dijo un sargento con acento andaluz, tras abrir la puerta lateral del blindado.
Miquel se lo quedó mirando sin decir nada.
—¿Está loco? —continuó el tipo sin bajar del vehículo.
—Perdone, sargento —dijo el Bachiller, que también se levantó, provocando que el suboficial republicano se llevara otro susto.
—¿Me quieren matar? —preguntó, de mal humor.
—¿Están cerca? —preguntó Miquel ignorando el enfado.
El sargento se giró hacia él.
—Mucho. Nosotros vamos hacia la Diagonal. Huyan o busquen algún lugar donde esconderse —continuó el sargento antes de cerrar la puerta y ordenar que el vehículo se pusiera de nuevo en marcha.
Miquel se lo quedó mirando mientras se alejaba hacia Barcelona. No se movió, ni siquiera cuando el Bachiller llegó a su lado y le propinó una sonora colleja.
—¿Y tu máuser? —le preguntó.
—En el cobertizo.
—Cógelo, seguimos la marcha.
—¿Adónde?
—A Barcelona. Para nosotros nada ha cambiado. Venga.
Miquel no discutió la orden ni se planteó otra opción. Simplemente no había alternativa. Entró en el cobertizo, cogió su fusil y la fina chaqueta que le había servido de manta aquella noche. Cuando salió se fijó en que ahora era el Bachiller el que permanecía inmóvil en la carretera, con la vista fija en el lugar por el que había aparecido el BA-10.
Miquel caminó lentamente hacia él, mirando hacia aquella parte del horizonte. De pronto, el rumor continuo de las bombas se dejó oír de nuevo.
—¿Serán de las nuestras? —preguntó Miquel.
—Si no lo son, sí que era cierto eso de que están muy cerca —contestó el Bachiller con voz calmada, mientras empezaba a registrar sus bolsillos en busca de un cigarrillo ya liado. No hubo suerte.
El rumor era fuerte y avanzaba despacio. Se quedaron mirando hasta que, de pronto, vieron una bandera roja y gualda.
—No son de los nuestros.
—¡Corre! —gritó el Bachiller, que ya huía camino de Barcelona.
Aquel ruido se aproximaba más y más. Al cabo de pocos segundos, ya pudieron ver a un nutrido grupo de soldados fascistas. Y cada vez estaban más cerca.
—Vienen pisándonos los talones —advirtió el Bachiller, mientras no dejaba de acelerar el paso por la carretera de Collblanc, en L’Hospitalet.
Delante de ellos, vieron el puente de piedra que unía esta ciudad con Barcelona. En una de las masías del margen derecho de la carretera vieron una trinchera montada con sacos de arena. Había una ametralladora preparada, pero los soldados que la debían de custodiar no estaban. Miquel la miró fijamente.
—Ni lo pienses. No está la cosa para hacernos los héroes.
A unos centenares de metros, en dirección al Llobregat, se oían de nuevo, intensos, los estallidos de los obuses que estaban acabando con los pequeños restos de la resistencia republicana que quedaban más atrás. Tenían a los fascistas pisándoles los talones, pero no debía de ser el grueso del ejército. Los combates continuaban más atrás, en una desesperada y frágil resistencia. A Miquel se le cayó el máuser que sujetaba todavía con las manos. Se paró para cogerlo. El Bachiller, al ver que se atrasaba, volvió la cabeza sin dejar de correr.
—Vamos, recógelo de una vez, por Dios. Date prisa. ¿A qué esperas? ¿A que Franco lo recoja por ti? —le gritó, al ver que Miquel aprovechaba para coger aire.
Se agachó y cogió el fusil, pero siguió sin correr.
—¿Dónde demonios vamos? —preguntó en medio de la nada.
Delante de él, un grupo de mujeres ondeaban trapos viejos de color blanco; sostenían unos cuantos cestos vacíos que esperaban llenar con la llegada de los nacionales. Miró hacia atrás. A tan solo unos centenares de metros tenía una de aquellas malditas tanquetas italianas de más de tres toneladas, que se acercaba escoltada por dos vehículos y por, al menos, un centenar de soldados fascistas.
El Bachiller se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada. No hacía falta que volviera a pedir a Miquel que siguiera con su marcha. El ruido de una bala que le pasó a unos centímetros de la oreja izquierda le dio la fuerza que necesitaba para continuar. Aceleraron el paso. Llegaron a aquel barrio de L’Hospitalet, la última frontera antes de llegar a Barcelona. Lo conocían como la pequeña Murcia. Había nacido a principios de siglo con la fuerte inmigración de obreros del levante español, que habían llegado para trabajar en las obras del metro y en las de la Exposición Universal.
