Miquel y el Bachiller se pararon a descansar al salir de Roses en un pequeño granero que quedaba cerca de la carretera, donde durmieron un poco. Al alba, siguieron la marcha hacia Barcelona. En su camino se encontraron con soldados, algunos que iban al frente y otros que huían. Había soldados catalanes y soldados procedentes de otros batallones, de otras compañías de toda España. Muchos, ese día, ya daban la guerra por perdida. A veces, eran más los que huían que los que iban en busca de las tropas de los nacionales. Ya quedaban pocos soldados en Barcelona, apenas unos centenares. La gran mayoría estaba de camino a Francia, como miles de ciudadanos anónimos en busca de refugio, aun cuando sus fronteras permanecían cerradas. Gran parte del ejército, así como la mayoría de los policías y los guardias de asalto, se había trasladado con Negrín a Figueres, donde había establecido su Gobierno. Con él se había marchado también el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, molesto por no haber sabido, casi hasta al final, el desastre que se cernía sobre el bando republicano. De lo contrario, seguramente no habría pronunciado su última arenga de defensa de la ciudad el 20 de enero, tres días antes de abandonar la plaza Sant Jaume para siempre.
Las relaciones de Negrín con el presidente de la República, Manuel Azaña, y con Companys no eran buenas. El primero era quien ostentaba el poder real, quien tenía bajo su mando al Ejército comunista, el de la República, aunque Stalin ya hacía tiempo que se había desentendido de España. De hecho, la última compra de armas había quedado paralizada durante semanas en la frontera por orden del Gobierno francés, asustado por la llegada de tantos refugiados.
Negrín era partidario de resistir costara lo que costara, y miraba con recelo a los catalanes. Corría el rumor de que aspiraban al separatismo, que lo habían hablado con Francia y que tenían a su lado a Mussolini. De todas formas solo eran rumores. Franco, que quería un final de la guerra sin condiciones, nunca lo habría permitido.
Las relaciones entre la Generalitat y el Gobierno central eran tensas, por las aspiraciones nacionalistas de ambas partes. Siempre había habido críticas hacia la poca implicación de una Cataluña que tenía su estatuto suspendido y a la que acoger a un millón de refugiados había acabado de agotar.
A los soldados de fuera de Cataluña se les tenía por extraños. Parecían un ejército de ocupación, una visión que había perdurado durante el último año, el más trágico.
Miquel observó a un grupo de soldados que corrían hacia Barcelona tras dejar sus fusiles en medio de la carretera. Se acercó a un máuser y comprobó que tenía el cargador completo. No dudó en cogerlo.
—Creo que, aunque lleguemos a Barcelona, la ciudad no será nuestra salvación —dijo el Bachiller, a la vez que dirigía la mirada a Roses del Llobregat—. Están muy cerca.
Aquel día, a primera hora de la mañana, el Cuerpo del Ejército Marroquí ocupaba Vilaboi, el actual Sant Boi. Un grupo de legionarios tomaba la ciudad casi sin resistencia, repartiendo bebidas y tabaco entre la ciudadanía desde camiones con calaveras pintadas. También por la mañana, la 105 División fascista tomaba El Prat y ponía orden ante el asalto de los almacenes de comida, una escena que se repetía pueblo a pueblo. Mientras tanto, la artillería nacional descargaba con fuerza sobre Cornellà y los pueblos de alrededor, los más cercanos a la gran ciudad.
—Mira —dijo Miquel señalando hacia el cielo.
El ruido era ensordecedor. No hacía falta mirar hacia arriba para saber qué estaba pasando. Una veintena de bombarderos se dirigían a Barcelona. Avanzaban lentamente hacia la ciudad sin que casi se oyera la respuesta de las unidades antiaéreas. El cielo crujía.
—Barcelona tampoco será un buen refugio. De todas formas, ya lo sabíamos, ¿no? —dijo Miquel.
—Sí.
Con el rumor constante de los aviones continuaron andando hasta llegar a Just Desvern. Allí se encontraron con algunos soldados asustados, que esperaban en sus posiciones, junto a viejas piezas de artillería, mientras vecinos de la población y de la cercana Esplugues se movían nerviosamente entre los militares buscando algo de comida; habían entrado dentro del depósito de Intendencia de Aviación buscando legumbres y latas de carne rusa bajo la mirada pasiva de los soldados.
—¡Quietos! —gritó un teniente con barba de varios días y con la ropa totalmente sucia.
Miquel y el Bachiller se cuadraron ante la presencia del oficial.
—¿Adónde van? —preguntó.
—A Barcelona, teniente —contestó el Bachiller.
