20

El pequeño rayo de luz que entraba por el maltrecho techo empezó a apagarse poco a poco. Durante todo el día había hecho frío, y más en aquella lúgubre casa de la que no se habían podido mover para no levantar sospecha, vestidos con aquella ropa de pescadores, que abrigaba mucho menos que sus viejos y deshechos uniformes.

Durante toda la tarde, tanto Miquel como el coronel habían permanecido en silencio, observándose, tratando de dormir algo, en alerta cada vez que oían un ruido sospechoso. Pero nadie se acercó a aquella casa derruida, ningún moro entró buscando a los comunistas que habían huido del castillo de Montjuïc.

La principal preocupación del coronel en todo el día había sido su espalda. La sentía como si la tuviera destrozada. Y no sabía si estaría preparado para correr la distancia de pocos metros que los separaba del barrio Chino. Allí podrían estar más seguros. Los fascistas tardarían todavía unas semanas en entrar, tenían que acabar de ganar la guerra. En el Chino iban a necesitar muchos soldados para registrar cada uno de los pequeños pisos, muchos de ellos atestados por la gente de la clase más humilde de Barcelona. O al menos eso creía.

Era un barrio de marineros, putas y, sobre todo, personas que, antes de la guerra y durante ella, habían buscado cobijo del hambre en aquella ciudad gris, aunque muchos no lo habían conseguido.

—Coronel. Ya es de noche. Tenemos que aprovechar para cruzar el Paralelo. Cuanto antes mejor.

El hombre lo observó. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Por qué se había dejado convencer? Ya debería estar muerto.

Fijó sus ojos en la sonrisa ilusionada de Miquel. Realmente no sabían qué se encontrarían, pero ahora era demasiado tarde para seguir pensando. En las guerras no se tiene tiempo para pensar, más bien todo lo contrario. Y cuando se tiene tiempo, es mejor no darle vueltas a la cabeza.

—¿Se encuentra bien?

Miquel lo observaba de pie, justo delante de él, con los brazos cruzados. También debía de tener frío, con aquellos pequeños pantalones recortados y la camisa vieja. El coronel trató de levantarse, apoyándose en la pared. Al ver las dificultades del anciano, Miquel se acercó para ayudarlo.

—Despacio…

—¿Mejor?

—No. No sé qué hago aquí.

—Vivir.

—Eso quizá tenga valor para ti.

Miquel no le contestó. Se acercó hacia la puerta de la entrada. Había algunas farolas encendidas tras varios días de oscuridad. Eran las suficientes para comprobar que en aquella negra y angosta calle en el regazo de la montaña de Montjuïc no había nadie. Una fina neblina lo cubría todo, como si fuera una pequeña y sucia sábana de lino.

Las aceras y las paredes oscuras de las casas estaban mojadas, de una lluvia salina, por la humedad que impregnaba todas aquellas calles, debido a la proximidad del mar y de la montaña. Esa humedad que no se percibía en los restos de aquella casa en la que habían estado escondidos. Allí dentro solo hacía frío, casi tan ácido como el silencio que invadía en aquellos momentos esa parte de la ciudad, siempre repleta de obreros, soldados y prostitutas. No era posible que todos hubieran muerto. Parecía una calle fantasma. Una ciudad fantasma.

—No hay nadie.

—Debe de haber toque de queda.

—La ciudad parece muerta —dijo Miquel, todavía desde el vacío de la puerta entreabierta mientras notaba que el anciano se acercaba.

—Que esté muerta o viva es solo cuestión de tiempo.

El joven no le hizo caso. No necesitaba pensar en la muerte. Y a pesar de todo lo que estaba pasando, no perdía la esperanza de salir con vida de todo aquello y quizá reunirse con su familia en Portbou.

—Esta humedad no les sienta bien a mis huesos —dijo el coronel mientras observaba con indiferencia el ambiente fantasmal de la calle.

Miquel lo miró.