Entraron dentro de sus estrechas calles, girando primero hacia un lado, después hacia el otro. Anduvieron durante diez minutos sin encontrar a nadie por las calles. Parecía que estaban solos en aquel mundo.
—¿Y si pedimos a alguien que nos esconda en su casa? —preguntó Miquel, tratando de recuperar el aliento.
El Bachiller se apoyó en la pared de un viejo edificio.
—No nos podemos fiar de nadie. Tal vez nos tiendan una trampa, o nos maten, o nos entreguen. Y si encontráramos a alguien leal, estaríamos firmando su sentencia de muerte.
Miquel sintió que no podía más. Incluso se le pasó por la cabeza la idea de dejar el fusil y buscar alguna bandera blanca. Aunque eso sería una muerte segura.
Varios bombarderos italianos sobrevolaron sus cabezas, en dirección al centro de Barcelona.
—Seguro que se ha organizado la resistencia en la plaza de Catalunya. Allí los detendremos —dijo Miquel, eufórico, tratando de disimular su pesimismo; ni él mismo creía en sus propias palabras.
—Seguro.
—Ya lo hicimos en julio del 36.
El Bachiller cargó de nuevo su arma al hombro.
—Lo dudo, pero puede ser una salida.
—Pero ¿cómo llegamos? ¿Y si nos encontramos el enemigo?
—Iremos en el Transversal —dijo el Bachiller mostrando una de sus escasas sonrisas.
«¿El metro?», pensó Miquel.
En aquella época, Barcelona contaba con dos líneas de metro. El Gran Metropolitano, con un trazado de 5,3 kilómetros, nueve estaciones y dos ramales (estos últimos se bifurcaban en la estación de Aragón), que unía la estación de Lesseps con Liceo y Correos, al final de las Ramblas. Y el Transversal, que se construyó como un enlace que permitiera la unión de las estaciones de ferrocarril de Barcelona; por eso los carriles eran de ancho ibérico y los túneles de dimensiones más grandes. Contaba con 6,5 kilómetros de vías y trece estaciones, y enlazaba el barrio de Santa Eulalia de L’Hospitalet con la zona de Marina de Barcelona, a través de la plaza de Catalunya. Con la guerra, la mayoría de las estaciones se habían acondicionado como refugios antiaéreos.
—Estamos a muchos metros de la estación de Santa Eulalia, y para ir deberemos volver sobre nuestros pasos. ¿No has visto las tanquetas? —preguntó Miquel, enfadado, desesperado.
El Bachiller empezó a correr, pero en dirección al barrio de Sants de Barcelona, justo adonde llevaba la carretera de Collblanc que habían abandonado minutos antes.
—¿Y los fachas? —preguntó Miquel, alarmado, siguiendo las pasos de su compañero.
—Las mujeres que nos hemos encontrado nos los retienen pidiéndoles comida.
—Santa Eulalia está hacia allí —dijo señalando al lado contrario de por donde estaban corriendo.
—Ya lo sé. Vamos a la plaza de España.
Miquel no entendía nada, pero no estaba dispuesto a detenerse para discutir, así que dio por buena su decisión.
Al Bachiller aquellas líneas le eran familiares. Había vigilado muchas noches las estaciones, y también conocía la vía de servicio de la plaza de España, transformada en cochera para evitar que las bombas pudieran afectar a los trenes. Podían entrar por allá y después ir andando por las vías. El servicio estaba suspendido y tampoco hubiera sido muy recomendable coger un metro en aquel momento. Conocía los túneles, los escondrijos; allí podrían estar seguros si Barcelona ya estaba perdida, al menos, durante algún tiempo.
—Vamos, deprisa. Que lo que tenemos encima son bombarderos italianos.
El ejército fascista comenzó a desplegarse por los barrios de Collblanc y La Torrassa de L’Hospitalet, para dirigirse después hasta las zonas de La Bordeta, Sants y Hostafrancs, hacia donde corrían ahora los dos soldados. A su paso, se encontraron más nidos de ametralladoras vacíos.
La defensa estaba desmoralizada y mal organizada.
—¿Qué quieres hacer en la plaza de España? —preguntó Miquel, a la vez que avanzaba por las calles desiertas.
