Vicenç llegó corriendo a su casa, muy cerca del Ayuntamiento de Roses de Llobregat. Había dejado atrás su fusil, su gorra e, incluso, gran parte del uniforme republicano. Corría casi sin aliento. Golpeó con energía la puerta para que su madre le abriera. Le esperaba cada día, desde que unas semanas atrás se había marchado al frente.
—Vicenç.
La mujer abrió la puerta con los ojos enrojecidos. Rojos, pero sin lágrimas. No había llorado en toda la guerra.
—Los nacionales están a punto de llegar —dijo el adolescente, nervioso, completamente pálido, asustado.
Al entrar, ella le pidió que dejara lo que le quedaba del uniforme y que se fuera a su habitación a cambiarse de ropa. María cogió los pantalones de su hijo, la camisa y las insignias y las echó en la chimenea; luego avivó el pequeño fuego para que pudiera borrar aquellos rastros incómodos. Se oían algunas explosiones cerca, pero también vecinos que salían a la calle y que se movían de un lado a otro. Todavía con la cara llena de ceniza, Vicenç fue a donde estaba su madre.
—No tengas miedo, hijo; no pienso perderte —dijo ella, totalmente serena.
La muerte de su marido en el frente del Ebro la había endurecido. No estaba dispuesta a perder a su único hijo, que solo tenía dieciséis años.
—Ya llegan —insistió él, nervioso.
—No te preocupes. Lávate la cara y vete a la cocina. Cómete la sopa. Debes recuperar fuerzas.
—Sí, madre.
Cuando Vicenç entraba en la cocina, alguien golpeó de nuevo la puerta. María tomó aire, para seguir manteniendo la calma, y fue rápidamente hacia la entrada. Antes de abrir, se aseguró de que llevaba, dentro del bolsillo del delantal, la pequeña navaja que empleaba para pelar patatas. Tomó aire otra vez.
Mientras abría la puerta, una bomba cayó no muy lejos del pueblo.
—Nos dejarán sordos antes de matarnos, María.
Era el maestro del pueblo, don Gregori. Llevaba alborotados los pocos pelos que le quedaban en la cabeza, con una bufanda roja mal atada al cuello y un traje de paño gris desgastado por el tiempo y por la guerra.
—Don Gregori. ¿No se iba usted a Francia?
El viejo se la quedó mirando haciéndole una pequeña mueca:
—¿Qué haría allí un viejo como yo?
María le devolvió la sonrisa, aunque su presencia en la casa la preocupaba. Todo el mundo sabía que uno de los principales objetivos cuando llegaban los fascistas a un pueblo eran los profesores.
—Vicenç ha vuelto —dijo María.
—¿El pequeño Vicenç?
—Sí.
—¿Se ha deshecho de su uniforme y de todo lo que lo pueda identificar como soldado?
—Sí. Pero la gente del pueblo hablará.
—Dígales a los militares que lo obligaron.
—Pero en el Ayuntamiento deben quedar los papeles de su reclutamiento. Allí dice que se alistó.
—Ni en el Ayuntamiento ni en ninguna parte quedan papeles. Los soldados los han quemado casi todos antes de huir. Tranquila, señora María. Ya verá como no pasará nada.
—Ojalá que le escuche Dios, y también el demonio. Siempre es bueno tener a los dos de tu lado.
El profesor sonrió y sacó un papel de su pequeño bolso. Sin decir nada se lo dio a María, que lo leyó rápidamente: «¡Viva Franco! ¡Viva España! Casa habitada por su dueño».
—¿Y esto? —preguntó la mujer, mirando al maestro con cara de circunstancias.
—Los estoy repartiendo por las casas. Para que la gente los cuelgue. Los soldados pueden entrar en cualquier casa y llevarse lo que encuentren, y hacer lo que quieran si creen que está abandonada. Ya sé que su marido se revolvería en su tumba si lo viera…
—Gracias, don Gregori. Mi marido no lo verá.
