Un niño corría entre los arbustos, mientras de fondo se oía un pájaro que saltaba por la dura vegetación, perdido, como si estuviera buscando sus recuerdos. Un hombre que superaba con creces los ochenta años observaba el pueblo al fondo del valle, con los ojos encendidos. Tenía la mirada clavada en el horizonte, pero no parecía fijarse en ningún punto en concreto. Su voz era cálida, a pesar del frío del día. Hablaba lentamente, como si sus palabras flotaran en el vaho que salía por su boca y su nariz. Al lado, su hijo y su nieto seguían sus palabras, mientras vigilaban al pequeño de la familia, que seguía corriendo entre los blancos olivos. Entonces, una liebre cruzó ante ellos, surgida de pronto de la nieve. El niño, que no debía de tener más de tres años, cayó al suelo y empezó a llorar, rompiendo el silencio de los olivos.

—Ven aquí, pequeño. A ver… No te has hecho nada —dijo el anciano, que besó la rodilla del crío.

El pequeño paró de llorar, sorprendido. Entonces, el anciano, su bisabuelo, lo dejó en el suelo. Y el niño volvió a echar a correr. La liebre había desaparecido.

—Este es el lugar —apuntó el anciano, mirando un trozo de tierra en la que seguían viviendo entre la nieve algunas de aquellas flores amarillas tan comunes del Empordà, del norte de Cataluña.

—¿Aquí? —preguntó su hijo, que acababa de cumplir sesenta y cinco años. Se dio la vuelta y llamó al otro hombre, su propio hijo, que levantó un ramo de flores que llevaba a su espalda y que dejó sobre la nieve.

—Aquí lo mataron, en el 46. Lo enterraron en cal, olvidado por todos —dijo el anciano, a la vez que buscó en su chaqueta un pañuelo de papel para secarse las lágrimas que comenzaron a aparecer tímidamente—. Bueno, no por todos.

Su hijo se le acercó y le dio un abrazo. Al fondo se oyó el pájaro que andaba perdido entre la nieve, así como al pequeño Miquel, que jugaba cerca del camino. El anciano miró de nuevo al horizonte y fijó su mirada en la población que se extendía ante sus ojos: Portbou.

—Lo mataron como a un perro.

—Abuelo, ¿qué hacías aquí? —preguntó el más joven de los tres hombres, a la vez que se acercaba donde estaba el niño, al que cogió en brazos.

—Ayudábamos a pasar la frontera a personas que buscaban refugio en Francia después de que acabara la guerra. Luego, en la Segunda Guerra Mundial, ayudábamos a la resistencia francesa: contrabando o tareas de información para el partido.

—¿Para el partido?

—El Partido Comunista. Hijo, ni te imaginas el trabajo que teníamos aquí algunos días. —El anciano miró de nuevo hacia aquella tumba olvidada en la montaña—. Se llamaba Vicenç. Era primo de otro hombre al que conocí en los últimos días de Barcelona. El Bachiller. Joan. Con ese estuvieron a punto de matarme.

—¿Erais amigos?

—¿Vicenç y yo? Sí, pero más importante aún: éramos compañeros. Eso era algo muy necesario en aquella época. Te podía salvar la vida. Nos conocimos al final de la Guerra Civil. Él me salvó la vida, y yo le salvé la suya. Fue cuando el frente de Cataluña se estaba deshaciendo, cuando los franquistas estaban destrozando el sueño de la República. O más bien, lo terminaron por destruir. A mí el final de la guerra me pilló en Barcelona. Estuve prisionero en el castillo de Montjuïc y hui de allí con un viejo coronel. ¿Qué sería de él? Nos separamos.

—¿Con un coronel?

—Sí. Yo había estado luchando en el Ordal. ¿No te lo he contado nunca?

Su hijo asintió.

—Creo que sí, pero debía de ser pequeño —le contestó su nieto.

—¡Estuvieron a punto de matarme en las Ramblas! Creo que allí acabé con un pobre diablo. Pero era él o yo. Quien no ha vivido una guerra no lo puede entender.

—¿Y cómo conociste a Vicenç?

