—Núñez.
—Capitán.
—Matías, solo Matías. Recuerde, Núñez.
El capitán Matías Puig casi no había dormido. Habían acabado muy tarde con los sospechosos del Chino. Solo había pasado por casa para ducharse y coger algo de ropa limpia, y ya era mediodía. No había hablado con Pilar. Apenas la había visto; había preferido no acercarse después de haberla oído gimotear mientras se tapaba la cara con el cojín. Aquella mujer le empezaba a provocar cierta repugnancia.
Cuando se encontró con el sargento en la plaza de Colón, al final de las Ramblas, justo delante del puerto, recordó que había olvidado en el lavabo de su habitación la pistola del gitano, que ya debía de estar en el Infierno, junto con los otros.
—¿Se encuentra bien?
—Mejor que nunca.
El sargento asintió.
—Estos son los hombres.
Matías miró a su equipo. Iban vestidos de civil y con gorra. La mayoría de ellos llevaban la cabeza afeitada, eran hombres rudos. A muchos se les notaban en la cara los estragos de la guerra. Ahora resistían impasibles el frío, a pesar de estar tan cerca del mar; además, la nieve ya empezaba a cubrir su ropa. Porque la fina lluvia de primera hora de la mañana se había convertido rápidamente en una nevada, que empezaba a cubrir la ciudad y a dejarlo todo de un color gris ceniza.
—A usted lo conozco.
—Sí, señor.
—Ha combatido conmigo.
—Sí, señor. Estaba en su unidad.
—Cabo primero Bonet, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Todos son catalanes? —le preguntó el capitán al sargento.
—Sí, como nosotros. Catalanes y patriotas.
—Muy bien. Puesto que son diez, formaremos dos grupos de seis. Sargento, usted irá con estos cinco hombres —continuó el capitán señalando a los que estaban más cerca del mar—. Bonet, usted y ustedes cuatro vienen conmigo. Núñez, den una vuelta por el Chino y por el Paralelo. Si es necesario, pueden hacer otros grupos más pequeños, pero que nadie se quede solo. Nosotros iremos a dar una vuelta por el Ensanche y la Modelo. A la hora de la comida nos encontraremos aquí y hablaremos sobre lo que hayamos visto. ¿De acuerdo? Y decidiremos adónde iremos esta noche.
—Sí, señor —contestaron todos al mismo tiempo.
—Recuerden que ahora no somos soldados. Bonet, vamos.
El capitán y Bonet empezaron a subir las Ramblas, acompañados de sus cuatro hombres. Ni siquiera se giraron para ver al resto del grupo.
—Bonet, a mi lado. Los demás, detrás, a distancia, alejados y por la otra acera. No debemos parecer un grupo.
Todos obedecieron.
—¡Cuidado!
Un joven, con un traje gris a rayas, chocó con Bonet. Había salido de uno de los callejones que daban a las Ramblas. El cabo primero se tambaleó, y se hubiera caído al suelo de no haber sido por el capitán.
—Perdone —dijo Miquel.
Había salido de la pensión mirando dónde ponía los pies, pero al pisar las Ramblas, una pequeña placa de hielo había hecho que resbalara sin poder evitar chocar con aquel tipo.
—¿No miras por dónde vas?
Bonet estaba realmente enfadado. Sus pantalones se habían mojado con la nieve hasta la rodilla. Y con aquel frío…
—Lo siento, he resbalado.
El cabo primero se encaró con Miquel y abrió su chaqueta mostrando la culata de una pistola. Miquel se dio cuenta y dio un paso atrás, volviendo a resbalar y cayendo sin remedio de culo. En la caída notó que su pistola se le clavaba en el riñón izquierdo. Los otros hombres del grupo permanecieron a cierta distancia, pero observando atentamente la escena.
Una carcajada ahogada resonó en las Ramblas semivacías cubiertas de nieve gris.
—Tranquilo, Bonet —dijo el capitán, mientras acercaba la mano a Miquel.