La mujer cogió el papel y lo enganchó en la puerta, con la ayuda del pegamento que también llevaba el maestro.
—Y, usted, ¿qué hará ahora?
—Seguiré repartiendo más papeles. Algunos vecinos también han colgado sábanas blancas.
—Don Gregori, quiero decir que qué hará cuando lleguen los franquistas.
El viejo se la quedó mirando, mientras se pasaba la mano por la cabeza y se peinaba los pocos pelos que le quedaban.
—Ya se lo he dicho. Seguiré repartiendo papeles. Señora María, cuide de su hijo. Era uno de mis alumnos favoritos. Y cuídese usted también.
—Gracias, don Gregori.
El maestro inclinó levemente la cabeza para despedirse y se marchó calle abajo.
Sin poder evitarlo, María, que no había derramado ni una sola lágrima en los tres años anteriores, se dejó caer al suelo y empezó a llorar. No sabía muy bien por qué: por su marido, por el futuro que le esperaba a Vicenç y a don Gregori, por todo…
—Madre.
María se apartó las manos de los ojos y miró a su hijo, que la observaba con una sonrisa, agachado, junto a ella, abrazándola.
—Madre. No llores. Ya ha acabado todo.
María se secó las lágrimas y se puso de pie, cogiendo a su hijo de la mano.
—Vamos junto a la chimenea. Nos queda algo de leña. Está húmeda, pero nos calentará. Debemos dar gracias a Dios por ella, hijo mío. Al menos, tenemos leña.
Vicenç siguió a su madre tras cerrar la puerta. Cada uno cogió una silla de mimbre y se sentaron, esperando su futuro. Estuvieron allí, sin decir nada, hasta más allá de las tres de la tarde.
Mientras tanto, algunos ciudadanos de Roses, que en pocas horas se volvería a convertir en Sant Feliu, fueron hasta el Ayuntamiento, que los soldados ya habían abandonado. Decidieron formar un consistorio provisional para recibir a las tropas nacionales. En el balcón de la sala de plenos colgaron una sábana blanca. Otros vecinos de la ciudad hicieron lo mismo en sus propias casas, esperando la llegada del ejército. Los estallidos de las bombas se oían cada vez más cerca, aunque los proyectiles de las baterías de 88 milímetros, bajo el mando de los soldados de la Legión Cóndor, se centraban en Barcelona y sus alrededores.
El ruido de los proyectiles atravesaba la ciudad desde la montaña próxima de Sant Antoni hasta Just Desvern y Esplugues, mientras numerosas bombas caían sobre Roses.
—Pronto pasará —dijo Vicenç, para tranquilizar a su madre.
Sin embargo, lo que a María le preocupaba de verdad era lo que pasaría entonces: cuando las bombas callaran.
El Cuerpo de Ejército Marroquí encontró una pequeña resistencia a la entrada del pueblo, aunque, a las cinco de la tarde, la bandera española, roja y gualda, ya ondeaba en el balcón de la sala de plenos en sustitución de la sábana blanca. Los moros que habían entrado en la ciudad se habían dispersado por todas sus calles y por las montañas que rodeaban el municipio, antesala de la entrada a Barcelona. Un alférez de los marroquíes ordenaba que se deshiciera el Ayuntamiento creado para entregar la ciudad. Algunos moros entraron en las casas de una ciudad vacía, donde, poco a poco, los vecinos comenzaron a salir de los refugios, encontrándose con un ejército vestido de blanco sucio y con algunos soldados montados a caballo, desde donde sujetaban lanzas amenazadoras contra los curiosos ciudadanos que se atrevían a acercarse y que, tras el encuentro, acababan sin su reloj de oro u otros objetos personales de valor. Algunas quejas se pagaban con la vida.
Con la llegada de los legionarios y del tercio, algunos balcones ya se mostraban engalanados con las banderas que algunos habían guardado durante años y que otros habían tratado de conseguir días antes. Los gritos de «No pasarán» fueron sustituidos por los de «Viva Franco».
