—Entonces, sargento Núñez, ¿hizo la guerra con el comandante?
—Gran parte de ella, señor.
—Es un gran hombre. Un gran patriota.
El capitán llamó de nuevo al camarero del bar, que, ataviado con su lazo, se movía de un lado a otro del local, que estaba lleno de gente, como si allí nunca hubiera habido una guerra.
Matías ya había dejado su uniforme en casa y llevaba uno de sus trajes preferidos, el de paño verde. Lo había tenido que coger él mismo. La puta de Pilar seguía llorando encima de la cama y ni siquiera le había dirigido la palabra.
—Señor.
Matías miró al camarero, que se cuadró ante él por la fuerza de su mirada.
—¿Usted quiere tabaco? —preguntó Matías al sargento, que negó con la cabeza.
—Tráigame a mí un buen cigarro, el mejor que tengan.
—Inmediatamente, señor.
Matías siguió con la mirada a aquel estúpido camarero de fino bigote y americana blanca que se perdía entre la multitud de viejos burgueses que había vuelto a poblar aquel bar de las Ramblas, tras varios días de ausencia, a causa de los bombardeos continuos y de la proximidad de los soldados nacionales, tan temidos por unos como ansiados por otros.
—Sargento, iremos a dar una vuelta por el Chino. A ver qué vemos. Y mañana, cuando tengamos a todos los hombres, podemos empezar con la limpieza. Si es necesario, pediremos el apoyo de unidades regulares del ejército.
—Sí, señor.
El camarero apareció con un habano que entregó al capitán.
—Invita la casa.
—Gracias, chico.
Los dos hombres salieron del local. El capitán se paró a la entrada para encender el cigarro.
—Sargento, a partir de ahora llámeme solo Matías. Es mejor que pasemos desapercibidos. Yo le llamaré Núñez, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—Bien.
Sin decir nada más, empezaron a bajar por las Ramblas, que, lentamente, recuperaban su trajín habitual. Todavía estaban muy lejos de volver a ver las paradas de flores y otros comercios que solía haber en ellas, pero, al menos, de nuevo se veía a gente que iba y venía del paseo de Colón y el puerto hasta el paseo de Gracia o el centro. Gente que paseaba, como casi siempre en aquella ciudad: mirando hacia delante y sin preocuparse de nada más. Las aceras estaban limpias. Las brigadas del nuevo Ayuntamiento se ocupaban de retirar los últimos carteles del antiguo régimen, su publicidad y su propaganda. Volvía a ser un lugar serio en el que los hombres con traje y sombrero se paseaban arriba y abajo. Todo aquello era sorprendente, hasta para Matías. Aún eran más que evidentes los signos de la guerra que, hasta hacía tan solo unos días, había asolado la ciudad. Los escombros de algunos edificios llegaban hasta las mismas Ramblas. La huella de proyectiles de días atrás y, sobre todo, de la metralla de las bombas fascistas, de los hechos de mayo del 37 e, incluso, de los de julio del 36 se dejaban ver en muchas de las fachadas. En sus casas, en las que no había cristales. Pero, aun así, parecía que la guerra hacía mucho que se había acabado.
«¿Dónde irá toda esta gente?», pensó Matías. Había estado demasiado tiempo alejado de aquella ciudad.
—Matías, íbamos al Chino, ¿no?
Sin darse cuenta, habían llegado andando hasta más allá de la mitad de las Ramblas. Se encontraban junto al Gran Teatro del Liceo, expropiado durante la guerra y convertido en Teatro Nacional de Catalunya. Allí, algunos hombres trabajaban retirando unos emblemas y colocando otros.
«Pronto volverá a la normalidad; como lo está haciendo todo, Pilar volverá a la normalidad», pensó Matías.
Conocía bien aquel teatro, había ido más de una vez. Su suegro y su familia tenían un palco. Él había sido uno de los afortunados que en 1926 pudo ver La ciudad invisible de Kietge, de Rimski-Korsakov, que hasta entonces solo se había estrenado en Rusia. Habían pasado muchas cosas desde entonces, cuando solo era un adolescente.
—¿Matías?
El capitán Puig observó al sargento Núñez. Aquel hombre, de estatura media y de su misma edad, esperaba la respuesta y la orden de entrar en aquel nido de ratas para localizar sospechosos.
—Vamos, Núñez.
Dejaron atrás las Ramblas y empezaron a perderse en aquellos estrechos callejones que, al contrario de lo que era habitual, estaban vacíos; no había ni putas, aunque de los balcones colgaban sábanas y ropa que esperaban secarse algo a la luz de las nubes grises que cubrían la ciudad.