Cogió su brazo y se incorporó con muchos problemas. Los zapatos que le habían dejado, y que le quedaban pequeños, parecían de baile. Resbalaban mucho, y más con la nieve. Bajando las escaleras de la pensión ya había estado a punto de romperse la cabeza.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó el capitán cuando lo tenía justo delante de él.
Miquel no supo qué contestar. No había estado con los nacionales. Y tener la mejor edad para ser soldado sin haber luchado con los vencedores era suficiente indicio para suponer que era un comunista. Aquellos hombres parecían pistoleros o policías. Pero no de su bando, si todavía tenía bando. Pensó rápidamente una respuesta.
—Voy a la empresa de mi padre.
—¿De su padre?
—Sí. Los traidores la confiscaron. Ahora la hemos recuperado.
—Y mientras tanto has estado escondido como una rata, ¿no? Mientras otros nos dejábamos la piel…
—Bonet, pareces un anarquista —contestó el capitán—. Tranquilo.
—Sí, señor —contestó el cabo primero.
Aquello era un problema. Los hombres que formaban el grupo eran soldados que hasta hacía poco habían estado luchando contra el enemigo. Quizás eran demasiado duros para aquel trabajo.
El capitán miró al joven que tenía enfrente. Parecía asustado. Estaba seguro de que escondía algo.
—¿No nos conocemos?
—No creo. ¿Vive cerca, señor? Tal vez me ha visto por aquí.
—Antes de la guerra debías de ser un mocoso. No lo creo. Tu cara me suena de algo… Juraría que te he visto hace poco, pero no sé dónde…
—Señor, seguro que es un comunista —murmuró Bonet, que todavía no había conseguido calmarse.
Aquello molestó al capitán, que, por un momento, estuvo a punto de estrellar su puño contra el cabo. Ya echaba de menos al sargento Núñez, y eso que le había caído mal casi desde el principio.
—¿Se quiere calmar?
Bonet se cuadró ante las palabras de su superior. Miquel se dio cuenta de que estaba a punto de quedar atrapado. Dio un paso atrás, con cuidado, para no caerse. Se abrió la chaqueta, tratando de no llamar la atención, y cogió la pistola de empuñadura de estrella. Encañonó a los dos hombres. Sin pensárselo dos veces, disparó a bocajarro, tres disparos. La pistola no falló. Luego echó a correr Ramblas arriba, tratando de esquivar la nieve y las primeras capas de hielo.
El capitán Puig había oído tarde la advertencia de uno de sus hombres, que desde la otra acera había visto como aquel joven sacaba un arma. Al oír la primera detonación cayó al suelo, tratando de evitar la bala. Bonet había caído encima. Se había lanzado para cubrirlo, parando todos los impactos.
—¿Capitán?
Sus cuatro hombres lo rodeaban. Bonet tenía los ojos bien abiertos. Muerto. Había sido un estúpido, aunque eso de salvarle la vida, si lo había hecho de forma consciente, en parte lo redimía de su estupidez.
—Quitádmelo de encima.
Dos de sus hombres le sacaron el cuerpo de encima y otro lo ayudó a levantarse.
Las Ramblas parecían vacías, pero, de pronto, más de una veintena de personas los rodeaban.
—¿Qué coño miran? —gritó el capitán a la vez que desenfundaba su arma—. Y ustedes, vayan detrás de ese hijo de puta. Lo quiero muerto.
Los cuatro hombres se miraron, desenfundaron sus pistolas y empezaron a correr Ramblas arriba. Dos guardias se acercaron. Estaban en un extremo de las Ramblas cuando se oyeron las detonaciones, pero no habían visto salir corriendo a nadie. Iban desarmados, como la mayoría de los guardias de la ciudad. Se acercaron más asustados que otra cosa.
—Soy el capitán Matías Puig. —Mostró su acreditación—. Alejen a toda esta gente.
Los dos agentes permanecieron quietos.
—Que se muevan, coño.
La multitud fue desapareciendo poco a poco.