Tres golpes secos sonaron en la puerta de la casa donde María y su hijo permanecían casi inmóviles, viendo cómo se consumía, lentamente, la leña. En las últimas horas, a pesar del rumor de la guerra, aquella sala parecía haberlos dejado al margen. María miró a su hijo, que se había quedado dormido. Estaba cansado, llevaba muchos días sin parar; y la pólvora y el olor a sangre agotan. Los dos tienen la facultad de acabar con la vida y, aunque pasen lejos de ti, de absorberla poco a poco.
—Vicenç —dijo María, a la vez que despertaba a su hijo tocándole suavemente el brazo—. Ya están aquí. Han llamado a la puerta. Rápido, sube al piso de arriba, escóndete en el doble fondo que hay en el armario de la habitación de la abuela.
El adolescente se puso de pie y subió las escaleras sin decir nada. María se estiró el delantal y se dirigió hacia la puerta. Alguien la golpeó de nuevo. Cuando la abrió se encontró con dos soldados, firmes; delante de ellos vio al que parecía ser su oficial. María se quedó mirando a aquel capitán sin decir nada. De pronto, abrió la boca:
—Llega España. Viva Franco.
Mientras decía aquellas palabras algo se removió dentro de su estómago e hizo que incluso una arcada llegara a su boca.
—¡Viva! —gritaron al mismo tiempo los dos soldados, que pasaron dentro de la casa casi sin mirar a la mujer, que se quedó a un lado de la puerta.
El oficial se quitó la gorra y miró a María. Parecía que se acababa de afeitar y, por lo visto, su ropa no había sufrido las batallas por las que realmente había pasado.
—Buenos días, señora. Soy el capitán Puig, del Tercio. ¿Hay alguien en casa, además de usted? —preguntó el militar, mientras sus dos soldados empezaban a remover todo lo que encontraban a su paso.
María se lo quedó mirando; debía de tener la edad de su sobrino mayor, Enric, el de su hermana de Cervelló.
—Mi hijo. Está escondido.
El militar no se sorprendió. María había decidido en el último momento que era mejor decir la verdad, que, de todos modos, tarde o temprano lo habrían encontrado y quizás habría sido peor.
—¿Está armado? —preguntó el oficial, impasible.
—No.
—Mejor.
El oficial se quedó mirando a aquella mujer pequeña que tenía delante, envejecida prematuramente por la guerra y la muerte.
—Señora, tengo hambre. ¿Puede cocinar algo para mí y para mis escoltas?
—Sí, señor.
—Bien. Soldados, vayan a la cocina, que hoy vamos a poder alimentarnos con comida casera. Por su hijo no se preocupe; o baja ahora, y será mejor, o ya subiremos a buscarlo —dijo el oficial.
—¡Vicenç! ¡Baja a ayudarme!
Dentro del armario, el chico no dudó ni un segundo en hacer caso a su madre y bajó rápidamente las escaleras. Cuando llegó vio a un oficial sentado a la mesa, flanqueado por dos militares. Su madre había empezado a calentar sopa en la chimenea. A Vicenç le impactó la imagen de aquel militar, afeitado de hacía pocas horas, con el uniforme totalmente limpio, como si lo acabara de recoger de la tintorería. Brillaban incluso los botones, que parecían de oro de verdad. Aun así, en su cara, en las heridas todavía no cicatrizadas y, sobre todo, en su mirada, se intuía que llevaba años en el frente.
—¿Tú eres Vicenç? —preguntó el militar a la vez que aceptaba un cigarrillo de uno de sus escoltas.
—Sí, señor.
María retiró la sopa que tenía en el fuego; con la ayuda de unos trapos la llevó a la mesa, donde sirvió a los militares. Lo hizo en silencio, casi sin mirar a su hijo. Volvió junto a la chimenea. Si era necesario y las cosas se ponían mal, cogería esos troncos en llamas y se los echaría a aquellos soldados, para que su hijo pudiera escapar.
