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Las pocas páginas que llevaban los periódicos de los últimos días estaban desparramadas encima de la pequeña mesa del despacho, improvisada entre las dos camas. Cada vez el papel era peor. Y la tinta. Leer cualquiera de aquellos diarios de poco más de cuatro páginas te condenaba a estar varios días con los dedos marcados. No se veía a mucha gente con los dedos manchados de negro, por lo que se podía deducir que no mucha gente leía los periódicos. Ni en la calle ni en la pensión. Quizás aquello de la tinta era una artimaña del Gobierno para detectar a los lectores de diarios y a los intelectuales, si es que leer uno de esos periódicos implicaba un mínimo signo de inteligencia. Para el Gobierno seguro que sí. Y de los burócratas se podía esperar cualquier cosa.

—¿Coronel?

Llamaron a la puerta. Era el sargento Ríos. Y, como siempre, no esperó a que le dieran permiso para entrar. Comprensible. Ahora era sargento; seguramente, unos meses atrás, había sido miliciano; antes, camarero, o algo así. De tasca del Paralelo, como mucho. Era agradable, pero poco educado. Un poco tosco, aunque leal y completamente ignorante respecto al protocolo… Inteligente.

El coronel se había vuelto a acostar después de recoger la prensa que cada mañana le dejaban en la puerta, cortesía del Ministerio. No funcionaba casi nada, pero, al parecer, aquel reparto sí. ¿Tenía que levantarse de nuevo? Estaba agotado. Llevaba semanas sin dormir, pensando que estaba preparando la resistencia gloriosa de Barcelona. Gloriosa o libertaria. Tanto le daba. Muchos días y muchas horas, hasta que el día antes el Ministerio y el Estado Mayor le habían dejado claro que prescindían de sus servicios. Así, de la noche a la mañana. Lo que había estado haciendo no había servido para nada. Horas quemadas: al final no se iba a poder hacer nada. Quizá por eso lo habían relevado de sus ocupaciones… No estaba en Figueres, como la mayoría; de hecho, prefería seguir en Barcelona. Por lo menos, aquella noche había conseguido dormir al fin unas cinco horas seguidas. No sabía si habían sufrido algún bombardeo. No se había movido de la cama en toda la noche, y juraría que no habían caído bombas. Y eso que la media de bombardeos durante la última semana había sido de una decena cada día. Los alemanes y los italianos se esforzaban a fondo, debían de tener ganas de volver a casa. Eran unos malditos diablos, pero también eran humanos. Los diablos humanos… Había conocido a bastantes de esos en el ministerio.

—Sargento.

—Señor.

—¿Han bombardeado esta noche?

—Yo duermo como una marmota, coronel. Supongo que sí. ¿No se levanta?

¿Levantarse? Si aquel momento era el más tranquilo del día… Los italianos y los alemanes estarían desayunando, alejados de sus aviones, bien estacionados.

—¿Algo interesante en la prensa?

—Un bando de guerra. El primero que se dicta en toda la guerra. Al menos el primero que reconoce la República. Ya se sabe, los políticos son así. Cuando queda poco para que acabe… En fin, ahora se dan cuenta de que estamos en guerra.

El sargento Ríos cogió La Vanguardia de aquel día y, tomándose su tiempo, leyó en voz alta un recuadro que aparecía en la primera página:

España en estado de guerra. Bando de la autoridad militar.

Juan Hernández Saravia, general del Ejército, comandante del Grupo de Ejércitos de la Región Oriental.

HAGO SABER:

Que el Gobierno, en virtud de la facultad que confiere el artículo 42 de la Constitución y mediante decreto publicado en La Gaceta de hoy, ha acordado declarar el estado de guerra en todo el territorio de la República.

Quedan suspendidos en el citado territorio los derechos y garantías que se consignan en los artículos 29, 31, 34, 38 y 39 de la Constitución de la República.

Durante el tiempo de esta suspensión regirá la Ley de Orden Público.

Las autoridades civiles continuarán actuando en todos los negocios de su respectiva competencia que no se refieran al orden público, limitándose en cuanto a este a las facultades que la militar les delegare y deje expeditas.

Transcurridas veinticuatro horas de la publicación de este bando, se aplicarán las penas del Código de Justicia Militar.

En mi puesto de mando, a veintitrés de enero de mil novecientos treinta nueve.