—Por casualidad. Después de lo que pasó en las Ramblas, me escondí varios días en el cementerio de Montjuïc. Otra vez. Hacía mucho frío. Y un día decidí que había llegado el momento de intentarlo. Caminé por la noche, hasta llegar a Francia. Tras la línea enemiga. O más bien, siguiendo los cadáveres helados de republicanos muertos. Llegué a la frontera. Muchos no lo consiguieron. Y otros murieron poco después. Al llegar a Francia me metieron en un campo de concentración. Nos trataban como a ratas. En Argelès. Habíamos estado luchando contra los moros y allí nos vigilaban ellos. Fue terrible. Conocí a Vicenç; había llegado con un amigo, aunque no resistió el invierno. Era francés, me parece que se llamaba François. Al cabo de unos meses, antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial, decidimos huir. Nos pusimos a las órdenes del Partido. Y aprovechando que yo conocía Portbou, porque mis padres, tus bisabuelos, eran los dueños de la casa donde ahora estamos pasando el fin de semana, me dediqué a hacer trabajillos en la frontera.

—Pero los abuelos volvieron a Barcelona, ¿no?

Miquel asintió ante la pregunta de su hijo.

—Nos veíamos cuando subían, en vacaciones. Yo vivía en la casa con Vicenç, aunque nadie lo sabía. Y quien lo sabía recibía su soborno puntual o nuestra visita con las metralletas. Hasta el año 46, la Guardia Civil ni se atrevía a subir a la montaña. Cuando empezaron a hacerlo, fue cuando mataron a Vicenç. Su madre había muerto al final de la guerra. En España tenía a una tía, la mujer de un primo… De todos modos, él quería, si moría, que lo enterraran aquí: en España, pero cerca de la frontera, por si tenía que escapar de nuevo. —Miquel sonrió.

—Marc, cualquiera diría que estas historias son nuevas para ti —apuntó el hombre de sesenta años, a la vez que recogía al niño de los brazos de su hijo.

—Me suena haberlas oído, pero cuando era un crío. Ya se lo decía al abuelo.

—Por eso no te preocupes. Hay muchas historias que explicar —respondió el anciano, mirando a su nieto y mostrándole de nuevo una sonrisa.

—¿También luchaste contra los nazis?

—Hubo muchos españoles que lucharon contra los alemanes y el Gobierno de Vichy en la Segunda Guerra Mundial. Yo, como te he dicho, al llegar a Francia no pude aguantar en los campos de internamiento a la orilla del mar, al aire libre, en pleno invierno. Huimos a Lyon. Nos pusimos en contacto con el Partido Comunista. Nos quisieron aquí, en esta montaña. Sin embargo, por ejemplo, participé en la ofensiva de los aliados en París. No te olvides de que uno de los primeros tanques que entraron en la capital se llamaba Teruel. Hubo héroes de la resistencia francesa (hay algunas calles con sus nombres) que murieron asesinados al volver a su país, a España.

—¿Fuiste uno de los maquis?

—Más o menos, aunque nosotros no éramos fugitivos de las montañas. Teníamos mejores condiciones. A unos metros de aquí estábamos en Francia. Aunque durante la Segunda Guerra Mundial sí que estuvimos entre dos frentes.

—Pero finalmente volviste.

—Sí. Tu abuela. Y tu padre. Tuve que pensar en ellos. Después pasé dos años en la cárcel, en España, pero no por guerrillero. Y por eso pude salvar la vida.

—¿Y después seguiste con tu vida?

—Más o menos, pero aquí estoy, y aquí estáis vosotros. Al salir de la prisión todavía me buscaba un coronel del ejército, un tal Puig. Era un mal bicho. Buscaba a alguien que estuvo a punto de matarlo. Era una historia que circulaba por Barcelona. Pero nunca supo que fui yo… Esto empieza a parecerse a la entrevista que me hicieron el otro día para aquella revista.

—Lo siento, abuelo.

El anciano soltó una carcajada.

—Si no me molesta, hijo, pero empieza a refrescar, y mi bisnieto puede coger frío.

—¿Vamos con nuestras mujeres?

—Me parece que sí.

Antes de marcharse, el anciano se agachó delante de aquella tumba anónima, perdida en la montaña, entre aquellas flores amarillas de las que nunca recordaba el nombre. Se puso de rodillas, ayudado por su hijo, que había pasado el niño al otro hombre, y puso su mano sobre el suelo.

—Soy Miquel. El otro día vi a Llibertat. Ya no es tan pequeña. Nos encontramos en el funeral de Anna. Se acaba de jubilar, pero le ha quedado una buena pensión. Vicenç, no me olvido de ti, camarada. Y ten por seguro que, al menos los míos, tampoco lo harán. Salud, compañero.

Después, los tres hombres y el niño bajaron de la montaña.