—Esto está buenísimo, señora —dijo el capitán Puig tras tomar la primera cucharada de sopa.
Aquellos cubiertos eran los de su ajuar de boda. Tenían más de treinta años y eran de plata de la buena. Era lo que quedaba de valor en aquella casa, aparte de la vida de su hijo. No los había sacado como deferencia a los soldados, sino porque había vendido los otros cubiertos, o los había dado para fundir.
—Gracias.
—A ver, Vicente, me han dicho en el pueblo que eres republicano.
El chico se quedó sin decir nada. No podía soportar la mirada de los otros dos militares, que buscaban sus ojos. El capitán continuaba tragando la sopa sin girarse.
—Di algo, ¿o se te ha comido la lengua el gato?
—No tenemos gato —respondió Vicenç, casi sin pensárselo.
—Comprendo. Ya sé que los rojos habéis pasado mucha hambre —dijo el oficial con sorna.
Aquello provocó las carcajadas de los escoltas.
María se retiró de la chimenea para ponerse junto a su hijo, al que rodeó con los brazos.
—Capitán, no le haga nada —insistió.
El hombre se giró y apartó su mirada del plato.
—Para hacérselo habrá tiempo, señora; para hacérselo habrá tiempo —dijo, poco antes de volver de nuevo al plato.
María fue hasta la chimenea, preparada para coger aquellos troncos humeantes y lanzarlos contra los soldados. Pero al llegar junto al fuego se detuvo.
—¿No eres muy joven para ser soldado?
—Señor capitán, es que lo obligaron —interrumpió la mujer.
El militar se la quedó mirando. Ya había acabado la sopa.
—Siendo usted viuda, ya ve de lo que se entera uno, y eso que acabamos de llegar al pueblo… En fin, ¿no es muy extraño que reclutaran a su hijo pequeño para el ejército? —continuó el militar.
—Señor, haga lo que quiera conmigo, pero deje tranquila a mi madre.
El militar se levantó de la mesa y se acercó al chico, que levantó la mirada y se cruzó con los ojos del experimentado militar.
—Muy bien, chico, veo que tienes cojones. Sargento.
Uno de los dos escoltas se levantó de la mesa y se acercó a su lado.
—Deme uno de esos papeles.
—Sí, mi capitán.
El suboficial volvió a la mesa y sacó un bloque de papeles de un pequeño bolso que llevaba colgado a la cintura. El sargento lo llevó al oficial, que lo firmó.
—Mira, chico: este papel te identifica como amigo mío y de Franco. Te salvará la vida, porque, si no, estás condenado —dijo el capitán, a la vez que entregaba el documento—. Se lo debes a tu madre y a su sopa.
María se acercó al capitán, se tiró a sus pies y rompió a llorar.
—Gracias, gracias —repitió entre sollozos.
—Levántese, señora —ordenó el hombre.
La mujer se puso de pie y se secó las lágrimas con las manos. El capitán se la quedó mirando sin mostrar en ningún momento el menor rastro de sentimentalismo.
—De nada, señora. Que sepa que esto es lo que hace Franco por la España oprimida. ¡Viva España! ¡Viva Franco! —gritó el militar, seguido en los gritos por sus escoltas.
—¡Viva Franco! —gritó entre dientes Vicenç.
El gesto no pasó desapercibido para el capitán y para sus suboficiales.
—Nos vamos, señora —dijo de nuevo el oficial. Y sin más se dirigió a la puerta seguido por sus escoltas.
Al salir, dejó la puerta abierta y oyó como de nuevo aquella mujer se echaba a llorar. Madre e hijo se habían dejado caer al suelo, entre lágrimas.
—Sargento.
—Mi capitán.
—Informe a los de la Falange o a los que vayan a ser la autoridad militar de este pueblo que en esta casa hay dos sospechosos, dos rojos. Que cojan preso al hijo, pero que a la madre la dejen tranquila.
—Sí, señor.
—Y ahora vamos a Barcelona. Mañana quiero mearme sobre la tumba de Macià.