El general comandante del Grupo de Ejércitos de la Región Oriental.

Firmado:

JUAN HERNÁNDEZ SARAVIA

—Lo que le digo, sargento… Los del Gobierno debían de ser los únicos que no se habían enterado de que estábamos en guerra. Ya se sabe que, aunque en las guerras hay sangre, también puedes encontrar a mucha gente que sale de ella sin mancharse.

—Eso suena a sedición o algo así… Bueno, la verdad, mi coronel, es que no sé qué quiere decir esa palabra… ¿Quiere que le lea el editorial?

Aquello se había convertido en una rutina. Hacía muchos meses que el coronel solo mostraba interés por los editoriales de los periódicos, un avance de todo lo que estaba pasando realmente. Eran lo único que merecía leerse, si se era capaz de ver entre líneas.

—Adelante.

El sargento se preparó para leer la noticia, con tono sobrio y serio. Le gustaba aquel ademán, dramatizar, como si fuera uno de aquellos intelectuales que leían poemas de Lorca en algunas esquinas de las Ramblas, entre las putas y los soldados que ya no sabían cuál era su destino.

El Gobierno ha dictado el estado de guerra. Con ello, y no son necesarias las aclaraciones, pone a disposición del fuero militar cuanto este precisa para salirle al paso a la situación. Que no existe otro motivo ni pueden deducirse otras consecuencias que las previstas por la ley está claro en el hecho de que el Gobierno se ha resistido a tomar esta resolución, mientras ha sido posible. Ahora se trata de militarizar íntegramente las funciones civiles, porque la presión del enemigo nos exige que todas las actividades ciudadanas se pongan en pie de guerra. Hace días dijimos que la situación era grave, pero no crítica. Y añadimos que el Gobierno contaba con posibilidades para afrontarlas. Hoy repetimos que la situación es grave, pero no crítica, y que el Gobierno posee razones para no sentirse pesimista. Estas razones, por su índole y su entidad, no pueden hacerse públicas, ya que al divulgarse perderían la eficacia que las sazona y que solo puede dar su fruto en el instante oportuno. Por otra parte, el Gobierno no quiere que la divulgación de sus medios de actuar atenúe la prestación de los ciudadanos. Las dificultades de ahora deben ser vencidas, en primer lugar, por un movimiento enardecido y consciente de la ciudadanía. La Patria está en peligro. Y también la libertad y la existencia de cuantos profesan un amor sincero a la vida digna del hombre civilizado. En los dos años y medio de guerra, el pueblo ha realizado esfuerzos grandiosos. Se ha derramado mucha sangre y se ha padecido mucho dolor. ¿Por qué debe comprometerse el resultado de esta epopeya en sus trances más próximos a la solución? Todo el mundo debe estar en su puesto. Frente a los ataques impacientes y al lujo de material de los facciosos e invasores, el pueblo debe multiplicar su entusiasmo. En ello le va todo lo que es y aspira a ser. Barcelona debe ser defendida como lo fue Madrid. El valor simbólico y el poder moral de la resistencia de la capital de España debe ser emulado por la capital de Cataluña. Hay que pensar en la suerte que el enemigo le reserva a esta hermosa capital y, con esta idea convertida en fuego, templar los nervios y endurecer el espíritu. Barcelona es demasiada entidad para ser esclava. Sus habitantes están obligados a auxiliar al Ejército, a quitar hasta los combatientes el concepto confortante de una colaboración apasionada. Hay que pensar en lo que la urbe representa y en que su lección debe ser proporcionada a su rango, a sus virtudes, a su grandeza. El Gobierno, que está presente, que no deja de estar presente, aunque se hayan efectuado ciertas previsiones para que los organismos del Estado no vean interrumpidas sus funciones, ha examinado hoy la situación y únicamente espera que todo lo que se viene haciendo y todo lo que aún se puede hacer no se vea en precario por un defecto de estimación. Las eventualidades son al par penosas y ricas. Penosas por el acopio de elementos y la prisa que el enemigo emplea en su ofensiva, y ricas porque con el adecuado uso de nuestros recursos, inmediatos y futuros, pueden despejar el horizonte. El mundo nos mira y espera de nosotros que la tenacidad y el genio que nos han permitido llegar a estos días, gracias a improvisaciones y alardes magníficos de autodisciplina, no desfallezcan. Y al hablar del mundo no es que fundamentalmente nos importen sus juicios, sino que los intereses espirituales que en nosotros ha depositado son nuestros mismos intereses. Los de la dignidad humana. El estado de guerra imprimirá a la resistencia la severidad y el tono esforzado y rígido que son indispensables. Todos los ciudadanos deben obediencia y ayuda a los fines del Mando. Los trabajos, las fortificaciones, el ritmo civil deben llevar el sello de la disciplina más rigurosa. Estamos seguros de que las cosas no pueden pasar de otra manera.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el sargento, preocupado.