—¿Podrá andar?

El coronel le devolvió la mirada.

—Sería mejor que lo intentaras solo, chico. Un viejo como yo puede ser una carga, y no tengo tantas ganas de vivir. Te acabarán matando.

Miquel no sabía por qué, si era porque su otro compañero, el Bachiller, había muerto delante de él, o porque no quería estar solo en aquel infierno que tanto temía, pero había decidido que sus pasos estarían unidos a los del anciano.

—Si no va, no voy.

El coronel mostró un pequeño gesto de enfado.

—¿Qué coño os pasa a la juventud de hoy en día? ¿No sabéis vivir sin mí?

Miquel no le contestó. No sabía de qué le estaba hablando.

—Coronel, no le conozco de nada. No sé nada de usted. Usted tampoco de mí. Pero, si somos dos, tenemos más posibilidades de sobrevivir.

—Muchacho, yo he estudiado estrategia militar, y te puedo decir que… no sé de dónde has sacado esa idea.

El coronel respiró profundamente para tratar de soportar una aguda punzada en la parte inferior de la espalda.

—Vamos. Vamos, antes de que me lo piense mejor.

Se acercó a la puerta, que trató de abrir en completo sigilo. Sin suerte. Un crujido seguido de un profundo chirrido rompió el silencio de la calle.

—Coronel, no quiero morir —murmuró Miquel.

—No sé por qué.

Salieron de lo que quedaba de aquella casa y empezaron a bajar la calle. El uno junto al otro. Con paso tranquilo y sosegado, tratando de no llamar la atención en medio de una calle que parecía completamente vacía.

—Tendremos que cruzar el Paralelo.

—Lo sé.

—¿Eres de Barcelona?

—Sí. Del Eixample.

El coronel le miró. En el Ejército Popular o en las milicias no abundaban los voluntarios del Eixample, sino más bien los de los barrios obreros. Los de según qué zonas de la ciudad se habían marchado directamente a Burgos. ¿Y qué? Él no era un político. Él era un militar.

—Debe de haber controles en el Paralelo.

Miquel asintió sin decir nada.

—Coronel.

Ya no volvió a insistir más en que lo llamara por su nombre de pila. Eso también parecía una batalla perdida.

—¿Sí?

—Cuando lleguemos allí, ¿qué haremos?

—Cruzar el Paralelo con mucho cuidado.

—Me refiero a cuando estemos en el Chino.

—Averiguaremos si hay algún foco de resistencia. Si no, podemos visitar a una amiga. Creo que nos podría ayudar.

Acompañados por el silencio, se adentraron por una calle en la que la niebla era todavía más espesa. Una calle que hasta pocos días antes había sido objeto de los registros de una policía desaparecida, después de que unos cuantos vecinos decidieran asaltar uno de los depósitos próximos para combatir el hambre mientras soportaban el ruido continuo de las bombas y sufrían sus efectos. Al coronel aquel silencio lo sorprendía a cada paso. Una noche sin bombas, sin sirenas y sin el ruido que provoca el miedo. Solo silencio. Miquel lo paró con la mano. Él se quedó completamente inmóvil. Se oyeron pasos. Aquel chico tenía buen oído. Quizás él sabía si provenían de la calle que acababan de dejar o de la siguiente por la que debían continuar. Instintivamente los dos se echaron hacia atrás y se arrimaron todo lo que pudieron a un portal. Esperaron en silencio.

Poco a poco, los pasos se fueron alejando.

—¿Será una patrulla? —murmuró Miquel.

—No creo que pueda ser nadie más.

—La Santa Compaña no creo que sea —les dijo una voz que el coronel sintió a sus pies.

Al girarse, alarmado, tropezó con algo y cayó al suelo. Miquel se acercó al coronel y cayó encima de él. Sintió un gemido agudo, apagado, que lanzaba una sombra.

