La habitación seguía completamente a oscuras. Al otro lado de la ventana todavía era de noche. Noche gélida y fría. Más que en días anteriores, aquel frío se dejaba notar; le clavaba las garras a los desprevenidos que se acercaban a él sin darse cuenta. Era el frío agudo y húmedo que precede a una nevada. Miquel seguía tumbado en la cama, bajo varias sábanas. Tan solo tenía al descubierto la cara, que sufría las consecuencias de las ventanas mal ajustadas de la habitación. Había dormido bastantes horas. En una cama, sintiéndose seguro, a pesar del frío y la suciedad de la habitación. Solo. La noche anterior, o más bien apenas unas horas antes, después de que la dueña de la pensión recuperara algo de aliento, los había guiado hacia unas habitaciones para pasar la noche.
La del coronel era la de siempre; la de él, la que estaba a su lado. Había caído agotado y había dormido profundamente, al menos unas cinco horas. En la habitación del coronel algo se movía. Seguro que era él. La luz del pasillo penetraba por debajo de la puerta. Se oyó, de lejos, la voz ronca de aquella pequeña mujer. La puerta de la habitación del coronel se abrió y se cerró. Le siguieron pasos, pero no de suelas de goma gastadas como las de las botas que llevaba. Eran zapatos civiles, de tacos de madera. La mujer de la pensión debía de haber cumplido su promesa de proveerlos de ropa limpia que no llamara la atención; al menos no tanto como unos uniformes militares o la ropa sucia de unos pescadores de la playa de Can Tunis, como si estos fueran a pasear por el centro de Barcelona en pleno invierno.
—¿Miquel? —dijo el coronel—. ¿Estás ahí?
—¿Dónde quiere que esté?
El coronel abrió la puerta de la habitación y la luz amarillenta del pasillo penetró en el interior. Se había afeitado, llevaba su barba plateada y el pelo limpios y arreglados. Vestía un traje oscuro, cubierto por una gabardina gris, y un sombrero de ala. Parecía el patriarca de una de las grandes familias de la ciudad.
—Huele bien, Rafael.
—¡Hombre! Si me ha llamado por mi nombre.
En la puerta apareció la dueña de la pensión. También iba arreglada. Y a pesar de la poca belleza que la había acompañado toda la vida, parecía, al menos de lejos, una acompañante digna de aquel anciano militar.
—Vamos a ir a la Modelo. A ver si averiguamos algo de Eusebio —dijo el coronel mientras le acercaba a la cama su República y dos cargadores llenos.
Miquel se incorporó y se sentó bajo las sábanas, que todavía le pesaban en las piernas.
—¿No será mejor que se la lleve?
—Si me cogen con ella, será peor. Tampoco tengo pensado liarme a tiros en medio de la ciudad.
Miquel cogió el arma.
—Yo tampoco la usaré, pero la acepto.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
El coronel no le había dicho nada, pero estaba claro que había decidido interrumpir cualquier proyecto de fuga; incluso, parecía estar dispuesto a morir a cambio de ayudar a su vieja amiga. Intuía que su joven acompañante no haría lo mismo.
—¿Tengo ropa?
—Sí. Montse te la ha dejado en el pasillo. Justo delante de la puerta de tu habitación.
—Intentaré salir de aquí. Mi familia estaba en Portbou. Tal vez pueda llegar a Francia.
El coronel lo observó. Los dos sabían que aquello era casi imposible, pero ninguno dijo nada. Miquel no se iba a rendir ahora. Era arriesgado, pero también lo era seguir en aquella ciudad.
—Espero que tengas suerte, chaval —dijo el anciano militar, a la vez que le daba un golpecito—. Me alegro de haberte conocido, aunque realmente no te conozca. Pareces un buen chico. Mereces vivir, como tantos otros…
—Entonces, coronel, usted no viene a Francia…
El anciano le observó y mostró una pequeña sonrisa.
—No puedo.
El viejo se levantó de la cama y salió de la habitación.
Miquel oyó que hablaba en el pasillo, sus pasos y que se cerraba la puerta. Observó la pistola, la cogió y se metió con ella bajo las sábanas. Tenía ganas de disfrutar todavía algo más de aquel calor, de aquella habitación, de aquella seguridad. Solo un poco más. Pronto tendría que volver a la realidad.
