18

Abrió los ojos. Vicenç se quedó mirando al techo, a las vigas de madera que rompían el cielo blanco de aquella habitación. Los cerró. Los volvió a abrir. Permanecía inmóvil bajo unas sábanas que olían a limpio. Poco a poco fue recordando dónde estaba. Era la casa de la tía Julia, la hermana mayor de su madre. Suspiró profundamente mientras las lágrimas acudían a sus ojos y recordaba todo lo que había pasado aquellas últimas horas, aquellos últimos días. Sacó despacio los brazos de las sábanas y los levantó. El rastro de los alambres era todavía muy evidente en sus muñecas. Le hacían daño. Por suerte no le habían llegado a seccionar las venas. Cerró de nuevo los ojos. Cuando los abrió tenía enfrente a su tía, que se había convertido en una anciana.

—Hoy trataré de bajar a Sant Feliu para avisar a tu madre de que estás aquí.

Vicenç se incorporó rápidamente en la cama, nervioso. Tenía ganas de llorar. Le faltaba el aire e, incluso, le costaba respirar. Era como si estuviera a punto de ahogarse.

—No, tía, no.

La mujer le observó, extrañada. Se acercó a la cama y se sentó a sus pies. Llevaba una bandeja con algo de leche y una hogaza de pan con aceite. Solo de verlo, el estómago de Vicenç rugió con fuerza, a pesar del miedo.

—¿Por qué, hijo mío?

—Es peligroso, tía. Si me encuentran, me matarán; y, si saben que estoy aquí, también te pueden matar a ti.

Su tía mostró una tierna sonrisa.

—Vicenç, la guerra ya ha acabado.

—Todavía no.

Julia empezó a acariciar el cabello de su sobrino. Entonces oyeron el bramido del motor de un coche que se acercaba a la casa. Los dos callaron. Vicenç se sintió aún más nervioso. Se levantó rápidamente de la cama.

—¿Dónde me puedo esconder?

Julia lo miró, preocupada.

—Quédate en la habitación; métete debajo de la cama, si quieres.

—¡Me descubrirán!

—Tranquilízate, no sabemos quién es.

—Por eso.

—Tómate tu almuerzo.

Julia dejó la bandeja a los pies de la cama. Se puso de pie y salió de la habitación. El ruido del motor del coche había cesado, justo delante de la puerta de la casa. La mujer recogió su delantal y lo dejó colgado en una pared de la que salían los cuernos de un ciervo, habituales en aquella montaña hasta que desaparecieron por culpa del hambre de la guerra. Tomó aire y se estiró el vestido antes de abrir tímidamente el visillo que tapaba los vidrios. La cara de miedo se convirtió en pura incredulidad, en sorpresa, una de las mayores de su vida. Sin pensárselo, la prudencia que había mostrado cuando bajaba las escaleras, y que tanto la había preocupado en la habitación de Vicenç, desapareció de golpe.

—¡Anna! —exclamó mientras corría hacia la mujer de su hijo.

Había llegado a aquella casa cuando todos la daban por muerta, acompañada de un anciano, bien vestido, y de un joven larguirucho, con la cabeza alta y de mirada algo perdida.

—Anna.

—Julia.

La anciana se quedó quieta cuando aquella chica de piel morena y con gafas se volvió hacia donde la llamaba una voz amiga. Llevaba con ella un bebé. Y supo que aquella chiquilla era su nieta. No fue necesario que contara los meses que hacía que su hijo había muerto.

Ambas empezaron a llorar. Julia cogió la cara de Anna entre sus manos, la acarició y clavó la mirada en los ojos de la niña: eran idénticos a los de Enric, profundos, vivos.

Don Jacinto y Vincenzo observaban la escena dos metros más atrás, fuera ya del coche. No decían nada. Con lágrimas todavía en los ojos, Julia se acercó a donde estaban y les tendió la mano, mientras Anna seguía los pasos de su suegra con la niña en brazos.

—No nos conocemos.

—No, señora. Soy Jacinto. Y este es mi amigo Vincenzo.

La mujer estrechó las manos de los dos hombres. El primero, don Jacinto, la observaba con cara de ternura; parecía que el encuentro también le había emocionado. El segundo, un joven alto con la cabeza rapada, no podía disimular en su mirada la desconfianza que le producía todo aquello.

