—Aquello de allí es Sant Vicenç dels Horts, ¿no? —dijo Miquel.
Estaba realmente cansado.
—Horts del Llobregat.
—Pues eso.
Descargaron las armas de la espalda y se sentaron. Estaban a pocos kilómetros de aquel pueblo que observaban desde la montaña. Parecía desierto. Era ya mañana bien entrada. Desde la montaña observaban en silencio cómo el humo de la guerra se acercaba. Se oían ráfagas de disparos intermitentes, aunque no se veía a nadie. Sentados en aquella colina vieron pasar un Stuka alemán que se dirigía a Cervelló, y que giró al llegar al río. Otra montaña próxima les impidió ver su destino final, pero a los pocos minutos oyeron un gran trueno precedido de un silbido mortífero. No se movieron. El Bachiller buscó en la chaqueta algún cigarrillo, y en vano ofreció uno a Miquel, que lo rechazó. Estaba demasiado cansado, incluso para fumar.
—Estos cabrones están muy cerca, y no creo que el Llobregat sea un nuevo Manzanares.
Miquel pensó en sus padres, en si estarían bien en la casa que tenían en Portbou y también en por qué había sido tan estúpido de rechazar la súplica de su madre de que los acompañara. Quería luchar. Quería hacer algo en aquella guerra. Y lo había hecho: el imbécil. Aunque meses atrás había sido muy diferente. Entonces estaba cansado de recibir las noticias de las batallas en su casa, de la guerra que hacían otros. Su familia, aunque más adinerada que la mayoría, siempre se había declarado de izquierdas. Socialista. Por eso, aunque a principios de la guerra habían colectivizado la fábrica de pan de su padre, al poco tiempo, de nuevo estuvo a su cargo, cuando había pasado primero a disposición de la Generalitat, y después a manos de la República.
Miquel había seguido estudiando, mientras muchos de sus conocidos se iban al frente. No lo soportaba. Quizá por eso, cuando sus padres decidieron que lo mejor era marcharse a la casa de sus abuelos en Portbou, él decidió alistarse.
Durante las primeras semanas estuvo en la retaguardia, viendo la cara de tristeza de su madre hasta que se marcharon a Girona. Al día siguiente, el ejército lo movilizó al frente. Al Ordal, a las montañas que hay entre Barcelona y Vilafranca del Penedès, a esperar a los fascistas.
—Vamos. Tenemos que cruzar al otro lado del río. Tenemos que ir a Roses. Aquel margen es más seguro. Tenemos que salir de aquí lo más rápido posible. Horts puede ser una bomba.
—Aunque consigamos cruzar el río, con el frío que hace y la ropa mojada, si no acabamos ahogados, moriremos de una pulmonía —se atrevió a decir el joven soldado.
—Si nos quedamos aquí, sí que moriremos. Acuérdate de los moros. No deben de estar tan lejos.
El Bachiller se levantó y se cargó de nuevo la carabina a la espalda. Apagó el cigarrillo y empezó a andar montaña abajo, en dirección al Llobregat. Aquella mañana no se oía ni el trinar de los pájaros.
—Podríamos haber ido a Cervelló. Quizás allí quedaba algún camarada con un camión —dijo Miquel.
El Bachiller siguió andando delante de él.
—Ya has visto a los moros. Deben de haber llegado a Cervelló, y no me extrañaría nada que hoy estuvieran ya en Molins. Así que será mejor que nos demos prisa.
Siguieron andando montaña abajo durante horas, mientras oían cómo se acercaban las bombas; de vez en cuando, los Stuka alemanes que iban a Barcelona los sobrevolaban. En el camino, primero no encontraron a nadie, después a personas que como ellos andaban buscando la salvación y a otros muchos que, realmente, no sabían adónde ir. Anduvieron entre ellos como si fueran fantasmas. Al llegar a la orilla del río, cuando el sol estaba en el punto más alto, encontraron a un grupo de soldados armados con fusiles, algunos vestidos con camisas azules de la vieja milicia. No eran más que cuatro jóvenes, de la edad de Miquel, con cara de miedo, que trataban de zamparse un bocadillo de pan negro, duro y vacío. Sin ni siquiera tomate.
—Camaradas —dijo el que parecía el cabecilla.