—Si no fuera por la ropa tendida, diría que todos los que viven aquí están haciendo cola para entrar en Francia.
Matías asintió, con una pequeña sonrisa. Se palpó la cintura. No estaba acostumbrado a llevar una automática escondida.
—Si quiere, nos acercamos a la calle de Sant Olegari. Antes de la guerra aquello era un nido de ratas anarquistas. Había un pequeño bar, el Hilo, en el que se vendían y compraban pistolas.
—Está cerca de aquí, ¿no?
—Algo más al norte.
El sargento Núñez tomó la delantera por aquellas calles oscuras, llenas de suciedad, de un barrio que hasta la creación del Ensanche en el siglo XIX había sido el que había acogido a las clases altas de la ciudad. Después estas habían decidido alejarse cada vez más del puerto y de los que venían a vivir, o más bien, a malvivir de sus astilleros. Ahora aquel barrio era tan solo un foco de enfermedades, también tropicales, en el que se agolpaban personas llegadas de toda España que se habían asentado en la ciudad en busca de trabajo, para sobrevivir gracias a algunas de las monumentales obras de principios de siglo, como las de los dos metros o la Exposición Universal. Un nido de obreros y anarquistas que solían vagabundear por aquellas calles, en otro tiempo, siempre repletas.
Al llegar a la calle de Sant Olegari se encontraron a un grupo de hombres que compartían una botella de vino a la entrada de lo que antiguamente había sido el bar Hilo. Ahora su letrero se había caído, tenía las puertas reventadas y el interior parecía destrozado. Los cinco hombres reunidos vestían ropas de verano, a pesar del frío que hacía. Iban sucios y tenían quemada la piel.
—Estos no saben que está prohibido mantener una reunión sin autorización —murmuró Matías.
Se acercaron aún más a aquellos hombres, que continuaban compartiendo la botella.
—¿Los asustamos?
Aquel comentario no le hizo ninguna gracia al capitán. El sargento lo entendió al momento, tras recibir el rechazo de su mirada. ¿Qué pensaba? Ahora estaban trabajando.
—Señor, los podemos utilizar para conseguir algo de información.
El capitán asintió.
Uno de los cinco hombres, un gitano con la ropa deshecha y con un extraño bulto bajo la camisa, advirtió la llegada de los dos desconocidos. Nunca los había visto por el barrio. Se puso en guardia, aunque intentó aparentar cierta normalidad. Una normalidad que no convenció al capitán Matías Puig: era gitano.
—Buenos días, señores —saludó el sargento Núñez irrumpiendo en el grupo, que se quedó completamente en silencio, como si fuera una parte más de aquella calle semidesierta.
El capitán se colocó junto al gitano y sacó la pistola con disimulo, manteniéndola junto a sus pantalones.
—Buenos días —contestaron ellos.
—¿Nadie me dará algo de vino? —preguntó amigablemente el sargento, que, al cabo de pocos segundos, estaba dando un trago a aquel tinto del demonio, capaz de provocar arcadas a todo el que mantenía un primer encuentro con él.
El sargento disimuló el mal sabor y devolvió la botella al tipo de unos cuarenta años que se la había ofrecido. Lo observaba, desafiante.
—Bien, aquí se estaba cerrando un trato, seguramente ilegal —dijo de pronto el sargento.
Notó que el gitano se ponía algo nervioso.
—A ver, señores. Está claro que nadie brinda con una botella en medio de la calle antes de la comida. Y más si se sabe que está prohibido reunirse. Desde luego, algo estúpidos sí que son… En fin, al menos se podrían haber escondido.
Dos hombres, los que estaban frente al sargento, le dirigieron una mirada asesina. Núñez se llevó la mano a la espalda y desenfundó su automática. La levantó dirigiendo el cañón a la puerta de la casa que había detrás de ellos.
—Y supongo que el motivo del trato ha de estar escondido aquí dentro. ¡Tú! —dijo señalando con la pistola a un hombre de unos cincuenta años, sucio y cuyas grasosas patillas le llegaban hasta cerca de la boca. De todos, era el que parecía menos desafiante.
El capitán seguía observando toda la escena desde detrás del gitano.
—¿Sí?
—Acaba de abrir la puerta.
Todos miraron a otro hombre, que debía de tener unos treinta años y llevaba un viejo traje de paño, con las coderas y las rodilleras casi tan desgastadas como las espardeñas y los calcetines de lana que le cubrían los pies. Aquel hombre, que se encontraba junto al gitano y al capitán, asintió con la cabeza.