El coronel se giró para ver aquello con lo que había tropezado: un hombre de unos cincuenta años, con el rostro invadido por una barba y un cabello grises y sucios, que se mordía el labio inferior de dolor, para no gritar.

—¿Me queréis romper las piernas? —preguntó mientras unas pequeñas lágrimas salían de sus ojos.

El coronel había tropezado con sus piernas estiradas, y Miquel le había pisado la rodilla antes de perder el equilibrio. Aquel viejo borracho que olía a mierda y a alcohol dirigía las palmas de las dos manos hacia él. Miquel y el coronel se lo quedaron mirando, sin decir nada, hasta que acabó con sus lamentos ahogados. Sin saber por qué siguieron agachados, todavía uno encima del otro.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Miquel.

El viejo de la barba lo miró con rencor e indiferencia.

—Beber —dijo, a la vez que mostraba una botella de vino casi vacía.

Miquel se levantó despacio, tratando de no hacer daño al coronel, y lo ayudó a ponerse en pie. El desconocido seguía tumbado, aguantando la botella con sus las manos, como si el dolor de la rodilla hubiera desaparecido de pronto.

—No os pienso dar —dijo, antes de pegar un largo y último trago, que acompañó con un sonoro eructo que hizo que los dos hombres se pusieran de nuevo en guardia, en silencio, tratando de distinguir si los pasos de antes regresaban, alertados por aquel sonido.

Nada.

—¿Hay muchos soldados?

—¿De los vuestros?

Miquel miró al coronel. ¿Cómo los había descubierto? No vestían de uniforme.

—No parecéis pescadores; además, si vais a pescar, el mar está al otro lado. Y es demasiado pronto incluso para vosotros. Ahora es la hora de los borrachos y de las putas, aunque yo estoy demasiado solo.

—Será mejor que reemprendamos nuestra marcha —interrumpió el coronel.

—Adiós. Y viva Franco, o quien sea.

Miquel siguió los pasos del coronel, que giró de nuevo a la derecha, por otra callejuela que bajaba desde la montaña hasta el Paralelo. Al llegar a la gran avenida de los teatros, de los bares sindicalistas y de las mujeres de mala vida ya no quedaba rastro alguno de aquellos grandes estrenos, algo picantes, o, incluso de la Conxita, una puta de la que decían que tenía un insólito récord, con más de cien servicios en una sola noche, además de una fama bien conocida en todos los barrios de Barcelona, en los altos y en los bajos.

El coronel se adelantó con paso torpe. La última caída había agudizado su lumbago. Miró primero en dirección al puerto. Observó en silencio unos segundos. Después hacia la plaza de España. Aquella gran avenida que cruzaba Barcelona estaba vacía, llena de oscuridad y de silencio.

—No lo entiendo. Si no fuera por aquellos pasos y por ese borracho, diría que aquí no queda nadie. Ni fascistas —dijo Miquel, poniéndose a su lado.

—Lo normal es que hubiera patrullas. Como la que hemos oído. No pueden haber llegado y haberse marchado todos.

—Quizá nadie se atreva a salir a la calle. Tampoco los fascistas.

—¿Eso no es un T-26? —preguntó el coronel, señalando un carro de combate que bajaba, a lo lejos, por la avenida, iluminado tímidamente por un par de farolas.

—¿Es nuestro?

—Sí, pero lo pueden llevar fascistas.

—Señor, ¿y si hemos reconquistado Barcelona? No sabemos nada, y tampoco nos han buscado.

El viejo militar se rascó la barbilla. Era una posibilidad, pero todo estaba demasiado tranquilo para haber soportado una batalla tan feroz como habría sido quitarle Barcelona a los fascistas. ¿Y con qué fuerzas? Él sabía mejor que nadie que el Ejército Popular estaba derrotado y haciendo cola para cruzar la frontera. Aun así, Miquel no lo veía todo tan claro. Y no podía disimular cierta ilusión.