—Me han ayudado a llegar hasta aquí —intervino Anna.

La mujer les lanzó una mirada de agradecimiento.

—¿Hay soldados por aquí? —preguntó la joven, mientras balanceaba ligeramente al bebé, que había empezado a llorar. Debía de tener hambre.

—Tiene que haber, pero hasta aquí no han venido. Yo no los he visto. ¿Ya han llegado a Barcelona? Hace días que no se oyen bombas.

Don Jacinto no pudo disimular su sorpresa. Creía que nadie podía vivir al margen de la guerra.

—Nosotros nos tenemos que ir —dijo.

Se fijó en Vincenzo, que había enmudecido; parecía estar a la defensiva ante aquellas dos desconocidas. De hecho, ni siquiera lo miró. Tenía clavados los ojos en aquellas dos mujeres. Anna asintió. Julia tenía claro que lo más seguro era dejar que se fueran, aunque, sin pensárselo demasiado, los invitó a entrar en casa.

—¿Puedo hacer algo por ustedes? ¿No les apetece algo de vino?

Don Jacinto observó a su joven acompañante, que seguía impasible.

Lo cierto es que él sí que necesitaba un descanso. Más que un vaso de vino, agradecería un buen café. Aunque allí resultara imposible beber café de verdad, al menos le sentaría bien algo calentito, para poder entrar en calor. A pesar de que aquel día había amanecido soleado, ahora el cielo anunciaba tormenta.

—¿Tú qué dices, Vincenzo?

Vicenç se levantó de la cama y se vistió con la ropa de su primo Enric, que su tía le había dejado en una de las sillas de la habitación. Al poner los pies desnudos en el suelo, sintió el frío. El contraste fue brutal. Durante aquellas horas en la cama había entrado en calor.

Mientras se vestía, no oyó que el motor de aquel coche volviera a ponerse en marcha. Nadie gritaba. Quizá fueran amigos de su tía o alguien que la conocía. Se vistió con los pantalones de su primo, con su camisa. Al lado tenía unas botas, que también se calzó, no sin alguna dificultad. Le quedaban pequeñas. Con sigilo, y antes de que se abriera de nuevo la puerta, decidió bajar las escaleras de la casa. Quizás su tía guardaba todavía la carabina tigre que le había traído su primo Joan a su tío al principio de la guerra. Se acordaba de aquella escopeta, de la que se sentía orgulloso. Se la enseñaba siempre que los visitaban. Con ella se disparó un tiro cuando supo que Enric, tras ser dado por desaparecido, también había muerto en Teruel. Como Andreu al principio de la guerra.

Vicenç no era un héroe. Nunca lo había sido. De hecho, en el frente no se había atrevido siquiera a disparar ni una sola vez. Pero ahora era diferente. Ya estaba condenado. Aquello iba en serio.

Bajó las estrechas escaleras de la casa, que delataban cada uno de sus pasos con un crujido. Lo hizo despacio. A medida que se iba acercando a la puerta distinguía mejor un grupo de voces. La que más se oía era la de su tía, animada, y sin ningún tipo de temor en su tono. Oyó también a un hombre que se despedía. Y se oía el llanto de un bebé. Debían de ser unos vecinos. Aquello lo tranquilizó, aunque no le hizo desistir en su idea de conseguir un arma. Antes o después la iba a necesitar, pues estaba condenado.

Siguió bajando con precaución, aun cuando intuía que el peligro no era tal. Justo en el último crujido, en el último escalón, la puerta se abrió.

—¿Anna?

¿Qué hacía allí la mujer de su primo Enric? Aquella visita inesperada provocó que la tensión con la que bajaba las escaleras desapareciera de golpe. Todos pensaban que había muerto en Teruel, con Enric. ¿Y el bebé que tenía en brazos?

Vicenç se quedó boquiabierto, mientras su tía Julia le mostraba una sonrisa.

—Sí, soy yo, Vicenç. Y esta es la pequeña Llibertat.

La mujer de su primo lo observaba con los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando hasta hacía poco rato. Vicenç se acercó y la abrazó. Siempre se había sentido muy unido a Anna. Había sido la novia de Enric durante casi toda la vida. Aunque ella también era de Cervelló, había vivido los últimos años muy cerca de su casa, en Sant Feliu. Hasta que empezó la guerra y se alistó junto con Enric y se marcharon al frente. La conocía desde hacía, al menos, seis años. Desde poco después de haber hecho la comunión. Era como si fuera de su familia, una prima más.