—Que, si tiene familia, salga inmediatamente de Barcelona y trate de llegar a Francia. Y, si no, también. Lo libero del servicio y de sus ocupaciones.

El coronel se dio la vuelta en la cama, después de hacer la señal de la cruz al suboficial, y se tapó con la manta, a pesar de que llevaba puesto el uniforme, incluidas las botas y las polainas. Hacía frío. Aquel maldito invierno… Cerró los ojos. Intuyó que su subalterno trató de abrir la boca, pero calló en el momento en que pronunciaba la primera sílaba. No quería molestar.

Habían sido tan solo unas semanas, pero le había enseñado bien.

—Dígame, sargento.

—¿Tan mal está la cosa? —preguntó este, sorprendido.

El coronel permanecía con los ojos cerrados. Debajo de la manta.

—Mire la siguiente página.

—«El pueblo y el ejército en la defensa del país contra la invasión italo-germánica».

—No, eso no. La columna que queda a la izquierda.

—«Orden de presentación de jefes, oficiales y clases del ejército…».

El coronel le cortó.

—¿La lista es más larga que la de ayer?

—Sí…, sí, señor.

—Bien, los que salen en esta lista también saben que la defensa de la libertad está complicada y deben de estar en Portbou.

El oficial se giró hacia el otro lado de la cama, todavía sin abrir los ojos. Oía los pasos cada vez más nerviosos del sargento. Incluso notó que le costaba respirar. Abrió los ojos. No le pasaba nada.

—Señor, ¿usted no escapará? —preguntó nervioso.

—No.

—Pero ¿por qué?

Estaba muy excitado.

El coronel se levantó y se sentó en la cama. No es que quisiera darle a la conversación una pose heroica y solemne: la espalda le estaba matando.

—No puedo huir porque soy militar. No hui el 17 de julio a Canarias, ni a África, ni a ninguna otra parte. Fui leal, por mis principios. Por mis juramentos. Que quede claro que no soy de los que piden la revolución o que se meten en política o en no sé qué tonterías más. Yo solo soy un soldado —dijo, hablando cada vez más aceleradamente, nervioso, agitado también por unas punzadas de dolor en la espalda; a su pesar, aquello pareció una arenga en toda regla.

—Demonios, yo tampoco me voy —sentenció el sargento.

—No sea imbécil. Realmente ya no tiene obligaciones conmigo. Yo ya no tengo oficio ni beneficio. Así que insisto: no sea imbécil. —Suspiró.

El dolor comenzaba a subir por la columna, aunque lo peor ya había pasado.

—No lo soy. No soy imbécil. Soy leal.

—Sea leal consigo mismo y márchese.

—No, señor, soy un soldado.

El coronel se levantó y acarició su blanco bigote.

—Ríos, ¿qué era antes de la guerra?

—Tabernero.

«Lo acerté», pensó el coronel, tratando de disimular una sonrisa.

—Pues piense que continúa siendo tabernero y márchese a Lyon.

—Señor, León es de los nacionales.

El coronel pensó por unos segundos en volverse a la cama. Pero, finalmente, abandonó tal idea. Aunque no tenía demasiadas ganas, cada día a esa hora iba al Ministerio. Aunque allí ya no le esperaba nadie. Aquel podía ser su último paseo. Tenía claro que aquella tarde no volvería a la pensión. Tan solo le quedaba esperar la muerte en alguna calle de Barcelona.

—Lyon, en Francia —puntualizó.

—Tanto me da. No me voy —insistió el sargento.

—Como quiera.

Sin saber por qué, el sargento se cuadró ante su superior y lo saludó con el puño en alto. El coronel prefirió no empezar de nuevo con aquello de que a él las ideologías le traían al pairo.