Las orugas del carro de combate parecía que rompían el asfalto. A medida que el tanque avanzaba, se oían los pasos de los soldados que iban justo detrás.

—Mejor nos vamos.

Miquel lo miró sin comprender que le decía.

—Chico, hemos perdido la guerra. Pero, bueno, a mí me da igual morir. Si quieres, nos quedamos.

Miquel se encontró con los ojos del coronel; su ilusión se extinguió. Salir de aquel infierno, por mucho que lo deseara, no sería nada fácil. Sin contestar, cruzó aceleradamente aquella gran avenida, donde retumbaban el avance del tanque y decenas de pasos. El coronel lo siguió cómo pudo hasta que se adentraron en la primera de las calles que encontraron, ya en el Chino, estrecha, muy estrecha, y llena de pisos todavía más estrechos. Tampoco allí parecía haber nadie. Era como si todo el mundo hubiera salido corriendo. Las calles estaban completamente vacías. Y allí no es que no funcionaran las farolas, es que no había.

—No creo que aquí quede nadie resistiendo.

—Lo sé, chico. Solo hace falta ver esto…

Al llegar a una nueva calle, distinguieron una tímida luz que salía de una ventana completamente cuadrada. Parecía que habían dividido una planta en dos. Iluminada por una tímida luz, una mujer sacó la cabeza por la ventana, cubierta con una bata con motivos orientales.

—¿Hablamos con ella? —preguntó Miquel.

La mujer todavía no los había visto.

—Necesitaríamos ropa, pero no me fío. No nos podemos fiar de nadie. Vamos mejor a casa de mi amiga.

El coronel siguió por otro de aquellos sucios callejones, evitando el de la mujer de la ventana. Daban cinco o seis pasos y se paraban para aguzar el oído, tratando de percibir el más pequeño de los sonidos. También lo hacían ante cualquier sospecha. Pero por aquellas calles no había nadie, ni siquiera los perros que siguen a la guerra, o los gatos, que en aquella época se convertían en alimento para los estómagos más hambrientos. Anduvieron lentamente por aquellas estrechas y laberínticas calles, cambiando de rumbo a la primera sospecha. Miquel había estado en alguna ocasión en el Chino, pero no lo conocía tan bien como el coronel. Por eso, cuando llegó a un edificio antiguo, con agujeros de balas recientes en la fachada, no podía ni siquiera imaginar que habían subido tan poco y que se encontraban tan cerca de las Ramblas.

—«Pensión Montseny» —leyó Miquel en un cartel que indicaba la cuarta planta.

—Es la casa de mi amiga.

«¿Una pensión?», pensó el joven soldado, pero, como era habitual, no dijo nada. Al cruzar la puerta, el coronel echó de menos algo: la peste de las meadas siempre presente antes de subir aquellas escaleras. Era un requisito de Montse, la dueña de la pensión, para aquellos que subían a su casa para pasar una noche de placer. Allí se llegaba meado, acostumbraba a decir. Quedaban exentos de cumplir la norma los que vivían con ella, como había hecho el coronel en los últimos meses.

Subió con dificultades la estrecha escalera que llevaba a la cuarta planta. Miquel lo seguía por aquel túnel de espiral por el que subía libremente el viento frío de aquel enero. Cada vez era más húmedo. Tal vez acabaría lloviendo o nevando. Caminaba con los pies casi desnudos, solo cubiertos con las botas.

—La puerta está cerrada —dijo el coronel.

Su joven acompañante lo observó, extrañado:

—¿Y?

—La puerta siempre está abierta. Siempre hay clientes que salen y entran.

El coronel se rascó la barba y la cabeza. Miquel no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa. Hasta aquel momento no se había fijado en el aspecto que tenía el anciano. Su cabello blanco y la pequeña barba del color de la ceniza, todavía bien recortada, le daban un aire señorial, noble; sin embargo, la camisa de manga larga, sucia y de pescador, que debió de ser blanca en su tiempo, así como los estrechos pantalones de pitillo que ni siquiera le llegaban a los tobillos, desmentían tal impresión.