No llevaba fusil, pero sí una pistola en la cintura. El Bachiller se lo quedó mirando y se acercó adonde estaba, sin fuerza para alzar el puño izquierdo. Cuando llegó a su lado, se dejó caer al suelo, se frotó las manos y miró a Miquel, como diciéndole que se acercara. Él estaba ya en medio de los soldados, junto a una pequeña hoguera con la que hacían más soportable la espera. El que parecía el cabecilla no se dio por ofendido al no haber recibido el saludo; se acercó al Bachiller y le ofreció un cigarrillo. Enfrente, al otro lado del río, estaba Roses del Llobregat, y a solo diez kilómetros, Barcelona.
—Gracias —dijo el Bachiller, que aceptó el cigarrillo y lo prendió con su encendedor de mecha.
—¿Venís del frente? —preguntó el cabecilla de la pandilla.
Era un niño. Más joven que Miquel. Era el único que parecía que no estaba asustado.
—¿El frente?
—Sí, el frente.
—Camarada, todos estamos en el frente —dijo el Bachiller mientras expulsaba la primera bocanada de humo.
Miquel se sentó junto a su compañero. Se fijó en la cara de niño de uno de los soldados. No debía de tener más de quince años. Se había equivocado, la mayoría eran más jóvenes que él.
—¿Y qué hacéis aquí?
El cabecilla continuaba de pie, siguiendo con la mirada cada uno de los movimientos del Bachiller.
—Nos han ordenado que vigilemos esta parte del río.
El Bachiller lanzó contra el suelo el cigarrillo, con rabia. La colilla rebotó y acabó en la hoguera.
—¿Que vigiléis el qué?
El Bachiller se levantó y se encaró a él, enloquecido. El chico perdió el equilibrio, asustado por aquel arrebato. Sus tres compañeros continuaban sentados, sin ni siquiera acercarse a los fusiles.
—¡¿Que vigiléis el qué?! —gritó el Bachiller, a la vez que iba empujando por el suelo a aquel joven patriota, cada vez más nervioso y desconcertado.
Miquel se levantó.
—Joan, tranquilo —le dijo, pero sus palabras no frenaron los empujones que recibía el joven soldado, que acabó tropezando.
En el suelo, desenfundó su pistola y apuntó al Bachiller. Miquel trató de sujetar a su compañero, pero, en el intento, este lo empujó y lo tiró también. Las almas que caminaban de un lado a otro, ciudadanos acostumbrados a demasiadas muertes por causas estúpidas, no hicieron el menor caso a la refriega. No hicieron el menor caso. Con decisión, Miquel cogió su máuser y apuntó a su compañero.
—¡Quieto! —gritó.
Pero el Bachiller seguía encarándose con el soldado que lo apuntaba nerviosamente con su pistola. Ahora sí que sus compañeros parecían asustados. Miquel apretó el gatillo. Un disparo se perdió en el aire. Casi al instante, un pato de cuello verde cayó entre el miliciano y el Bachiller. Todos dirigieron la mirada hacia el cadáver. En completo silencio.
—¿Qué hace un pato aquí, con este frío? —preguntó el Bachiller, que se había calmado de repente. Era como si no hubiera pasado nada.
El soldado que estaba en el suelo también había bajado la pistola. Miquel se levantó, con la ayuda de su fusil, y se acercó al pato.
—Ser nuestra comida —dijo.
Sin decir nada más, empezó a desplumar al animal como muchas veces lo había visto hacer a la señora Ferrer, la mujer que les preparaba las comidas en casa. Todos se sentaron de nuevo. Miquel peló el pato y lo acercó al fuego.
* * *
Después de comer, aun a riesgo de sufrir un corte de digestión, se desnudaron y cruzaron el río hasta la otra orilla. El Bachiller guardó silencio todo el rato. Miquel encendió un pequeño fuego para recuperarse de las aguas gélidas antes de vestirse. Estaban a tiro, pero no podían tener tanta mala suerte.
—Vigilad —murmuró el Bachiller mientras armaba de nuevo su carabina tigre.
La había desmontado con cuidado para que no se mojara.
—Era lo que les habían ordenado.