El coronel se estiró el traje y fue hasta la puerta. Cuando llegó, el sargento ya había conseguido adelantarse ágilmente, dispuesto a abrirle paso.

—¿Vamos al despacho? —preguntó.

Siempre la misma pregunta, desde que había entrado a su servicio. La verdad es que cuando tenía coche oficial y trabajaba como su chófer tenía cierta lógica. Pero hacía cuatro días que el ejército le había requisado su magnífico Citroën B10 de 1924, con carrocería totalmente de acero y capaz de ponerse a noventa kilómetros por hora por la Diagonal. Además, lo del despacho en el Ministerio… Allí ya no le esperaba nadie. Hacía meses que ni siquiera era la sede del Ministerio, aunque la seguían llamando así.

—Hoy no vamos a trabajar.

—¿No?

—No. El Ministerio no me necesita. Ya lo intuía, pero ayer me lo dejaron bien claro. Así que márchese.

—A mí eso me da igual. Juré ser leal a usted, coronel. Y con la República.

—¿Cómo que le da igual? ¿Y esa lealtad conmigo?

—Señor, no tengo nada que hacer. Me va bien estar con usted.

El coronel suspiró.

—Buenos días, Montse.

El viejo militar se acercó al mostrador de la entrada de la pensión. Detrás había una mujer, que, a pesar de estar encima de un taburete, quedaba por debajo de él. Tenía un puro en la boca y los ojos cerrados. Los abrió, como si percibiera la llegada del militar, y le mostró una pequeña sonrisa.

—¿Te marchas?

—Sí. Pero esta vez creo que para siempre.

—Ya lo suponía.

La mujer bajó del taburete, salió del mostrador y le alargó la mano.

—Que tengas suerte, coronel.

—Gracias.

—¿Viajarás a Francia?

El militar sacó un pequeño encendedor de mecha que tenía guardado en un bolsillo de la chaqueta y lo acercó al puro del ama de la pensión, que aspiró con fuerza hasta que el cigarro empezó a humear.

—Me quedo aquí. El deber: hay que ponérselo difícil al enemigo. No puedo huir.

Aquella respuesta tomó a la mujer por sorpresa. Sabía que el militar ya no tenía poder ni soldados a su mando, después de una de las últimas depuraciones del ejército republicano, en la que le habían declarado «apolítico y apátrida». Había salido incluso en los diarios. Era un héroe de la guerra venido a menos, a mucho menos. Pero siempre había demostrado ser un hombre de principios, como buen militar; quizá por eso lo habían mantenido como uno de los asesores del Ministerio hasta pocas horas antes. Pero ya no hacía falta.

—Lo entiendo.

—¿Y tu marido? ¿Has buscado alguna vía de escape que sea segura?

La mujer aspiró con fuerza el puro y expulsó el humo hacia el sucio techo de la pensión.

—No. Ha ido a la Modelo.

—Si ya no deben de quedar presos.

—Ya le he dicho que a la mayoría los habrían fusilado. Pero resulta que allí hay un hijo de un amigo suyo, un guardia civil de la época de Primo de Rivera. Se ha acercado para averiguar si está muerto o si le queda poco para estarlo.

El coronel no sonrió. La mujer no trataba de ser graciosa.

—Entonces, ¿no os iréis?

—La verdad, coronel, es que no tenemos adónde ir. Y debemos seguir con el negocio.

El coronel no supo si se refería a la pensión, utilizada por el Gobierno para alojar a sus funcionarios, o al prostíbulo, por lo que era realmente famoso aquel lugar. Hacía unos meses habían tenido que abandonar ese último servicio, cuando encontrar un lugar con paredes y techo para tratar de dormir había ganado en importancia al placer. En época de guerra, se podía hacer el amor en cualquier parte, y además no estaba mal visto. Todo lo contrario, al menos en Barcelona. Los refugios antiaéreos en los que la gente se guarecía cuando la ciudad era bombardeada eran unos ejemplos bien claros.

El coronel suspiró. La verdad es que las putas y los prostíbulos seguirían siendo necesarios, aunque Franco hubiera catalogado aquella rebelión de cruzada espiritual. Los fachas también follaban.

—Mucha suerte.

El coronel se dobló casi por completo para besar a aquella mujer, que sonrió ante la muestra de afecto espontánea y, como bien sabía, también dolorosa.