Continuaba llevando sus botas militares, bien calzadas; por suerte, aquella mañana no habían llamado la atención de los soldados fascistas.

—No sé si es seguro, chico —dijo el anciano, decepcionado.

Que no tuviera ningún interés en seguir viviendo era una cosa que no se cansaba de repetir y que Miquel, sinceramente, se creía. En cambio, la visita a aquella pensión, a ver a su amiga, sí que le hacía ilusión. Parecía más preocupado en esos momentos que si hubiera estado delante de un pelotón de fusilamiento.

—Llame a la puerta.

El anciano lo observó, resistiéndose.

—Llame. No creo que estemos en peligro o, al menos, más de lo que ya lo estamos.

El militar golpeó con los nudillos la puerta, cerrada por completo.

—Parece que no hay nadie.

Tenía ganas de irse; temía no encontrar al otro lado de la puerta a su amiga, no tanto el peligro que él mismo pudiera estar corriendo.

Esta vez fue Miquel quien llamó. Con más fuerza. Al poco, se oyeron al otro lado pequeños pasos que rompían el silencio de la laberíntica, oscura y vacía escalera. La rejilla de la puerta se abrió. Miquel trató de ver algo. No hubo suerte. No veía quién estaba al otro lado, aunque notaba una presencia.

El coronel miraba al vacío de las escaleras.

—¿Quién es? —preguntó una voz rota.

Miquel calló. El coronel se acercó a la puerta.

—Montse, soy yo —murmuró.

—¿Señor Montesinos? ¿Coronel?

Se oyó el ruido de los pestillos del otro lado de la puerta. Con un chirrido agonizante, la puerta se abrió. Una melancólica luz iluminó el foso de peldaños irregulares donde los dos hombres esperaban. Esa puerta era el final del camino de aquellas escaleras, como una salvación de luz prometida tras un sendero de oscuridad.

—Entre, coronel, entre.

Miquel se fijó en aquella mujer, que sostenía un habano apagado en la boca. Apestaba. Era pequeña; no le llegaba ni a las caderas. Tenía el cabello de color gris amarillento e iba completamente despeinada. Parecía una anciana, aunque casi no tenía arrugas en el rostro. Clavó su mirada en él, como si lo analizara. Después miró con dulzura al coronel. Los dejó entrar y cerró la puerta. Ya dentro, se acercó a su amigo y lo abrazó por la cintura. Empezó a llorar en silencio.

El coronel bajó la cabeza y mimó sus cabellos grasos y húmedos por el sudor.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, pausadamente, con afecto.

—No, coronel. No me encuentro bien. Se han llevado a Eusebio.

El anciano dirigió una mirada a Miquel; Eusebio debía de ser su marido. La mujer estuvo llorando un rato en los brazos del coronel. Todavía entre sollozos, se secó las lágrimas y le mostró una leve sonrisa, tratando de tranquilizarse.

—¿Dónde se lo han llevado? —preguntó el militar.

—A la Modelo. Anoche. Los moros pasaron casa por casa. También aquí. Me han obligado a cerrar la pensión hasta nueva orden. Y se llevaron a mi Eusebio. ¡Hijos de puta!

—¿No has sabido nada de él?

La mujer bajó la mirada, con cara de culpabilidad.

—Tengo miedo, coronel. No me atrevo a salir sola de aquí.

—Es normal, señora —intervino Miquel.

La mujer se giró hacia él. Le miró con desconfianza e, incluso, con odio. Estaba claro que estaba acostumbrada a mirar así.

—Nos podemos fiar de él. Estuvimos presos en el castillo de Montjuïc, juntos. Solo es un chico que trata de sobrevivir. Supongo que como casi todos —dijo el coronel.