—Les han ordenado morir. No lo entiendo. Se está organizando la defensa del río, pero en El Prat. Dudo mucho de que los planes hayan cambiado. Y los que no están en El Prat deben de estar en Barcelona. Y dejan solos a estos desgraciados…
Miquel permaneció en silencio. No tenía nada que decir. Y continuaron así, en un silencio que podría haber sido casi absoluto si no hubiera sido por los bombardeos y por el ruido, a veces lejano, a veces más próximo, de los aviones alemanes.
—Estos se están preparando bien —dijo el Bachiller al oír que un Stuka dejaba caer su carga mortal en una zona que todavía debía de ser parte de Molins.
Miquel, otra vez, no tenía nada que decir.
Pasadas las seis de la tarde, entraron en Roses del Llobregat. Ya era noche cerrada. Caminaron por aquellas calles aparentemente vacías. Muchos de los que se tenían que ir ya lo habían hecho. Otros muchos esperaban encerrados en sus casas. Algunos vagaban por las calles de un lado a otro, condenados a muerte antes de que entrara el enemigo: sindicalistas, políticos de estar por casa y gente que durante la guerra y antes habían hablado más de la cuenta. También ancianos y mujeres desesperadas desde que habían conocido la muerte de sus hijos y de familias enteras. Algunos cargaban en carros toda su vida y trataban de salir de la ciudad lo más rápido posible, sin destino, con el rumor de la guerra pisándoles los talones.
—Solo podemos presentarnos ante el oficial que esté a cargo de todo esto. A ver si nos dan algo de comida y continuamos hacia Barcelona. Nos ponemos a sus órdenes para no parecer desertores y mañana nos vamos —dijo el Bachiller, como si nada.
—Si nos ven huyendo, no creo que nos digan nada.
—Por si las moscas. Nunca se sabe.
Había soldados en las calles. Pocos. Algunos venían del frente del Llobregat; otros huían sin dar la sensación de que lo hacían. Parecía que las órdenes no escritas eran replegarse donde fuera y luchar por la propia supervivencia. Eso pensaba Miquel, ante la visión oscura de aquellas calles sin luz que de vez en cuando cruzaba algún soldado perdido.
—Vamos al Ayuntamiento —añadió el Bachiller.
Miquel asintió, aunque la verdad es que si le hubiera dicho que se marcharan de allí lo antes posible también lo habría aceptado. ¿Cobardía? No lo creía.
—Por cierto, ¿hoy qué día es? —preguntó el veterano.
—Creo que es martes.
—Vaya. Hoy tenía que estar con un camión lleno de niños en Figueres. Con refugiados… y con otras cosas que me habrían hecho más fácil la vida en Francia. Maldito teniente…, o quien demonios fuera. Alguien ha ido a por mí, a joderme. Lo descubriré.
—Pues esto no es Figueres.
—Ya lo veo.
Hacía unas semanas que habían ordenado a todos los soldados disponibles que se enfrentaran a los carlistas y a los moros, a uno y otro lado del Llobregat y en las montañas del Ordal. Tenían que evitar la entrada de los fascistas en Barcelona; de lo contrario, la guerra estaría más perdida de lo que ya estaba.
Las órdenes habían cogido por sorpresa al Bachiller en su almacén. Aquello le obligó a dejar sus negocios. No había podido presentar ninguna excusa creíble ni le dio tiempo de tirar de ningún hilo. Había sido víctima de una encerrona…
—El Ayuntamiento está allí. Pero parece que no hay nadie —apuntó el Bachiller.
—¿También conoces este pueblo?
—Es mi área de trabajo.
—¿Tu área de trabajo?
—Déjalo. Vamos. Si hay un bar abierto, seguro que los mandos estarán allí.
Antes de llegar, justo delante de una iglesia destrozada, pero que todavía conservaba su majestuosidad, pasaron por delante del casino, donde vieron a un pequeño grupo de soldados, con la misma quietud y silencio que se imponía en las calles. Algunos eran tan solo niños. La forma de sujetar los fusiles los delataba.
—Soldado, ¿dónde está el oficial al mando? —preguntó el Bachiller con voz dura.
—Dentro, creo —respondió el soldado, que no pareció sorprendido.
El Bachiller se lo quedó mirando sin decir nada. Si aquel chico no había huido, debía de ser porque su casa estaba demasiado lejos.