—¿Tienen órdenes?
—No, señor.
—¿Ustedes tampoco? Yo quiero órdenes… ¿Están huyendo? Estoy hasta los cojones de los maricones que huyen del frente. Llevo toda la mañana viendo a soldados que se escapan como ratas. Ya estoy harto —dijo, a la vez que desenfundaba la pistola.
Del frío cielo gris comenzó a caer una fina lluvia de color negro provocada por la pólvora quemada. No era agua. Eran pequeñas partículas oscuras que olían a polvo y escombros, y que provocaron que Miquel mirara hacia arriba, olvidándose del oficial que en aquel momento los estaba apuntando con su nueve milímetros. Tomó aire. Desde que se había incorporado al frente no había tenido tiempo ni para respirar. El oficial dirigió el cañón de la pistola hacia el Bachiller, que notó un sudor frío que le recorría la espalda. Él no quería morir, y menos allí, como un perro.
—Señor —dijo, tratando de conservar la calma.
—Son desertores. Traidores. Y estoy hasta los cojones. ¡Todos huyen!
Miquel se giró hacia el militar. El grupo de soldados que tenía a sus órdenes en una batería próxima hablaba agitadamente mientras observaban la escena. No sabían qué hacer. La mirada mutilada de un militar que tenía una venda, tapándole el ojo izquierdo, se encontró con los ojos de Miquel.
—Teniente —dijo de pronto Miquel, a la vez que levantaba su máuser y se lo clavaba en el pecho.
Este cerró los dientes con fuerza y acercó el cañón de su pistola todavía más al Bachiller.
—Miquel, ¿qué coño haces? —preguntó el Bachiller con la boca pequeña. Estaba muy nervioso.
—Baje el arma o le reventaré el corazón —amenazó Miquel sin pensárselo. Se sentía furioso, fuera de sí, con ganas de saltar, de moverse. Era como si todo su cuerpo se hubiera cargado de energía. Ya no tenía frío. Una lengua de calor se extendía por su espalda hasta llegar al dedo índice de la mano izquierda, con el que palpaba el gatillo de su fusil.
El oficial se giró hacia Miquel y le mostró una pequeña sonrisa. Acto seguido apartó la pistola con la que estaba encañonando al Bachiller y la dirigió a su cabeza. Un trueno retumbó en medio de la carretera. Miquel cerró los ojos para evitar las salpicaduras de la sangre del oficial. Yacía en el suelo, con los ojos abiertos y una sonrisa, rodeado de un charco de sangre negra.
Los militares que estaban en la batería saltaron de la trinchera que habían construido y se acercaron corriendo al cuerpo inerte del teniente.
—Estaba loco. Como lo estamos los que todavía no nos hemos ido de aquí —dijo un soldado mirando al oficial con indiferencia.
Miquel y su compañero no dijeron nada. El Bachiller se secó el sudor de la frente. Por un instante, había pensado que aquellos eran sus últimos momentos.
—¿Vais a Barcelona? —preguntó otro de los militares.
Era un hombre de unos cuarenta años, con acento andaluz. Seguramente, era uno de los integrantes de las tropas mutiladas en otros frentes que se habían replegado hacia Barcelona y que no habían huido a Francia. Poco más de dos mil republicanos frente a un ejército de cientos de miles de soldados bien entrenados y alimentados, con armas modernas y la ayuda material y humana de los fascistas europeos.
—Sí —contestó secamente el Bachiller, que empezaba a recuperar el color de la cara.
—Pero ¿tenéis un camión o algo para poder salir? —continuó el andaluz.
—No.
El hombre bajó la mirada. Decepcionado. Su última escapatoria se acababa de esfumar.
—Pues entonces me quedo aquí —dijo, antes de volver a la trinchera.
El otro soldado se quedó mirando a Miquel con una sonrisa triste:
—Suerte.
El grupo de soldados volvió a su posición, llevándose consigo al oficial muerto. Miquel y el Bachiller se miraron y continuaron su viaje, sin decir nada.
Al cabo de poco rato llegaron a Esplugues. La imagen del lugar era parecida: calles sin rastro humano, aparte de pequeños, muy pequeños, grupos de soldados parapetados en algunas calles y balcones. Calles donde todavía quedaban rastros de una fuga en la que muchos habían dejado objetos abandonados que, en un primer momento, habían creído necesarios. La lluvia de ceniza iba cubriéndolo todo despacio. Caminaron hasta llegar a una casa, de cuyo patio salía un tentador olor a asado. Aquello era un reclamo difícil de rechazar.