La mujer dio un paso atrás y sacó una pistola de su delantal. Mordió con rabia el puro. El viejo militar reconoció el arma. Era su República, aquella automática hecha a imagen y semejanza de la Astra; se la había olvidado en su habitación antes de marcharse. Tenerla de nuevo podía ser una buena noticia; sin embargo, ahora su amiga estaba apuntando con ella a aquel pobre desgraciado.

—Montse, podemos confiar en él.

La mujer siguió apuntando a Miquel, que levantó las manos y sintió que el sudor frío de la muerte empezaba a recorrerle su espina dorsal.

—Coronel, ¿qué sabe de él?

—Lo conocí en el castillo. Estaba preso. Trató de ayudar a una persona. Parece un buen chico.

—¿Qué sabe de él? —volvió a preguntar la mujer, aún más nerviosa.

El coronel mantuvo la calma, a la vez que se acercaba a ella y colocaba una mano encima de su hombro, para tratar de tranquilizarla.

—Nada, Montse, pero sé que nos podemos fiar de él.

—Puede ser un espía —dijo ella fuera de sí.

Miquel negó con la cabeza, también más nervioso. ¿No iba a hacer nada el coronel? Aquella mujer podía acabar disparando en cualquier momento.

—No es ningún espía, Montse, tranquila.

La mujer bajó el arma y se deslizó sobre sus rodillas hasta caer al suelo. Miquel se le acercó y le quitó la pistola con cuidado.

—Tranquila. Ya no estás sola. Creo que todos necesitamos descansar. ¿Tienes alguna habitación libre?

La mujer sonrió entre lágrimas.

—Os daré ropa.

Miquel los observó: ¿dónde estaba la tensión de hacía un momento? Había desaparecido. «Pero a mí esta loca ha estado a punto de pegarme un tiro», pensó.

—Montse, mañana te acompañaré a la Modelo a ver qué averiguamos de Eusebio.

Miquel no dijo nada. Pero tenía claro que, si era así, su camino se separaría del coronel. Él sí que quería vivir y el coronel, definitivamente, parecía que había encontrado una motivación para seguir haciéndolo.

Aquel día 28 de enero de 1939 finalizaba con la ocupación de la ciudad de Granollers por las tropas franquistas. El ejército nacional llegaba hasta los alrededores de Arenys de Mar, a unos cuarenta kilómetros al norte de Barcelona. El avance era imparable y se repetía en la carretera de Manresa, en Vic y en los Pirineos. El comunicado de guerra de ese día decía así:

En Cataluña, nuestras brillantes tropas han continuado su rápido avance, habiéndose llegado por la costa a la cercanía de Arenys de Mar, o sea, a unos cuarenta kilómetros de Barcelona. A media tarde tenían cercado el pueblo de Granollers y habían ocupado los pueblos de Caldas de Estrach, Parets, Llinás del Vallés, Vallromanes y Alella. Más al norte, se ha avanzado en una profundidad media de ocho kilómetros, por la carretera de Manresa a Vich. También en la zona pirenaica se ha logrado aproximadamente igual profundidad. El número de prisioneros hechos es muy elevado. Solo en la zona norte de Mataró se encontró un hospital con ochocientos heridos rojos. Enseguida fueron atendidos por nuestros servicios sanitarios, que les proporcionaron asistencia facultativa, medicamentos y alimentos, pues llevaban más de tres días abandonados. En Barcelona también hemos encontrado y atendido más de seiscientos heridos del enemigo. Es verdaderamente enorme la cantidad de material que va siendo hallado, lo mismo que la de vestuario. Un solo hallazgo de este último es tan grande que basta para abastecer a un numeroso ejército durante mucho tiempo. En Barcelona la normalidad se completa. Hay luz, funcionan los tranvías y se van restableciendo los servicios, limpiando la población de la inmensa suciedad que ha tenido durante la dominación roja.

Salamanca, 28 de enero de 1939, III Año Triunfal.

De orden de S. E. el general jefe de Estado Mayor:

FRANCISCO MARTÍN MORENO