—Entraremos dentro de la estación, hay una vía que hace de cochera de trenes —contestó el Bachiller, que se había parado para recuperar algo el aliento y obligó a hacer lo mismo a su compañero.
—¿Vamos a escondernos?
—Sí. Lo de la plaza de Catalunya… En fin, ni tú ni yo nos lo creemos.
—Pero allí no tendremos forma de salir, huyamos de la ciudad o escondámonos en cualquier otro sitio.
—¿A qué parte de la ciudad? ¿A la plaza de Catalunya? ¿Y si ya han llegado los fascistas? No sabemos si han entrado por algún otro lugar.
—Pero dentro del túnel nos pueden atrapar como ratas.
—Oye, mira, no lo sé. Necesito tiempo para pensar, y allí no entrarán a buscarnos. Primero se tienen que ocupar de la superficie. Vamos —continuó el Bachiller, a la vez que se ponía de nuevo a correr hacia la plaza de España.
Cargados con sus fusiles pasaron ante las chimeneas de Sants hasta llegar a la plaza de España. Corrieron por la izquierda de la plaza de toros de Las Arenas, en la que ya no quedaba ninguno de los soldados que durante la guerra habían estado allí acuartelados.
El Bachiller no pudo evitar lanzarle una mirada. «Esto se ha acabado», pensó, mientras aceleraba todavía algo más su paso.
—Vamos dentro —dijo, señalando la entrada a la estación.
No había nadie. Nadie había ido a refugiarse. Tal vez todos pensaban que lo más seguro era permanecer escondidos en sus casas. Un comportamiento muy humano: buscar la proximidad, la seguridad del hogar.
El metro llevaba varios días sin funcionar por falta de electricidad. El Bachiller bajó corriendo las escaleras; Miquel iba detrás de él, avanzando prácticamente a tientas.
—Ven. Cógete a mí.
—Joan, ¿adónde vamos?
—A una cochera. Allí nos esconderemos. Si queremos, nos podemos mover por la ciudad a través de los túneles, pero ya te he dicho que no sabemos dónde está el enemigo. Y mejor así.
Miquel asintió en silencio sin que lo viera su compañero. El Bachiller tampoco esperaba una respuesta. Bajaron las escaleras y llegaron al andén. Miquel cerró los ojos, para ver si así se acostumbraba más rápido a la oscuridad. Apretó con fuerza la mano sobre el hombro del Bachiller, que se movía con más agilidad que él.
Nunca supo cuánto tiempo anduvieron hasta que llegaron a una gran cámara; lo notaba por el aire, menos viciado, aunque igual de rancio. Tal vez fuera, simplemente, el aire gélido de la muerte, que se le acercaba sin avisar. Mejor no pensarlo. Tras aquellos días, tras aquella guerra, todo el mundo se acostumbraba a ella. A nadie le gustaba, pero su omnipresencia hacía que no importase demasiado. En cualquier momento podía tocar a quien fuera con su guadaña, pero era mejor no darle vueltas.
—Espera.
Miquel se quedó quieto unos instantes, mientras el Bachiller se perdía en la oscuridad. Abrió los ojos. Distinguió algo. En la cámara, a través de una pequeña grieta que se abría similar a una cúpula, entraba algo de luz. Vio varias máquinas paradas. Parecía que estuvieran dormidas.
—Ven —dijo de nuevo el Bachiller. Estaba en el extremo de uno de aquellos convoyes de madera que sobrevivían a pesar del frío invernal y el olvido.
Miquel caminó lentamente, descolgándose el máuser y cogiéndolo por el cañón. El Bachiller había entrado en la cabina de una de aquellas viejas máquinas. Estaba sentado en el suelo, junto a su carabina tigre y con dos latas de carne rusa.
—Escondí esto aquí. Si te digo la verdad, nunca pensé que lo fuera a necesitar. La verdad.
Miquel se sentó. Tenía hambre. Aquella comida le había hecho hasta olvidar el miedo.
—¿Las escondiste tú?
—Sí. Antes de ir al frente estuve aquí unos días. En las cocheras. También teníamos un pequeño depósito de alimentos, pero ya no queda ni rastro. Solo esto, y porque lo escondí entre los raíles.
—Has estado en muchos sitios —dijo Miquel.
Su compañero le pasó una lata, que había abierto con la bayoneta.
—Y espero estar en muchos más.