En una de las mesas del casino, prácticamente vacío, encontró a un sargento con el sayo desabrochado y con su Star encima de la mesa. El suboficial tenía una pierna sobre la mesa; la otra, casi todo el rato en alto, mientras se balanceaba adelante y atrás en un sólido taburete. Bebía un vaso de vino tras otro; su bigote y su barba ya eran prácticamente de color rojo, así como la pechera de su chaqueta.
—Sargento —dijo el Bachiller.
Miquel se quedó detrás, con el fusil afianzado en sus brazos. El suboficial dejó de balancearse. En aquel momento movió la cabeza adelante. Entornó los ojos, para identificar a aquel desconocido que llevaba en las manos una de aquellas míticas carabinas tigre.
—¿Tienne… munnición? —preguntó el sargento con la lengua trabada.
—Sí, señor.
—Vayya, yo casssi no tenngo parra mi pisstola.
—Lo siento. Señor, venimos desde más allá de Vilafranca. Somos los que quedamos de nuestra compañía. ¿Qué órdenes tiene para nosotros?
El suboficial se echó atrás, sorprendido.
—¿Órdenes?
—Señor…
—Vayyyan a Barcelona.
El Bachiller se lo quedó mirando. Miquel tenía razón. Realmente, ¿necesitaba órdenes? La guerra estaba a punto de acabar; los fascistas los iban a descuartizar, dijeran lo que dijeran los politiquillos que no habían pisado el frente en su vida. Y él había estado en muchas batallas, aunque en los últimos meses hubiera decidido volver a casa a hacer trabajos logísticos y cosas parecidas.
—¿A Barcelona?
—O a Francia. O a Finlandia. Sssuerte —dijo el sargento volviendo a su vaso y a sus botellas de vino.
El Bachiller dio media vuelta, y Miquel con él.
No valía la pena discutir.
Conseguir algo de comida allí sería difícil. Dudaba incluso que hubiera un cuartel o algo parecido.
En la puerta los paró otro soldado. Tenía cicatrices de la guerra, y no apestaba a vino. Les ofreció un cigarrillo que el Bachiller aceptó, agradecido.
—No le hagáis caso al sargento. Está loco, además de borracho.
—Eso parece.
—¿De dónde venís?
—Hace unos días estábamos en el Ordal. Hemos ido bajando la montaña buscando más soldados.
—¿No habéis pasado por Molins?
—Lo hemos rodeado —contestó el Bachiller—. Hemos cruzado el río.
El soldado los observó un rato, como si sospechara que pudieran ser espías de los fascistas. No se podía descartar. Estaban muy cerca, y se creía que algunos ya habían atravesado las líneas. El frente estaba a las afueras de Molins, donde poco más de un centenar de republicanos esperaban la llegada del Cuerpo del Ejército Marroquí, que ya había ocupado Cervelló.
El margen izquierdo del Llobregat estaba lleno de trincheras, donde algunos soldados esperaban la llegada de los fascistas, a oscuras. Soldados republicanos se movían de un lado a otro sin saber muy bien si tenían delante a enemigos o a amigos.
—¿Cómo?
—Nadando. Y no sospeches de nosotros, porque somos republicanos —dijo el Bachiller, sereno—. Aunque entiendo tus recelos. Yo también los tendría, pero no somos moros; y por si crees que soy carlista, te digo que me cago en Montserrat.
—Mira, me da igual.
—Mejor.
El soldado fijó la mirada en los ojos de Miquel y mostró una sonrisa.
—Aunque esté loco, haced caso al sargento. Marchaos de aquí. Huid. Las cosas están muy mal. Vosotros lo sabréis mejor que yo: el Llobregat no será ni el Jarama ni el Manzanares. Aquí solamente hay refugios llenos de niños llorando y vecinos que han sido requeridos para ir al frente y que están escondidos en masías y en algunas cuevas de la montaña, esperando que acabe todo. Yo debo buscarlos, pero creo que esperaré al amanecer para salir corriendo de aquí. Id a Barcelona —insistió de nuevo el soldado, antes de apagar el cigarrillo contra la pared del casino y volver a entrar en el local.
—Será mejor que nos vayamos —dijo el Bachiller, con decisión—. Aquí nadie nos va a dar por desertores.