Estaba mucho más delgada, como debían de estarlo todos, con la piel blanca, pero con la misma fuerza que habían mostrado siempre sus ojos.

—Esta es mi hija, Llibertat —dijo de nuevo Anna.

—Abuela y casi sin saberlo —apuntó Julia, a la vez que cerraba la puerta.

Justo en aquel momento, volvía a sonar el bramido del motor del coche en el que habían llegado Anna y su pequeña.

—¿Quienes son los del coche? —le preguntó Vicenç a su tía, que se dirigía hacia la cocina a quién sabe qué.

Anna se acercó a la chimenea humeante que calentaba toda la casa.

—No lo sé. Pero me han traído hasta aquí. Necesitaba salir de Barcelona. Pero ya se van.

La mujer se sentó en el sofá más próximo a las llamas. Vicenç olvidó por completo la idea de buscar la escopeta.

—Hola, Llibertat.

El bebé parecía que se había dormido. Ya no lloraba. Su carita rosada se volvía algo más intensa al calor de la lumbre.

—¿Cuánto tiempo tiene?

—Seis meses.

—¿Y cómo es que no habíamos sabido nada de ti?

—La guerra. Como todos… Parece que todos hemos tenido problemas, y los seguimos teniendo, ¿no? —respondió Anna, que señalaba con la mirada las heridas en las muñecas de su primo.

Vicenç mostró una sonrisa amarga.

El pequeño Fiat Balilla del 34 deshacía el camino de la masía en dirección nuevamente hacia el centro de Cervelló. Vincenzo, que hasta ese momento no se había podido hacer con el mando de su vehículo, conducía. Don Jacinto observaba con una sonrisa boba la iglesia románica de color rojizo que se distinguía en lo alto de un pequeño cerro que nacía junto a la carretera. El coche avanzaba por las piedras y el frío, rugiendo debido a las aceleraciones de su conductor, e impregnaban con un fuerte olor a gasolina quemada allí por donde pasaban.

—Debes ser más cariñoso con el coche. Trátalo como si fuera una mujer —le dijo don Jacinto al chico, que apretaba los dientes y no apartaba la mirada de aquella especie de carretera.

—Señor, creo que hemos ayudado a unos traidores a la patria —respondió el chico.

Don Jacinto no se alarmó, aunque se giró hacia su acompañante y pudo ver varias venas en tensión en su cabeza afeitada.

—¿Por qué dices esto? —preguntó preocupado.

Vincenzo era estúpido, tan estúpido que era capaz de meterlo en un lío del que quizá ni su yerno, Matías, lo podría sacar. Si es que siquiera lo intentaba. Estaba muy raro desde su regreso.

—Estaban escondidos. Esa mujer, la del niño, estaba huyendo.

—La de la niña. Era una niña… Pero eso no lo sabemos, muchacho.

Vincenzo condujo el coche hasta la calle Mayor de Cervelló, un pequeño pueblo de casas bajas y de carretera sin asfaltar, en el que, días antes, los republicanos no habían podido parar el avance del enemigo. Ahora, en casi todas sus pequeñas casas, como en otros muchos pueblos, lucía la bandera española, que compartía protagonismo con pintadas a favor de Franco y contra los delincuentes que, amparados por la República, habían hecho y deshecho a placer.

—Yo creo que huían y que debemos comunicárselo a la Guardia Civil —insistió Vincenzo, que detuvo el coche a unos metros de donde cuatro agentes, con capa y tricornio, charlaban amigablemente mientras supervisaban el suministro de comida.

Don Jacinto se giró hacia su joven acompañante.

—No tenemos motivos para decirlo.

—Es nuestra obligación.

—Vamos a casa o, si quieres, intentemos llegar a mis fábricas.

—¿Ahora le interesan las fábricas? —preguntó el chico, enfadado.