—¿Crees que nos darán algo? —preguntó el Bachiller relamiéndose.
Miquel lo miró, indiferente.
—Vamos a probarlo. Y, Miquel, gracias por lo de antes.
El joven esbozó una pequeña sonrisa. No había dejado de pensar en eso en ningún momento. Se sentía culpable de la muerte del teniente.
—No me encuentro muy bien —dijo finalmente.
—Si son remordimientos, olvídate. En una guerra no hay lugar para remordimientos, pues el enemigo no los tiene. Si los tuviera, no habría guerra.
En el patio de la casa, un grupo hablaba de forma animada. El Bachiller se adelantó y golpeó la puerta. Dos golpes secos contra la pequeña puerta de castaño, que se abrió por completo. Sus ojos, desde la entrada, contemplaron a un grupo de siete hombres que estaban junto a un túnel donde tenían brasas y varios conejos sobre una plancha de metal. Enmudecieron al notar su presencia y se giraron hacia ellos. Eran todos oficiales, había un teniente, varios capitanes e incluso un coronel. Miquel y el Bachiller se cuadraron.
—Descansen —dijo el coronel, sentado encima de un tronco que había en medio del descuidado patio.
Hasta sus pies llegaban restos de escombros de las casas destrozadas. Miquel y el Bachiller relajaron los músculos mientras sus estómagos rugían ante el aroma cautivador de los conejos asados.
—¿Qué quieren? —preguntó un teniente barbudo.
—Comer no estaría mal —contestó Miquel, sin apartar la mirada de los conejos.
Al teniente no le gustó la respuesta. Sin embargo, el coronel soltó una sonora carcajada.
—Pasen, soldados, serán nuestros invitados. ¿Son de algunos de ustedes? —preguntó, mientras observaba como los demás oficiales negaban con la cabeza.
—Señor, venimos del frente del Ordal. Nuestra compañía era la del capitán Fresnedo. Todos murieron —continuó el Bachiller.
El coronel se lo quedó mirando.
—Entonces, ¿adónde van ahora?
—No lo sabemos con seguridad. Primero buscábamos a otros soldados, pero, viendo cómo está la situación, habíamos pensado ir a Barcelona.
—Bien. Quédense aquí y recuperen fuerzas. Todavía queda mucha guerra. Insisto: son nuestros invitados —añadió el hombre, con una sonrisa paternal.
Miquel y el Bachiller se acercaron a las brasas y extendieron las manos. Uno de los capitanes les ofreció una bota de vino avinagrado que probaron con gusto.
—Y ustedes que vienen del frente, ¿cómo ven nuestra guerra? —preguntó un capitán, a la vez que llenaba su pipa de tabaco.
—Perdida —repuso Miquel secamente.
Los oficiales se quedaron en silencio, mirando al coronel, que, de pronto, soltó otra fuerte carcajada. La tensión había desaparecido. El teniente empezó a trocear los conejos, todavía encima de las planchas. Miquel cerró los ojos y aspiró el aroma.
—¿Tan mal ven la cosa? Han dicho antes que perdida, no… —dijo el coronel con cara divertida.
—Lo que quería decir mi amigo es que llevamos demasiados días con el enemigo muy cerca, mi coronel.
De pronto, un sargento entró corriendo en el patio. Se apoyó en una de las paredes, para tratar de recuperar el aliento.
—Los fascistas ya están en Molins y muy cerca de Roses. Los vecinos han empezado a colgar sábanas blancas en los balcones.
—Pero allí todavía hay soldados.
—En Roses sí, pero los vecinos ya están dando por perdido el pueblo.
—Mierda de catalanes —dijo uno de los capitanes.
—Tranquilo, capitán. ¿Usted qué haría? —soltó el coronel, tratando de recuperar la calma.
—Lucharía —contestó el otro, a la vez que desenfundaba su pistola.
El coronel se puso en pie.
—No perdamos más tiempo. Hay que ofrecerles resistencia. Vamos —dijo mientras salía del patio seguido de los otros oficiales.
El capitán que había desenfundado la pistola se giró hacia Miquel y el Bachiller, y los miró con odio.
—Soldados, ¿qué hacen todavía ahí?
Miquel y el Bachiller se miraron y después observaron a los conejos, todavía encima de las brasas. El capitán intuyó sus pensamientos.
—Venimos a salvar la República en Cataluña, y los catalanes se esconden. Me cago en sus muertos, cobardes —dijo antes de salir al patio, mascullando otros insultos.
El Bachiller se acercó hasta donde estaban los conejos y, con cuidado de no quemarse, cortó un trozo.
—¿Comemos?