El viejo militar ordenó a su asistente que pagara con el pequeño bolso de monedas que custodiaba y se dirigió a la puerta. Sin girarse, empezó a bajar por aquellas estrechas escaleras que daban a una céntrica y estrecha calle de la ciudad, muy próxima a las Ramblas de Barcelona. Al pisar con el pie izquierdo el destrozado pavimento notó cómo el ambiente húmedo que se extendía por toda la ciudad se le metía en los huesos. Empezaba a subir por su pierna y llegaba a su espalda, a la vez que ahogaba un pequeño gemido sordo de dolor al sentir su columna retorciéndose. El maldito lumbago. Otra vez el maldito lumbago.

Se abrochó el último botón de su casaca y observó a un anciano sucio hasta las entrañas que cargaba con una multitud de objetos estúpidos entre los que había una jaula con un loro de colores. Con su inútil cargamento cruzaba rápidamente una calle empapelada por todas partes de carteles en los que la República y la Generalitat de Cataluña animaban a todo el mundo a luchar por la libertad. Arengaban inútilmente a unos ciudadanos masacrados por las bombas, que se habían cobrado ya cerca de tres mil vidas en aquella Barcelona gris y oscura, demasiado acostumbrada a los silbidos de los proyectiles, a la sangre y a la guerra.

El rumor de las baterías alemanas se oía más fuerte y se sentía mucho más cerca de Barcelona, donde los proyectiles retumbaban entre los más de mil quinientos edificios en ruinas. La mayoría de las casas que sobrevivían en la ciudad no tenían vidrios; muchas ni siquiera conservaban todas las paredes. Aquella se había convertido en una ciudad triste en la que no quedaban árboles ni en los parques ni en las montañas más próximas, como el Tibidabo. Hacía frío y la madera siempre iba bien para conseguir algo de calor, un pequeño refugio de vida entre la muerte.

—¿Adónde vamos?

El coronel se llevó las manos a la espalda, las bajó despacio y palpó por encima del abrigo la cartuchera. Parecía que estaba vacía; debía de haberse olvidado su República —una pistola hecha a imagen y semejanza de la Astra 400— en la habitación de la pensión. No pensaba volver a buscarla. Ahora que había decidido salir a la calle, no. El sargento llevaba colgado a su espalda un subfusil RU-35. Con eso sería suficiente; además, no le importaba morir.

—¿Adónde vamos? —insistió el sargento.

El coronel se giró. Lo tenía detrás de él, parado, frotándose las manos y espirando vaho. No entraba en calor. Se acarició su bigote blanco.

Negrín, el jefe del Gobierno, había ordenado el traslado del aparato administrativo de Barcelona. Y él debía de ser aparato «administrativo», porque no estaba en el frente, aunque nadie le había pedido que se fuera. Tampoco le habían dicho que se quedara. Parecía que no le importaba a nadie.

—No tengo órdenes ni ministerio —contestó.

—Algo podremos hacer —protestó su asistente, que bajó el escalón que había a la entrada del edificio.

«Tiene razón», pensó el oficial.

—Vamos al puerto. Allí siempre hay vida.

Caminaron hacia las Ramblas, a aquella hora casi vacías: muchos se habían ido, otros habían huido y la mayoría de los que se habían quedado permanecían en sus casas, si estaban enteras, con los ojos cerrados, imaginando que aquel momento de paz y de tranquilidad no se acabaría nunca. También estaban los muertos, que ni huían ni se escondían. De pronto, un tiznao, uno de aquellos camiones blindados artesanalmente, lo llenó todo de ruido mientras avanzaba a toda velocidad por el centro del gran paseo de Barcelona. Al parecer bajaba desde el paseo de Gracia, camino, seguramente, de Montjuïc. A su paso, levantaba sin compasión polvo de ceniza y trozos de algunos carnés de la CNT, cuyos propietarios los habían roto antes de emprender la fuga. Los dos hombres lo observaron indolentes y siguieron su camino.

Al llegar a la fachada marítima de la ciudad, el coronel se sentó en el suelo y observó en silencio los mástiles de los barcos hundidos, que trataban de llegar a la superficie.

—Coronel, me parece que se acercan aviones —dijo el sargento.

Su superior siguió callado, aguzando el oído. Eran alemanes, pero no pudo reconocer el modelo.