Nunca antes lo había visto así. Vincenzo no veía a aquella chica desconocida con su bebé, ni a aquella mujer a la que la guerra había convertido en una anciana; en su lugar, veía a los hombres que habían asesinado a su padre delante de él, tras acusarlo de ser un traidor, un espía. Además, a su mente acudía la cara de todos aquellos que, de vez en cuando, lo visitaban por la noche para «darle lo que se merecía».

Dos de los guardias que se encontraban delante del almacén de suministro improvisado repararon en el coche. Los vehículos civiles no eran nada habituales aquellos días. Y menos todavía que tuviesen gasolina.

—Vincenzo, saca el freno de mano y sigamos nuestro camino. Vamos a casa, ya lo discutiremos allí.

Don Jacinto hablaba mostrando una sonrisa, sin dejar de mirar a los dos guardias que se acercaron a ellos, serios, cada uno con un fusil en la espalda.

Vincenzo parecía fuera de sí; tenía la mirada perdida, como si, de pronto, todo aquello hubiera dejado de ir con él. Sujetaba el volante con las dos manos y miraba hacia la carretera.

—Buenos días —dijo uno de los agentes, tras golpear el cristal de la ventana del conductor.

—Vincenzo, baja la ventanilla —ordenó con voz queda, sin perder su sonrisa.

El joven no reaccionaba. Uno de los agentes observó el interior del vehículo con cara de pocos amigos. Don Jacinto se giró, abrió su puerta y salió del vehículo. Allí, en el pueblo, hacía más frío que en la montaña.

O quizá es que la temperatura había bajado en pocos minutos. Se ajustó la chaqueta y se acercó a los dos agentes.

—¿Qué le pasa a su amigo? ¿Va a estar mucho tiempo así? ¿Sin hacer caso?

—Disculpe, señor guardia. Lo ha pasado muy mal.

Don Jacinto se apoyó en el guardabarros que subía hasta la capota del coche, tratando de ganarse la confianza de los agentes. Si se apoyaba así, como si hablara con unos amigos, y no daba sensación de nerviosismo, no sospecharían nada…

—Todos lo hemos pasado mal —dijo el otro guardia civil—. Y eso no quiere decir que no hagamos caso a la autoridad. ¿No cree?

—Lo sé, lo sé, señor guardia. Venimos de Barcelona. El chico, durante la guerra, perdió a su padre. Era uno de los espías del ejército liberador. Y a él, pues, cada día, una paliza por aquí y una paliza por allá. Esta mañana, un comandante de los suyos le ha dado gasolina para que pudiéramos dar una vuelta en su coche. Y hemos venido hasta aquí, desde Barcelona.

—Un comandante de «los suyos», señor. De los nuestros. Y supongo también que de los suyos, ¿no?

Don Jacinto se puso firmes.

—Claro, señor.

—A ver, si es así, enséñeme sus salvoconductos. Su documentación. ¿O no sabe que hasta que no acabemos con el último hijo de puta comunista no se puede mover el culo por aquí?

—¿La documentación? En el interior del coche…

Vincenzo se despertó de golpe y pisó el acelerador hasta el fondo. Don Jacinto cayó al suelo y uno de los dos agentes salió por los aires al recibir un fuerte impacto en la cintura. Sus gritos, el rugido del coche y el fuerte olor a gasolina quemada alertaron a los otros dos guardias, que seguían la escena junto al almacén improvisado. Don Jacinto, en el suelo, observó cómo el coche se dirigía hacia donde estaban los otros dos guardias, que ya apuntaban a Vincenzo con sus fusiles.

El guardia civil que estaba a su lado se había quedado parado, mientras que el que había sufrido la embestida del coche llenaba la calle de gritos de dolor. Se oyeron siete disparos antes de que el coche acabara chocando contra el pequeño almacén y se llevara por delante a tres personas que hacían cola. El Fiat de color rojo se detuvo mientras los peatones y los otros dos guardias seguían gritando a su alrededor. Uno de ellos abrió la puerta del conductor y el cuerpo ensangrentado y sin vida de Vincenzo cayó fuera. Don Jacinto seguía en el suelo, observando todo aquello, sin moverse. De pronto, oyó pasos acelerados que se acercaban a él. Se dio la vuelta. Era el guardia civil con el que había estado hablando. Tiró el fusil a su lado y desenfundó su pistola. Tenía los ojos ensangrentados; el ceño, fruncido. Disparó hasta quedarse sin munición.