El capitán se palpó. Ni un solo rasguño. Miró hacia Bonet: tenía los ojos abiertos, la barriga y una pierna ensangrentadas. En medio de la frente, se veía un pequeño agujero del que salía un hilo de sangre. Cuando el capitán se sacudía la nieve, apareció el sargento Núñez con uno de sus hombres. Se quedó mirando el cuerpo sin vida de Bonet.
—Le han reventado la barriga y el cerebro —dijo el capitán, indiferente.
El sargento le miró.
—Núñez, esta sigue siendo una ciudad de mierda. Primero disparen y después pregunten. Es una orden.
Miquel corrió Ramblas arriba hasta llegar a la fuente de Canaletas, que estaba cubierta totalmente de nieve. Se detuvo un segundo para recuperar el aliento, todavía con el arma en la mano. La mayoría de los peatones no le hacían ni caso; estaban demasiado acostumbrados a la violencia. Sin volverse para ver si le estaban siguiendo, giró hacia la calle Pelayo y continuó corriendo, temiendo que cualquier soldado o policía que anduviera por allí pudiera dispararle sin ni siquiera preguntar.
Al llegar a mitad de la calle redujo la marcha y, tratando de no levantar sospechas, empujó levemente un portal y se acurrucó en la oscuridad de la portería, tratando de respirar en silencio y sujetando todavía la pistola con la mano derecha, con fuerza. Le dolía el culo, el resbalón había sido bastante fuerte. Algo más tranquilo miró a su alrededor. Era una portería muy amplia. Era extraño que no tuviera portera.
«La guerra», supuso. Allí estaría seguro, hasta que dejaran de buscarlo. Y si lo encontraban abriría fuego contra todo aquello que se moviera. No se podía fiar de nadie. La ciudad debía de estar llena de policías y soldados disfrazados. Tomó aire. Sintió como el viento gélido perforaba su garganta. «¿Habré matado a aquellos dos?», se preguntó, pero sin cargo de conciencia. No había tenido más remedio. Eso era la guerra. Se apoyó en la oscuridad y levantó ligeramente el arma cuando vio que la puerta se abría. Era un soldado, pero no parecía estar buscándole, sino más bien de paseo. Pasó por su lado, lanzó una colilla encendida a los pies de Miquel y subió por las escaleras hasta el primer piso. Miquel, escondido, oyó que llamaba a la puerta.
—¿Pilar Benavente? —preguntó el militar, que había oído que se giraba la rejilla de la puerta.
Otro chirrido. A los pocos segundos, la puerta del piso se abrió.
—Es aquí. Pero la señora no se encuentra bien y está descansando —contestó una sirvienta.
—Me parece que traigo malas noticias —continuó el soldado, que alargó un telegrama.
—¿No lo habrá leído?
—No. Lo que pasa es que he sido yo quien lo ha recibido esta mañana.
—¿Cómo?
—Soy telegrafista. Al recibir este mensaje, mi oficial ha identificado a la señora Pilar Benavente como la mujer del capitán Puig y me ha ordenado que lo trajera a su casa.
—¿Qué ha pasado?
El soldado se quedó mirando a la sirvienta sin tener muy claro si lo podía decir.
—Dígamelo; de todos modos, se lo tendré que comunicar a la señora.
—El señor don Jacinto Benavente ha muerto. Era su padre, ¿no? Lo han matado unos bandoleros.
—Sí —contestó la sirvienta, que cogió el telegrama y cerró la puerta con los ojos llenos de lágrimas.
—Yo no tengo la culpa —masculló entre dientes el soldado mientras bajaba las escaleras.
Miquel esperó unos minutos y se puso en pie. Todo aquello parecía muy normal. No lo debían de estar buscando, así que se atrevió a levantarse para ir a abrir la puerta. Cuando ya estaba llegando, oyó una detonación seguida de una explosión y de gritos.
Él no había sido. Tampoco le habían disparado. La detonación había sonado amortiguada. Procedía del interior de una vivienda. Quizá del principal. Salió de nuevo a la nieve gris de la calle Pelayo. Si aquello había sido un disparo, ese escondite ya no era seguro.