Al abrir la puerta, tres sacos repletos de patatas, unas cuantas podridas, como se deducía por la peste que emanaba de ellas, cayeron en medio del círculo que formaban los hombres.
—Estraperlo —soltó el sargento, que, algo decepcionado, bajó la pistola.
—Espere, Núñez; quizás haya algo más —dijo el capitán a la vez que golpeaba con el cañón de su automática la cabeza del gitano, que cayó fulminado a tierra. Mientras caía, le sacó de la cintura un revólver medio oxidado.
Con las dos armas apuntó al resto del grupo. Al encontrarse con la mirada del capitán, uno de los dos hombres que observaban desafiantes al sargento acabó bajando la mirada.
—No somos municipales. Ni guardias, ni policías. Somos unos hijos de puta que si queremos os jodemos con un disparo a vosotros y a vuestras familias, y después nos meamos encima y aquí no pasa nada. ¿Quién coño es este gitano? —gritó el capitán, que apuntó directamente a la frente del hombre de largas patillas.
El sargento, mientras tanto, dio varias patadas al gitano, que trató de reincorporarse.
—No lo conocemos —dijo, finalmente, con voz entrecortada el hombre de las largas patillas.
—¿Tu nombre?
—Josep Bauví.
—Bien, parece que alguien empieza a entrar en razón —dijo el capitán.
Matías dirigió el cañón a otro de los hombres, el que no había bajado la mirada en ningún momento y que los seguía observando desafiante. El oficial apretó el gatillo y una bala atravesó su cráneo; al caer al suelo, dejó en la pared un rastro de sangre. El resto del grupo dio un pequeño salto hacia atrás e incluso el sargento dejó de apalear al gitano, que decidió que era mejor quedarse tumbado en el suelo.
—¿Y bien? ¿Quién es este gitano? —continuó el capitán, como si nada.
El hombre de las patillas empezó a agitarse nerviosamente. Le costaba respirar.
—No lo conozco. Y no conozco a los otros. Solo ha venido para vendernos unas patatas. Le juro por Dios que no lo conozco. Nos las estaba vendiendo.
—¿Y con qué le ibais a pagar?
—Con oro —dijo Josep, a la vez que abría la palma de la mano y mostraba una funda de ese metal.
—Bien, a la pared y con las manos en la cabeza. ¡Venga!
El capitán se dirigió a los otros hombres. El más joven tenía la mirada fija en el muerto.
—¡Tú! —gritó el capitán.
El joven, uno de los que había observado desafiante al capitán, se giró al grito del oficial.
—¿De qué lo conoces?
—Es…, es…, se…, se…, señor…
—¿Te estás quedando conmigo?
—Señor, es que es tartamudo —intervino otro de los hombres.
—Entonces habla tú. —El capitán pasó a apuntarlo con su automática—. ¿De qué conoces al gitano?
—Ha venido a vendernos patatas. Durante la guerra ya las vendía. Las debe de robar por aquí.
—¿Y la pistola?
—Se ha escapado del castillo de Montjuïc.
—No lo querían ni los comunistas —dijo el sargento, mientras escupía a su presa, que permanecía en el suelo.
—Se ha escapado de ustedes —dijo el otro hombre.
—Núñez, levántelo.
El sargento cogió al gitano como si fuera un saco y lo puso delante del capitán.
—¿Y por qué te detuvimos? —preguntó, a la vez que le colocaba su revólver enmohecido bajo la garganta.
—Por ser gitano —escupió.
—Buen motivo. Si quieres salvar la vida, dinos dónde podemos encontrar comunistas, esas ratas que se esconden en vuestro barrio. Seguro que lo sabéis. Y esto va para todos —advirtió el capitán, que apuntó con su pistola a los otros hombres.
Todos callaron. También el gitano.
El capitán abrió fuego contra el más joven. La bala le arrancó medio lóbulo de la oreja izquierda. Su lamento desgarró aquella sucia calle del Chino.
—¡Que me lo digáis ahora!
—Unos soldados y un coronel, que escaparon también del castillo, se quedaron en el cementerio —dijo finalmente el gitano.
—Mi vecino, el del tercero C de la calle de Escudellers, está escondido en una pared falsa de la cocina —continuó el gordo de las patillas.
—Muy bien, Núñez, haga una lista.
—De acuerdo. ¿Y qué hacemos después con estos? —murmuró.
—Cuando hablen, nos los llevaremos al castillo, para que visiten el foso de Santa Elena —contestó en voz queda el capitán.
Solo el gitano lo oyó. Pero no dijo nada. Si debía morir, prefería hacerlo después de tratar de huir nuevamente.