La fina lluvia que caía sobre Barcelona todavía de madrugada acabó de despertar al coronel mientras avanzaba con Montse hacia la Modelo. La ciudad todavía dormía entre nubes grises de tormenta y de soledad.
—Ya hay luz en la calle —dijo la mujer, mientras se cogía del brazo de su amigo.
—Sí.
Él se había puesto un traje del marido de Montse. Le quedaba algo pequeño, ajustado en los hombros y corto de las perneras, pero lo suficiente para hacerlo pasar por un ciudadano anónimo más.
—Deberíamos haber cogido un paraguas.
—¿Tienes alguno?
—No. —Montse sonrió, nerviosa, y le apretó el brazo cada vez con más fuerza.
Atravesaron la ciudad ante la mirada indiferente de algunos soldados que trataban de protegerse del agua en portales vacíos y sucios. Al girar una calle, se encontraron un cartel de la UGT pintado en una pared; en él se exhortaba a los ciudadanos a alistarse en el Ejército Popular. Todavía quedaban algunos.
—Rafael.
—¿Sí?
—Cuando lleguemos a la cárcel, ¿qué haremos?
—Simplemente, preguntar por tu marido.
La fina lluvia era como una leve cortina de lino que cubría cada una de las calles de aquella ciudad oscura y que avanzaba con ellos hasta la histórica prisión. A medida que se acercaban, tras andar cerca de una hora, fueron testigos de cómo la ciudad se despertaba lentamente. También de cómo la presencia de soldados, despistados o haciendo guardia, era cada vez mayor.
—Un momento. ¿Adónde van?
Un sargento de los regulares se les acercó acompañado de dos moros.
—A la cárcel.
El militar los observó, divertido.
—¿Se sienten culpables?
El coronel no pudo evitar sonreír. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
—Vamos a hacer una visita —dijo Montse, nerviosa, indiferente a la broma del suboficial.
—¿A ver a quién?
—A mi marido.
El sargento miró con desconfianza al coronel.
—Y usted, ¿quién es?
—Soy su hermano. El hermano de ella.
—¿Por qué han detenido a su marido?
—No lo sabemos.
—Algo habrá hecho.
—No.
—Entonces no está detenido.
—Está detenido.
—Señora, si no ha hecho nada…
Los dos moros se separaron de su superior y empezaron a compartir un cigarrillo, unos pasos más atrás. «No somos peligrosos», pensó el coronel. Montse miró con odio al suboficial. Tenía unos veinte años y acento de Tarragona.
—Por eso queremos ver si está aquí. Queremos saber qué ha pasado —se explicó el coronel—. Comprenda, sargento; mi hermana está muy preocupada.
—Vayan al registro. Está en la entrada sur de la prisión —respondió el suboficial, antes de girarse y perderse de nuevo entre las sombras.
—Cuando no llevamos uniforme, todos somos iguales —dijo el coronel.
—Aunque no llevemos uniforme, no somos todos iguales —replicó Montse.
Anduvieron por aquellas calles que, despacio, se iban llenando de gente. Finalmente, llegaron a la entrada de la prisión. Allí había varios guardias civiles acompañados de soldados regulares. Apuntaban con los fusiles a los peatones que se acercaban demasiado.
—Buenos días.
—¿Qué quieren?
—Venimos buscando a mi marido.
El guardia civil miró con desconfianza a la pareja.
—Las visitas no están permitidas.
—No venimos a visitarlo. Venimos a ver si está aquí.
—¿Qué ha hecho?
—Nada —contestó Montse, mientras se dejaba ir del brazo del coronel y se encaraba, a pesar de su pequeña altura, con el guardia.
—Entonces no está aquí —dijo el guardia, antes de girarse y volver a su puesto.
El coronel cogió con fuerza el brazo de su amiga. Poco a poco, se fueron, mientras las lágrimas de la mujer empezaban a confundirse con la lluvia.
Miquel sacó la cabeza por la pequeña ventana de la habitación. Daba a un patio interior. Estaba empezando a caer aguanieve. Hacía frío, mucho frío. Mientras exhalaba vaho por la boca buscó por toda la habitación su ropa: no estaba.
Abrió la puerta. A sus pies cayó un traje limpio, de abrigo, gris, con rayas. Tomó aire. Ahora sí que estaba completamente solo. Pero no tenía miedo. Ya se había acostumbrado a la amenaza constante de la muerte. Lo que no acababa de soportar bien era el frío, pero aquel traje gris de rayas le ayudaría.